viernes, 15 de junio de 2012

A propósito de la educación ética desde la impronta de John Dewey (Javier B. Seoane C.)


Javier B. Seoane C.


          La moderna ciencia de la educación, formada durante los avatares decimonónicos, debe mucho a Johann Friedrich Herbart (1776-1841). En el contexto de la Ilustración, Herbart pertenece a una época de importantes filósofos de la educación como Rousseau o Kant. A este último le sucedió en la cátedra de Königsberg y mantuvo un impulso filosófico en ámbitos como la estética y la ética. Herbart puso también los primeros cimientos de la naciente ciencia pedagógica, cimientos que acentuaron a la psicología como base de la nueva disciplina.


          Desde Herbart la ciencia de la educación mantiene una tensión entre la base científica psicológica concerniente a la transmisión de conocimientos y la base filosófica que se pregunta acerca de los fines de la acción pedagógica. Como pensaba que la finalidad de la educación consiste en crear un carácter moral en el niño y el joven, la base de este brazo pedagógico será la ética (Lundgren, 1997: 49). La psicología ofrece, entonces, los medios. La ética, el fin. Luego de Herbart, y ya en marcha la ciencia pedagógica, la escuela obligatoria moderna y los primeros institutos de formación docente profesional, junto con la emergencia de la razón positivista, aparecerá una tercera rama de la disciplina educativa: la sociología.


          En sus inicios, la sociología tomó el relevo filosófico en la preocupación ética. La naciente ciencia de la sociedad tenía una misión ética. Así se deja ver en claro en el fundador de la sociología de la educación: Émile Durkheim (1858-1917). Para este francés, la sociología podía encontrar una moral científica al distinguir con precisión los hechos sociales normales de los hechos patológicos y, de esta forma, contribuir a la conformación de una sociedad «sana». Durkheim no pensaba, como Platón hacía con relación a los filósofos, que los sociólogos debían gobernar; la misión de ellos sería, más bien, la de asesorar y educar a la sociedad. Para ello, la educación resultaba fundamental.


Comprometido con los ideales políticos de la tercera república francesa y la filosofía positivista, Durkheim defendió con fuerza el concepto de una educación escolarizada obligatoria y laica, que sirviera a la constitución moral ciudadana del nuevo Estado francés. Así, su teoría pedagógica se basa sobre los conocimientos científicos positivos de la psicología y, especialmente, de la sociología —en el entendido de que esta última ciencia proporcionaría, sobre todo, los elementos éticos imprescindibles. Sin duda, el énfasis sociológico se vincula aquí con el proyecto de gran reforma encarnado en aquella tercera república. La educación durkheimiana descansaría en la sociología en función de orientar la reforma social.


La razón positivista, reformista en un comienzo y revolucionaria frente a las aspiraciones del antiguo régimen, pronto devino en una razón conservadora del nuevo orden social. Era la razón de la clase capitalista triunfante. Se comprimió en razón teleológica, instrumental, en claro abandono de la rama teológica que algunos de sus fundadores, especialmente Comte, sostuvieron. Como bien la trabajó teóricamente Max Weber, y luego los frankfurtianos Horkheimer, Adorno y Marcuse, esta razón teleológica o instrumental reduce todo a cálculo. Declarada incompetente para dar cuenta de los fines humanos,  a los que reduce siempre a la subjetividad y de los que sólo puede juzgar en cuanto a su viabilidad, esta razón se conforma con la búsqueda de los mejores medios en términos de eficacia y eficiencia. Es una razón económica, idónea para un mundo industrial que quiere autoconservarse a expensas del juicio ético, político, crítico.


Esta razón teleológica, instrumental, obsesionada por el cálculo, es la razón de la especialización disciplinaria, de la renuncia a la síntesis y al pensamiento holístico. Su principio es cartesiano, basado en la separación entre sujeto y objeto, en el sometimiento a principios metodológicos sustentados sobre la división de lo complejo en partes simples —suponiendo ello un claro compromiso ontológico atomístico. Se trata de una actitud lingüística matematizante del universo todo, que desconoce la legitimidad de otros lenguajes para hablar el mundo, a la par que se desconoce a sí misma como una metafísica entre otras metafísicas, como un lenguaje entre otros lenguajes. No, ella se define como la ciencia en el sentido del el conocimiento de la realidad única.


Esta razón, vuelta hegemónica en los avatares de la historia occidental de los últimos siglos, se institucionalizó exitosamente en los centros educativos, académicos y científicos de nuestras sociedades. Se volvió currículo escolar y se instaló hasta en los tuétanos de las antiguas y nacientes profesiones que, si bien siguieron teniendo ciertas reminiscencias religiosas en sus autorrepresentaciones, pasarían a definirse en términos técnicos. Las nacientes ciencias de la educación no serían ajenas a esta avasallante hegemonía instrumentalizadora. De aquellos grandes brazos dados por Herbart, uno, el psicológico conductista, se superdesarrollaría. El otro, el ético, quedaría relegado a lo filosófico deslegitimado como conocimiento. También el aporte sociológico durkheimiano pasaría a la trastienda por su vocación holística, inaprehensible para la razón cartesiana. La sociología sobreviviente sería la sociología estadística, la sociología de las leyes estocásticas, la sociología como sociometría, siempre sincrónica.


La educación institucionalizada en las universidades se construyó, entonces, desde la psicología conductista del aprendizaje y se entendería a sí misma como una profesión técnica, obsesionada muchas veces con las tecnologías educativas, con la didáctica y la planificación. Se centraría en el currículo como técnica, nunca como política, como ética-política. Los fines de la educación era cosa más filosófica y política que «científica». Y ello se manifestó, también cartesianamente, en el terreno curricular que modelaron y contribuyeron a institucionalizar estas ciencias educativas: predominio de asignaturas separadas entre sí, como departamentos estancos, con énfasis en las ciencias naturales y en la reducción instrumentalista de las humanidades: el lenguaje como gramática, como morfosintaxis; la poesía como métrica; la historia como colección de fechas, sucesos y personajes, preferentemente militares; las ciencias sociales como higiene; la educación ciudadana como derecho memorizado.


En este marco, la razón y actitud éticas resultaban incómodas, no porque los valores fuesen prescindibles a la vida humana sino porque no eran aprehensibles para la orientación de la razón positivista post-decimonónica. De lo ético no cabía hablar en lenguaje matemático, en cálculo y en reducción técnica. En este sentido, o lo ético se volvió una asignatura más entre otras, generalmente con tonos moralistas y «moralinos», o, en algunos casos, desapareció del currículo escolar en todos sus niveles. Lo ético era filosófico, cuestión de valores, de subjetividades, nunca «científico», nunca tangiblemente real, no sometible a observación experimental.


Muchas voces se opusieron a esta colonización de las ciencias pedagógicas por la racionalidad teleológica. Entre ellas, destacaremos las de la Escuela nueva, con especial referencia a John Dewey (1859-1952). Filósofo y científico pragmatista, Dewey encarnaba una actitud reformista profundamente democrática. Clásico, por excelencia, de la pedagogía para la democracia, resaltó la raíz ético-política de la empresa educativa.


Para Dewey, la educación ética y política para la democracia transitaba todo el sistema curricular educativo. No existía materia que no tuviese vínculos con los valores y la acción democráticas y democratizadoras —y así lo legó en su Democracia y educación de 1916, que subtítulo “Una introducción a la filosofía de la educación”. Así, por ejemplo, la enseñanza de las ciencias naturales y formales, si se entendía en términos de acción intelectual y práxica, de proceso, y no en términos de productos acabados (reificados) para el consumo del estudiante, proporcionaría una actitud que hoy, habermasianamente, denominaríamos de racionalidad ética comunicativa. En palabras de Dewey en su clásico "Democracia y educación":

“La abstracción y la generalización científica son equivalentes a adoptar el punto de vista de todo hombre, cualquiera que sea su localización en el tiempo y el espacio.” (1995 [1916]: 195).

La ciencia moderna como proyecto constituyó una revolución contra la autoridad (autoritaria) de los dogmas de fe, de las verdades reveladas que sobrevivieron en el devenir de los siglos por ejercicio de una dominación originada, la más de las veces, militarmente. Se trató de una revolución con una definida actitud crítica, emancipadora, con vocación persuasiva, retórica (en el buen sentido), dialógica. Su lugar era la discusión para persuadir y convencer, no la imposición de una fe. La argumentación, con sus demostraciones y pruebas sometidas a lo público, fue el medio para enfrentar el autoritarismo. Su racionalidad, como señala Dewey, tuvo un notorio énfasis comunicativo universalizable. Sólo después, tras la Ilustración, la razón positivista dio una vuelta de tuerca para trocar autoritaria aquella ciencia, para volverla excluyente de las otredades cognoscitivas, para tornarla autoritaria, logocéntrica y «logocida». Si se descosifica esa ciencia de la razón positivista —esto es, si se rehumaniza—, se recuperaría como actitud reflexivo-crítica, democrática, universalizable. Y por ello, la educación en las ciencias naturales resulta, al menos para Dewey y para nosotros, indisociable de una educación ética y política.

          Lo que se ejemplifica con las ciencias naturales y formales puede hacerse con otros saberes, con otras asignaturas. No en balde el libro citado de Dewey recorre una gran variedad de ellas poniéndolas en sintonía con un ethos democrático. Pues, para Dewey, y para nosotros, la educación ética ha de entenderse en cuanto que eje transversal de toda educación, concepción ésta opuesta a la racionalidad instrumental que ha imperado durante más de un siglo en las ciencias de la educación y sus manifestaciones en la institución escolar.


          Entender los saberes sólo en su dimensión técnica es abstraerlos de los contextos sociales en los que emergen y son utilizados cooperativamente. Los saberes constituyen fines para la acción humana y, en tanto tales, resultan portadores de una dimensión ética de la que no pueden escapar. Su carácter normativo se manifiesta en la propia justificación que los legitima. Obviar este condición conduce a un saber recetado que se copia en un cuaderno como fórmula para sobrevivir en el ejercicio de una profesión, empleo u oficio. Igualmente, conduce a entender la moral como deontología, como externa prescripción. En palabras, una vez más, de Dewey:

“El hábito de identificar las características morales con la conformidad externa a las prescripciones de la autoridad puede llevarnos a ignorar el valor ético de estas actitudes intelectuales, pero el mismo hábito tiende a reducir la moral a una rutina muerta y automática. Consiguientemente, aun cuando tal actitud tiene resultados morales, los resultados son moralmente indeseables, sobre todo en una sociedad democrática en la que tanto depende de las disposiciones personales.” (1995 [1916]: 297).


Precisamente, se tratan este saber técnico y moral prescriptiva del saber y la moral conveniente a la amalgama dominante de intereses económicos, mediáticos, partidistas y militares. Una educación ética para la democracia debe contribuir a la formación de un ciudadano y ser humano integral que comprenda esta amalgama de fuerzas imperantes en nuestro mundo para oponerle una acción efectivamente democratizadora. De más está decir que esta tarea no resulta fácil toda vez que dicha amalgama se opone a este deber de la educación democrática.


          Dewey resultó una mentalidad que se adelantó en su tiempo a lo que, con el Wittgenstein tardío, sería a partir de los años cincuenta la razón y actitud postpositivistas. Para esta razón y actitud, para esta razón-actitud, la observación resulta inseparable del lenguaje teórico. Es desde éste que se observa y cobran valor los datos. Distintos lenguajes teóricos dan lugar, entonces, a distintos descripciones del mundo, a distintas perspectivas, a distintos mundos. Cada lenguaje, al dar cuenta de su mundo, tiene consecuencias para la acción. Describir el mundo de un modo supone comprenderlo de ese modo y actuar en consonancia. De esta manera, se desvanece la ilusión positivista de que hay un lenguaje privilegiado para describir los hechos del mundo; esto es, se derrumba el sueño del lenguaje como espejo de la naturaleza (Rorty). Por ello, los lenguajes disciplinarios de los conocimientos, al suponer la esencia selectiva de todo sujeto dotado de lenguaje, tiene necesariamente un carácter normativo.


          Dewey fue (y es) una voz del gran coro que comprende, coro en que nos inscribimos con nuestra modesta voz, que lo ético no puede entenderse únicamente como una asignatura más en la vida de un estudiante, sino como un eje transversal en tanto y en cuanto que constituye una dimensión inexorable a todo saber.