En las líneas que siguen pretendo presentar mi opinión sobre la participación política de la mujer en las instituciones del Estado venezolano. Me motiva a ello el observar cómo en los últimos meses ha crecido ante la opinión pública la tesis de que las mujeres deberían tener una cuota fija asignada por la ley positiva a dichas instituciones. Es conocida la propuesta de que el 30% del Congreso debería estar ocupado por mujeres. Porque tales propuestas no dejan de ser preocupantes es que escribo este artículo. Pero, además, escribo motivado con un fin: El aportar un punto de vista sobre este asunto con miras a la discusión constituyente que está emergiendo a nivel nacional.
Pienso que sería muy grave aprobar la propuesta señalada en un nuevo texto constitucional. Ello en lugar de elevar la dignidad femenina la menoscabaría. Sin embargo, no parece ser esa la intención de quienes defienden la cuota fija de poder. Se alega que otorgarle ese espacio a la mujer sería reconocer su importancia y el lugar que efectivamente ella ocupa en nuestra sociedad. Inclusive, se dice que sería reconocerla como un otro con derecho propio. Estos, y algún que otro argumento, sustentan la justificación del proyecto.
Frente a esta idea no han faltado reacciones, por cierto algunas de ellas bastante reaccionarias. Hay quienes han elevado su voz para decir que el 30% es una minucia pues la mujer además de ser demográficamente mayoritaria en la sociedad venezolana ocupa posiciones en el área gerencial y productiva superiores a la del hombre. Amparados en este hecho, el cual no pongo en duda, dicen que la cuota debería ser aumentada a 50 o 52%. Otros reniegan completamente la cuestión, de manera más reaccionaria aún, alegando que el lugar de la mujer está en la familia y, que en la medida en que se salga de ella, corremos el peligro de la desintegración social.
Para exponer mi punto de vista me parece menester recordar un artículo que publiqué en 1997. El mismo trataba sobre la concepción que Herbert Marcuse tenía sobre los movimientos feministas, a la cual me suscribo casi plenamente. Allí, exponía que este autor consideraba que los movimientos feministas serían realmente revolucionarios si dirigían su crítica cultural y su accionar social hacia la feminización del mundo. Esto supone: a) que estos movimientos asumieran para sí la representación tradicional de lo femenino (sensualidad, contemplación, amor maternal, sensibilidad, etcétera) que ha mantenido la cultura occidental, aunque tal representación hubiese sido usada en función de mantener la dominación masculina; y, b) que a partir de dicha representación se propusieran luchar por la construcción de un mundo con las características atribuidas a la mujer. Este proyecto era realmente revolucionario para Marcuse, pues los principios que regulaban la institucionalidad social y los valores culturales dominantes respondían a los criterios de la masculinidad, esto es, acción domesticadora, subyugante de la naturaleza, pisoteadora de lo afectivo, homogeneizadora del mundo.
No obstante, Marcuse no era ingenuo y su análisis era meramente prescriptivo, pues en el fondo sabía que los movimientos feministas se orientaban conforme a los patrones culturales dominantes, esto es, los patrones de la masculinidad, lo que sin duda constituye la paradoja del feminismo occidental. Así, en lugar de buscar la liberación creando un mundo hospitalario, lo que hacían era insertarse más dentro de la “jaula de hierro”. Las féminas se preocuparon y se preocupan por igualar sus derechos con los de los machos, en lo que constituye una igualación represiva. Es como decir: “Nosotras también podemos lanzar bombas sobre Hiroshima”.
Lo expuesto me vale para ilustrar que en la lucha feminista, y en particular en la que ahora se emprende en Venezuela, no hay una auténtica reflexión que conduzca a considerar la dignidad de lo femenino en el mundo que habitamos. Al contrario, pienso que en el fondo se pueden esconder dos opciones probablemente inconscientes, a saber, a) la mujer rehusa de sí misma queriendo ser hombre; y, o, b) la mujer se considera minusválida y desea la protección de la ley positiva represiva. En una u otra opción de interpretación pareciese que la diferencia de la otredad propia se pondera negativamente. Si no me equivoco, todo ello alimentaría el estado de cosas cultural predominante, que es el mismo que da origen a la propuesta que estamos cuestionando.
En efecto, en la sociedad realmente existente la mujer es discriminada, tal como lo son los ancianos, enfermos, homosexuales, grupos raciales, religiosos y muchos otros. Eso no está en duda. Pero, lo que a nuestro modo de ver si lo está es la estrategia de lucha contra esas discriminaciones, puesto que en lugar de destruir las formas dominantes las refuerzan y mediante decretos autoritarios. Seguramente a esta altura muchos me preguntarían: Entonces, ¿qué hacer? Empero, responder tal pregunta en el sentido de un recetario sería capcioso, pues reduciría al otro a un puro objeto pasivo de mi reflexión. Lo único que puedo avizorar es la necesidad de luchar en cualquier espacio posible para que el otro sea respetado y valorado en sus diferencias y, que a su vez, el otro no reniegue de sí mismo a partir de falsos baremos morales. Y eso pasaría por negar cualquier guerra entre géneros que termina por hacer de los bandos enfrentados una y la misma cosa.
Por todo lo expuesto, considero que la propuesta de crear una bancada femenina por ley es fútil, y en realidad lo que viene a sancionar es aquel extrañamiento (alienación) del ser humano consigo mismo (en clases sociales, géneros sexuales, razas, grupos etarios, etcétera) del que Marx nos hablara en sus Manuscritos económico-filosóficos de 1844 y que mucho antes ya Aristófanes anunciaba en El banquete de Platón.
Pienso que sería muy grave aprobar la propuesta señalada en un nuevo texto constitucional. Ello en lugar de elevar la dignidad femenina la menoscabaría. Sin embargo, no parece ser esa la intención de quienes defienden la cuota fija de poder. Se alega que otorgarle ese espacio a la mujer sería reconocer su importancia y el lugar que efectivamente ella ocupa en nuestra sociedad. Inclusive, se dice que sería reconocerla como un otro con derecho propio. Estos, y algún que otro argumento, sustentan la justificación del proyecto.
Frente a esta idea no han faltado reacciones, por cierto algunas de ellas bastante reaccionarias. Hay quienes han elevado su voz para decir que el 30% es una minucia pues la mujer además de ser demográficamente mayoritaria en la sociedad venezolana ocupa posiciones en el área gerencial y productiva superiores a la del hombre. Amparados en este hecho, el cual no pongo en duda, dicen que la cuota debería ser aumentada a 50 o 52%. Otros reniegan completamente la cuestión, de manera más reaccionaria aún, alegando que el lugar de la mujer está en la familia y, que en la medida en que se salga de ella, corremos el peligro de la desintegración social.
Para exponer mi punto de vista me parece menester recordar un artículo que publiqué en 1997. El mismo trataba sobre la concepción que Herbert Marcuse tenía sobre los movimientos feministas, a la cual me suscribo casi plenamente. Allí, exponía que este autor consideraba que los movimientos feministas serían realmente revolucionarios si dirigían su crítica cultural y su accionar social hacia la feminización del mundo. Esto supone: a) que estos movimientos asumieran para sí la representación tradicional de lo femenino (sensualidad, contemplación, amor maternal, sensibilidad, etcétera) que ha mantenido la cultura occidental, aunque tal representación hubiese sido usada en función de mantener la dominación masculina; y, b) que a partir de dicha representación se propusieran luchar por la construcción de un mundo con las características atribuidas a la mujer. Este proyecto era realmente revolucionario para Marcuse, pues los principios que regulaban la institucionalidad social y los valores culturales dominantes respondían a los criterios de la masculinidad, esto es, acción domesticadora, subyugante de la naturaleza, pisoteadora de lo afectivo, homogeneizadora del mundo.
No obstante, Marcuse no era ingenuo y su análisis era meramente prescriptivo, pues en el fondo sabía que los movimientos feministas se orientaban conforme a los patrones culturales dominantes, esto es, los patrones de la masculinidad, lo que sin duda constituye la paradoja del feminismo occidental. Así, en lugar de buscar la liberación creando un mundo hospitalario, lo que hacían era insertarse más dentro de la “jaula de hierro”. Las féminas se preocuparon y se preocupan por igualar sus derechos con los de los machos, en lo que constituye una igualación represiva. Es como decir: “Nosotras también podemos lanzar bombas sobre Hiroshima”.
Lo expuesto me vale para ilustrar que en la lucha feminista, y en particular en la que ahora se emprende en Venezuela, no hay una auténtica reflexión que conduzca a considerar la dignidad de lo femenino en el mundo que habitamos. Al contrario, pienso que en el fondo se pueden esconder dos opciones probablemente inconscientes, a saber, a) la mujer rehusa de sí misma queriendo ser hombre; y, o, b) la mujer se considera minusválida y desea la protección de la ley positiva represiva. En una u otra opción de interpretación pareciese que la diferencia de la otredad propia se pondera negativamente. Si no me equivoco, todo ello alimentaría el estado de cosas cultural predominante, que es el mismo que da origen a la propuesta que estamos cuestionando.
En efecto, en la sociedad realmente existente la mujer es discriminada, tal como lo son los ancianos, enfermos, homosexuales, grupos raciales, religiosos y muchos otros. Eso no está en duda. Pero, lo que a nuestro modo de ver si lo está es la estrategia de lucha contra esas discriminaciones, puesto que en lugar de destruir las formas dominantes las refuerzan y mediante decretos autoritarios. Seguramente a esta altura muchos me preguntarían: Entonces, ¿qué hacer? Empero, responder tal pregunta en el sentido de un recetario sería capcioso, pues reduciría al otro a un puro objeto pasivo de mi reflexión. Lo único que puedo avizorar es la necesidad de luchar en cualquier espacio posible para que el otro sea respetado y valorado en sus diferencias y, que a su vez, el otro no reniegue de sí mismo a partir de falsos baremos morales. Y eso pasaría por negar cualquier guerra entre géneros que termina por hacer de los bandos enfrentados una y la misma cosa.
Por todo lo expuesto, considero que la propuesta de crear una bancada femenina por ley es fútil, y en realidad lo que viene a sancionar es aquel extrañamiento (alienación) del ser humano consigo mismo (en clases sociales, géneros sexuales, razas, grupos etarios, etcétera) del que Marx nos hablara en sus Manuscritos económico-filosóficos de 1844 y que mucho antes ya Aristófanes anunciaba en El banquete de Platón.
Javier B. Seoane C.
Caracas, junio de 1999
Inédito
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