sábado, 30 de marzo de 2024

¿Escaparemos del capitalismo salvaje? A propósito de nuestras próximas elecciones


Javier B. Seoane C.

En una entrega anterior escribimos sobre el traicionado anhelo de una democracia participativa en nuestro país. Queremos ahora invitar a reflexionar sobre las crecientes fuerzas realmente existentes que se oponen a ese anhelo tanto en el plano global como en su forma de expresarse nacionalmente. Realizamos esta invitación en el contexto de nuestras elecciones pautadas para el 28 de julio con el propósito de esclarecer nuestros posibles caminos. Partimos de que estamos viviendo en un capitalismo de Estado salvaje y que la alternativa hegemónica que se vislumbra en la oposición nos invita a vivir en un capitalismo salvaje de mercado. No obstante, poco digo, pues ¿qué cabe entender por una terminología tan manida, tan mítica para una mitómana izquierda borbónica y militarista, como lo es la de “capitalismo salvaje”? En aras de aclarar la cosa, y a modo provisional, ofrezco seguidamente algunos rasgos típico-ideales definitorios. Este capitalismo se caracteriza por:

  1. un régimen económico basado en maximizar la acumulación de capital en el menor tiempo posible y con el menor número de regulaciones posible;

  2. un predominio del capital financiero, comercial y minero sobre el industrial y agropecuario;

  3. una redefinición del Estado en términos de gendarmería represiva en función de garantizar la maximización del capital;

  4. una desregulación radical de los derechos laborales o, en otros términos, explotación al máximo del factor trabajo;

  5. un predominio absoluto de la racionalidad instrumental -estratégica en detrimento de la racionalidad comunicativa y participativa propia de la democracia;

  6. una reducción de la naturaleza externa a materia prima y de la naturaleza interna a meros recursos humanos para la explotación indiscriminada;

  7. un uso de formas ilícitas de negociación económica de resultar posible y necesario, en este sentido, es un capitalismo bucanero;

  8. una vinculación financiera e ideológica con organizaciones políticas autoritarias extremas a nivel nacional e internacional; y,

  9. la tendencia a promover y fortalecer identidades colectivas arraigadas en prejuicios nacionalistas, étnicos, patriarcales y religiosos.

Dos precauciones a tomar. Primero, no se trata de una enumeración exhaustiva, acabada, sino de un tipo ideal en construcción con el propósito de ir poniendo rostro significativo al sintagma “capitalismo salvaje”. Segundo, no se trata de una lógica binaria de hay o no hay tal capitalismo, sino de grados. En este sentido, no se precisa de la existencia de todos los rasgos para definir el fenómeno, basta con la presencia de un grupo de ellos para ya estar en algún grado del mismo. De esta manera, el capitalismo salvaje puede existir aunque no haya formas ilícitas de negociación u organizaciones de extrema derecha o la promoción de las identidades colectivas señaladas. En pocas palabras, la realidad muy difícilmente se ajuste al concepto. Para decirlo con Goethe, la naturaleza es multicolor y la teoría siempre gris.

Ahora bien, partimos de que estamos en un avanzado grado de capitalismo salvaje de Estado puesto que resulta evidente la desvalorización y explotación del factor trabajo en detrimento de la acumulación capitalista dirigida fundamentalmente a actividades económicas comerciales basadas en la importación y mineras bajo el control de propiedad del Estado. Todo ello se conjuga con su lógica reducción de la naturaleza a materia prima y recursos humanos orientados por una racionalidad instrumental-estratégica, así como distorsión comunicativa y de los mecanismos tradicionales de la democracia representativa expresados en falta de transparencia, censura y manipulación jurídica desde altas esferas del poder político-económico. Por otra parte, las terribles sanciones internacionales impulsan mayor opacidad e ilicitud de la negociación de los recursos naturales del Estado por parte de este. Vemos, entonces, la dialéctica perversa entre los intereses políticos internacionales expresados en el bloqueo y el impulso del capitalismo salvaje de Estado en Venezuela. El gran perjudicado, como casi siempre, por no decir siempre, el factor trabajo objetivado en salarios y pensiones.

En la acera de enfrente parte sustantiva de la dirigencia opositora expresa, si bien tímidamente en público, sus simpatías con un capitalismo salvaje de mercado (que, por supuesto, jamás denominará de este modo). Parte de un programa de desmantelamiento del capitalismo de Estado mediante privatizaciones, llegando incluso a la inconstitucional de PDVSA. Justifica ideológicamente su posición bajo el argumento de la ineficacia e ineficiencia burocrática del sector público, del sometimiento de los criterios económicos a criterios partidistas. Obviamente, en un país carente de capitales de inversión y con trabajadores lumpenproletarizados todas esas empresas, empezando por las jugosas de hidrocarburos y minería, sólo pueden pasar a propiedad del capital extranjero. Mas, para que este se anime, cosa que no será difícil, requiere de ciertas condiciones políticas, jurídicas y sociales favorables. Todas ellas están marcadas por un ejercicio represivo en tanto y en cuanto que mientras se alcancen los equilibrios macroeconómicos mínimos y los empréstitos multimillonarios del sector financiero mundial se requerirán fuertes ajustes en el campo laboral público conducentes a agudizar aún más por un buen tiempo el desempleo y pobreza ya existentes gracias a los experimentos socioeconómicos del gobierno. Milei y el anarquismo capitalista de la teoría de Nozic son los faros de esta oposición. Lo que se evita decir: es improbable que la inversión extranjera que puede llegar a Venezuela sea generadora de empleos masivos de calidad para una población económicamente activa con poca calificación. Por ello, la tendencia será a cronificar la miseria y a elevar a la enésima potencia las tensiones sociales. Para que funcione medianamente el programa, se precisará mucha represión con su cercenamiento de libertades sociopolíticas bajo el histérico lema de libertad, libertad, libertad.

Este lúgubre escenario nacional se articula con el también lúgubre escenario internacional. Al menos desde la crisis de 2008 las ultraderechas nacionales han incrementado su capital electoral. Una vista a Estados Unidos nos pone en un eventual regreso del trumpismo. Otra ojeada a la Unión Europea deja claro que en los próximos meses las apuestas a favor de que Meloni sea acompañada por sus socios extremistas de Francia y Alemania. Ya vimos cómo han crecido en los últimos comicios portugueses y, en cuanto a España, no nos dejemos engañar con el decrecimiento de Vox pues simplemente su fuerza se ha mudado al corazón del Partido Popular liderado por Díaz Ayuso y el señorito Aznar. En el horizonte hay una Europa unida por los flancos derechos de la derecha y el naufragio histórico de la socialdemocracia. En latinoamérica la sombra de Bolsonaro recorre Argentina y El Salvador. Salvo México no parece claro el devenir del resto de nuestros países en esta materia. 

China ha mostrado en lo que va de siglo los éxitos de un capitalismo salvaje, sustentado en la explotación de los trabajadores, bajo una retórica “progresista”. La respuesta de Estados Unidos ha sido incrementar el autoritarismo con una lógica de la postverdad 4.0. La de la Rusia de Putin está a la vista, pero sin mayor crecimiento económico. Por doquier la democracia no está de moda, ni siquiera en sus formas mínimas representativas. Los desesperados electores amenazados por el empleo precario, la falta de seguridad social y quizás el desmantelamiento definitivo de lo que sobrevive desde 1973 del Estado de bienestar (donde lo hubo), se inclina por estas salidas autoritarias. Lo que a lo sumo da para el oxímoron de “democracia plebiscitaria”.

De vuelta a Venezuela y latinoamérica, y con este panorama mundial presente, nuestro histórico papel en el mercado mundial de exportadores de naturaleza se fortalece brutalmente. Lo que al capital internacional interesa de estas latitudes descansa en sus bienes minerales, energéticos, farmacéuticos y acuíferos. Seguimos condenados a este papel heredado de nuestro período colonial con el agravante del ecocidio planetario. Ya el Ecuador de Correa propuso en su tiempo no tocar la amazonía a cambio de que la comunidad mundial contribuyera financieramente a subsanar las “pérdidas” que para ese país representaba no explotar esos recursos naturales. En otros términos, pago de un impuesto internacional para preservar el pulmón vegetal del planeta. Ya sabemos cuál fue la respuesta, o mejor, la omisión de respuesta. O mejor aún, la respuesta fue la que dio la administración Bolsonaro en el uso instrumental-estratégico del  amazonas. Para el capitalismo global América Latina es poco más que un almacén de materias primas. Ese poco más descansa en la amenaza que  para el Norte aporofóbico supone la inmigración desesperada que pugna por entrar ante sus muros. Para este Norte pactar con nuestro capitalismo salvaje de Estado o con el de Mercado alternativo no establece mayores diferencias si se garantiza acceso al almacén natural y se le pone freno a los condenados de la tierra que quieren huir de esta tierra. Dicho lo cual, y salvando las distancias, quizás estemos de vuelta a viejos escenarios de guerra fría, cuando Estados Unidos condecoraba a los chapita Trujillo, otorgaba doctorados honoris causa a los Pérez Jiménez mientras la Europa del Este tenía constituciones cínicamente rotuladas con la palabra “democracia”. Este es el meollo del falso dilema que afrontamos de cara a nuestra elección de julio. Como el viejo chiste: 

-¿Qué prefieres? ¿Suplicio o muerte?

-Pues prefiero la muerte.

-Ok. Pero primero suplicio.

Si estamos en lo cierto, las fuerzas que obstaculizan la realización de una auténtica democracia como modo de vida, una que sea contínua democratización, son realmente gigantescas y se mimetizan en aparentes contrarios. Los opuestos no resultan tan opuestos si pensamos en las posibilidades efectivas del desarrollo de una condición humana digna: educación, salud y empleos de calidad en el marco de un régimen de democracia efectivamente participativa que sea a su vez una democracia económica ecológicamente sustentable, garante de diversas formas de propiedad, promotora del cooperativismo, con prohibición real de las formas monopólicas, oligopólicas y cartelizadas de la empresa. Los opuestos no resultan tan opuestos porque reniegan de este pensar, porque este pensar anuncia un camino muy difícil, uno que hay que transitar con la gente, escuchándola, empoderándola. Un camino difícil que no interesa a los grandes capitales, uno al que se oponen los grandes poderes políticos, militares y mediáticos mundiales. Uno que se transita a largo plazo, que no está diseñado para el mercadeo electoral ni para disfrutar las mieles del poder. Uno del que seguramente no hablarán los candidatos. ¿O sí? Mientras tanto, ¿qué hacer? ¿Qué nos cabe esperar? ¿Qué respuestas podemos ensayar?

Publicado originalmente en el porta Aporrea el 22 de marzo de 2024: Artículo

lunes, 18 de marzo de 2024

Los dioses y la elección que se viene

 Javier B. Seoane C.

De la democracia no partimos, a la democracia llegaremos si acaso. Mas, ¿qué significado cabe guardar para este sustantivo abstracto? ¿Para la democracia? Aclararlo en el discurso resulta imprescindible toda vez que cada quien según su circunstancia atribuye al mismo distintos sentidos. En el siglo XIX, después de que se impusiera la Santa Alianza, fue una palabra considerada subversiva, revolucionaria, de izquierdas. Mientras, en Venezuela, fue siempre un anhelo tras nuestra revolución de independencia. En el siglo XX, especialmente después de 1945, se impuso a nivel mundial como democracia representativa o democracia popular, aquella en el horizonte occidental capitalista y esta en los países autodenominados socialistas y comandados por la Unión Soviética o por China. Por ejemplo, la Alemania del este se denominaba república democrática. De modo que el significado pasó de ser subversivo a ser muy querido por todos si bien del modo más acomodaticio.

En la Venezuela del siglo XX, aquella que al decir de Mariano Picón Salas comenzó en 1936, se debatió en las ideas y en la calle por las formas de cómo llegar a la democracia representativa. La transición de López Contreras a Medina se decantaba por una democracia evolutiva, esto es, pensando que la sociedad venezolana a la sazón se encontraba “inmadura” para asumir su destino se proponía continuar con límites al voto popular en tanto se educaba cívicamente al pueblo. En los últimos meses de Medina se anunciaba que esa “madurez” ya estaría lista para 1951, fecha en que la elección de los nuevos poderes del Estado serían efectivamente por voto popular. Pero aquel tiempo se precipitó. La oposición civil nacida poco antes de ese período de transición sostenía la tesis de que el pueblo sí estaba en capacidad de tomar las riendas de su soberanía, y sólo lo impedía la oligarquía en el poder. Pronto aquella oposición se encontró con un grupo de castrenses que se habían formado en la Escuela Militar instituida durante el gomecismo. No querían aquellos militares profesionales, de carrera, seguir siendo obedientes a los militares de chopo y caballo. Juntos, civiles y militares, dieron el golpe de Estado a Medina, que llamaron “revolución” en lugar de golpe. Nació el llamado trienio adeco. Y rápidamente una nueva Constitución dio el voto popular a los venezolanos y venezolanas mayores de edad para elegir a sus representantes. A finales de 1947 el escritor Rómulo Gallegos sería elegido presidente de la República con cerca del 74% de apoyo, el mayor hasta nuestros días. Pero poco duró aquel experimento, ni siquiera un año, los militares de carrera le pusieron fin.

Diez años después y tras un pacto, el de Puntofijo, retornó la democracia representativa. Pero Puntofijo nació con sus problemas, hubo exclusiones, las de muchos grupos de izquierda. El contexto internacional y nacional de la época demandaba a Betancourt y sus socios alinearse con Estados Unidos para sobrevivir. En todo caso, y para no seguir con este relato cronológico, afirmemos que la democracia venezolana se entendió desde antes y también a partir de 1958 como representativa, muy en la tónica de Schumpeter: los electores eligen cada cinco años unos representantes que, por las complejidades de la administración pública, toman sus decisiones apoyados en sus cuadros políticos y técnicos sin consultar a la sociedad hasta un nuevo período constitucional. 

El concepto de democracia representativa, tanto nacional como internacionalmente, entró en crisis en el propio siglo XX. A nivel mundial, 1968 es un año tan emblemático como puede resultar 1789 o 1917. Al 68 llegan muchas fuerzas sociales que pugnaron por años sus derechos. Entre otros, los grupos de derechos civiles contra el apartheid típico de Estados Unidos y otros países; también las organizaciones feministas y estudiantiles, los movimientos contraculturales como el hippie, alzaron su voz de protesta. Declaran que quieren apearse de este mundo inhóspito, agresivo. “Este mundo absurdo que no sabe a dónde va”, dice aquella canción compuesta por Luis Eduardo Aute en el 67. Unos y otros, asqueados con la Guerra de Vietnam, con el Pacto de Varsovia que masacró el nuevo socialismo democrático Checo, asqueados con el autoritarismo extendido por doquiera, portan una nueva sensibilidad, una tardorromántica y bastante democrática. Es tiempo de la sexualidad libre, de la reivindicación de la diferencia, del juego y el arte. Es tiempo de comer flores. 

Nunca estaremos totalmente ciertos de todo lo que implicó la revolución cultural de los años sesenta. Fracasó políticamente, fracasó económicamente. Era posiblemente demasiado anarquista. Triunfo socioculturalmente, al menos en gran parte de occidente. Hoy, salvo en las Escuelas de Derecho, muy derechas ellas, los estudiantes y profesores ya no van de traje y corbata. El orgullo gay arrancó en 1969 a partir de los sucesos de New Jersey. Greenpeace empieza en el 70. El Partido Verde será fundado entre otros por Rudi Deutsche, Rudi el Rojo, Rudi, el estudiante del 68. Los movimientos feministas retomaron nuevos bríos, marcharán masivamente sobre Washington y por cientos de ciudades más. Venezuela no resultó ajena a esta revuelta. La libertad de y por la diferencia se abre entonces paso hasta nuestros días, no sin cruentas luchas. Contra los logros del 68 hoy se unen la extremaderecha global, la izquierda borbónica (Petkoff) y los conservadores que, como Pedro Pablo Fernández, viven gritando a los cuatro vientos, y de modo bastante equívoco, que “estamos amenazados por el “marxismo” cultural”.

Toda esta revolución cultural se expresó también en el concepto de democracia y la teoría política. Surgirá en el propio 68 las expresiones iniciales de la teoría de la racionalidad comunicativa de Habermas y Apel. En 1971 John Rawls impactará con su teoría de la justicia. Lo común a ellos: la denuncia de los límites autoritarios de la democracia representativa, el establecimiento teórico y la demanda política por una democracia participativa, protagónica. ¿Nos suena? Por su parte Deleuze, Derrida, Foucault reivindicarán el derecho a la diferencia, proclamarán lo fractal, lo rizomático. Sí, lo que tiene muchos comienzos posibles, innumerables caminos a transitar. Sí, lo plural.  

La nueva sensibilidad, el anhelo de la democracia participativa y protagónica se expresó en 1999 en nuestro texto constitucional. Tempranamente en el mundo Venezuela hizo letra su voluntad de conformar una democracia inclusiva. Empero, hay que decirlo, la letra fue tachada, traicionada por las prácticas imperantes a lo largo de casi todo el espectro político nacional, sea a la izquierda o a la derecha. Hubo algunos estertores en el gobierno. Los consejos comunales siguen siendo una buena idea, siempre y cuando dejen de ser tutelados y convertidos en maquinarias electorales. Las cooperativas y las comunas otro tanto. Pueden ser formas de organización que con las debidas políticas públicas se impulsen desde abajo, desde las comunidades y la sociedad civil misma. Deseamos que el Estado las acompañe, las apoye, no las tutele. La letra del 99 aún aspira a realizarse.

Preguntamos al inicio qué entender por democracia. Pues bien, invoco a John Dewey (1859-1952), quien definía la democracia como éthos y êthos, es decir, como un modo de vida colectivo (éthos) y un carácter personal (êthos). Se trata de una eticidad, una ética arraigada en la vida comunal y social distinguida por el reconocimiento de las diferencias, la bienvenida a las mismas en la medida en que se trata de distintos modos de expresarse la vida humana considerados legítimos siempre y cuando no busquen la guerra, la destrucción del otro. No se debe tolerar el monolítico nazi o el ultra que quiere socavar lo plural. Fuera de esta regla, la diferencia expresa la democracia y la democracia es el paraguas de las diferencias.

Si la democracia no existe como eticidad, como ética arraigada socialmente, el sistema político podrá autoproclamarse “democrático”, como la Alemania del este o el actual Estados Unidos, podrá convocar a elecciones regularmente, y no obstante resultar autoritario en mucho. Decíamos que de la democracia no partimos, si acaso llegaremos. Llegamos en la medida en que sea una necesidad de cohabitar, y hasta convivir, en paz, sin guerras, pues reconocemos que somos diferentes, que no pensamos igual, que no todos tienen los mismos credos ni los mismos gustos, y que no podemos destruirnos unos a otros, que no conviene hacerlo, que es mejor que nos pongamos de acuerdo, que nos escuchemos, que pactemos con la mayor inclusión posible.

Pero, ¿Y los dioses?¿Qué tienen que ver los dioses y las elecciones en esto? Pues la democracia emerge como necesidad cuando Dios ha muerto. Nietzsche, Dostoievski y algunos más lo detectaron tempranamente. Nuestro tiempo es el de la muerte de Dios, no porque le diera un infarto o algo así, sino porque hay muchos Dioses, tantos como credos hay entre nosotros. En una sociedad en que hay comunistas, socialcristianos, socialdemócratas, sin partido, ateos, agnósticos, islámicos, hebreos, católicos, protestantes o budistas zen, no hay Dios, hay dioses. No uno sino muchos sistemas de valor. La democracia dice: “pues bien, debemos acordar o matarnos; mejor sea lo primero”. Max Weber, uno de los bastiones indiscutibles del pensamiento social moderno, leyó vivencialmente el mensaje en la botella que dejó Nietzsche. Casi con desesperación al final de su vida en 1919, tras el desastroso final de la Gran Guerra y dos revoluciones sangrientas en pocos meses, se dirigió a sus germanos estudiantes como acto final de su vida. Allí les dijo que si queremos evitar más sangre es hora de que los dioses se retiren de la plaza pública para evitar que pretenda alguno de ellos someter a los demás. Nos dijo también que el político moderno está ante el dilema terrible de ser el heredero de los profetas, el mensajero de un único Dios, o de ser el desencantador que actúe bajo una ética de la responsabilidad, que evalúe las potenciales consecuencias de su acción. El primero, el heredero del profeta, se vende (y a veces se siente) portador de la verdad única, la que tiene que imponer para la salvación de todos. Actúa por sus convicciones, a las que nunca pone entre paréntesis. Si tiene éxito termina experimentando con sociedades enteras, lo que suele acarrear nefastas consecuencias humanas. Polariza, insulta y es bélico. Sociedades poco integradas y en crisis sistémico-históricas los buscan, requieren de ese caudillo o caudilla, de su carisma. El político lo sabe, y creyéndolo o no, hace buen negocio electoral de ello. Al final terminan siendo fuente de múltiples exclusiones, de todos aquellos que adversan a su único Dios. El político responsable y desencantador suele fracasar en estas circunstancias, pero resulta ético, sincero. Probablemente se necesita que nos encante con su desencantamiento, con su falta de Dios. ¿A quién buscaremos los venezolanos en la elección que se viene en esta época de la muerte de Dios? ¿A un caudillo o caudilla? ¿Al heredero del profeta? Tenemos suficientes tanto en el gobierno como en la oposición. ¿O buscaremos al responsable, al que emprenda con desencantamiento divino, pero con encantadora narrativa inclusiva, una transición a un destino más justo para el país que somos? ¿Al que con sensatez ofrezca un paraguas que cobije a unos y otros? ¿Tendremos entre nosotros a este último personaje? Y de tenerlo, ¿lo aceptaremos?

Publicado originalmente en el Portal Aporrea el 16 de marzo de 2024:

Aporrea

jueves, 14 de marzo de 2024

Otro feminismo. A propósito de mujer y ecología.

Javier B. Seoane C.

A las mujeres en su día, que son todos los días.

“La razón por la cual no me gusta la moda de los pantalones: es que la mujer camina ahora como un hombre, con el cigarrillo en la boca, las comisuras de los labios vueltas hacia abajo, la frente arrugada; lo mismo que el amo de esta civilización que pisotea a la naturaleza.”

Max Horkheimer: Apuntes. Monte Ávila, pág. 7


Se cumple medio siglo de la conferencia de Herbert Marcuse sobre feminismo y marxismo. Allí, el filósofo más emblemático de la revolución cultural del 68 presenta su concepción sobre los aportes efectivamente contraculturales de una determinada manera de comprender el feminismo. Miembro indiscutible de la llamada Escuela de Frankfurt, de la teoría crítica de la sociedad, Marcuse continúa en cierto modo la tradición que sobre el tema abre Marx en los Manuscritos de París de 1844 cuando afirma que la violencia que separa hombre y mujer obedece a la alienación o extrañamiento que se genera en una sociedad basada en la explotación de unos sobre otros. El patriarcalismo puede entenderse como un capítulo del sometimiento que unos pocos ejercen sobre los muchos. Empero, no se trata de una simple línea de continuidad con el maestro nacido en Tréveris, pues la teoría crítica, y especialmente Marcuse, elaboró una muy fina crítica al marxismo en general. Para los frankfurtianos había un problema más de fondo, uno que iba más allá de las relaciones de clase y explotación del capitalismo. Un problema común al capitalismo y a los socialismos realmente existentes, un problema que estaba en la raíz misma del principio de organización de los mismos y de la civilización occidental toda, a saber, el problema de la racionalidad sobre la que se estructuran las formas societales que ha creado occidente.  Es justo en este punto donde emerge la cuestión del feminismo. Veamos.

La racionalidad que sirve de principio de actuación al mundo occidental, tanto al capitalismo como al socialismo, se sustenta en el cálculo de la relación entre medios y fines a partir de criterios de eficacia y eficiencia. De los fines de la acción se juzga su viabilidad. Por ejemplo, si usted me dice que se propone invitarme a un café en el planeta Marte mañana temprano, la racionalidad dice que tal propósito resulta inviable toda vez que no disponemos de medios para satisfacer tal invitación. Quizás el próximo siglo o poco antes, gracias a los avances tecnológicos, podamos hacer un viaje a Marte en un par de horas y tomar café bajo su rosado cielo. Pero hoy eso no es viable. En cambio, si usted me plantea llevar a cabo un genocidio en Gaza la racionalidad juzga que tal fin es viable pues existen los medios para lograrlo. Se calculan los mismos y se establece con toda razón cuáles son los más eficaces y eficientes. Así, los nazis de la solución final llegaron científicamente a las cámaras de gas como el medio más económico, rápido y limpio para exterminar a judíos, gitanos, enfermos mentales, comunistas y demás enemigos de los arios. Fusilarlos era más lento e implicaba gastos de municiones y soldados en tiempos de guerra. Max Horkheimer, siguiendo a Max Weber, bautizó a esta racionalidad de instrumental, de cálculo de medios y fines viables sin entrar en consideraciones de valores éticos, morales, religiosos, estéticos o de otra naturaleza humana, pues juzgar a partir de estos valores limita la racionalidad a los mundos culturales. Lo que es justo para nuestros hermanos wayúu pues no resulta justo para el habitante de la metrópolis caraqueña, mientras que el caraqueño, el wayúu o el chino de la China más recóndita pueden confirmar que las cámaras de gas son más eficientes y eficaces que los fusilamientos si se busca un genocidio. En pocas palabras, la racionalidad instrumental resulta universal, trasciende a las culturas en el sentido en que descansa en cálculos técnicos, matemáticos en gran medida, en tanto que el juicio ético sobre los fines depende del cristal cultural con que se mire la cosa.

El problema con el marxismo para el amigo Marcuse y sus colegas frankfurtianos radica en que la racionalidad con que opera en su concepción del desarrollo de las fuerzas productivas como base para la futura sociedad comunista sucumbe ante la racionalidad instrumental. En efecto, desarrollo de las fuerzas productivas se traduce fácil como desarrollo de las capacidades científico-tecnológicas aplicadas a las formas de organizar el trabajo y dominar la naturaleza. Adolece el marxismo y sus herederos socialistas y comunistas de un pensar ecológico y ético, aunque Marcuse considerará que tras esta crítica quedan aspectos del viejo Marx vigentes para una crítica cultural, especialmente en el marco de sus obras de juventud. Entre esos aspectos, la crítica a la dominación masculina, sólo que en los tiempos que corren hay que repensarla más allá de la dominación de clase y entenderla en el marco de la racionalidad instrumental dominante. 

De este modo, y en el marco histórico posterior a 1968, Marcuse establece un debate entre dos tipos de feminismo. Uno, el hegemónico, orientado hacia la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Otro, al contrario, orientado a combatir el principio masculino dominante feminizando el mundo. Veamos esta cuestión. Lo que ha predominado en las luchas feministas, y ha costado demasiadas vidas de valientes mujeres, ha sido una búsqueda de reconocimiento jurídico de derechos laborales, económicos, sociales y políticos, derechos orientados a la igualdad con los hombres. Así, si los hombres pueden ser generales de cinco estrellas comandando bombardeos de napalm sobre el enemigo, las mujeres han de tener el mismo derecho pues nada impide que lo puedan hacer, máxime en una sociedad postindustrial, altamente tecnologizada, que ya no precisa de la bruta fuerza biológica masculina. Si los hombres pueden manejar ferrocarriles ellas también, si pueden ser presidentes ellas también, y así sucesivamente. Rambo sólo es una reliquia patriarcal de Hollywood. Este reconocimiento igualitario de seguro ha sido necesario. La historia de la mujer ha sido la historia de la exclusión y el sometimiento, una historia que, por cierto, no se enseña en nuestras escuelas. La igualdad se entiende como un capítulo de la supresión de esta historia infame. No obstante, la igualdad no resulta neutra, es siempre igualdad en un marco sociocultural determinado.  Por ello, entra en escena para Marcuse el otro feminismo, uno que cuestiona esta igualdad por operar en el marco de una civilización masculina en el sentido de fundamentada en la agresión, la violencia y depredación de la naturaleza incluida la humana. Una igualdad en este marco no puede resultar sino en la masculinización de la mujer y el triunfo de la ya expuesta racionalidad instrumental destructiva. ¿Qué pasa si invertimos la fórmula? ¿Si feminizamos lo masculino? Marcuse entiende que la representación de lo femenino está asociada con la sensibilidad, las artes, la belleza, el cuidado, el amor, la solidaridad y la protección, con una racionalidad sensual, estética, muy distinta de la instrumental. Si el movimiento feminista reivindica estos valores y racionalidad se vuelve entonces contracultural, auténticamente revolucionario. He allí el otro feminismo, uno que emerge del 68 para apearnos de este mundo opresivo y depredador.

La réplica feminista hegemónica no se hizo esperar. Se le dijo al filósofo que esos valores atribuidos a la mujer eran culturales, históricos y producto del sometimiento, han sido el resultado de cómo el hombre quiso ver a la mujer para tenerla a su disposición, bien bonita y con su vestidito de faralaos. El otro feminismo de Marcuse respondió que si bien todo lo replicado era cierto, no menos cierto era que la representación dominante de la mujer y su racionalidad estética constituían la cara opuesta de la cultura que se expresa en la racionalidad de los genocidios, las bombas de napalm o nucleares, las guerras de invasión y la depredación y destrucción total de la naturaleza. De modo que en la representación masculina de lo femenino se esconde la imagen de un mundo subvertido. Por consiguiente, si el feminismo quiere preservar lo más humano de la humanidad bien haría en orientar las colosales fuerzas de su movimiento a la creación de otro mundo, uno donde prive el juego, las artes, la sensualidad y no la agresión. Promesa hoy objetivamente posible toda vez que la civilización masculina produjo el suficiente desarrollo de las fuerzas productivas, la capacidad técnica y tecnológica, para superar el hambre y la miseria en todo el planeta, para liberar a la humanidad del trabajo, para salir del reino de la necesidad y entrar al reino de la libertad (Marx).

¿Fue esta una discusión comeflor salida de los estertores de 1968 y ya abandonada junto con los viejos hippies que aún sobreviven? Vistas algunas de las propuestas que se hicieron veinte años después en la Conferencia de Beijing (1995), por ejemplo, eliminar de las lenguas el vocablo “madre” por resultar denigrante de las mujeres, pues se podría responder que sí, que es un planteamiento obsoleto. Que la mujer en realidad quiere ser hombre, macho. Empero, en los últimos años el tema resurge. Una gran pensadora, Seyla Benhabib, lo pone de relieve a su manera en la época del cambio climático. Afirma que los valores culturales asociados a la mujer, centrados en el cuidado y la racionalidad estética, urgen hoy más que ayer para la reconstrucción de una ética ecológica, pues, si en algo coinciden el éthos femenino y las necesidades ecológicas de nuestro tiempo es en el cuidado del ser y la superación de un modo civilizatorio que ha aniquilado el planeta del mismo modo que los personajes interpretados por John Wayne exterminaban a tiro limpio a los nativos americanos. 

Publicado originalmente en el portal de Aporrea el 8 de marzo de 2024:

Terrorismo: la cínica liquidez de un significante

 Javier B. Seoane C.

En la ciencia social actual se ha vuelto común la metáfora de lo líquido para calificar lo acelerado y cambiante de nuestro tiempo. Debemos la misma a Zygmunt Bauman, y probablemente Marx y Engels se la inspirararon cuando en el Manifiesto del partido comunista afirman que en el desarrollo capitalista todo lo sólido se desvanece en el aire. Con ello aquellos maestros del siglo XIX visualizaron que el desarrollo indetenible de las fuerzas productivas, desarrollo de las transformaciones tecnológicas de nuestra vida económica, transformaban nuestra vida espiritual con una constante mutación de nuestros valores, creencias y actitudes. Lo que ayer era sagrado hoy resulta profano, y se vende muy bien. Enrique Santos Discépolo lo captó muy bien en su conocido Cambalache: “Y herida por un sable sin remache, ves llorar la Biblia contra un calefón”. Todo da lo mismo, no hay escalafón. Se puede resucitar a los muertos para que vuelvan a vender discos o autos. Pero no se trata aquí de un juicio moral sino del diagnóstico de una época sociocultural sustentada en hacer permanente lo efímero. Las revoluciones tecnológicas de nuestro tiempo nos saturan con sobreestimulaciones provenientes de múltiples y encontradas informaciones, con múltiples y encontradas interpelaciones de todo tipo. No es el tiempo del pensar sino del reaccionar rápido, como el niño ante los desafíos del videojuego. Tampoco es el tiempo del compromiso, de las relaciones estables. La familia, la pareja y las amistades cambian como se puede cambiar de avión en un aeropuerto internacional. En el mundo del perreo las canciones de Perales parecen escritas hace un par de siglos. No parece haber regreso, las naves están quemadas, el futuro se observa más acelerado, más vertiginoso. 

Lo dicho se manifiesta en el habla. A pesar de Milei o de la Real Academia la lengua se vuelve rizomática, fractal, caótica. Eso pasa con muchos términos, con los significantes. Ahora sí con preocupación moral, digamos que me alerta el terrorista uso de la palabra “terrorismo” por la amalgama de los poderes políticomediáticos. Al menos desde el 11 de septiembre de 2001 la palabra se ha vuelto un arma arrojadiza contra cualquiera que se vuelve objetivo de destrucción. Los atentados contra las Torres Gemelas, qué duda cabe, fueron un ataque terrorista. La reacción político-militar estadounidense también tuvo su “toque” de terrorismo. El trato a los presos de Guantánamo no fue muy virtuoso en materia de derechos humanos, como tampoco la invasión a Irak o las que siguieron a esta, o como antes el Napalm sobre Vietnam, Laos o Camboya, o todavía más atrás las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Porque sí, hay que repetirlo, hasta el día de hoy solo las fuerzas armadas de EEUU han realizado ataques nucleares sobre población civil, lo cual es terrorismo.

Es curioso también el uso del término “terrorismo” en la España actual. En vísperas del vigésimo aniversario de la masacre de Atocha, jueces, políticos y periodistas de ese país acusan de “terrorista” a Puigdemont y el movimiento secesionista catalán. Dicen que por las manifestaciones ocasionadas murió de un infarto un ciudadano en un conocido aeropuerto, y que eso es índice de terrorismo. Curioso en un país que ha sufrido el terrorismo efectivo y brutal del brazo militar de ETA por varias décadas como luego el terrorismo exógeno de aquel 11 de marzo. Mucha gente inocente murió en España, mujeres, niños y hombres que simplemente estaban en el lugar y momento “inadecuados”. De seguro resulta un insulto a esas víctimas volver tan líquido el significado del término “terrorismo” para que arrope al movimiento independentista catalán y evitar que sean amnistiados sus dirigentes.

Peter Sloterdijk ha distinguido entre dos razones políticas, una cínica y otra quínica. Veamos. La quínica la conseguimos en la escuela de los cínicos de la antigua Grecia. Se cuenta la anécdota de que el Gran Alejandro admiraba tanto a Diógenes que un día se le acercó y le ofreció darle lo que quisiera. Este, todo un filósofo quínico, le dijo al gran emperador: “quítate, que me tapas el sol”. El quínico ironiza contra el poder establecido, se burla del mismo, busca mostrar que el rey está desnudo. En cambio, el cínico moderno ironiza contra la sociedad, es el poder establecido que se burla del ciudadano, que lo masacra en nombre de los derechos humanos y la democracia. El cínico moderno rebautiza el horror como amor, con el mismo desparpajo que cambia el letrero de “Ministerio de Guerra” por el de “Ministerio de Defensa”. Los cínicos están a la orden del día, les encanta la liquidez del lenguaje.

Las fuerzas militares sionistas que arrasan con Gaza, con todo lo que allí aún respira, dicen actuar en legítima defensa propia. Afirman que están luchando contra el terrorismo. Estados Unidos calla y lanza por aire algunos pocos miles de raciones de alimentos para mucho más de un millón de víctimas. Antes ha apoyado espiritual y militarmente a su amigo Netanyahu. La Unión Europea, salvo contadísimas excepciones, calla también. Es más, mientras sacó a Rusia de todo y rapidito, incluso del fútbol, a Israel la elevan de categoría subiéndola a la primera división de honor de la Nations League de la UEFA. ¿No es todo esto cínico? ¿Terrorismo de Estado? Pero el cinismo también asedia a nuestras realidades latinoamericanas, y no sólo en la época de la Operación Cóndor. ¿Cuántos sindicalistas que han reclamado que no se puede vivir con un sueldo revolucionario de 20$ al mes han sido acusados de “terrorismo” por fiscales que dicen defender los derechos humanos y los de la naturaleza toda? Ningún quinismo, mucho cinismo. Asistimos en estos tiempos líquidos a la liquidación del significado de “terrorismo”.

Publicado originalmente en el portal de Aporrea el 6 de marzo de 2024:

Milei y el lenguaje

 

Javier B. Seoane C.


Probablemente el título que mejor quepa al extenso tomo correspondiente al siglo XX de la historia del pensamiento, siglo que todavía no superamos, sería el de “giro lingüístico”. El sintagma se lo debemos al ya desaparecido Richard Rorty, relevante filósofo pragmatista que en su propio trayecto intelectual personal, al igual que en el del genial Ludwig Wittgenstein, se delinea claramente la curva de dicho giro. Todo el último siglo está marcado por el mismo. Valgan algunas muestras que no puedo explicar ahora: Heidegger y su impulso a la hermenéutica ontológica contemporánea, la fenomenología y su anclarse en el mundo-de-la-vida (Lebenswelt) como mundo lingüístico, la teoría crítica arribando al puerto de la acción comunicativa de mano de los timoneles Jürgen Habermas y Karl Otto Apel; o las ciencias humanas y sociales desde la lingüística de Saussure, el estructuralismo de Lévi-Strauss o la antropología de Clifford Geertz; o todas las epistemologías postempiristas a partir de 1945. Por supuesto se trata de apenas muestras, demasiado lo que queda por fuera para ilustrar la cósmica extensión de este giro lingüístico. A partir del mismo ya hoy damos por sentado que todo nuestro pensar conceptual se constituye lingüísticamente; que toda nuestra organización sociocultural, nunca inscrita por herencia genética, se constituye lingüísticamente; que el poder de la dominación y el que se resiste están en una constante batalla lingüística (y aquí no falta razón a aquellos conservadores que como el señor Pedro Pablo Fernández están obsesionados con la lucha hegemónica de un marxismo cultural nacido de la revolución del 68, aunque ellos tienden a olvidar que también juegan bélicamente procurando imponer su lenguaje). Mas, sobre todo, hemos vislumbrado lo que ya sabíamos desde quizás los sofistas de la Grecia clásica, a saber, que el lenguaje es dinámico, diverso, cambiante como cambian las relaciones de poder históricas del devenir humano. 

Vamos a dibujar el giro con dos anécdotas que se cuentan del propio Wittgenstein. La primera, palabras más, palabras menos, se vincula con su estadía en París a comienzos de la década de 1910. Se cuenta que un día que quería hacer tiempo ingresó a un tribunal de tránsito en el que se representaba con juguetes de madera un accidente. Se buscaba con esas figuras establecer el suceso ocurrido para imputar las responsabilidades. Se dice que de ahí salió la concepción sintáctica y representacionalista que luego el austriaco plasmara en su conocido Tractatus Logico-philosophicus, publicado en 1922 y antes tesis doctoral que, según sus palabras, nunca entendió su tutor Bertrand Russell. El Tractatus se convirtió en texto sagrado para el Círculo de Viena que en los años veinte y treinta relanzaría el positivismo aprovechando la revolución que volvió matemática la lógica en la última parte del siglo XIX. Para nuestros propósitos aquí baste decir que, de modo un tanto totalitario, el positivismo quiso reducir todo el lenguaje científico a términos de observación fisicalista o, en su defecto, a tautologías lógicas. Cuentan que Wittgenstein, que había escrito el Tractatus siendo enfermero en las trincheras de la Gran Guerra, un día se perdió, se deshizo de su multimillonaria herencia y se internó en bosques noruegos regresando al cabo de unos años a Cambridge para darle un giro a su concepción anterior del lenguaje. Es entonces cuando se nos presenta la segunda anécdota. Ahora el profesor vienés emulaba al peripatético Aristóteles paseando con sus filosofantes discípulos por los márgenes de un campo de fútbol cuando fue víctima de la serendipia. Descubrió que el lenguaje más que representación del mundo era constituyente del mundo y que, dicho mundo, ha de entenderse como un juego de fútbol. Es decir, el mundo es un modo de vida social que se constituye a partir de una serie de reglas convencionales al uso, precisamente como un juego de fútbol o de cualquier otro deporte o incluso juego de mesa. ¿Qué hace falta para jugar estos juegos? ¿Que haya pelotas o canchas o tableros? ¿Que haya jugadores adversarios? ¿Qué hace falta para jugar ajedrez? ¿Piezas, tablero y jugadores? Podríamos tener todo eso sumado y no tener el juego porque este se constituye a partir de unas reglas que establecen su ser. Igual podríamos decir de un Estado político o de casi cualquier institución social como lo son las familias, escuelas o el semáforo. Están constituidas gracias al lenguaje.

Wittgenstein resulta emblema de ese giro del último siglo. En su obra temprana se mantiene una concepción positiva y representacionalista del lenguaje mientras que en su obra tardía critica esta concepción por no considerar el carácter constitutivo y sociocultural de todo lenguaje, que el lenguaje ciertamente supone sintaxis y semántica pero también, y especialmente, pragmática (el significado depende de los usos que las comunidades lingüísticas hacen de los términos). El autor de la expresión “giro lingüístico”, Richard Rorty, siguió un camino paralelo. Pasó de ser fan intelectual de los positivistas a ser crítico de los mismos y elaborar una concepción pragmatista del lenguaje.

Con propósitos ilustrativos concentrémonos ahora en el lenguaje como batalla política. Esta semana nos hemos enterado de que el tocayo Milei ha emprendido la guerra no sólo a su estrecho concepto de Estado sino también al llamado lenguaje inclusivo. Cual heroico heraldo de la Real Academia de la Lengua Española (castellana, pero ambiciona a trascender las fronteras de esa región de la meseta ibérica), sin tembladera de pulso, decreta la prohibición de términos inclusivos a los funcionarios públicos y miembros de las fuerzas armadas. Se busca con ello, afirman los voceros gubernamentales, uniformar la comunicación oficial y alinearse (¿alienarse?) con las normas internacionales que bien dicta la RAE. Muy uniformante y uniformado con la lengua nuestro presidente argentino guarda un aire de familia con el gobierno de la primera ministra italiana que apenas hace unos pocos meses se propuso elaborar un decreto para frenar el uso de anglicismos en todo el sistema de educación formal con el fin de evitar que se distorsione la identidad de la lengua italiana. En España los de Vox también han considerado pertinente estas propuestas del gobierno Meloni, aunque hay que decir que al día de hoy no han cuajado. Supongo que hay campos como el de la informática que no resultan fáciles de italianizar o castellanizar (perdón, “españolizar”). Si bien las extremas derechas tienden a decretar el lenguaje, otro tanto hacen las extremas izquierdas, pero más que poner ejemplos del tipo “aquí no se habla mal de…”, invito a la lectura de la ya archiconocida novela de Orwell 1984 (¿Ficción?)

El poder tiene que narrarse y construir narrativas, tiene que constituirse para ejercerse, tiene que contarse. No hay poder sin lengua. Poder, mito y lenguaje se dan la mano con frecuencia. Al poder le gusta renombrar avenidas, parques, ciudades y países. Como el mito, cree que nombrar y dar vida es lo mismo. Como el mito, el poder decreta enemigos y conspiraciones con el verbo. Si puede los eliminará corporalmente, se caerán de ventanas, como suele pasar en la madre Rusia donde más de un amigo del Zar ha sufrido este tipo de incidentes. Pero el poder del que aquí hablamos es el que lleva en su raíz la vocación totalitaria, la que se expresa en los extremos políticos. Se trata del poder que prohíbe decir que el rey está desnudo, aunque todos sabemos que lo está. Salvo excepciones, ya no quedan países que llamen a su Ministerio de Defensa Ministerio de Guerra y Marina, como antes. Pero las armas siguen aniquilando año tras año a millones de personas. Se piensa también que decretando prohibiciones o usos de la tilde en determinado adverbio desaparece el “enemigo”.

Al lenguaje inclusivo hemos llegado. Puede parecer a varios estéticamente desagradable, feo. No obstante, y también salvo excepciones, no ha sido resultado de decretos sino de fuertes luchas de muchas fuerzas y contrafuerzas socioculturales, entre ellas las feministas, los grupos LGBTIQ+, los ecologistas y los afrodescendientes. Luchas que han costado muchas vidas y no pocos años. El lenguaje inclusivo busca incluir, tiene vocación democrática. A la democracia hemos llegado también. No somos democráticos porque seamos “buena gente”. No. Hemos llegado a la democracia porque vivimos en un mundo plural, diverso, muy lejos de la época tribal y de clanes. Las revoluciones tecnológicas nos han ido acercando y concentrando durante siglos. Hoy un gran contingente de la humanidad habita mundos metropolitanos. La democracia es la mejor forma de gobierno que hemos encontrado para cohabitar y evitar las guerras de aniquilación entre otredades. Es una forma de tolerancia para lograr algún tipo de pax. Desearía con muchos que dejara de ser simplemente una forma de gobierno y pasara, para decirlo con John Dewey, a ser un forma de vida, una eticidad mundialmente extendida. Ello supondría pasar de la tolerancia (el soportar) al reconocimiento del otro. Pero deseo no preña dice nuestra lengua popular. Y hoy la democracia, reducida a forma de gobierno con muy reducida participación, hoy esa triste democracia representativa, schumpeteriana, se encuentra amenazada por doquier por extremismos alimentados desde las contradicciones económicas de un sistema mundial postindustrial que torna cada vez más precario el empleo y la seguridad social de las personas, muchas de las cuales se sienten amenazadas por los inmigrantes y por la clase política entre otros factores. En este caldo de cultivo, parecido al de la Italia o la Alemania de hace un siglo, los discursos populistas extremistas que ofrecen hacer de nuevo grande a un pueblo calan hondo, y con ellos calan los decretos sobre la lengua que buscan poner puertas al campo, y que en ese intento pueden volverse peligrosamente amenazantes. Si llegasen al mismo tiempo al gobierno Meloni, Vox, Alternativa para Alemania y la Agrupación Nacional de Le Pen ya veríamos otra Europa, seguramente muy amenazante. No parece un escenario muy lejano vistos los estudios de opinión, como no parece lejano el retorno de Trump. Milei está bastante solo en latinoamérica, pero si…

 La lengua de la Real Academia es un juego de lenguaje como también lo es la lengua de los reguetoneros. Para escribir este artículo o entenderme con colegas universitarios empleo el juego de la primera. Pasa que si no juegas el juego, play the game, te excluyen de algún modo. Si quieres intervenir de algún modo tienes que jugar el juego. Pero mal haría si para entenderme con reguetoneros les decretara el juego de lenguaje de la Real Academia. Sería un solipsista o quizá un intolerante. Pero no todos los juegos de lenguaje dan lo mismo. Algunos son más abiertos, otros más cerrados. Meloni y Milei quieren cerrar el juego. La Real Academia es un castillo medieval sobre las nubes. Saben que el juego democratizador, inclusivo, es la némesis que castiga los excesos, la hybris, de los ultras.

Publicado en el portal de Aporrea el 29 de febrero de 2024: