En las líneas que siguen expondré mi interpretación sobre la crítica de Herbert Marcuse (1898-1979) a la idea freudiana del hombre. Considero que es importante por su actualidad en el debate y porque también le hace justo homenaje a este autor de la teoría social en el centenario de su nacimiento. Marcuse ha sido tildado como uno de los fundadores de la corriente freudomarxista, corriente sumamente cuestionada, en especial por neofreudianos y marxistas diversos. Se ha dicho, en reiteradas ocasiones, que la fusión de los pensamientos de Marx y Freud es una inconsistencia tanto epistemológica como ideológica. Los principios explicativos del motor de la acción humana es en ambos pensadores diferente: para Marx es el hombre como ser práxico que, en su menesterosidad se realiza a partir del trabajo; para Freud, el hombre es ante todo un ser que actúa impulsado por la energía libidinal. El enfoque marxiano tiende hacia el culturalismo, aunque sin descuidar las determinaciones biológicas. El enfoque freudiano termina explicando la cultura a partir de las fuerzas biológicas.
Por otro lado, desde el ángulo político, siempre se ha dicho que Freud termina sancionando las relaciones de dominación en la cultura. El cruel principio de realidad se impondrá sobre el desenfrenado ello (id), pues en el mundo no hay suficientes recursos para organizar la cultura desde una perspectiva más gratificante. En Freud, la felicidad termina siendo un problema individual y su concepto es necesariamente débil; en sus propias palabras: “La felicidad, considerada en el sentido limitado, cuya realización parece ser posible, es meramente un problema de la economía libidinal de cada individuo.” (S. Freud, El malestar en la cultura, Alianza, p. 27) Esta tendencia se concretará en ciertos desarrollos de la terapia psicoanalítica.
Nada más lejos de Marx. Para este autor, la felicidad no es un problema meramente individual, sino social. El hombre y su cultura se objetivan por medio del trabajo humano. El modo como los hombres organizan su actividad frente a la naturaleza puede desarrollar sus potencialidades o castrarlas. En este sentido, Marx piensa que los hombres hasta el momento han realizado la historia de su propia mutilación, y la expresión de ésta en el régimen de producción capitalista es la alienante vida de los individuos. Según la teoría marxiana, la alienación no es reductible a términos psicológicos. Si los hombres no se encuentran a sí mismos en su actividad, si su objetivación es su extrañación, se debe a la organización social que ellos mismos se han dado, aunque sin conciencia de su producto. Sometidos a la lucha por la existencia, el régimen capitalista perpetúa la alienación y la única manera de erradicar esta situación es por la superación (aufhebuung) de la sociedad clasista en una sociedad socialista, esto es, en una sociedad donde los medios de realización de la vida sean accesibles a todos. La felicidad, si acaso es pertinente hablar de ella, es un estado que se resuelve en lo social.
Para Freud, los hombres tienen que estar en función de la economía, ya que, “La vida de los hombres en común adquirió, pues, doble fundamento: por un lado, la obligación del trabajo impuesto por las necesidades exteriores; por el otro, el poderío del amor, que impedía al hombre prescindir de su objeto sexual, la mujer, y a ésta, de esa parte separada de su seno que es el hijo. De tal manera, Eros y Ananké se convirtieron en los padres de la cultura humana.” (Ibid., 43)
Se verá así que Marx y Freud tienen ópticas muy disímiles, por no decir opuestas. Marcuse no ignoraba ese punto cuando trató de traer el psicoanálisis freudiano a su teoría crítica de la sociedad, de originaria inspiración marxista. Esta teoría crítica está intimamente ligada a los procesos sociohistóricos que desmintieron, o cuando menos sometieron a una seria duda, a la teoría marxiana del sujeto revolucionario. El fracaso de la revolución espartaquista en la Alemania de la primera postguerra y el multitudinario apoyo al régimen socialnacionalista, ponían en serios cuestionamientos las dotes revolucionarias del proletariado. Así, el aparataje teórico del marxismo se tornaba insuficiente para explicar los últimos desarrollos de la sociedad capitalista.
A través de Wilhelm Reich y Erich Fromm, el pensamiento crítico se abrió a los planteamientos freudianos en búsqueda de una explicación más completa y de cara a los procesos psíquicos del individuo. La pregunta era, ¿cómo es posible que los individuos perpetúen sobre sí la represión? Las condiciones objetivas para el advenimiento de la sociedad socialista estaban dadas, no obstante, las fuerzas subjetivas, el sujeto de la revolución, parecía alejarse cada vez más. Ante esta situación histórica urgía dar cuenta de los obstáculos psicológicos a la emancipación.
Marcuse aplica el método exegético de la Escuela de Frankfurt a la obra de Freud. Este método hermenéutico consistía en hacer una lectura lo más ceñida posible a la lógica del texto, explicándola a partir de su contexto sociohistórico concreto. La clave de la lectura era crítica, lo que suponía considerar a la obra en cuestión como un reflejo de la sociedad occidental para después hacer el análisis ideológico de la misma. De hecho eso fue lo que Marcuse realizó con Freud en Eros y civilización.
Ya en las primeras páginas establece el hilo conductor de la obra: “La idea de una civilización no represiva será discutida no como una especulación abstracta y utópica. Creemos que la discusión está justificada en dos aspectos concretos y realistas: primero, la misma concepción teórica de Freud parece refutar su consistente negación de la posibilidad histórica de una civilización no represiva, y, segundo, los mismos logros de la civilización represiva parecen crear las precondiciones necesarias para la abolición gradual de la represión.” (Marcuse, Eros y civilización, Ariel, pp. 18-19) De esta forma, el intento de Marcuse queda suficientemente claro: por un lado, utilizar a Freud contra Freud en lo concerniente a la idea de la abolición de la sociedad represiva, y, por otro lado, dar cuenta de la dialéctica de la sociedad represiva como sociedad que genera a partir de sí las condiciones de la emancipación.
Ya hemos visto que Freud consideró ineludible la cultura represiva a partir de dos aspectos específicos, a saber:
1) La naturaleza humana es en esencia egoista y asocial, a pesar de que para su autoconservación está obligada a vivir en sociedad, lo que supone que el individuo tiene que ejercer autocontrol sobre sí. La cultura se sustenta sobre este autocontrol. Cuando éste falla, la organización social dispone de medios coercitivos para restablecer el orden perdido.
2) La Ananké, esto es, la escasez de recursos existentes para satisfacer las necesidades humanas, obliga a la conformación de una cultura administrativa que restringe la acción de los individuos.
Para demostrar la posibilidad real de una cultura emancipada a partir de Freud, Marcuse tiene que desmontar estas dos determinaciones de la cultura represiva existente. La segunda, de naturaleza sociohistórica pero considerada por el vienés como permanente, es anulada por la investigación concreta ---que puede demostrar con facilidad que hoy existen los recursos necesarios para cubrir las necesidades básicas de los cinco mil millones de habitantes del globo. El desarrollo de las fuerzas productivas es tal que perpetuar la lucha por la existencia ya no se justifica. A pesar de ello, los individuos de la sociedad de consumo procuran incrementar cada vez más su productividad para satisfacer todo un cúmulo de necesidades superfluas entronizadas que empujan el derroche de los recursos y reproducen la cultura represiva en mayor escala cada vez. El problema, de cara al intento marcusiano, no radica tanto aquí como en la primera determinación, pues ella es de carácter antropológico. Para solventar este escollo, Marcuse tiene que realizar una crítica a la concepción del hombre que subyace en la teoría freudiana.
La idea del hombre de Freud mantiene concordancia con la idea de Hobbes. Para ambos, la naturaleza humana es en esencia egoísta y asocial, y sólo llegará a ser social en la medida en que sean reprimidas y logre reprimir sus inclinaciones naturales. Estas inclinaciones se conservan, en la teoría de Freud, en el ello. Allí reinan los instintos primarios regidos por el principio del placer y el dominio del inconsciente.
El ello desconoce valores y no se rige por la autoconservación, su búsqueda es satisfacerse “aquí y ahora”. Se puede decir que, en sí mismo, el ello es desenfrenado en la satisfacción. Sin embargo, en el desarrollo ontogenético del individuo, el ello tiene que desarrollar una parte de sí en yo (ego). En El yo y el ello Freud nos dice: “(...) el yo es una parte del ello modificada por la influencia del mundo exterior (...). El yo se esfuerza en transmitir a su vez al ello dicha influencia del mundo exterior, y aspira a sustituir el principio del placer, que reina sin restricciones en el ello, por el principio de la realidad. (...) El yo representa lo que pudiéramos llamar la razón o la reflexión, opuestamente al ello, que contiene las pasiones.” (Freud: El yo y el ello, p. 20 / Subrayado del autor) Si el ello no transforma una parte suya en yo se autodestruye. Por tal razón, al chocar con la inhóspita naturaleza, se desarrolla el principio de la realidad que rige al yo y sus instintos de autoconservación. Mediando entre las exigencias del mundo exterior y las exigencias del ello, el yo se adapta a la realidad modificándola, pero siempre como proceso secundario a la auténtica naturaleza humana.
El desarrollo ontogenético no concluye en el yo. La larga dependencia del individuo humano hacia los adultos en el proceso de crecimiento hace que se levante una nueva entidad psíquica: el super-yo (super-ego). Ésta guarda la representación de los valores y normas sociales, siendo su contenido esencialmente moral y orientado hacia la perfectibilidad. El super-yo auxilia al yo en la acción represiva que recae sobre el ello. Su génesis se cifra en las primeras identificaciones con el padre, lo que lo asocia con el mentado Complejo de Edipo. Éste, en su versión más simple, consiste en el reconocimiento del padre como competencia invencible por el objeto de satisfacción: la madre. El niño, en su desarrollo normal, y al comprender la imposibilidad de sus pretensiones, resolverá el complejo identificándose con la figura paterna. Esta identificación constituye al super-yo y la aceptación de la autoridad paterna.
El super-yo, receptáculo de ideales morales y éticos, si bien asociado con los valores culturales de una época, sigue conservando para Freud un carácter biológico, pues su origen es la incapacidad del individuo de poder ser autosuficiente en el período de lactancia y gran parte de su desarrollo.
Llegados aquí nos encontramos ante una doble represión. Por un lado, el ello presiona al yo para la satisfacción de sus deseos y éste, orientado por el principio de la realidad impone sus restricciones, aunque tratando de dar cabida a la satisfacción si encuentra posibilidades. Por otro lado, el super-yo desarrollado recrimina al yo la búsqueda por dar satisfacción al ello.
La represión del yo al ello tiene un claro origen biológico ligado a la autoconservación del individuo y la especie. Ahora, la represión del super-yo sobre el yo, si bien tiene un origen biológico, como ya se dijo es una represión que tiende a superar la esfera de lo biológico. Y es aquí donde aparece una de las primeras críticas de Marcuse. Nuestro autor refutará la indistinción de Freud en el concepto “represión”, indistinción que parece comprometerlo con las posiciones más naturalistas. En palabras de Marcuse: “(...) nuestra discusión subsecuente es una
Marcuse nos alerta que hay dos sentidos en el uso del término represión. Se puede hablar de una represión básica y se puede hablar de una represión excedente, esta última de origen sociohistórico. Para explicar la primera arguye que existen restricciones necesarias para preservar la vida del individuo y de la especie. Por ejemplo: si usted se encuentra al lado de un pequeñín de tres años que sale corriendo hacia la autopista, usted, si está en su sano juicio, procurará reprimir tal impulso. El problema no radica en esta represión, pues se sobreentiende que la misma es necesaria. El problema está en la segunda, vale decir, en la represión que el orden social regido por claros intereses particulares impone al resto de los individuos, esto es, la represión ideológica. El sometimiento de los trabajadores a largas jornadas de trabajo para incrementar una productividad ya obscena; la imposición de unas medidas económicas claramente excluyentes de una gran porción de personas en nombre de la supuesta superación de una crisis; el asesinato de una víctima para acabar con su victimario; son claras expresiones de que hay acciones represivas excesivas. En términos de nuestro autor: “(...) aunque cualquier forma del principio de la realidad exige un considerable grado y magnitud de control represivo sobre los instintos, las instituciones históricas específicas de dominación introducen controles adicionales sobre y por encima de aquellos indispensables para la asociación humana civilizada. Estos controles adicionales, que salen de las instituciones específicas de dominación son los que llamamos represión excedente.” (Ibid., pp. 47-48/ Subrayado del autor)
La represión sociocultural excedente descansa sobre la forma histórica que toma el principio de realidad y que Marcuse denomina principio de actuación. En la sociedad de consumo, el principio de actuación es fundamentalmente técnico-instrumental; los criterios de eficiencia y eficacia terminan colonizando las diferentes esferas del mundo de la vida, y las otras dimensiones del hombre (erótica, estética, ética, etc.) son expulsadas o instrumentalizadas. Los valores sucumben ante el valor de cambio, siempre profanante. Los individuos se someten a un trabajo alienante en búsqueda de más recursos para consumir más, sin percatarse que con ello entran en una espiral de automutilación. El trabajo existente impone restricciones sobre una libido (energía erótica por antonomasia) que termina siendo administrada y dosificada los fines de semana, siendo esa libido dosificada tanática, destructiva.
Bajo el principio de actuación, esto es, bajo el histórico principio de realidad, el yo se vuelve pasivo frente al mundo pues la represión excedente se torna placentera. Las sofisticadas formas de manipulación de la sexualidad pasan como liberación sexual, pero el “destape” no es más que, en términos marcusianos, “desublimación represiva”, pues la sexualidad queda restringida a sexo genital. Lo que parece liberación es dominación encubierta. Y es que la sexualidad puede trascender su objeto inmediato y dirigirse hacia una erotización del mundo, hacia las ciudades, los colegios, los hogares, etc., haciendo de estos verdaderos lugares de recreación y realización. No obstante, ello sólo será posible una vez que los hombres se liberen de su esclavitud actual, hecho muy lejano, ya que la liberación implica la necesidad de liberación y ésta la conciencia infeliz de la esclavitud, hoy instituida tras el confort y el “alto nivel de vida”.
Freud descubrió los mecanismos de control social y político que operan a nivel emocional. El problema radica en que en su teoría encontramos muchos de sus conceptos como conceptos suprahistóricos, naturalizados. En un ensayo de 1963, titulado El “anticuamiento” del psicoanálisis, Marcuse plantea esta insuficiencia al analizar la constitución del yo en una sociedad masificada y altamente tecnificada en sus procesos de socialización. Mientras por un lado el psicoanálisis mantenía el ideal de servir en función de refortalecer al yo frente a las presiones del ello y del super-yo, por el otro lado la cultura, debido al desarrollo tecnológico, se transformaba transformando al hombre mismo y haciendo de él un objeto de manipulación. Así, la teoría freudiana queda socavada, no sólo por las posibilidades de superar la ananké ya referida, lo que constituye lo positivo del desarrollo tecnológico, sino porque ese mismo desarrollo en su uso negativo se vuelve contra la tesis freudiana tradicional de la constitución del yo.
En los tiempos actuales la figura tradicional del padre ya no es la figura constitutiva por excelencia de ese yo. Hoy, los principales agentes socializantes son los mass-media. Estos carecen de una identidad definida porque producen una saturación de identidades. La autoridad tradicional, definida y homogenea, localizada en una persona de carne y hueso, se debilita. Los comics tienden a representar a un padre tonto cuyos hijos le llevan una gran ventaja en los trucos de la vida, trucos que ellos han aprendido de la televisión y de los video-juegos.
Con el debilitamiento de la autoridad del padre y el fortalecimiento del mundo de las tecnologías comunicacionales, el individuo medio encuentra en el mercado una gran cantidad de ideales de yo. Debilitado en su propio yo y buscando la aceptación de una sociedad masificada regida por modas, el individuo procurará adquirir en el mercado un yo idóneo para las situaciones previsibles. Pero, y por decirlo con Jean Baudrillard, este yo sólo será un simulacro de yo. En términos de Marcuse, es un pseudo-yo que debilita la relación individuo-sociedad por la indefinición del primero frente a la segunda.
Con ello, acontece también una consecuencia negativa de cara a la constitución del sujeto de la acción social. La dominación se ha vuelto progresivamente invisible. Ocurre lo que en el mundo del capital, en donde las relaciones de dominación son despersonalizadas, el propietario concreto es reemplazado por la inasible sociedad de acciones. El forjador del yo se vuelve también invisible en el mundo de la imagen, pues ya no contiene las determinaciones del padre de familia. Concluye Marcuse que la dominación despersonalizada es la dominación de un sistema totalitario, por muy democrático que éste se autoproclame.
El yo debilitado es el sujeto resquebrajado de la acción emancipatoria que se entrega finalmente al orden existente. El hombre ya no es el constructor de la cultura y la sociedad, sino aquel que cayó ante sus propias objetivaciones. La sociedad se reifica acaparando todos los espacios privados que daban lugar al yo mediador entre naturaleza y cultura, haciendo de la cultura domadora una naturaleza más fuerte que aquella a la que pretendía domar. Coincide aquí Marcuse con su tutor doctoral, Heidegger, con la gran diferencia de que el segundo tiende hacia al misticismo del Ser y sancionó como legítimo al nazismo.
Con esto, nuestro freudomarxista nos plantea desde la década de los cincuenta un problema que hoy, en su expresión metafórica de “muerte del sujeto”, recorre gran parte de los debates más actuales en torno a la teoría crítica. Esta polémica comienza a aparecer en el círculo de los pensadores de la Escuela de Frankfurt, quienes combatieron las tendencias naturalistas de Freud fortaleciendo aquellas más ocultas y tendientes hacia la crítica cultural. Y esa es la clave de la hermenéutica marcusiana, usar a Freud contra Freud en aras de rescatar a un Freud crítico.
Este “anticuamiento” del psicoanálisis de Freud, concluye Marcuse, no lo hace falso en sí mismo, sino que por el contrario, es su verdad bien escondida, pues el liberalismo con que aquel comulgaba, sustentado en la concepción del individuo autónomo, ya no es conservador como otrora, sino, por el contrario, es la esperanza que quedó en la Caja de Pandora.
Javier B. Seoane C.
Caracas, abril de 1998
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