0.) Introducción
El presente trabajo está enmarcado en un seminario doctoral sobre la concepción científica del mundo, a cargo del Dr. Jorge Rivadeneyra. Debido a nuestra formación —o quizás deformación— profesional, hemos decidido relacionar tal concepción científica del mundo con la conformación del campo de las ciencias sociales, conformación hegemonizada por el positivismo decimonónico en un primer momento, y, posteriormente, por la reacción de las corrientes hermenéuticas a partir de Wilhelm Dilthey. En tal sentido, nos proponemos el siguiente itinerario: 1) una exposición sucinta sobre modernidad y concepción científica del mundo; 2) una exposición sobre la noción de campo tal como se desprende de la obra de Pierre Bourdieu; 3) la conformación del campo de las ciencias sociales por el positivismo y su nexo con la concepción científica del mundo; 4) La reacción de la hermenéutica y la disputa a la visión positivista en el campo de las ciencias sociales; y, finalmente, 5.) concluiremos con algunas reflexiones sobre la postura de Ágnes Heller con referencia a las ciencias sociales, postura que adoptamos también para nosotros.
1.) Exposición sucinta sobre Modernidad y concepción científica del mundo
El siglo XVIII marcó la consolidación política de la burguesía y con ella la instauración de la modernidad europea como episteme (Foucault) dominante de nuestro tiempo. La modernidad, como tónica cultural occidental de los últimos siglos, se articula en su núcleo conceptual con la concepción científica del mundo tal como la denomina Heidegger en Schelling y la libertad humana. Por ello, centraremos nuestro interés en las próximas líneas en describir las ideas fuerza que estructuran la episteme moderna y su vínculo con la concepción científica del mundo que ya desde el siglo XVII se vuelve definitivamente hegemónica.
Los revolucionarios burgueses bebieron de la savia de la Ilustración francesa, la cual mantenía vínculos con la Ilustración británica y la alemana. A la vez, la revolución catapultó a los movimientos ilustrados. Empero, poco hacemos si abstraemos la Ilustración de sus antecedentes en la autonomización cultural lograda en el Renacimiento y la ruptura religiosa de la Reforma. Igualmente cabe decir de los éxitos logrados en materia de ciencias naturales y tecnología. Se trata, sin duda, de procesos en los que unos remiten necesariamente a los otros.
Cabe hablar de modernidades en plural y no de una episteme monolítica. No obstante, para fines de nuestro trabajo haremos abstracción de la pluralidad para construir un modelo típico ideal de modernidad. Para ello, trabajaremos con lo que a nuestro entender son sus principales conceptos constituyentes o ideas-fuerza. Las mismas son, y con mayúscula, las ideas de Razón, de Sujeto, de Historia, de Progreso, de Ciencia, de Tecnología, de Tolerancia, de Ética racional y de Emancipación.[1] Obviamente son un ideas que responden a una episteme en el sentido de Foucault. Esto es, no son ideas aisladas, sino una totalidad orgánica que resulta constitutiva de los diferentes discursos o campos hegemónicos de las prácticas científicas, culturales e ideológicas del mundo moderno y que los legitima como discursos verdaderos, vale decir, científicos. Como episteme resulta ser marco de la producción y distribución discursiva y se torna opaca a la reflexión misma en virtud de que esta última está configurada conceptualmente por aquella. Sólo haciendo uso de una autorreflexión dispuesta a infringir heridas reflexivas sobre la base misma del pensamiento es posible vencer la opacidad (Adorno), aunque sin promesa de transparencia total o fundamentación última (Rorty, Lyotard).
Estas ideas fuerza o categorías epistémicas son compartidas por las tendencias liberales, socialistas, socialdemócratas, socialcristianas, etc., como también son compartidas por las prácticas científicas que se derivan de las doctrinas positivistas, marxistas, hermenéuticas, etc. Podemos decir que se trata de una episteme que configura y cruza todo el pensamiento moderno, que se hizo y sigue haciéndose hegemónica, si bien no ha carecido de intentos alternativos de respuesta como los románticos. Empero, es importante recordar nuevamente que podríamos decir que no hay propiamente una modernidad sino que hay modernidades. Empero, todas las que podamos relatar tienen como denominador común estas ideas, si bien cada uno con giros particulares de las mismas y no siempre compartiendo todas. Por ejemplo, los despotismos ilustrados no se han caracterizado por reafirmar un carácter democrático, aunque si comparten el resto de las ideas fuerza señaladas.
1.1.) La idea de razón
La idea de razón deja de ser entendida como natural o divina, esto es, como estatuida en el mundo por voluntad de la divinidad. La razón moderna se comprende más bien como una facultad inscrita en la naturaleza humana que permite a los hombres captar un orden racional del mundo, o imponerle uno a los aspectos más irracionales de éste mediante la acción social consciente y racional. Ernst Cassirer define esa razón de la siguiente manera: “El siglo XVIII maneja a la razón con un sentido nuevo y más modesto. No es el nombre colectivo de las ´ideas innatas´, que nos son dadas con anterioridad a toda experiencia y en las que se nos descubre la esencia absoluta de las cosas. La razón, lejos de ser una tal posesión, es una forma determinada de adquisición. No es la tesorería del espíritu en la que se guarda la verdad como moneda acuñada, sino más bien la fuerza espiritual radical que nos conduce al descubrimiento de la verdad y a su determinación y garantía. Ese acto de garantizar es el núcleo y supuesto imprescindible de toda verdadera seguridad. Todo el siglo XVIII concibe la razón en ese sentido. No la toma como un contenido firme de conocimientos, de principios, de verdades, sino más bien como una energía, una fuerza que no puede comprenderse plenamente más que en su ejercicio y en su acción.” (Cassirer, 1994, 28).
Siguiendo estas pautas, se puede decir que la razón moderna es un hacer más que un ser (Cassirer, 1994, 29), es fuerza entregada al ente (Heidegger). El mundo racional se conquista, no está hecho sino que es preciso hacerlo. En tal caso, será una hechura humana, no una creación divina. Esta idea recorre gran parte de las distintas escuelas de pensamiento de la época moderna, desde el liberalismo, pasando por las versiones anarquista y estatista, hasta llegar al marxismo, donde posiblemente esta concepción cobra su mayor plenitud. Al respecto, en su segunda tesis sobre Feuerbach, Marx apunta: “El problema de si al pensamiento se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento aislado de la práctica, es un problema puramente escolástico.” (El subrayado es nuestro).
Vemos así como Marx se opone a cualquier concepción esencialista de la verdad y la razón. Por el contrario, su orientación está encaminada hacia el descubrimiento de la “racionalidad” imperante en el orden social establecido para luego superarlo en otra forma de organización social mucho más equitativa y efectivamente racional, donde los intereses particulares y universales no se opongan, esto es, el sueño de Hegel. En este sentido, Marx comparte los preceptos fundamentales de los ilustrados. La concepción de la ideología que elabora en su discurso temprano deja entrever la idea de una razón y unas ciencias soberanas que pueden llegar a descubrir el orden último de las cosas socialmente implantadas. Se trata de una lucha contra muchos obstáculos irracionales, entre ellos la ideología y la superstición que enmascara o vela la realidad auténtica y las posibilidades de acción del sujeto humano. La sociedad socialista, sociedad que considera auténticamente racional, supera los progresos ya obtenidos por la actual, y es la sociedad donde la ideología queda eliminada conjuntamente con las clases sociales. Por supuesto, y como ya se dijo, con ello no excluimos la presencia de esta concepción modernista en otros discursos hegemónicos durante los últimos tres siglos.
En otras palabras, con el advenimiento de la modernidad la razón se transformó de ser una facultad de origen divina y pasiva, usada para contemplar la creación, a una facultad humana activa, transformadora. Adquirió el carácter de fuerza. Los éxitos de Copérnico, Galileo, Newton, entre otros, y los sucesivos cambios tecnológicos que daban un mayor dominio sobre la naturaleza, inducían a la época a pensar en términos de dominio y actividad sobre el mundo. La concepción científica del mundo se volvía hegemónica y pragmáticamente exitosa. Sin duda, y como veremos más adelante, las primeras delimitaciones del campo de las ciencias sociales fueron marcadas por esta idea de razón y de la posibilidad de construir una sociedad racional.
1.2.) La idea de sujeto.
En la modernidad el sujeto humano se vuelve sobre sí y, sin seguridad de un espíritu dado por la divinidad, la razón pasa a ser su recurso para dotar de sentido al mundo. Así, sujeto y razón se identifican en la matriz discursiva moderna. Se trata de una idea que se venía gestando desde hacía muchos siglos y que, en particular, consiguió asidero definitivo durante el período renacentista. En la modernidad, ese sujeto es entendido de diversas maneras por los diferentes discursos: para el liberalismo clásico y el socialismo de Saint-Simon ese sujeto descansa en los hombres de industria que hacen avanzar la historia; para el marxismo, que denuncia a la sociedad capitalista liberal e industrial como sociedad irracional, el sujeto es el proletariado. Para Comte y los positivistas el sujeto son los hombres de ciencia. Pero para unos y otros el sujeto es el hombre, bien sea entendido como individuo de empresa (versión liberal) o como conjunto de individuos pertenecientes a una clase social específica (el marxismo).
El hacedor de la historia, el portador de la acción, es, en síntesis, el hombre. Incluso, se llega a considerar como ideal casi supremo la autonomía del individuo humano. Con Inmanuel Kant se construye una ética formal racional que apunta a la consolidación de este ideal, es decir, a lo que Kant llamó la superación de la minoría de edad. Ni que hablar al respecto de los primados éticos de los liberalismos modernos. También el marxismo aspiraba a una sociedad de individuos autónomos solidarios. Vale apuntar que se considera autónomo en la significación de que para erigirse en sujeto de sí y de la historia, el individuo tiene que emanciparse de cualquier fuerza exógena, sea de origen divino, natural u otro que ponga el destino humano fuera de la voluntad humana. Es en este marco que las obras de Ludwig Feuerbach y Karl Marx cobran pleno sentido interpretativo. Este individuo es posible en tanto que se constituye a partir de un proceso educativo que ha de poner a tono sus facultades racionales; de ahí la importancia que la modernidad ha otorgado al pensamiento pedagógico (por ejemplo en las obras de Kant, Rousseau, Condorcet, Hegel, Pestalozzi, por nombrar sólo algunos).
La conformación del campo de las ciencias sociales se realiza sobre la base de la creencia del hombre como sujeto de la sociedad y la historia. No obstante, la autonomía individual no siempre se consideró como eje ontológico y ético en los orígenes de este campo, pues aquí la modernidad resultó muy ambigua al proclamar por un lado la libertad inherente al ser humano (cf. especialmente las versiones liberales, salvo la ambigüedad de John Stuart Mill en su Lógica) y, por otro lado, subsumir al hombre en las leyes de la naturaleza (cf. especialmente Descartes, Hobbes y los positivismos). La tercera antinomia entre determinismo y libertad de la Crítica de la razón pura de Kant (1984, II, 332-335) muestra ese dualismo contradictorio en el seno de la episteme moderna. Dualismo que se reflejará en las luchas intestinas de las primeras décadas de la conformación del campo de las ciencias sociales, especialmente en la Methodenstreit alemana de finales del siglo XIX entre positivismo y comprensión; pero también a lo largo de todo el siglo XX y hasta nuestros días en debates como los que mantuvieron los estructuralismos con las corrientes interaccionistas, o los marxistas estructuralistas (Althusser, Poulantzas) con los marxistas humanistas (Escuela de Frankfurt, Godelier), o los posmodernos (Lyotard, Vattimo) con las teorías de la acción comunicativa y el discurso (Habermas, Apel).
1.3.) Las ideas de Historia y de Progreso.
La modernidad también comprende la historia de modo terrenal: su término no es ya la civitas Dei de San Agustín —el lugar celestial y paradisiaco que es la negación de la ciudad terrenal de los hombres— sino un progreso continuo que se expresa tanto en mejoras de las condiciones de vida terrenales de los hombres, como en el desarrollo del conocimiento. Esta idea se constituye conjuntamente con la de Progreso, la cual es entendida como un desarrollo sucesivo de fases en donde la última supera (aufheben) en calidad siempre a las precedentes; es, en pocas palabras, un progreso ad infinitum (concepciones del mundo axial y post-axial, según Jaspers). Esta idea epistémica se manifiesta de diferentes maneras en los discursos de Hegel,[2] de Auguste Comte (v.g. la ley de los tres estadios) o el marxismo (la evolución de los modos de producción). Se trata de una historia teleológica, en el sentido de que apunta hacia un telos, un fin, de que tiene un sentido dado: la realización de la justicia, de la libertad del hombre, de la sociedad racional, y así sucesivamente. Desde esta perspectiva, el “metarrelato historicista” es el que se volverá hegemónico en la episteme moderna. Se puede decir que, “El historicismo afirma que el funcionamiento interno de una sociedad se explica por el movimiento que la lleva hacia la modernidad. Todo problema social es, en última instancia, una lucha entre el pasado y el futuro. El sentido de la historia es a la vez su dirección y su significación, pues la historia tiende al triunfo de la modernidad que es complejidad, eficacia, diferenciación y, por consiguiente, racionalización y también crecimiento de una conciencia que es ella misma razón y voluntad y que sustituye la sumisión al orden establecido y a las herencias recibidas.” (Touraine, 1994, 67).
Desde el historicismo la historia se concibe teleológicamente, esto es, apunta hacia un fin y ese fin es la concreción del mundo moderno. Ello parecería conducirnos a un naturalismo en el sentido de que, hágase lo que se haga, la historia ha de llegar a su estadio final (sea este el Estado Prusiano, el Comunismo o el estadio Positivo), lo que se conjuga con la visión determinista sobre el sujeto. Los escritos más “estructuralistas” de Marx, así como la filosofía de Hegel, parecen compartir esta visión cuando sancionan las leyes de la historia o cuando determinan la insoslayable realización del Concepto. Por ejemplo, Hegel trata sobre la “astucia de la Razón” que se vale de los individuos como instrumentos para realizarse ella misma. Sin embargo, ello no es siempre así en todas las versiones modernas. En el pensamiento comteano o en la versión leninista, encontramos más bien un voluntarismo. La historia se realizará, pero para que se realice hace falta que entre en escena la voluntad del sujeto, sea éste la casta de los científicos positivos o el partido.[3] Asistimos en esta última al otro lado de la antinomia del sujeto.
Queda claro entonces que en el interior de la modernidad, de sus corrientes de pensamiento, no es posible sancionar una sola forma de historicismo, aunque sí una fuerte creencia en que la historia tiene un sentido que se realizará necesariamente. Ese sentido histórico es el que organiza la acción humana y garantiza el Progreso, que como ya mencionamos es otra idea eje de la episteme moderna. “La idea de progreso ocupa un lugar medio, central, entre la idea de racionalización y la de desarrollo. La primera idea otorga la primacía al conocimiento, la segunda a la política; el concepto de progreso afirma la identidad entre medidas de desarrollo y triunfo de la razón, anuncia la aplicación de la ciencia a la política y, por consiguiente, identifica una voluntad política con una necesidad histórica.” (Touraine, 1994, 68).
En esta cita de Touraine se aprecia el carácter orgánico que estas ideas centrales tienen en la modernidad. Unas se conectan con las otras. La idea del sentido de la historia se relaciona con la idea de progreso, y, ésta, se unifica con las ideas de sujeto, ciencia y tecnología, todas correlacionadas a partir de la lógica imperante del dominio sobre la naturaleza como marca distintiva de la concepción científica del mundo (Heidegger).
Ambas ideas se estructuran con un fortísimo matiz eurocéntrico. Los europeos ilustrados veían con optimismo su historia y se consideraban a sí mismos como el estadio más acabado de la historia universal. Su propia historia era la Historia. De esta manera, cuando comenzaron a relacionarse con otras culturas las observaban desde su propia perspectiva y las juzgaban atrasadas. Estas ideas y esta forma de concebir la otredad cultural se impusieron con gran fuerza en las teorías sociales evolucionistas y en los primeros desarrollos de la etnología contemporánea. En este sentido, también tuvieron un fuerte impacto en la delimitación del campo moderno de las ciencias sociales.
1.4.) Las ideas de ciencia y tecnología
Llegamos aquí al momento cumbre de la concepción científica del mundo (Heidegger, 1990). La ciencia se entiende como la forma de conocimiento metódico y certero por antonomasia, y la tecnología como la aplicación exitosa al campo práctico de la primera. Fundamentalmente se piensa en una ciencia experimental y positiva que pretende descubrir el orden del universo a partir del lenguaje matemático considerado como universal (Galileo), como mathesis universalis (Descartes, 1983b, 163-164). “La filosofía del siglo XVIII se enlaza por doquier con este ejemplo único, con el paradigma metódico de la física newtoniana; pero lo aplica universalmente. No se contenta con considerar el análisis como el gran instrumento intelectual del conocimiento físico-matemático, sino que ve en él arma necesaria de todo pensamiento en general.” (Cassirer, 1994, 27).
Heidegger afirma que es menester distinguir entre la concepción científica del mundo como la entendemos actualmente de aquella a cómo la entendió el idealismo alemán (Heidegger, 1990, 19). La diferencia fundamental viene marcada por la concepción de ciencia: la Wissenschaft (ciencia) alemana de finales del XVIII y comienzos del XIX es equivalente a filosofía sistemática, a lo que Nietzsche bien llamaría voluntad de sistema. De este modo, la metafísica de Leibniz es Wissenschaft. En cambio, la science de los ingleses es la ciencia empírica tal como hoy la conocemos. Heidegger nos dice: “Hoy en día se entiende por <>aquella concepción del nexo de las cosas de la naturaleza y de la historia, que está fundada en los resultados de la investigación científica.” (Heidegger, 1990, 19). Es en este sentido actual y restringido al que nos ceñiremos como concepción científica del mundo para los fines de nuestro trabajo. En otra parte Heidegger prefiere hablar de una “concepción natural del mundo” (Heidegger, 1985, 33-34), para referirse a la visión naturalista de las ciencias empíricas modernas y su “negación” de la metafísica. Heidegger critica ese naturalismo de las ciencias por su “olvido” del carácter histórico y humano de sus representaciones. Finalmente, y esto marca a una de las conexiones Husserl-Heidegger, toda ciencia descansa sobre el fondo de una concepción del mundo estructurada desde prejuicios y mitos determinados.
Heidegger describe muy bien la actitud actual de esa concepción científica del mundo: “Daremos un título a este carácter fundamental de la actitud intelectual moderna diciendo: la nueva exigencia de saber es exigencia matemática.” (Heidegger, 1985, 58). Se trata de una actitud mental dirigida hacia la medida y el cálculo del ente. Una vez más con el filósofo alemán: “Las cosas se muestran ahora en las relaciones de los lugares e instantes, y en las medidas de la masa y de las fuerzas actuantes. Cómo se muestran está prefigurado por el proyecto; éste determina, por lo tanto, también el modo de la aceptación y de la investigación de lo que se muestra, la experiencia, el experiri. Pero como la investigación está predeterminada por el plan del proyecto, el cuestionar sólo puede ser formulado de tal manera que ponga de antemano las condiciones a las cuales la naturaleza debe responder de tal o cual manera. Sobre la base de lo matemático la experiencia se transforma en experimento en sentido moderno. El impulso experimentador que busca los hechos, es la consecuencia necesaria de la actitud matemática previa que pasa por alto todos los hechos.” (Heidegger, 1985, 76-77). Este proyecto matematizante del mundo se expresará en las ciencias modernas positivas y empíricas como primacía del método sobre lo cognoscible, lo que significa la reificación del procedimiento sobre el conocimiento. “El método no es una pieza de la indumentaria de la ciencia entre otras, sino la instancia fundamental a partir de la cual se determina lo que puede llegar a ser objeto y cómo puede llegar a serlo.” (Heidegger, 1985, 83). Veremos más adelante como esta reificación del método inherente a la concepción científica del mundo se impone en la estructuración del campo de las ciencias sociales, y cómo a partir de allí emergen las más fuertes luchas intestinas de ese campo.
Concepción científica del mundo y modernidad son entonces correlatos. En última instancia, la actitud de la concepción científica del mundo descansa en la instrumentalidad y el cálculo, en la entrega al ente (Heidegger). En este marco, la tecnología y la técnica en general se convierten, por otro lado, en garantes del progreso, pues, por medio de las mismas constituimos el mundo inhóspito de la naturaleza en un hogar, la sociedad irracional en racional, la vida miserable en buena vida. El pensamiento de la modernidad confía en la tecnología desde sus mismos orígenes para crear un mundo feliz; al respecto, Descartes ya anuncia esta fe: “Pero tan pronto como adquirí algunas nociones generales de física y, comenzando a ponerlas a prueba en varias dificultades particulares, noté hasta dónde pueden conducir y cuanto difieren de los principios empleados hasta el presente, creí que no podría tenerlas ocultas sin pecar gravemente contra la ley que nos obliga a procurar el bien general de todos los hombres, en cuanto ello esté en nuestro poder. Pues esas nociones me han enseñado que es posible llegar a conocimientos muy útiles para la vida y que, en lugar de la filosofía especulativa enseñada en las escuelas, es posible encontrar una práctica por medio de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del aire, del agua, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos que nos rodean tan distintamente como conocemos los oficios varios de nuestros artesanos, podríamos aprovechar del mismo modo en todos los usos apropiados, y de esa suerte convertirnos en dueños y poseedores de la naturaleza.” (Descartes, 1983a, 117-118. Subrayado nuestro).
En este sentido, la modernidad está presa de la lógica del dominio sobre la naturaleza impugnada por Nietzsche, Spengler y la Escuela de Frankfurt, entre otros. La ciencia disciplina la razón, la tecnología es la razón aplicada al mundo. Las ciencias sociales, tal como apreciaremos más adelante, nacen también como intento científico para domar la vida social humana a través de una ingeniería social, especialmente en la tumultuosa Francia decimonónica.
1.5.) Las ideas de tolerancia y democracia
Abolida cualquier creencia en la superioridad antropológica de unos sobre otros, en la sangre azul o en un grupo de elegidos, la modernidad ilustrada, como forma cultural, y salvo excepciones, se centra en un pensamiento político democrático sustentado por una concepción igualitarista del hombre (v.g. los derechos universales del hombre, los postulados ético-políticos del socialismo marxista); todos los hombres son iguales y tienen los mismos derechos para elegir; igualmente, la razón, al no estar inscrita de una vez por todas en la naturaleza dada sino como facultad, es producto de la investigación y la argumentación de los diferentes hombres, por lo que es defendible la tolerancia y con ella todo lo que actualmente llamamos una ética del discurso; por supuesto, aquí hay que establecer ciertas distinciones en cuanto a las concepciones totalitarias que también se inscriben en el resto de los conceptos nucleares de la modernidad (v.g. ciertos despotismos ilustrados). Por ello, sea quizás ésta una de las ideas que más variantes sufre en las corrientes de la episteme moderna. Debido a su carácter polémico, y a la poca incidencia directa que tiene sobre nuestro trabajo, no consideramos necesario extendernos más en este punto.
1.6.) La conformación de una ética racionalista
Los principios rectores del comportamiento social de los hombres y sus compromisos con la otredad humana ya no se centrarán en torno a mandatos heterónomos, generalmente de origen divino, sino, por el contrario, en una visión autónoma pero implicada en una conciencia de la socialidad humana, esto es, y como ya se ha mostrado, el centro ético es un individuo autónomo que, en su autonomía y por efecto de su saber, se reconoce como social y, por tanto, procura el bienestar social. La ética formalista de Kant (cf. Crítica de la razón práctica) es posiblemente la mayor manifestación filosófica de esa ética autónoma y racionalista. Su imperativo categórico, pretendidamente desligado de contenidos a seguir heterónomamente, convierte al individuo en legislador universal responsable. También el pensamiento ético-político de Hegel, si bien desde una perspectiva opuesta a la inclinación de Kant por el individuo, deja entrever la realización de la ética racionalista moderna a partir de su concepción del Estado: la defensa de éste, las leyes y la institucionalidad social fomentada por esa legalidad, se convierten en la realización misma de la libertad humana. Eticidad y derecho se funden en el Estado hegeliano.
Puede que en principio esta idea no resulte para nosotros tan determinante como las demás en la configuración del campo de las ciencias sociales, sobre todo por el énfasis que ponemos en el plano epistemológico del análisis. Empero, tanto Comte como Durkheim fueron partícipes de la posibilidad de hallar una ética científica, racional y universal a partir del conocimiento que ofrecerían las ciencias sociales. También en los comienzos del establecimiento de la episteme moderna muchos la consideraron como producto de una ciencia de la moral (cf. Descartes, 1983 a; o, más contemporáneo con Comte: John Stuart Mill).
1.7.) La idea de emancipación de la humanidad
Emancipación es un sustantivo que se opone al de esclavitud o enajenación, y si se quiere, está estrechamente ligado a la concepción de superación (Aufhebung) y al ejercicio del pensamiento crítico. Emancipación nos remite también a la concepción de libertad negativa hegeliana, entendida ésta como liberación de algún tipo de atadura que impide desarrollar alguna facultad humana. En este sentido, es un concepto estrechamente ligado a la metáfora de la mutilación del hombre y, por consiguiente, a la idea de apertura a las posibilidades del ser y hacer. En la filosofía social y las ciencias sociales, emancipación es casi siempre liberación de algún tipo de dominación establecida por intereses sociales específicos.
La idea de emancipación se torna central en el discurso de la modernidad ilustrada. En este sentido, J. F. Lyotard nos informa: “El pensamiento y la acción de los siglos XIX y XX están dominados por la idea de emancipación de la humanidad. Esta idea es elaborada a finales del siglo XVIII en la filosofía de las Luces y la Revolución Francesa. El progreso de las ciencias, de las artes y de las libertades políticas liberará a toda la humanidad de la ignorancia, de la pobreza, de la incultura, del despotismo y no sólo producirá hombres felices sino que, en especial gracias a la Escuela, generará ciudadanos ilustrados, dueños de su propio destino.” (Lyotard, 1992, 97).
Efectivamente, tal como lo muestra Lyotard, la modernidad es una matriz discursiva orientada por la idea de emancipación. El sentido último de la historia, la ciencia, la tecnología, la ética, es la emancipación de la humanidad. La razón es la lucha por construir un mundo emancipado. La lógica del dominio sobre la naturaleza tiene como meta la emancipación del hombre de las fuerzas hostiles y de la lucha por la existencia.
El metarrelato de la emancipación tiene dentro de la modernidad varias versiones. En principio, podríamos hablar de dos tipos: el discurso revolucionario y el discurso reformista. Para el primero la emancipación sólo es posible como cambio radical del orden institucional de la sociedad. La transformación de la totalidad social y no de las partes, es el requisito ineludible de la liberación. Como diría Adorno, siguiendo al primer Lukács, “el todo es lo verdadero”. El segundo, el discurso reformista, parte del supuesto de que las transformaciones revolucionarias generan desequilibrios peligrosos por su carácter imprevisible. El cambio total es una amenaza tanto para las instituciones estatuidas como para los individuos que las integran. Se piensa que las partes cumplen funciones primordiales para el mantenimiento de la sociedad y que si acaso alguna de ellas se torna disfuncional, puede ser modificada sin necesidad de generar un proceso traumático. La emancipación dependerá entonces de un proceso gradual de cambios en aquellos sectores sociales que los ameriten. Así, la idea de emancipación es central en la delimitación del naciente campo de las ciencias sociales, si bien es siempre una idea cruzada por muchas tensiones.
Como se puede vislumbrar, y procurando hacer una síntesis de lo dicho hasta ahora, en el interior de cada idea hay toda una serie de discursos que la comprenden de modos distintos sin llegar a cuestionar la idea misma. Por otro lado, es menester insistir que los diferentes núcleos conceptuales se constituyen orgánicamente, es decir, los unos están integrados con los otros, unos dependen de otros. Esta organicidad marca el modo de producción de discursos en los diferentes ámbitos teóricos.
Con este panorama no pretendemos agotar mínimamente la discusión en torno a la esencia de la modernidad, tan en boga en nuestro tiempo, pero sí orientarla a partir de la aclaración de los tipos ideales con que estamos trabajando. Resta decir que, a nuestro entender, y como se ha venido manifestando en nuestro trabajo, la modernidad alcanza su mayor expresión en la Ilustración europea como una matriz de pensamiento, vale decir como episteme, que genera todo un modo de producción de discursos sobre la sociedad y otros ámbitos.
Básicamente los inicios de las ciencias sociales obedecen a las ya señaladas ideas-fuerza de la modernidad ilustrada. Empero, en el momento de su constitución durante el segundo tercio del siglo XIX, la reacción romántica jugaba un papel importantísimo y nada desdeñable en el pensamiento de de Bonald, de de Maistre, de Saint-Simon, de Comte, de Marx y de todos los primeros teóricos sociales. A ello habría que sumar los éxitos alcanzados por la biología, y muy especialmente por la teoría evolucionista ya antes del propio Darwin. Su impacto se hace notar claramente en Saint-Simon, Comte y Spencer, pero también en Durkheim y Marx, entre otros.
2.) Sobre la noción de campo
Son muchas las acepciones que el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española da al término campo. Así, tenemos que campo viene del latín campus, que significa "terreno llano", "campo de batalla". A pesar del carácter polisémico del término, éste parece circunscribirse a tres ámbitos, a saber, campo plano (campiña), campo de batalla y campo de juego. Los tres ámbitos están ligados a la idea de espacio abarcable con una mira, y, en el caso de los dos últimos ámbitos, se remite a la idea de reglas y espacio donde hay una lucha de fuerzas y contrafuerzas. Empero, para nuestros fines, adoptaremos la acepción que el diccionario da, referente a ámbitos reales o imaginarios propios de una actividad, y a un orden determinado de materias, ideas o conocimientos, cabría agregarse también métodos (v.g. el campo de la teología o de las matemáticas).
Para ampliar un poco más la noción de campo, seguiremos a uno de los autores que más han hecho uso de la misma y que más la han difundido, a saber, Pierre Bourdieu. En Cuestiones de sociología nos dice: "Los campos se presentan a la aprehensión sincrónica como espacios estructurados de posiciones (o de puestos) cuyas propiedades dependen de su posición en estos espacios, y que pueden ser analizadas independientemente de las características de sus ocupantes (que en parte están determinadas por las posiciones). Hay leyes generales de los campos: campos tan diferentes como el campo de la política, el campo de la filosofía, el campo de la religión tienen leyes de funcionamiento invariables (...)" (Bourdieu, 2000, 112). Los campos son entonces estructuraciones, espacios, cuando menos autonomizados en un alto grado de los actores participantes que, más bien, resultan muy determinados por los mismos. Bourdieu, quien maduró intelectualmente durante el apogeo de las corrientes estructuralistas francesas (1950-1970), llega a enunciar que los campos tienen leyes invariables independientemente del asunto particular del cual sean campos.
Así, afirma en la página siguiente del texto citado, que todo campo está cruzado por luchas entre los noveles, los recién ingresados, y quienes ostentan las posiciones de dominación dentro del campo. Mientras los primeros procuran romper los rituales de ingreso, los segundos están interesados en defender el monopolio y excluir la competencia. De este modo, se trata de luchas jerárquicas intestinas, lo que nos remite tangencialmente a la acepción de campo de batalla. Pero campo y lucha implican también definición de reglas constituyentes de las mismas. "Un campo, así sea el campo científico, se define entre otras cosas definiendo objetos en juego (enjeux) e intereses específicos, que son irreductibles a los objetos en juego (enjeux) y a los intereses propios de otros campos (no se puede hacer correr a un filósofo tras los objetos en juego de los geógrafos), y que no son percibidos por nadie que no haya sido construido para entrar en el campo (cada categoría de intereses implica la indiferencia a otros intereses, a otras inversiones, abocados así a ser percibidos como absurdos, insensatos, o sublimes, desinteresados). Para que un campo funcione es preciso que haya objetos en juego (enjeux) y personas dispuestas a jugar el juego, dotadas con los habitus que implican el conocimiento y el reconocimiento de las leyes inmanentes del juego, de los objetos en juego, etc." (Bourdieu, 2000, 113).
Los actores son construidos para pertenecer al campo a partir de la definición de objetos y de una gramática determinada entre esos objetos. Tal construcción se manifiesta en un habitus, noción que en Bourdieu tiene implicaciones teóricas importantes. Un habitus es un conjunto de disposiciones adquiridas, esto es, un conjunto de maneras duraderas que se incorporan, se encarnan, en los cuerpos. [4] El habitus estructura los modos de percepción,[5] garantizando la permanencia y reproducción del campo en los actores. No obstante, ha de entenderse que si bien en Bourdieu estamos en presencia de un estructuralismo, el mismo no tiene las implicaciones deterministas que encontramos en otros autores adscriptos a estas corrientes. Nos dice que los habitus se estructuran en distintos planos, que van desde la experiencia colectiva hasta la experiencia psicológica. De acuerdo con esta última, no hay entre los individuos dos que tengan un habitus idéntico, si bien se puede decir que comparten habitus de una misma clase colectiva. En este sentido, se puede decir que los actores adscritos a una disciplina científica, tal como la sociología o la economía, comparten un habitus que los integra a un campo. De esta manera, habitus y campo son nociones teoréticas complementarias (Bourdieu, 2000, 36). Corcuff, siguiendo los trabajos de Bourdieu, nos define habitus del siguiente modo: "El habitus es, por así decirlo, las estructuras sociales de nuestra subjetividad, que inicialmente se constituyen en virtud de nuestras primeras experiencias (habitus primario) y, más tarde, de nuestra vida adulta (habitus secundario). Es la forma en que las estructuras sociales se graban en nuestra mente y nuestro cuerpo por interiorización de la exterioridad." (Corcuff, 1998, 32). Y, consecuentemente con esta terminología que recuerda a Hegel, define campo, "Los campos constituyen el momento de exteriorización de la interioridad. Se refieren a la forma en que Bourdieu concibe las instituciones no como sustancias, sino de manera relacional, como configuraciones de relaciones entre actores individuales y colectivos (Bourdieu prefiere hablar de agentes para indicar tanto que actúan como que no actúan libremente). El campo es una esfera de la vida social que ha ido cobrando autonomía a través de la historia en torno a relaciones sociales, intereses y recursos propios, diferentes de los otros campos. (...) Cada campo es al mismo tiempo un campo de fuerzas —caracterizado por una distribución desigual de los recursos y, por lo tanto, por una correlación de fuerzas entre dominantes y dominados— y un campo de luchas —en el que los agentes sociales se enfrentan para conservar o transformar esta correlación de fuerzas. Para Bourdieu, en esas luchas puede estar en juego la propia definición del campo y su delimitación (¿quién tiene derecho a participar?, etc.), lo que distingue esta idea de la habitualmente más cerrada de sistema." (Corcuff, 1998, 33-34).
Habitus y campo son complementarios, aunque Bourdieu explicita que la relación que se da entre ambos suele ser inconsciente (Bourdieu, 2000, p. 118).[6] Cabe agregar que, en cuanto campos de fuerza y de lucha, los campos implican para sus agentes mecanismos de capitalización de recursos para mantenerse en competencia y sostener las posiciones estratégicas adquiridas, lo que supone la adquisición de un habitus cada vez más específico. La relación de distribución del capital en un momento dado marca la estructura del campo.[7]
A pesar de las luchas intestinas, que marcan las actitudes ortodoxas de quienes ostentan un importante capital a conservar y las actitudes heterodoxas de quienes quieren subvertir el orden dominante (no en balde el término heterodoxia está emparentado con el de herejía) (Bourdieu, 2000, 114), hay como ley general de todo campo una complicidad de todos los implicados. En palabras de Bourdieu, "Otra propiedad, ésta menos visible, de un campo: todas las personas implicadas en un campo tienen en común una serie de intereses fundamentales, a saber, todo lo que va unido a la existencia misma del campo: de aquí deriva una complicidad objetiva que subyace a todos los antagonismos." (Bourdieu, 2000, 114).
Precisamente esa complicidad, que se construye a partir de los gastos personales que suponen la inversión de recursos, tiempo y ritos de iniciación aprobados para ser miembro de un campo (Bourdieu, 2000, 115), protegen a éste de quedar destruido por las luchas intestinas. Como quien dice, las luchas intestinas que se pueden dar en los distintos niveles del campo de las ciencias sociales, no ponen en tela de juicio la valía de las mismas como campo autónomo. Y si bien Bourdieu no lo dice explícitamente, podemos decir que cuando lo ponen en tela de juicio las luchas dejan de ser intestinas para transformarse en luchas desde el exterior del campo.
Es importante observar que estos campos se constituyen históricamente, por lo que están sometidos a importantes cambios conforme se van resolviendo las luchas de poder y van emergiendo otras. Por ello los campos no son estáticos ni tampoco lo son sus delimitaciones. Como ya se dijo, en las luchas va en juego la propia definición del campo, por lo que la transformación de la misma implicará un cambio discursivo y de interpretaciones. Así, si nos referimos al campo de las ciencias sociales, y haciendo abstracción de los factores contextuales que llevaron a los cambios, se puede decir que la definición y delimitación del campo ha variado considerablemente desde el siglo XIX hasta nuestros días. Bastaría llevar a cabo una historia de los manuales o de las revistas especializadas para vislumbrar cómo se transforman los autores considerados clásicos o claves.
La teoría de los campos de Bourdieu converge con la teoría del discurso de su contemporáneo y paisano Michel Foucault (1926-1984). Como se recordará, este último autor, también con una fuerte influencia estructuralista, expuso a finales de 1970, incluso antes que Bourdieu su teoría de los campos, una teoría sobre los discursos y las disciplinas. Foucault parte de la siguiente hipótesis: "(...) yo supongo que en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad." (Foucault, 1987, 11).
A partir de ella explora en tales procedimientos, que clasifica como procedimientos externos de exclusión, procedimientos endógenos de control y procedimientos enrarecedores de los sujetos portadores de los discursos. Entre los primeros, los de exclusión, Foucault señala tres, a saber, el de lo prohibido,[8] el de normalidad[9] y el de verdad.[10] Entre los procedimientos endógenos señala el de comentario,[11] el de autor[12] y el de disciplina.[13] En cuanto al de enrarecimiento de los sujetos, nos dice: "Enrarecimiento, esta vez, de los sujetos que hablan; nadie entrará en el orden del discurso si no satisface ciertas exigencias o si no está, de entrada, calificado para hacerlo. Más preciso: todas las regiones del discurso no están igualmente abiertas y penetrables; algunas están altamente defendidas (diferenciadas y diferenciantes) mientras que otras aparecen casi abiertas a todos los vientos y se ponen sin restricción previa disposición de cualquier sujeto que hable." (Foucault, 1987, 32).
Sujetos que hablan, pero más bien que son hablados por los controles de y sobre los discursos. Efectivamente, en algunas regiones del discurso se precisa de calificación para hacerse acreedor del mismo, calificación que se obtiene a través de complicados rituales. Se aprecia la semejanza con Bourdieu. Las academias y los centros educativos,[14] y más generalmente cualquier sociedad de discurso, son ejemplo claro de la administración del discurso a través de los procedimientos señalados, y, a la vez, son las que legitiman al interlocutor que ha pasado los exámenes requeridos.
Analizaremos a continuación los modos cómo se constituyó el campo de las ciencias sociales durante el siglo XIX. Empero, antes, y a modo de recapitulación, recojamos las aristas constituyentes de la noción de campo, tal como las hemos desarrollado a través de los textos de Bourdieu y tangencialmente de Foucault.
1. De acuerdo con las múltiples acepciones de la palabra campo, y de acuerdo con las tesis sobre los campos tratadas por Bourdieu, damos al término el sentido figurado de ámbitos reales o imaginarios propios de una actividad. Puesto que nuestro interés se centra en los campos de un saber llamado ciencias sociales, denominamos campo a un orden determinado de materias, ideas, conocimientos, métodos y sus respectivas técnicas, en este caso todas aquellas referentes con las llamadas disciplinas integrantes de las ciencias sociales.
2. Los campos, en nuestro caso el de las ciencias sociales, se presentan como espacios estructurados en posiciones, autónomos con referencia a otros campos y, en una importante medida, con referencia a la influencia que los propios actores puedan tener sobre el funcionamiento de los mismos. Decimos que son autónomos, siguiendo a Corcuff, porque a través de sus respectivas historias se han constituido en órdenes de relaciones sociales, intereses y recursos distintos de los otros campos. En la medida en que un actor se hace partícipe de un campo determinado adquiere, la mayor de las veces de modo inconsciente, un habitus que lo configura de acuerdo con las pautas de acción emanadas por el campo mismo. Un habitus es un conjunto de disposiciones adquiridas, esto es, un conjunto de maneras duraderas que se encarnan en los cuerpos. Al incorporarse de modo tan radical en los actores, los habitus estructuran los modos de percepción y contribuyen así de modo concluyente a la reproducción del campo.
3. En la medida en que los campos están estructurados en posiciones ocupadas por ciertos actores, y en la medida en que estas posiciones se establecen jerárquicamente, son escasas y deseadas, los campos están cruzados por relaciones y luchas de poder entre los actores participantes. En concreto, Bourdieu se refiere a luchas de poder entre los actores noveles y los actores consagrados que ostentan las posiciones dominantes. Pero cabe agregar que esa es una modalidad de luchas entre otras posibles. Así, hay luchas entre los propios jerarcas de los campos por establecer mayores ámbitos de acción, hay luchas entre grupos distintos dentro del campo, se establecen alianzas y movimientos estratégicos de todo tipo con el fin de modelar el campo en función de sus intereses. Esas luchas se caracterizan por ser luchas entre posibles definiciones del campo, de sus objetos y su gramática constituyentes. De acuerdo a cómo se establezcan las correlaciones de fuerzas, los campos varían históricamente de maneras diversas y no siempre previsibles. De manera tal que es menester afirmar que los campos tienen una naturaleza dinámica en la que se ponen en juego las interpretaciones sobre los ámbitos en competencia. No obstante, estas variaciones y estos dinamismos, si bien van modificando la estructura de los campos, no suelen ser totalmente disolventes por cuanto los actores en conflicto mantienen ciertos grados de complicidad debido a los recursos y tiempo invertidos para adquirir la membresía.
4. En cuanto al campo de las ciencias sociales, caben leer sus procesos de constitución y desarrollo como luchas por establecer hegemonías hermenéuticas, esto es, luchas por establecer una determinada interpretación del campo como la única válida o por lo menos la más legítima. Para comprender mejor los escenarios de esas luchas y las formas tomadas por las mismas, así como las motivaciones de los actores en competencia, se hace importante articular el campo con los respectivos contextos histórico, social, político, económico, cultural, científico, etc. Es lo que podríamos llamar una lectura contextualista del campo. Además, también resulta importante articular esta lectura con otra de corte internalista, esto es, con una lectura que subraye los desarrollos del conocimiento en cuanto a teorías refutadas, superación de métodos y técnicas, en fin, en cuanto a los avances de naturaleza lógica dentro de la disciplina. De dichas articulaciones es posible esperar una comprensión más cabal del surgimiento y cambios acontecidos dentro del campo sociológico.
3.) La conformación del campo de las ciencias sociales por el positivismo y su nexo con la concepción científica del mundo
La concepción científica del mundo dentro de la cual se configura el campo de las ciencias sociales decimonónicas va a converger de un modo óptimo con el pensamiento positivista de Auguste Comte. Por ello, en las próximas líneas abordaremos el nexo entre ciencias sociales, positivismo y concepción científica del mundo tomando como guía El discurso sobre el espíritu positivo de Comte.
Comte fue explícito en los significados que asignaba al término “positivo”. Enumeró las distintas significaciones que el léxico popular otorgaba a dicho vocablo y sin rechazar ninguna de ellas las integró a su doctrina positivista. Así, menciona Comte que positivo denota a lo real —que no realidad, término de naturaleza teórica— por oposición a lo especulativo (Comte, 1984, &31, 136).[15] El positivismo asume este significado para sí por ser uno de sus fines evitar la ambigüedad característica que atribuía a los discursos metafísicos. Lo positivo, que es decir lo puesto, lo dado, rechaza toda proposición que carezca de sustentación empírica. Empero, ello no supone, como ya se dijo, que el positivismo suponga un empirismo vulgar. Más bien, lo real es considerado racional en el sentido que puede ser aprehendido desde y por mediación del momento teórico y la formulación de “leyes”. Éstas son formuladas a partir de la experiencia que conforman las relaciones regulares entre hechos. De esta manera, las leyes proceden de la experiencia, pero, ésta es muda si carece del momento teórico que la integre conceptualmente. El positivismo comteano preserva la teoría aunque siempre bajo el control terapéutico del primado metodológico de su concepción de ciencia.
Positivo también designa, para Comte, a lo útil. El mejoramiento de la vida como consecuencia benéfica del dominio sobre la naturaleza es una de las concepciones centrales —y un criterio de utilidad— de la Modernidad. En los propios orígenes del pensamiento moderno encontramos el carácter práctico de su relación con la naturaleza.[16] El discurso de Comte, una de las expresiones más acabadas de la Modernidad ya establecida, es militante con la concepción señalada. El conocimiento de lo real es útil al procurar progresivamente una lucha por la existencia menos hostil y, en gran medida, lo útil es lo verdadero, tal como en Bacon, por el mismo motivo.[17] No en balde el utilitarismo ético de John Stuart-Mill encontró en Comte a un gran aliado.
Lo real y lo útil se conjugan con la tercera significación que Comte da al término “positivo”: la certidumbre. Comte acusa a los philosophes de la Ilustración de haber generado confusión en las ideas y, a partir de ese desorden en el pensamiento, el caos en la sociedad:[18] Las especulaciones metafísicas son consideradas sólo negativamente (destrucción del orden existente). Por el contrario, la doctrina positivista se erige como certidumbre, pues ella opone la ciencia —el conocimiento fidedigno de lo real— a la siempre incierta doxa. Las opiniones acerca de algo determinado pueden ser diferentes y hasta disímiles, así, generan enfrentamientos y divorcio entre los individuos de una sociedad. La ciencia margina la opinión, presenta sólo lo cierto como su producto. Todo el mundo puede reconocer el conocimiento auténticamente certero y, por eso, el positivismo se convierte —una vez que triunfe definitivamente— en el cemento de la sociedad: El positivismo es para Comte “comunión espiritual de la especie entera”.
El último significado popular del término positivo que Comte nos ofrece y que retoma para su doctrina es lo preciso. Las opiniones teológicas y metafísicas son vagas, extralimitan lo natural, se prestan a la quimera, el ocio y la indecisión. Lo positivo al ser preciso permite la compatibilidad del conocimiento con la auténtica naturaleza de los fenómenos. De esta manera, las necesidades societales pueden ser cubiertas al facilitar con precisión el control humano sobre el mundo.
El positivismo no pretende ser una doctrina más entre otras. No se trata tampoco de una mera crítica a los “desastres filosóficos” de la metafísica. Antes, el pensamiento de Comte ambiciona convertirse en la culminación de un desarrollo histórico-intelectual natural, por lo que su discurso coincide plenamente con las ideas fuerza de Historia teleológica y Progreso de la episteme moderna. Incluso, la analogía con las etapas del crecimiento individual (ontogénesis) sirve al discípulo de Saint-Simon para representar su ley de los tres estadios: Al estadio teológico corresponde la etapa pueril; la adolescencia, como edad de transición, es análoga al metafísico; y, por último, el estadio positivo es equivalente a la madurez. En una primera síntesis: el estadio positivo es el más acabado de la humanidad, consecuencia ineludible de un proceso que finalmente supera la ambigüedad de la especulación ideológica. Es el estadio en el que finalmente se impone la concepción científica del mundo como única concepción legítima.
El positivismo de Comte es heredero directo del optimismo moderno. Su doctrina conjuga la mayoría de las ideas fuerza de la modernidad: Razón, Historia dotada de un sentido (concepción teleológica), Progreso, Ciencia y Tecnología orientadas hacia el dominio de la naturaleza, Sujeto-agente de la Historia, Vanguardia, Tolerancia y una Ética racionalista y comprometida. De los significados expuestos de lo positivo se infiere su militancia con la idea iluminista del conocimiento que, regido metódicamente, puede derrotar los mitos y las distorsiones ideológicas de las doctrinas teológicas y metafísicas. Comte observa en las doctrinas mencionadas una constante desvirtuación de lo real existente. La inconsistencia metodológica, que permite la impunidad de la imaginación, hace de toda epistemología anterior un reino de falsedades.
Precisamente, uno de los dos primados de la epistemología positiva es la subordinación de la imaginación a los hechos reales.[19] De este modo, el positivismo pretende continuar el programa de desmitificación de la naturaleza, programa inscrito hasta los tuétanos de la concepción científica del mundo: los atributos mágicos o metafísicos de la naturaleza, su aura teológica, pierden sentido ante el conocimiento científico-positivo.[20]
La epistemología positiva se transforma en gnoseología, o, si se prefiere: reduce la gnoseología a epistemología positivista. Sólo hay conocimiento allí donde hay una representación fidedigna, vale decir positiva, del fenómeno.[21] El fenómeno es entendido de acuerdo con la tesis kantiana de la incognoscibilidad de la cosa-en-sí: Nuestras limitaciones perceptivas sólo nos permiten observar lo fenoménico —esto es, observar los objetos tal como se presentan a nuestros sentidos y desde las categorías del entendimiento humano. No nos es dado conocer la realidad última. Lo que conocemos es la existencia real-fenoménica del objeto, por consiguiente nuestro saber es siempre relativo (Comte, & 13, 113), si bien es un saber acumulativo, que progresa en su grado de certidumbre y que, por tanto, cada vez resulta más útil en la odisea de someter la naturaleza a los designios del hombre.
Comte concibió la evolución como Progreso, como mejoramiento de la vida y dominio efectivo sobre la naturaleza. Así, reiteramos, si el conocimiento humano es relativo e imperfecto, de ahí no se sigue ningún escepticismo. Además, de igual modo como nuestro autor anunciaba el progreso social si se mantenía la condición de garantizar el orden, anunciaba también el progreso del conocimiento si se mantenía el orden que proporcionaba el método de la ciencia. La idea moderna del Progreso fue compartida por Comte como idea regulativa hacia la que debían apuntar todos los ámbitos de la vida humana. A continuación vamos a exponer cómo Comte relacionó dicho progreso en el plano epistemológico.
Comte postula al método científico positivo como garante de conocimiento certero, auténtico, fidedigno y por ende correspondiente con la realidad fenoménica. Por otro lado, esa misma condición fenoménica coloca al conocimiento en términos relativos. Esto último parece conducir a un escepticismo epistemológico distinto a las pretensiones positivistas. No obstante, Comte niega tajantemente la posibilidad escéptica.[22]
La razón que esgrime Comte para defender su posición epistemológica de la escéptica radica en el concepto mismo de relatividad: ésta es fundamentalmente, como ya señalamos, histórica. En efecto, todo conocimiento es relativo si utilizamos como parámetro la verdad absoluta. La verdad histórica es certeza que está garantizada dentro de sus coordenadas por un conocimiento metódico, práctico, consistente, en fin, con todos los atributos que le otorga Comte.
El positivismo garantiza un crecimiento gradual, pero ad infinitum, del saber auténticamente útil. El perfeccionamiento continuo de los instrumentos de observación y captación general de fenómenos permite mejorar cada vez más la calidad cognoscitiva. En palabras del autor francés: el conocimiento está sometido a las leyes del Progreso (Comte, 1984, &45, 149).
El Progreso tiene clara expresión en la funcionalidad del conocimiento científico sobre la naturaleza. El dominio sobre la naturaleza es, en la concepción científica del mundo y muy especialmente durante el siglo XIX, un proyecto benévolo que corroe cualquier escepticismo radical. Los hallazgos de la ciencia natural amplían las posibilidades de bienestar al procurar la satisfacción de las necesidades. Como ya expresamos, las potencialidades para apaciguar la lucha por la existencia se actualizan gradualmente. En síntesis, nos permite alterar a nuestro favor el curso de la naturaleza allí donde es susceptible y deseable de ser alterado, y donde no lo es, nos procura el conocimiento de la necesaria adaptación. En palabras de Comte, “El orden natural que resulta, en cada caso práctico del conjunto de las leyes de los fenómenos correspondientes debemos, sin duda, comenzar por conocerlo bien para que podamos modificarlo a nuestra conveniencia, o al menos adaptar a él nuestra conducta, si es imposible toda intervención humana en él, como ocurre con los hechos celestes.” (Comte, 1984, & 22, 125).
El dominio sobre la naturaleza por medio de la ciencia, la técnica y la tecnología, es factible en la medida que signifique superación de todo empirismo vulgar (Comte, 1984, & 41, 147). La deficiencia teórica de este último repercute directamente en su inconsistencia epistemológica. Como ya tratamos, no es posible aprehender las “leyes de la naturaleza” sin el momento teorético que permite universalizar las observaciones a la par que le da orientación a éstas.
Vencer el simple empirismo y el racionalismo absoluto en una síntesis positiva constituye el gran esfuerzo de Comte. El Método, garante del control necesario sobre la perversa imaginación y director de la observación imparcial de los hechos, se vuelve a su vez garante de una sólida epistemología. La función del método es terapéutica: depura el conocimiento de lo falso e incierto proporcionando de esta manera confianza en el producto cognoscitivo. La primacía recae sobre el Método (Comte, 1984, & 74, 184-185).
Así podemos decir que Comte funda epistemológicamente el positivismo a partir de los siguientes principios:
1. Renuncia a toda pretensión cognoscitiva de causas y explicaciones finales. Si el conocimiento es histórico y humano (relativo) no se puede aspirar a la verdad absoluta.
2. La historicidad del conocimiento no niega la posibilidad de certeza y objetividad. La reducción del conocimiento a proposiciones observacionales, el control de la imaginación y su sometimiento a la observación imparcial de hechos proporciona la “objetividad” del conocimiento científico y su rasgo acumulativo, lo que garantiza progreso en la certidumbre y en el proyecto de dominación de la naturaleza que se articula desde la concepción científica del mundo.
3. El garante de la objetividad científica es el Método, que cumple una función terapéutica. El Método es jerarquizado por encima del Objeto e impide que el Sujeto cognoscente introduzca elementos impuros provenientes de sus rasgos afectivos. El científico sólo puede estar comprometido con el Método que, a su vez, está comprometido sólo con lo positivo.
Consideremos someramente la epistemología positiva de Comte. Su objeto principal es fundar un conocimiento positivo, esto es, científico-observacional. Tal intento se enmarca —para el propio Comte— a lo interno del último estadio histórico. Éste no insurge como un cambio radical con relación a los estadios metafísico y teológico, por el contrario, el estadio positivo emerge de estos como crítica.
La evolución de un estadio a otro ha sido gradual y progresiva. El positivismo, expresión suprema del estadio positivo, no es decretado por Comte, es, ante todo, para nuestro autor francés, un desarrollo histórico y necesario, pero que debe ser adelantado o ayudado a parir por el esfuerzo de la vanguardia de científicos. Por tanto, los orígenes del positivismo pueden remontarse a la antigüedad, en los primeros estudios matemáticos y astronómicos (Comte, 1984, &42, 147). Por otro lado, la Razón sólo alcanza su estado normal, después de muchos siglos, en este último estadio. De todo lo expuesto se desprende que el positivismo se constituye críticamente frente a toda doctrina anterior. En la obra de Comte el pensamiento científico emerge desde una base originaria precientífica. Su pretensión última es dar respuesta al caos ideológico de su tiempo, por lo que el campo de las ciencias sociales se torna contundentemente estratégico del proyecto moderno del francés. “Para que esta sistematización final de las concepciones humanas quede hoy bastante caracterizada, no basta definir, como acabamos de hacerlo, su destino teórico; hay que considerar también aquí, de una manera distinta aunque sumaria, su necesaria aptitud para constituir la única solución intelectual que puede realmente tener la inmensa crisis social que se ha operado desde hace medio siglo en el occidente europeo, y principalmente en Francia.” (Comte, 1984, &38, 143).
La ciencia se convertiría en garante del ansiado orden social en la misma medida en que garantizara un conocimiento cierto sobre las cosas y accesible por medio de la educación a las diferentes inteligencias. Se lograría entonces el acuerdo que requiere la vida social para su estabilidad. Se trata sin duda de una fortísima fe en la ciencia, en el saber positivo. Por consiguiente, no es de extrañar que llegase a postular tal saber como base de la religión positiva, destinada a sustituir históricamente el derrumbado mundo católico de su tiempo. Elevado a condición básica para el nuevo orden social, el saber positivo debía regir las políticas del Estado, controlado por los sabios y los tecnócratas (ingenieros sociales). No en balde hay quienes afirman que es precisamente Comte el padre de la planificación.
Comte pensó el Progreso como dominio científico-tecnológico sobre la naturaleza y la sociedad, y como orden garantizado por ideas, costumbres e instituciones. Las ciencias naturales habían demostrado suficientemente su certeza y utilidad. Ahora, quedaba por comenzar la reforma de las dimensiones moral y social. Tal camino se emprendería siguiendo las pautas del conocimiento positivo aplicadas a las ciencias sociales.
Los planteamientos positivistas originados con los llamados ideólogos (Destutt de Tracy o Cabanis), continuados por Henri de Saint-Simon y teóricamente sistematizados por Auguste Comte, se tornaron hegemónicos en el naciente campo de las ciencias sociales, especialmente en Francia. Y luego de la reacción de la Methodenstreit alemana, tales planteamientos se sofisticaron en el Wiener Kreis (el positivismo lógico del círculo de Viena) y más tarde se colaron en el falsasionismo de Karl R. Popper, aunque renunciando al inductivismo. Tales planteamientos, con su orientación a los hechos empíricos, con su primado de tratar los hechos sociales como si fuesen cosas (Durkheim), con la postulación encubierta y mítica de lo matemático y calculable (Horkheimer y Adorno), con el terror mítico al mito, constituyen la traslación de las concepciones y métodos de la física newtoniana a las ciencias sociales y del hombre, es decir, la subsunción del campo de las ciencias sociales iniciales en la concepción científica del mundo (Heidegger).
Y en tanto que concepción del mundo, dichos planteamientos epistemológicos y metodológicos estaban comprometidos ontológicamente. A final de cuentas, en esta concepción se subsume todo lo humano bajo la lógica nomotética de las ciencias naturales y el paradigma reinante de la física newtoniana. El ser humano termina concebido como una máquina que responde a determinadas causas y opera con determinadas leyes, tal como alguna vez lo pensaron Descartes y Hobbes. Igualmente, se impone la lógica instrumental del ente (Heidegger): las ciencias sociales positivas, con una clara orientación behaviorista, terminan tratando lo humano como medio, como instrumento en función de una lógica dominante. Tal proyecto ya estaba desde los inicios de la conformación del campo de las ciencias sociales, cuando Comte se planteo la ciencia social básicamente como ingeniería social; o cuando, de un modo parecido, Durkheim estableció en Las reglas del método sociológico sus criterios de normalidad para corregir los elementos “patológicos” de la vida social.
El campo de las ciencias sociales responde así coherentemente a los procesos de racionalización típicos de la modernidad (cf. Weber, 1985). Dichos procesos, repetimos, conducen al sometimiento de la naturaleza, al desalojo de toda concepción mágica o religiosa del mundo y a su sustitución por una concepción científico-técnica del mundo. Empero, con tal sometimiento y desalojo de los principios míticos y mágicos, el ser humano no queda emancipado sino sometido a su propia obra, cuestión que se evidencia en la aplicación técnica a la industria cultural (cf. Horkheimer y Adorno, 1970) de los saberes proporcionados por las ciencias conductistas, o también en el inmenso aparataje burocrático que administra científicotécnicamente a nuestras sociedades uniformando ritualísticamente todo lo humano. La razón científico-técnica, que in nuce desde Platón en su mito de las cavernas había prometido la emancipación de la humanidad, culmina con la dominación del hombre mismo, con la utilización de éste como medio, como simple instrumento, tal como un político profesional demagogo termina usando al ciudadano como medio para preservar su poder.
4.) La reacción de la hermenéutica y la disputa a la visión positivista en el campo de las ciencias sociales
Cuando introdujimos la noción de campo a partir de las reflexiones de Bourdieu y Foucault, dijimos que los campos son zonas de luchas, de poderes y contrapoderes, de fisuras. El campo de las ciencias sociales, como cualquier otro campo, no es menos. Y pronto a la hegemonía académica positivista francesa del XIX le apareció un rival para disputarse el dominio de la lógica de las ciencias sociales. Nos referimos a toda la discusión que se inicia con la llamada Methodenstreit alemana a propósito de las ciencias históricas. En los próximos párrafos trataremos de dar cuenta sinóptica de las tendencias hermenéuticas en su disputa con el positivismo y en su rechazo a la aplicación acrítica de la concepción científica del mundo al conocimiento que versa sobre lo humano.
Wilhelm Dilthey es quien primero sistematiza la cuestión dando apertura a los fuegos más serios contra el positivismo. Afirmaba que las ciencias del espíritu (denominación que daba a lo que hoy comprendemos como ciencias del hombre, de la cultura y de la sociedad) requerían un método distinto de las ciencias naturales, puesto que el objeto de estudio de las primeras era de una naturaleza diferente del objeto de estudio de las segundas. Para Dilthey, el método tenía que estar en función del objeto de estudio y no poner la primacía sobre lo metodológico, tal como venía haciendo el positivismo que, en su lucha contra la metafísica, terminó metiendo sus supuestos ontológicos encubiertos bajo la epistemología. Poner la primacía sobre el método significa para nuestro autor violentar al objeto que no se adecue al método, lo que niega el ideal del conocimiento (cf. Adorno et al, 1972).
Dilthey resultaba un buen heredero del romanticismo, y luchaba contra el racionalismo uniformizante de la concepción científica del mundo, así como con su hijo predilecto: el positivismo. En su lucha titánica tenía buenos argumentos: mientras el mundo de la naturaleza es extraño al sujeto epistemológico, el mundo humano, objeto de las ciencias del espíritu, es el que da origen y constituye a dicho sujeto. El estudio de lo humano demanda comprensión (Verstehen), pues es un mundo significativo, lleno de vida, diría el vitalista Dilthey. El investigador social debe hacer un esfuerzo de desdoblarse en el lugar de quien estudia para comprender sus acciones. Mientras las ciencias naturales no requieren comprender (Verstehen) sino explicar (Erklären) los fenómenos naturales bajo el esquema de la causa eficiente, las ciencias del espíritu no pueden explicar sin comprender. “(...) Dilthey se orientó definitivamente hacia una fundamentación hermenéutica de las ciencias humanas en términos de la filosofía de la vida. El acto de comprensión y, en general, todo el vasto mundo de las ciencias humanas se refiere a fenómenos de la “experiencia interior”, que no cabe “explicar” (ciencias naturales) sino comprender.” (Maceiras y Trebolle, 1990, 41). Empero, Dilthey abrió los fuegos pero dejó un problema para quienes defenderían su posición en el campo de las ciencias sociales: no ofrece reglas precisas para llevar a cabo el método de la comprensión, por lo que su puesta en práctica queda marcada por la intuición.
A Dilthey le preocupaba la cuestión de la objetividad de las ciencias del espíritu, la cual en principio, y al menos desde el hegemónico criterio positivista, parecía chocar con el concepto de vida. No obstante, en una vuelta que no deja de recordar a Hegel, presentó la tesis metodológica de que la vida se ha de estudiar a través de sus objetivaciones. Lo subjetivo se objetiva a través de las obras. “La comprensión del “otro” sólo es posible a través de las manifestaciones de esta otra interioridad viviente: a través de ellas trata la hermenéutica de reconstruir tal interioridad.” (Maceiras y Trebolle, 1990, 43).
Sin embargo, tal como lo entendió la escuela neokantiana de Rickert y Windelband, esto es, como diferencia de objeto entre ambas ciencias, la propuesta de Dilthey resultaba presa de la metafísica pues tenía que postular ontologías (una para el espíritu y otra para la naturaleza) sin mediación de la prueba científica. Por tal motivo, estos pensadores trataron de darle un giro a la cuestión de las ciencias del espíritu.
Windelband y Rickert, en tanto que neokantianos, no pueden aceptar lo que tachan de metafísica en Dilthey. No hay acceso privilegiado a la realidad porque la realidad humana es siempre fenoménica. Nuestra comprensión del mundo está siempre mediada por las categorías del entendimiento. Para Windelband la diversidad de las ciencias no remite a diferencias ontológicas de los objetos sino a la orientación marcada por los intereses cognoscitivos. Puestas las cosas así, existen ciencias de orientación metodológica nomotética, cuyo conocimiento se encamina al establecimiento de leyes generales, tal como en la física newtoniana; y, ciencias con orientación metodológica idiográfica, encaminadas hacia la particularidad de los fenómenos, tal como la historia y resto de las ciencias sociales. La oposición diltheyana entre “naturaleza” y “espíritu” pierde de este modo sentido, y tanto las ciencias naturales como las ciencias sociales pueden orientarse nomotéticamente o idiográficamente, si bien hay un predominio de un tipo de orientación sobre otra según el tipo de ciencia.
Rickert, a diferencia de Windelband, reinstala la distinción objetiva entre los dos tipos de ciencias sobre nuevas bases: “Una división en ciencias naturales y ciencias culturales basada en la especial significación de los objetos de la cultura podría manifestar mejor la oposición de intereses que separa en dos grupos a los investigadores; por eso la distinción entre ciencia natural y ciencia cultural me parece propia para substituir la división corriente de ciencia de la naturaleza y ciencia del espíritu.” (Rickert, 1943, 44). Ahora bien, ¿cuál es la base de la distinción para Rickert. Al respecto nos dice: “Por mucho que estiremos esta oposición, siempre supondrá necesariamente que en los procesos culturales está incorporado algún valor, reconocido por el hombre y en atención al cual el hombre los produce o, si ya existen, los cuida y cultiva. En cambio, lo que ha nacido y crecido por sí, puede considerarse sin referencia a valor alguno; y debe considerarse así si realmente no ha de ser otra cosa que naturaleza en el indicado sentido. (...) Los procesos naturales no son pensados como bienes y están libres de toda relación con los valores. Por lo tanto, si de un objeto cultural se retira el valor, queda reducido a mera naturaleza. Por medio de esta referencia a los valores, referencia que existe o no existe, podemos distinguir con seguridad dos especies de objetos; y sólo por ese medio podemos hacer la distinción, porque todo proceso cultural, si prescindimos del valor que en él resida, tendrá que considerarse como relacionado con la naturaleza y, por ende, como naturaleza.” (Rickert, 1943, 50-51).
Por consiguiente, las ciencias de la cultura son ciencias de objetos axiológicos, de bienes culturales, mientras que las ciencias de la naturaleza no han de considerarse de este modo. Rickert coincide con Windelband en cuanto a la orientación general de las últimas y la orientación individual de las primeras. Por supuesto, ello introduce el problema de la objetividad, pues, ¿cómo ha de ser objetiva una ciencia que trata con valores? Rickert propone una solución: “El progreso esencial en las ciencias culturales, en lo que se refiere a su objetividad, a su universalidad y a su conexión sistemática, depende del progreso que se realice en la elaboración de un concepto objetivo y sistemáticamente organizado de la cultura; es decir, que depende de que nos acerquemos a una conciencia de los valores fundada sobre un sistema de valores válidos. En suma: la unidad y objetividad de las ciencias culturales está condicionada por la unidad y objetividad de nuestro concepto de la cultura, y ésta, a su vez, por la unidad y objetividad de los valores que valoramos.” (Rickert, 1943, 223-224). En pocas palabras, podemos afirmar que todo parece indicarnos que la propuesta de Rickert lo encierra en un objetivismo ético, lo que lo empuja nuevamente a la metafísica de la que tanto quiso escapar.
La posición de Max Weber en la cuestión epistemológica emerge desde la riqueza de este Methodenstreit. El debate entre positivistas, Dilthey, Windelband y Rickert dará a Weber su propia concepción, muy parecida a la del último. Weber no acepta una fractura entre ciencias naturales y de la cultura (ciencias sociales) a partir de regiones ontológicas especiales, sino que ambas tienen orientaciones cognoscitivas predominantes diferentes. Al igual que Windelband, Weber nos habla de orientaciones nomotéticas y orientaciones idiográficas. Las ciencias de la cultura (ciencias sociales), debido a la particularidad de los fenómenos culturales que estudian, tienen predominantemente una orientación de tipo idiográfico. En ello reside, por ejemplo, la necesidad de acudir a tipos ideales como medios para la investigación de lo particular y significativo.
Weber se sustenta sobre las tesis neokantianas de Windelband y Rickert, a partir de las cuales es menester distinguir entre realidad fenoménica y realidad en sí o nouménica. Para Weber no puede haber descripciones completas y exactas de la realidad, pues las mismas siempre escapan a la finitud del sujeto epistémico. Por consiguiente, la realidad, en tanto que realidad fenoménica, es siempre un recorte, una selección hecha desde un sujeto que mantiene relaciones de valor con su cultura, tal como lo afirma Rickert. En este sentido, las ciencias de la cultura mantienen vínculos insoslayables con la concepción del mundo que las constituye, si bien, en tanto que ciencias de la cultura y de la sociedad, ellas están en capacidad de volverse autoconscientes y críticas con referencia a la concepción del mundo que las constituye.
Weber no niega totalmente las tesis de Dilthey, lo que niega, repetimos, es el carácter metafísico que las mismas revisten en cuanto a la división de regiones ontológicas, así como las implicaciones intuicionistas de su método comprensivo. Por el contrario, Weber asume que la acción humana, a diferencia de la “acción” de los objetos de las ciencias naturales, es una acción significativa, cultural, cargada de sentido, la cual sólo se puede explicar comprendiéndola. La peculiaridad de los fenómenos culturales conlleva un tipo de causalidad diferente de la natural. Por tal razón, las ciencias de la cultura y las ciencias de la naturaleza varían en cuanto al tipo de explicación que tienen que construir.
Al igual que Rickert, Weber acepta que el sujeto epistémico ordena la realidad a partir de conceptos que siempre suponen relaciones de valor con su entorno. Pero dejemos que sea Weber quien hable: “Sin duda, tales ideas de valor son <>. Entre el interés <> por una crónica familiar y el interés por el desarrollo de los más vastos fenómenos culturales concebibles, que eran y son comunes a una nación o a la humanidad durante largas épocas, hay una infinita escala de <>, cuya serie difiere en cada uno de nosotros. Como es natural, estas varían históricamente de acuerdo con el carácter de la cultura y de las ideas que guían a los hombres.” (Weber, 1973, 73).
La escogencia de los problemas a investigar y el ordenamiento conceptual de los fenómenos está condicionado desde el comienzo por las relaciones de valor del sujeto con su entorno. Obviamente, ello limita la posibilidad de conocimiento de lo social si lo que se pretende es una objetividad absoluta, pues el científico social no es como un Dios: ni está fuera del mundo ni es omnisciente. Por el contrario, el científico social forma parte de un mundo sociocultural, desde el cual han surgido las ciencias sociales ligadas a demandas prácticas (Weber, 1973, 41).
Para Weber, la predominancia en los estudios sociales del tipo de orientación idiográfica sobre la nomotética conduce a una distinción epistemológica entre ciencias naturales y ciencias sociales. La misma, como bien afirma Manuel Gil Antón en un trabajo reciente (1997), radica en la cuestión de la causalidad: la complejidad peculiar de lo cultural no permite aislar una causa que explique mecánicamente los fenómenos. Dejemos que sea Weber quien hable: “Procuramos conocer un fenómeno histórico, esto es, pleno de significación en su especificidad. He aquí lo decisivo: sólo mediante el supuesto de que únicamente una parte finita entre una multitud infinita de fenómenos es significativa, cobra, en general, sentido lógico la idea de un conocimiento de fenómenos individuales. Aun sí poseyésemos el conocimiento más amplio que pudiera concebirse acerca de las <> del acaecer, nos encontraríamos perplejos frente a esta pregunta: ¿Cómo es posible en general la explicación causal de un hecho individual? En efecto, jamás puede concebirse como exhaustiva aun la descripción del segmento más ínfimo de la realidad. El número y la índole de las causas que determinaron cualquier evento individual son siempre infinitos, y nada hay en las cosas mismas que indique qué parte de ellas debe ser considerada. El único resultado de cualquier intento serio de conocer la realidad <> sería un caos de <> acerca de innumerables percepciones particulares.”(Weber, 1973, 67).
Se aprecian entonces los ecos de Dilthey en Weber: los fenómenos culturales están cargados de significaciones y sentidos dados por los actores sociales en juego, por lo que las ciencias de la cultura demandan interpretación de las acciones para la consecución de las explicaciones. Se trata de fenómenos entramados en procesos continuos, sólo recortables por ejercicios de abstracción debidos al entendimiento humano, y que son constituidos por efecto de acciones sociales previstas e imprevistas. Todo ello impulsa a Weber a introducir el Verstehen y la interpretación como condiciones de posibilidad del conocimiento de lo social. El investigador, el sujeto epistémico, tiene que comprender los contextos significativos y de acción de los actores sociales, sus motivaciones y valores, para interpretar las acciones acontecidas. Llegados aquí, cabe preguntarse, ¿en qué se diferencia el Verstehen propuesto por Weber del propuesto por Dilthey? Dejamos que Pietro Rossi en la Introducción al texto de Weber (1973) responda: “Afirmar que las ciencias histórico-sociales deben emplear un procedimiento de comprensión adecuado a su objeto es plenamente legítimo, si tal procedimiento no es ya un Verstehen inmediato, un acto de intuición, sino que se convierte en la formulación de hipótesis interpretativas que esperan su verificación empírica, y, por lo tanto, que se las asuma sobre la base de una explicación causal. La comprensión ya no excluye la explicación causal sino que coincide ahora con una forma específica de esta: con la determinación de relaciones de causa y efecto individuadas. Las ciencias histórico-sociales son, por lo tanto, aquellas disciplinas que, sirviéndose del proceso de interpretación, procuran discernir relaciones causales entre fenómenos individuales, es decir, explicar cada fenómeno de acuerdo con las relaciones, diversas en cada caso, que lo ligan con otros: la comprensión del significado coincide con la determinación de las condiciones de un evento.” (pp. 19-20).
Llegamos aquí a tres puntos que aparentemente, al menos desde el paradigma epistemológico positivista, atentan contra la posibilidad de la objetividad en las ciencias de la cultura, a saber,
a.) El sujeto cognoscente está condicionado por relaciones culturales de valor, por lo que su construcción del objeto de investigación está condicionada social y culturalmente.
b.) Los fenómenos culturales son fenómenos fundamentalmente particulares y que no se pueden aislar, por lo que su aprehensión depende de recortes causales en el tiempo seleccionados por el sujeto cognoscente. Por consiguiente, resulta imposible dominar las múltiples determinaciones que constituyen un fenómeno. El investigador siempre tiene que llevar a cabo una selección de las que él considera más relevantes.
c.) Los fenómenos culturales son particulares y complejos por ser fenómenos significativos. Es decir, son productos de acciones humanas orientadas por un sentido de valor, por lo que el investigador requiere llevar a cabo una comprensión interpretativa para su explicación.
Los tres puntos remiten al proceso de selección que tiene que llevar a cabo el sujeto epistémico en la construcción de su objeto de investigación. El investigador es activo en la construcción del objeto de conocimiento en el campo de las ciencias sociales. Para decirlo con Habermas, el científico social no puede acceder a la realidad social en términos de la mera observación, antes necesita comprender. Y para comprender tiene que participar del mundo de vida (Lebenswelt) de los actores objetos de su investigación (Habermas, 1999, 154-155). Comprender un sentido implica la experiencia intersubjetiva, implica entablar relaciones intersubjetivas, y ello, a su vez, implica una actitud realizativa, no objetivante como la que se establece con el ámbito de los objetos de las ciencias naturales y bajo la óptica positivista de la concepción científica del mundo. Por todo lo expuesto el sentido de la objetividad en ciencias naturales y sociales no es el mismo. Y es aquí donde emerge la ruptura entre ciencias sociales y concepción científica del mundo.
5.) A modo de conclusión: unas reflexiones finales a partir de Ágnes Heller
Según Ágnes Heller, ya que las ciencias sociales son géneros modernos, una hermenéutica de las ciencias sociales bien puede ser una hermenéutica de la modernidad (Heller y Féher, 1994, 52). “La búsqueda de la comprensión y la autocomprensión incluye la búsqueda del conocimiento de la historia presente, el presente histórico, nuestra propia sociedad y nosotros mismos. Uno se ve enfrentado a la tarea de obtener conocimiento verdadero acerca de un mundo y ser conscientes que ese conocimiento se halla en ese mundo. ¿Cómo puede uno saber que el propio conocimiento es verdadero? ¿Cómo puedo uno saber que sabe? A fin de vencer la paradoja, hay que encontrar un punto arquimédico fuera de la contemporaneidad. Sin embargo, eso es exactamente lo que no puede hacerse: la prisión del presente sólo permite huidas ilusorias.” (Heller y Féher, 1994, 53)
Según Heller, las ciencias sociales no están interesadas en la resolución de problemas, no son acumulativas; apuntan, más bien, a la creación de significado y al autoconocimiento (Heller y Féher, 1994, 56), cuestión que distancia a esta esfera cultural de la de las ciencias naturales y su concomitante concepción científica del mundo. Defendiendo la concepción comprensiva de las ciencias sociales, nuestra autora nos dice que comprensión significa tener sentido de algo que tiene sentido, por lo que la comprensión en ciencias sociales es, a diferencia de la que puede haber en las ciencias naturales, una comprensión de segundo grado. Se trata por ello de saberes más falibles que los de las ciencias naturales, pues resulta inevitable que toda comprensión conlleve grados de opacidad (Heller y Féher, 1994, 71, 73 y 75). Los límites de la comprensión están marcados por la opacidad siempre presente en el fondo de toda comprensión.
Sin embargo, en tanto que disciplinas científicas, las ciencias sociales demandan objetividad, pero ésta se concibe de un modo distinto a las ciencias naturales. La objetividad de éstas tiene un momento cosificante que las ciencias sociales no pueden tener sin falsearse a sí mismas. El objeto de las ciencias naturales se puede tratar efectivamente como una cosa, y no como si fuese una cosa, según el simulacro durkheimiano. Precisamente Durkheim acude al como sí porque está al tanto del abismo entre hecho social y cosa. La objetividad de las ciencias sociales está impregnada del momento ético: implica la voluntad de escucha en el sentido de dar cabida a todos los testimonios de importancia para el tema que se investiga (Heller y Féher, 1994, 76). No se puede decidir de antemano cuáles testimonios se escucharán y cuáles no. De este modo, la exploración ideal en el campo de las ciencias sociales es la de la conversación y no la del interrogatorio (Heller y Féher, 1994, 77), si bien a veces no queda más remedio que leer estadísticas, las cuales suponen ya de por sí trabajo de interpretación, pero no de conversación.
Las ciencias sociales, especialmente la sociología y la antropología, nos han mostrado que no podemos despojarnos de nuestras tradiciones culturales (Heller y Féher, 1994, 79). Toda ciencia social supone marcos metateóricos que proporcionan perspectivas evaluativas y especulativas más generales en la búsqueda y construcción de significados. Esta relación con los marcos metateóricos marca la relación entre la filosofía y las ciencias sociales y la relación de las ciencias sociales con las otras formas del conocimiento, incluido el sentido común. La metateoría proporciona los criterios de selección. Como diría la tradición de Rickert y Weber, las ciencias sociales no pueden escapar a establecer relaciones de valor con la cultura (Heller y Féher, 1994,79-80); empero, las ciencias sociales, en tanto que autoconocimiento y autoconciencia, nos abren el horizonte en torno a la diversidad de concepciones posibles del mundo y de nuestros propios prejuicios, con lo cual el interés emancipatorio (Habermas) resulta inherente a su quehacer cognoscitivo.
Weber afirmó que es concomitante a la modernidad la autonomización de las esferas (cf. Weber, 1985). Con Weber podemos decir que asimismo como las ciencias reclaman la no intromisión de la lógica de otras esferas, como por ejemplo la religiosa, también el límite de las ciencias radica en no entrometerse en la lógica de las artes, la religión o cualquier otra esfera. No se pueden tolerar los reduccionismos. En muchas ocasiones estos reduccionismos ideológicos vinieron de la religión. Pero en los últimos siglos han procedido de la ciencia, autoeregida por su propia concepción del mundo en único saber legítimo, posición que ha servido para descalificar y acallar las otras voces, sobre todo las de los excluidos. Para las ciencias sociales, como ya se dijo, resulta imperativa la voluntad de escucha, voluntad que es en sí misma inclusiva. En este sentido, y en el marco de las ciencias, y contra la visión de la concepción científica del mundo, las ciencias sociales han reclamado a lo interno de su campo, desde Dilthey en adelante, autonomizarse con referencia a las ciencias naturales.
La autonomía de las ciencias sociales viene señalada porque, siguiendo a Heller, no son simple conocimiento, sino que antes que nada, son autoconocimiento de las sociedades modernas. Los resultados de tal autoconocimiento han sido el reconocimiento de nuestras sociedades como sociedades contingentes, particulares, como sociedades entre otras, con su propios mitos y temores. Las ciencias sociales han colaborado en la destrucción de los prejuicios raciales, machistas, religiosas, sexuales, etc. En este punto concreto, las ciencias sociales, si bien como tales nacieron en el seno del proyecto histórico de Europa y de su concepción científica del mundo, han colaborado para hacer añicos los prejuicios etnocéntricos, especialmente los eurocéntricos.
Hemos querido cerrar este trabajo con las ideas de Heller, las cuales adoptamos para nosotros, pues convergemos con las mismas en que los desafíos más vivos de las ciencias sociales en el mundo actual son éticos y no epistemológicos. Desvinculándose cada vez más de la mítica concepción científica del mundo, triturando los supuestos metafísicos de una sociedad y sus hombres sometidos a leyes como cualquier otra materia natural, las ciencias sociales se reconocen como una esfera cultural cuya misión es colaborar en la construcción del sentido de nuestras vidas y transformar nuestra contingencia inicial en destino. Y a sabiendas de que hay diversos sentidos posibles y diversos destinos, diversas interpretaciones y concepciones del mundo, las ciencias sociales tienen, a nuestro juicio, el deber de preguntarse por las consecuencias de tales interpretaciones en los cuerpos de las personas y las instituciones socioculturales, y una vez conseguidas ciertas respuestas sobre ello, tienen el deber de denunciar los totalitarismos, encubiertos o no, que excluyen a cada vez más grandes contingentes humanos de una vida mínimamente digna. La misión de las ciencias sociales es una misión enmarcada en un ethos democrático sustantivo. De esta manera, y una vez más a nuestro juicio, las ciencias sociales renuncian al sueño epistemológico fundamentalista y totalitarista de la concepción científica del mundo y sólo se pueden seguir justificando desde sus aportes prácticos, esto es, éticos, políticos y técnicos. En este sentido, repetimos con Heller: las ciencias sociales son una promesa de libertad.
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[1] Seguramente se pueden trabajar otras ideas. Empero siempre es menester realizar un corte. Pensamos que las señaladas recogen muy bien la llamada episteme moderna (Foucault). Para la construcción de este tipo ideal reconocemos nuestra deuda con las obras de Max Horkheimer, Theodor W. Adorno, Herbert Marcuse, Jean-Francois Lyotard y especialmente Ernst Cassirer.
[2] Hegel concebía la Historia como Aufhebung de etapas en las que se va realizando la Razón mediante las acciones de los hombres. Estas acciones no implican necesariamente la conciencia de los individuos, sino que más bien, estos persiguiendo sus intereses egoístas realizan, de modo imprevistos para ellos, el mundo racional. Por supuesto, a ello subyace una concepción teleológica de la Historia cuyo fin es la realización del concepto del espíritu absoluto (Cf. Desiato, 1996, 218-223; Ferrater Mora, 1994, 1578-1581).
[3] Se aprecia aquí una de las contradicciones del pensamiento moderno que subraya muy bien Alain Touraine: la contradicción entre una idea de sujeto portador de una voluntad hacedora de historia y la idea de una historia determinada a realizarse incluso a través de los intereses más egoístas del sujeto. Esta contradicción se manifiesta claramente en el pensamiento científico moderno, y especialmente en el de las ciencias sociales que han oscilados entre versiones sujetocéntricas y versiones deterministas de la teoría social.
[4] Op. cit., p. 30. "Estos habitus, especies de programas (en el sentido de la informática) conformados históricamente constituyen en cierta manera el principio de la eficacia de los estímulos que los desencadenan, ya que estos estímulos convencionales y condicionales sólo pueden ejercerse sobre organismos dispuestos a percibirlos." (p. 75).
[5] Sin duda, se aprecia aquí una fuerte influencia fenomenológica en el planteamiento de Bourdieu, especialmente, de la Fenomenología de la percepción de Maurice Merleau-Ponty, importante pensador francés durante la época de su formación. También, resulta clara cierta relación con la noción pragmática de hábito, especialmente la de John Dewey. autor nos dice: "(...) los hábitos son inclinaciones, que todos ellos tienen fuerza impelente, y que una predisposición formada por cierto número de actos específicos es, en forma inconmensurablemente más íntima y fundamental, parte de nuestro yo, que los discernimientos vagos, generales y conscientes. Todos los hábitos son exigencias de ciertas clases de actividad y constituyen la personalidad; en cualquier sentido inteligible de la palabra voluntad, son la voluntad; forman nuestros deseos efectivos y nos proporcionan las capacidades activas; rigen nuestros pensamientos, determinan cuáles deben surgir y fortalecerse y cuáles han de pasar de la luz a la oscuridad." (Dewey, 1964, 34). En cuanto a la relación percepción-hábito: "El ser capaz de distinguir un elemento sensorio definitivo, en cualquier campo, es muestra de un alto grado de adiestramiento previo, o sea de hábitos bien formados." (Dewey, 1964, 40). También: "El sentido de la percepción inmediato, aparentemente instintivo, de la tendencia y fin de diversas líneas de conducta es, en realidad, el sentido de los hábitos funcionando a un nivel inferior al de la conciencia directa." (Dewey, 1964, 41). Y una vez más: "La esencia del hábito es una predisposición adquirida hacia formas o modos de reacción y no hacia actos en particular, a menos que en condiciones especiales, éstos sean la expresión de una forma de comportamiento. Hábito quiere decir sensibilidad o accesibilidad especial a ciertas clases de estímulos, de predilecciones y aversiones permanentes; no simple repetición de actos específicos. Significa voluntad." (Dewey, 1964, 49). Si bien Dewey, como buen pragmático norteamericano, está claramente ubicado en una perspectiva constructivista, y Pierre Bourdieu se ubica en una perspectiva estructuralista moderada, pensamos que entre los dos hay enlaces claros e interesantes, enlaces quizá mediados por el propio Merleau-Ponty. En todo caso, no pretendemos aquí una hermenéutica de estos tres autores, más que interpretación estamos haciendo uso, a nuestro entender legítimo, de sus propuestas. Pensamos que el trasfondo de Dewey contribuye a aclarar más la noción de habitus de Bourdieu, si bien sabemos que hay ciertos aspectos que marcan valiosas diferencias.
[6] Incluso, poco más adelante, define habitus de la siguiente manera: "El habitus, sistema de disposiciones adquiridas por aprendizaje implícito o explícito que funciona como un sistema de esquemas generativos, es generador de estrategias que pueden ser objetivamente conformes con los intereses objetivos de sus autores sin haber sido expresamente concebidas con este fin." (Bourdieu, 2000, 118-119).
[7] "La estructura del campo es un estado de la relación de fuerzas entre los agentes o las instituciones implicados en la lucha o, si se prefiere así, de la distribución del capital específico que, acumulado en el curso de las luchas anteriores, orienta las estrategias ulteriores." (Bourdieu, 2000, 113).
[8] "En una sociedad como la nuestra son bien conocidos los procedimientos de exclusión. El más evidente, y el más familiar también, es lo prohibido. Se sabe que no se tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa. (...) Resaltaré únicamente que, en nuestros días, las regiones en las que la malla está más apretada, en la que se multiplican los compartimientos negros, son las regiones de la sexualidad y las de la política: como si el discurso, lejos de ser ese elemento transparente o neutro en el que la sexualidad se desarma y la política se pacifica fuese más bien uno de esos lugares en que se ejercen, de manera privilegiada, algunos de sus más temibles poderes." (Foucault, 1987, 11-12).
[9] "Existe en nuestra sociedad otro principio de exclusión: no se trata ya de una prohibición sino de una separación y un rechazo. Pienso en la oposición razón y locura." (Foucault, 1987, 15). Hemos denominado a este procedimiento "de normalidad" pues el loco es el anormal, pero también el estudiante que no aprueba los respectivos exámenes entran dentro de una región de anormalidad.
[10] "Quizás es un tanto aventurado considerar la oposición entre lo verdadero y lo falso como un tercer sistema de exclusión, junto a aquéllos de los que acabo de hablar." (Foucault, 1987, 15). Pero aclara en un lenguaje claramente nietzscheano: "(...) esta voluntad de verdad, como los otros sistemas de exclusión, se apoya en un soporte institucional: está a la vez reforzada y acompañada por una densa serie de prácticas como la pedagogía, como el sistema de libros, la edición, las bibliotecas, como las sociedades de sabios de antaño, los laboratorios actuales. Pero es acompañada también, más profundamente sin duda, por la forma que tiene el saber de ponerse en práctica en una sociedad, en la que es valorizado, distribuido, repartido y en cierta forma atribuido." (Foucault, 1987, 18). Y, seguidamente, "Finalmente, creo que esta voluntad de verdad basada en un soporte y una distribución institucional, tiende a ejercer sobre los otros discursos —hablo siempre de nuestra sociedad— una especie de presión y como un poder de coacción." (Ibidem).
[11] "El comentario conjura el azar del discurso al tenerlo en cuenta: permite decir otra cosa aparte del texto mismo, pero con la condición de que sea ese mismo texto el que se diga, y en cierta forma, el que se realice. La multiplicidad abierta, el azar son transferidos desprovistos, por el principio del comentario, de aquello que habría peligro si se dijese, sobre el número, la forma, la máscara, la circunstancia de la repetición. Lo nuevo no está en lo que se dice, sino en el acontecimiento de su retorno." (Foucault, 1987, 24).
[12] El principio de autor tiene por finalidad controlar y excluir por medio de la identidad unitaria de un campo discursivo: "El comentario limitaba el azar del discurso por medio del juego de una identidad que tendría la forma de repetición y de lo mismo. El principio del autor limita ese mismo azar por el juego de una identidad que tiene la forma de la individualidad y del yo." (Foucault, 1987, 27).
[13] "La disciplina es un principio de control de la producción del discurso. Ella le fija sus límites por el juego de una identidad que tiene la forma de una reactualización permanente de las reglas." (Foucault, 1987, 31).
[14] "Todo sistema de educación es una forma política de mantener o de modificar la adecuación de los discursos, con los saberes y los poderes que implican." (Foucault, 37). Y, pocas líneas más adelante: "¿Qué es, después de todo, un sistema de enseñanza, sino una ritualización del habla; sino una cualificación y una fijación de las funciones para los sujetos que hablan; sino la constitución de un grupo doctrinal cuando menos difuso; sino una distribución y una adecuación del discurso con sus poderes y saberes?" (Foucault, 1987, 38).
[15] Debido a las múltiples ediciones en castellano del Discurso, citamos tanto la página o páginas como el parágrafo (&) o parágrafos en que se hallan los pasajes.
[16] Ya vimos ese afán práctico en Descartes. Ahora, y desde las corrientes empíricas modernas, Bacon escribe en 1620: "He aquí por qué debe declararse que el axioma o el precepto verdadero y perfecto para la teoría, es que es preciso encontrar una naturaleza convertible con la naturaleza propuesta, y que sea en sí la limitación de una naturaleza más extendida y que constituya un verdadero género. Estos dos preceptos para la práctica y la teoría, son una misma cosa; pues lo que es más útil en la práctica, es al propio tiempo lo más verdadero en la ciencia." (Bacon, 1984, 85). Las itálicas son del autor, las negrillas siempre son nuestras). Si bien, y como lo manifiestan Horkheimer y Adorno en su Excursus de la Dialéctica del iluminismo sobre Odiseo y las sirenas, la lógica del dominio sobre la naturaleza por medio del conocimiento subyace en los mismos orígenes míticos de la cultura occidental, ha sido la época moderna, tras secularizar el mundo, tras quitarle el manto creacionista divino a la naturaleza, la que ha catapultado como ninguna otra época dicha lógica. Sin duda, ello se expresa en los pensadores fundadores de ese pensamiento citados en el presente trabajo.
[17] No es enteramente casual que muchos intérpretes de la teoría social contemporánea, y en especial del y desde el marxismo oficial soviético, apunten en las obras de Comte y Marx la superación de la filosofía (?) por un pensamiento más práctico, esto es, por un pensamiento que es “arma” —por su carácter concreto— para “ordenar” o “transformar” lo real-social. Al respecto, puede verse el texto hermenéutico de Herbert Marcuse titulado Razón y revolución, en donde se expone la tesis de la superación de la filosofía (cuya máxima y última expresión se considera el sistema de Hegel) por la teoría social contemporánea de Comte (el positivismo) y Marx (teoría crítica de la sociedad). Ambas teorías pretenden realizar en las sociedades modernas lo que pensó la filosofía. Lo que diferencia ambas teorías sociales es su orientación política última. El positivismo de Comte pone como condición para el progreso mantener el orden establecido en la naciente sociedad industrial; la crítica de Marx sólo concibe el progreso y la realización de la verdadera historia de la humanidad como abolición de la sociedad capitalista. Por lo demás, no nos hacemos solidarios con la tesis de la superación de la filosofía y pensamos que el mismo Marcuse tampoco lo es en sus últimas obras: en El hombre unidimensional plantea la necesidad de la filosofía para combatir las aberraciones del positivismo generalizado, incluido el del marxismo soviético, y el pensamiento analítico de la sociedad unidimensional. Igualmente, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno sostienen que, después de la aplicación de la industria de la muerte en los campos de concentración nazis, la onceava tesis sobre Feuerbach de Marx —la que sirve de arranque a la tesis de la superación de la filosofía— ha perdido su vigencia histórica. Según estos autores, hoy se precisa volver a reflexionar sobre los conceptos fundamentales de la filosofía: Razón, Libertad, Hombre, etc.
[18] Entendemos que en Comte se da una clara concepción idealista de la Historia. Esta concepción se recoge en diferentes momentos de su doctrina, muy especialmente, en la ley de los tres estadios. De ahí, que Comte culpe a los philosophes de la crisis sociopolítica de la Europa, y particularmente de la Francia, de su tiempo.
[19] “…la pura imaginación pierde así irrevocablemente su antigua supremacía mental y se subordina necesariamente a la observación…” (Comte, 1984, & 12, 113). Doscientos años antes escribía Bacon: "Nosotros queremos grabar en la inteligencia humana una fiel imagen del mundo, cual es en realidad, y no tal cual puede fingírsele la imaginación de cada uno." (Bacon, 1984, 7).
[20] “En lo sucesivo la lógica reconoce como regla fundamental que toda proposición que no es estrictamente reducible al simple enunciado de un hecho, particular o general, no puede tener ningún sentido real e inteligible.” (Comte, & 12, 112-113).
[21] “Si buscásemos cuál es ese contenido común (el de las distintas corrientes que integran el pensamiento positivo) lo encontraríamos resumido en dos grandes rasgos: uno, por paradoja, negativo: la proscripción de toda metafísica; el otro, efectivamente, positivo: la exigencia rigurosa de atenerse a los hechos, a la realidad, en cualquier género de investigación. Ambos rasgos se implican, dentro de la concepción positivista, y se funden en el siguiente postulado gnoseológico, tan radical como, en el fondo, inconsecuente: no hay más saber, en el recto y estricto sentido de esta palabra, que el científico —se entiende el de la ciencia natural—; cualquier presunto género de conocimiento que no responda al tipo de normatividad metodológica o no reproduzca el modelo logicoestructural de aquél es pura logomaquia sin contenido real.” (Antonio Rodríguez Huescar: “Prólogo” al Discurso sobre el espíritu…, p. 83. El paréntesis en el texto citado es nuestro).
[22] “Así pues, aunque por una parte las doctrinas científicas sean necesariamente de una naturaleza bastante variable como para obligarnos a desechar toda aspiración a lo absoluto, sus variaciones graduales no presentan, por otra parte, ningún carácter arbitrario que pueda motivar un escepticismo todavía más peligroso; cada cambio sucesivo conserva, por lo demás, espontáneamente, en las teorías correspondientes, una aptitud indefinida para representar los fenómenos que le han servido de base al menos mientras no se tenga que rebasar el grado primitivo de precisión efectiva.” (Comte, 1984, & 14, 114-115).
El presente trabajo está enmarcado en un seminario doctoral sobre la concepción científica del mundo, a cargo del Dr. Jorge Rivadeneyra. Debido a nuestra formación —o quizás deformación— profesional, hemos decidido relacionar tal concepción científica del mundo con la conformación del campo de las ciencias sociales, conformación hegemonizada por el positivismo decimonónico en un primer momento, y, posteriormente, por la reacción de las corrientes hermenéuticas a partir de Wilhelm Dilthey. En tal sentido, nos proponemos el siguiente itinerario: 1) una exposición sucinta sobre modernidad y concepción científica del mundo; 2) una exposición sobre la noción de campo tal como se desprende de la obra de Pierre Bourdieu; 3) la conformación del campo de las ciencias sociales por el positivismo y su nexo con la concepción científica del mundo; 4) La reacción de la hermenéutica y la disputa a la visión positivista en el campo de las ciencias sociales; y, finalmente, 5.) concluiremos con algunas reflexiones sobre la postura de Ágnes Heller con referencia a las ciencias sociales, postura que adoptamos también para nosotros.
1.) Exposición sucinta sobre Modernidad y concepción científica del mundo
El siglo XVIII marcó la consolidación política de la burguesía y con ella la instauración de la modernidad europea como episteme (Foucault) dominante de nuestro tiempo. La modernidad, como tónica cultural occidental de los últimos siglos, se articula en su núcleo conceptual con la concepción científica del mundo tal como la denomina Heidegger en Schelling y la libertad humana. Por ello, centraremos nuestro interés en las próximas líneas en describir las ideas fuerza que estructuran la episteme moderna y su vínculo con la concepción científica del mundo que ya desde el siglo XVII se vuelve definitivamente hegemónica.
Los revolucionarios burgueses bebieron de la savia de la Ilustración francesa, la cual mantenía vínculos con la Ilustración británica y la alemana. A la vez, la revolución catapultó a los movimientos ilustrados. Empero, poco hacemos si abstraemos la Ilustración de sus antecedentes en la autonomización cultural lograda en el Renacimiento y la ruptura religiosa de la Reforma. Igualmente cabe decir de los éxitos logrados en materia de ciencias naturales y tecnología. Se trata, sin duda, de procesos en los que unos remiten necesariamente a los otros.
Cabe hablar de modernidades en plural y no de una episteme monolítica. No obstante, para fines de nuestro trabajo haremos abstracción de la pluralidad para construir un modelo típico ideal de modernidad. Para ello, trabajaremos con lo que a nuestro entender son sus principales conceptos constituyentes o ideas-fuerza. Las mismas son, y con mayúscula, las ideas de Razón, de Sujeto, de Historia, de Progreso, de Ciencia, de Tecnología, de Tolerancia, de Ética racional y de Emancipación.[1] Obviamente son un ideas que responden a una episteme en el sentido de Foucault. Esto es, no son ideas aisladas, sino una totalidad orgánica que resulta constitutiva de los diferentes discursos o campos hegemónicos de las prácticas científicas, culturales e ideológicas del mundo moderno y que los legitima como discursos verdaderos, vale decir, científicos. Como episteme resulta ser marco de la producción y distribución discursiva y se torna opaca a la reflexión misma en virtud de que esta última está configurada conceptualmente por aquella. Sólo haciendo uso de una autorreflexión dispuesta a infringir heridas reflexivas sobre la base misma del pensamiento es posible vencer la opacidad (Adorno), aunque sin promesa de transparencia total o fundamentación última (Rorty, Lyotard).
Estas ideas fuerza o categorías epistémicas son compartidas por las tendencias liberales, socialistas, socialdemócratas, socialcristianas, etc., como también son compartidas por las prácticas científicas que se derivan de las doctrinas positivistas, marxistas, hermenéuticas, etc. Podemos decir que se trata de una episteme que configura y cruza todo el pensamiento moderno, que se hizo y sigue haciéndose hegemónica, si bien no ha carecido de intentos alternativos de respuesta como los románticos. Empero, es importante recordar nuevamente que podríamos decir que no hay propiamente una modernidad sino que hay modernidades. Empero, todas las que podamos relatar tienen como denominador común estas ideas, si bien cada uno con giros particulares de las mismas y no siempre compartiendo todas. Por ejemplo, los despotismos ilustrados no se han caracterizado por reafirmar un carácter democrático, aunque si comparten el resto de las ideas fuerza señaladas.
1.1.) La idea de razón
La idea de razón deja de ser entendida como natural o divina, esto es, como estatuida en el mundo por voluntad de la divinidad. La razón moderna se comprende más bien como una facultad inscrita en la naturaleza humana que permite a los hombres captar un orden racional del mundo, o imponerle uno a los aspectos más irracionales de éste mediante la acción social consciente y racional. Ernst Cassirer define esa razón de la siguiente manera: “El siglo XVIII maneja a la razón con un sentido nuevo y más modesto. No es el nombre colectivo de las ´ideas innatas´, que nos son dadas con anterioridad a toda experiencia y en las que se nos descubre la esencia absoluta de las cosas. La razón, lejos de ser una tal posesión, es una forma determinada de adquisición. No es la tesorería del espíritu en la que se guarda la verdad como moneda acuñada, sino más bien la fuerza espiritual radical que nos conduce al descubrimiento de la verdad y a su determinación y garantía. Ese acto de garantizar es el núcleo y supuesto imprescindible de toda verdadera seguridad. Todo el siglo XVIII concibe la razón en ese sentido. No la toma como un contenido firme de conocimientos, de principios, de verdades, sino más bien como una energía, una fuerza que no puede comprenderse plenamente más que en su ejercicio y en su acción.” (Cassirer, 1994, 28).
Siguiendo estas pautas, se puede decir que la razón moderna es un hacer más que un ser (Cassirer, 1994, 29), es fuerza entregada al ente (Heidegger). El mundo racional se conquista, no está hecho sino que es preciso hacerlo. En tal caso, será una hechura humana, no una creación divina. Esta idea recorre gran parte de las distintas escuelas de pensamiento de la época moderna, desde el liberalismo, pasando por las versiones anarquista y estatista, hasta llegar al marxismo, donde posiblemente esta concepción cobra su mayor plenitud. Al respecto, en su segunda tesis sobre Feuerbach, Marx apunta: “El problema de si al pensamiento se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento aislado de la práctica, es un problema puramente escolástico.” (El subrayado es nuestro).
Vemos así como Marx se opone a cualquier concepción esencialista de la verdad y la razón. Por el contrario, su orientación está encaminada hacia el descubrimiento de la “racionalidad” imperante en el orden social establecido para luego superarlo en otra forma de organización social mucho más equitativa y efectivamente racional, donde los intereses particulares y universales no se opongan, esto es, el sueño de Hegel. En este sentido, Marx comparte los preceptos fundamentales de los ilustrados. La concepción de la ideología que elabora en su discurso temprano deja entrever la idea de una razón y unas ciencias soberanas que pueden llegar a descubrir el orden último de las cosas socialmente implantadas. Se trata de una lucha contra muchos obstáculos irracionales, entre ellos la ideología y la superstición que enmascara o vela la realidad auténtica y las posibilidades de acción del sujeto humano. La sociedad socialista, sociedad que considera auténticamente racional, supera los progresos ya obtenidos por la actual, y es la sociedad donde la ideología queda eliminada conjuntamente con las clases sociales. Por supuesto, y como ya se dijo, con ello no excluimos la presencia de esta concepción modernista en otros discursos hegemónicos durante los últimos tres siglos.
En otras palabras, con el advenimiento de la modernidad la razón se transformó de ser una facultad de origen divina y pasiva, usada para contemplar la creación, a una facultad humana activa, transformadora. Adquirió el carácter de fuerza. Los éxitos de Copérnico, Galileo, Newton, entre otros, y los sucesivos cambios tecnológicos que daban un mayor dominio sobre la naturaleza, inducían a la época a pensar en términos de dominio y actividad sobre el mundo. La concepción científica del mundo se volvía hegemónica y pragmáticamente exitosa. Sin duda, y como veremos más adelante, las primeras delimitaciones del campo de las ciencias sociales fueron marcadas por esta idea de razón y de la posibilidad de construir una sociedad racional.
1.2.) La idea de sujeto.
En la modernidad el sujeto humano se vuelve sobre sí y, sin seguridad de un espíritu dado por la divinidad, la razón pasa a ser su recurso para dotar de sentido al mundo. Así, sujeto y razón se identifican en la matriz discursiva moderna. Se trata de una idea que se venía gestando desde hacía muchos siglos y que, en particular, consiguió asidero definitivo durante el período renacentista. En la modernidad, ese sujeto es entendido de diversas maneras por los diferentes discursos: para el liberalismo clásico y el socialismo de Saint-Simon ese sujeto descansa en los hombres de industria que hacen avanzar la historia; para el marxismo, que denuncia a la sociedad capitalista liberal e industrial como sociedad irracional, el sujeto es el proletariado. Para Comte y los positivistas el sujeto son los hombres de ciencia. Pero para unos y otros el sujeto es el hombre, bien sea entendido como individuo de empresa (versión liberal) o como conjunto de individuos pertenecientes a una clase social específica (el marxismo).
El hacedor de la historia, el portador de la acción, es, en síntesis, el hombre. Incluso, se llega a considerar como ideal casi supremo la autonomía del individuo humano. Con Inmanuel Kant se construye una ética formal racional que apunta a la consolidación de este ideal, es decir, a lo que Kant llamó la superación de la minoría de edad. Ni que hablar al respecto de los primados éticos de los liberalismos modernos. También el marxismo aspiraba a una sociedad de individuos autónomos solidarios. Vale apuntar que se considera autónomo en la significación de que para erigirse en sujeto de sí y de la historia, el individuo tiene que emanciparse de cualquier fuerza exógena, sea de origen divino, natural u otro que ponga el destino humano fuera de la voluntad humana. Es en este marco que las obras de Ludwig Feuerbach y Karl Marx cobran pleno sentido interpretativo. Este individuo es posible en tanto que se constituye a partir de un proceso educativo que ha de poner a tono sus facultades racionales; de ahí la importancia que la modernidad ha otorgado al pensamiento pedagógico (por ejemplo en las obras de Kant, Rousseau, Condorcet, Hegel, Pestalozzi, por nombrar sólo algunos).
La conformación del campo de las ciencias sociales se realiza sobre la base de la creencia del hombre como sujeto de la sociedad y la historia. No obstante, la autonomía individual no siempre se consideró como eje ontológico y ético en los orígenes de este campo, pues aquí la modernidad resultó muy ambigua al proclamar por un lado la libertad inherente al ser humano (cf. especialmente las versiones liberales, salvo la ambigüedad de John Stuart Mill en su Lógica) y, por otro lado, subsumir al hombre en las leyes de la naturaleza (cf. especialmente Descartes, Hobbes y los positivismos). La tercera antinomia entre determinismo y libertad de la Crítica de la razón pura de Kant (1984, II, 332-335) muestra ese dualismo contradictorio en el seno de la episteme moderna. Dualismo que se reflejará en las luchas intestinas de las primeras décadas de la conformación del campo de las ciencias sociales, especialmente en la Methodenstreit alemana de finales del siglo XIX entre positivismo y comprensión; pero también a lo largo de todo el siglo XX y hasta nuestros días en debates como los que mantuvieron los estructuralismos con las corrientes interaccionistas, o los marxistas estructuralistas (Althusser, Poulantzas) con los marxistas humanistas (Escuela de Frankfurt, Godelier), o los posmodernos (Lyotard, Vattimo) con las teorías de la acción comunicativa y el discurso (Habermas, Apel).
1.3.) Las ideas de Historia y de Progreso.
La modernidad también comprende la historia de modo terrenal: su término no es ya la civitas Dei de San Agustín —el lugar celestial y paradisiaco que es la negación de la ciudad terrenal de los hombres— sino un progreso continuo que se expresa tanto en mejoras de las condiciones de vida terrenales de los hombres, como en el desarrollo del conocimiento. Esta idea se constituye conjuntamente con la de Progreso, la cual es entendida como un desarrollo sucesivo de fases en donde la última supera (aufheben) en calidad siempre a las precedentes; es, en pocas palabras, un progreso ad infinitum (concepciones del mundo axial y post-axial, según Jaspers). Esta idea epistémica se manifiesta de diferentes maneras en los discursos de Hegel,[2] de Auguste Comte (v.g. la ley de los tres estadios) o el marxismo (la evolución de los modos de producción). Se trata de una historia teleológica, en el sentido de que apunta hacia un telos, un fin, de que tiene un sentido dado: la realización de la justicia, de la libertad del hombre, de la sociedad racional, y así sucesivamente. Desde esta perspectiva, el “metarrelato historicista” es el que se volverá hegemónico en la episteme moderna. Se puede decir que, “El historicismo afirma que el funcionamiento interno de una sociedad se explica por el movimiento que la lleva hacia la modernidad. Todo problema social es, en última instancia, una lucha entre el pasado y el futuro. El sentido de la historia es a la vez su dirección y su significación, pues la historia tiende al triunfo de la modernidad que es complejidad, eficacia, diferenciación y, por consiguiente, racionalización y también crecimiento de una conciencia que es ella misma razón y voluntad y que sustituye la sumisión al orden establecido y a las herencias recibidas.” (Touraine, 1994, 67).
Desde el historicismo la historia se concibe teleológicamente, esto es, apunta hacia un fin y ese fin es la concreción del mundo moderno. Ello parecería conducirnos a un naturalismo en el sentido de que, hágase lo que se haga, la historia ha de llegar a su estadio final (sea este el Estado Prusiano, el Comunismo o el estadio Positivo), lo que se conjuga con la visión determinista sobre el sujeto. Los escritos más “estructuralistas” de Marx, así como la filosofía de Hegel, parecen compartir esta visión cuando sancionan las leyes de la historia o cuando determinan la insoslayable realización del Concepto. Por ejemplo, Hegel trata sobre la “astucia de la Razón” que se vale de los individuos como instrumentos para realizarse ella misma. Sin embargo, ello no es siempre así en todas las versiones modernas. En el pensamiento comteano o en la versión leninista, encontramos más bien un voluntarismo. La historia se realizará, pero para que se realice hace falta que entre en escena la voluntad del sujeto, sea éste la casta de los científicos positivos o el partido.[3] Asistimos en esta última al otro lado de la antinomia del sujeto.
Queda claro entonces que en el interior de la modernidad, de sus corrientes de pensamiento, no es posible sancionar una sola forma de historicismo, aunque sí una fuerte creencia en que la historia tiene un sentido que se realizará necesariamente. Ese sentido histórico es el que organiza la acción humana y garantiza el Progreso, que como ya mencionamos es otra idea eje de la episteme moderna. “La idea de progreso ocupa un lugar medio, central, entre la idea de racionalización y la de desarrollo. La primera idea otorga la primacía al conocimiento, la segunda a la política; el concepto de progreso afirma la identidad entre medidas de desarrollo y triunfo de la razón, anuncia la aplicación de la ciencia a la política y, por consiguiente, identifica una voluntad política con una necesidad histórica.” (Touraine, 1994, 68).
En esta cita de Touraine se aprecia el carácter orgánico que estas ideas centrales tienen en la modernidad. Unas se conectan con las otras. La idea del sentido de la historia se relaciona con la idea de progreso, y, ésta, se unifica con las ideas de sujeto, ciencia y tecnología, todas correlacionadas a partir de la lógica imperante del dominio sobre la naturaleza como marca distintiva de la concepción científica del mundo (Heidegger).
Ambas ideas se estructuran con un fortísimo matiz eurocéntrico. Los europeos ilustrados veían con optimismo su historia y se consideraban a sí mismos como el estadio más acabado de la historia universal. Su propia historia era la Historia. De esta manera, cuando comenzaron a relacionarse con otras culturas las observaban desde su propia perspectiva y las juzgaban atrasadas. Estas ideas y esta forma de concebir la otredad cultural se impusieron con gran fuerza en las teorías sociales evolucionistas y en los primeros desarrollos de la etnología contemporánea. En este sentido, también tuvieron un fuerte impacto en la delimitación del campo moderno de las ciencias sociales.
1.4.) Las ideas de ciencia y tecnología
Llegamos aquí al momento cumbre de la concepción científica del mundo (Heidegger, 1990). La ciencia se entiende como la forma de conocimiento metódico y certero por antonomasia, y la tecnología como la aplicación exitosa al campo práctico de la primera. Fundamentalmente se piensa en una ciencia experimental y positiva que pretende descubrir el orden del universo a partir del lenguaje matemático considerado como universal (Galileo), como mathesis universalis (Descartes, 1983b, 163-164). “La filosofía del siglo XVIII se enlaza por doquier con este ejemplo único, con el paradigma metódico de la física newtoniana; pero lo aplica universalmente. No se contenta con considerar el análisis como el gran instrumento intelectual del conocimiento físico-matemático, sino que ve en él arma necesaria de todo pensamiento en general.” (Cassirer, 1994, 27).
Heidegger afirma que es menester distinguir entre la concepción científica del mundo como la entendemos actualmente de aquella a cómo la entendió el idealismo alemán (Heidegger, 1990, 19). La diferencia fundamental viene marcada por la concepción de ciencia: la Wissenschaft (ciencia) alemana de finales del XVIII y comienzos del XIX es equivalente a filosofía sistemática, a lo que Nietzsche bien llamaría voluntad de sistema. De este modo, la metafísica de Leibniz es Wissenschaft. En cambio, la science de los ingleses es la ciencia empírica tal como hoy la conocemos. Heidegger nos dice: “Hoy en día se entiende por <
Heidegger describe muy bien la actitud actual de esa concepción científica del mundo: “Daremos un título a este carácter fundamental de la actitud intelectual moderna diciendo: la nueva exigencia de saber es exigencia matemática.” (Heidegger, 1985, 58). Se trata de una actitud mental dirigida hacia la medida y el cálculo del ente. Una vez más con el filósofo alemán: “Las cosas se muestran ahora en las relaciones de los lugares e instantes, y en las medidas de la masa y de las fuerzas actuantes. Cómo se muestran está prefigurado por el proyecto; éste determina, por lo tanto, también el modo de la aceptación y de la investigación de lo que se muestra, la experiencia, el experiri. Pero como la investigación está predeterminada por el plan del proyecto, el cuestionar sólo puede ser formulado de tal manera que ponga de antemano las condiciones a las cuales la naturaleza debe responder de tal o cual manera. Sobre la base de lo matemático la experiencia se transforma en experimento en sentido moderno. El impulso experimentador que busca los hechos, es la consecuencia necesaria de la actitud matemática previa que pasa por alto todos los hechos.” (Heidegger, 1985, 76-77). Este proyecto matematizante del mundo se expresará en las ciencias modernas positivas y empíricas como primacía del método sobre lo cognoscible, lo que significa la reificación del procedimiento sobre el conocimiento. “El método no es una pieza de la indumentaria de la ciencia entre otras, sino la instancia fundamental a partir de la cual se determina lo que puede llegar a ser objeto y cómo puede llegar a serlo.” (Heidegger, 1985, 83). Veremos más adelante como esta reificación del método inherente a la concepción científica del mundo se impone en la estructuración del campo de las ciencias sociales, y cómo a partir de allí emergen las más fuertes luchas intestinas de ese campo.
Concepción científica del mundo y modernidad son entonces correlatos. En última instancia, la actitud de la concepción científica del mundo descansa en la instrumentalidad y el cálculo, en la entrega al ente (Heidegger). En este marco, la tecnología y la técnica en general se convierten, por otro lado, en garantes del progreso, pues, por medio de las mismas constituimos el mundo inhóspito de la naturaleza en un hogar, la sociedad irracional en racional, la vida miserable en buena vida. El pensamiento de la modernidad confía en la tecnología desde sus mismos orígenes para crear un mundo feliz; al respecto, Descartes ya anuncia esta fe: “Pero tan pronto como adquirí algunas nociones generales de física y, comenzando a ponerlas a prueba en varias dificultades particulares, noté hasta dónde pueden conducir y cuanto difieren de los principios empleados hasta el presente, creí que no podría tenerlas ocultas sin pecar gravemente contra la ley que nos obliga a procurar el bien general de todos los hombres, en cuanto ello esté en nuestro poder. Pues esas nociones me han enseñado que es posible llegar a conocimientos muy útiles para la vida y que, en lugar de la filosofía especulativa enseñada en las escuelas, es posible encontrar una práctica por medio de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del aire, del agua, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos que nos rodean tan distintamente como conocemos los oficios varios de nuestros artesanos, podríamos aprovechar del mismo modo en todos los usos apropiados, y de esa suerte convertirnos en dueños y poseedores de la naturaleza.” (Descartes, 1983a, 117-118. Subrayado nuestro).
En este sentido, la modernidad está presa de la lógica del dominio sobre la naturaleza impugnada por Nietzsche, Spengler y la Escuela de Frankfurt, entre otros. La ciencia disciplina la razón, la tecnología es la razón aplicada al mundo. Las ciencias sociales, tal como apreciaremos más adelante, nacen también como intento científico para domar la vida social humana a través de una ingeniería social, especialmente en la tumultuosa Francia decimonónica.
1.5.) Las ideas de tolerancia y democracia
Abolida cualquier creencia en la superioridad antropológica de unos sobre otros, en la sangre azul o en un grupo de elegidos, la modernidad ilustrada, como forma cultural, y salvo excepciones, se centra en un pensamiento político democrático sustentado por una concepción igualitarista del hombre (v.g. los derechos universales del hombre, los postulados ético-políticos del socialismo marxista); todos los hombres son iguales y tienen los mismos derechos para elegir; igualmente, la razón, al no estar inscrita de una vez por todas en la naturaleza dada sino como facultad, es producto de la investigación y la argumentación de los diferentes hombres, por lo que es defendible la tolerancia y con ella todo lo que actualmente llamamos una ética del discurso; por supuesto, aquí hay que establecer ciertas distinciones en cuanto a las concepciones totalitarias que también se inscriben en el resto de los conceptos nucleares de la modernidad (v.g. ciertos despotismos ilustrados). Por ello, sea quizás ésta una de las ideas que más variantes sufre en las corrientes de la episteme moderna. Debido a su carácter polémico, y a la poca incidencia directa que tiene sobre nuestro trabajo, no consideramos necesario extendernos más en este punto.
1.6.) La conformación de una ética racionalista
Los principios rectores del comportamiento social de los hombres y sus compromisos con la otredad humana ya no se centrarán en torno a mandatos heterónomos, generalmente de origen divino, sino, por el contrario, en una visión autónoma pero implicada en una conciencia de la socialidad humana, esto es, y como ya se ha mostrado, el centro ético es un individuo autónomo que, en su autonomía y por efecto de su saber, se reconoce como social y, por tanto, procura el bienestar social. La ética formalista de Kant (cf. Crítica de la razón práctica) es posiblemente la mayor manifestación filosófica de esa ética autónoma y racionalista. Su imperativo categórico, pretendidamente desligado de contenidos a seguir heterónomamente, convierte al individuo en legislador universal responsable. También el pensamiento ético-político de Hegel, si bien desde una perspectiva opuesta a la inclinación de Kant por el individuo, deja entrever la realización de la ética racionalista moderna a partir de su concepción del Estado: la defensa de éste, las leyes y la institucionalidad social fomentada por esa legalidad, se convierten en la realización misma de la libertad humana. Eticidad y derecho se funden en el Estado hegeliano.
Puede que en principio esta idea no resulte para nosotros tan determinante como las demás en la configuración del campo de las ciencias sociales, sobre todo por el énfasis que ponemos en el plano epistemológico del análisis. Empero, tanto Comte como Durkheim fueron partícipes de la posibilidad de hallar una ética científica, racional y universal a partir del conocimiento que ofrecerían las ciencias sociales. También en los comienzos del establecimiento de la episteme moderna muchos la consideraron como producto de una ciencia de la moral (cf. Descartes, 1983 a; o, más contemporáneo con Comte: John Stuart Mill).
1.7.) La idea de emancipación de la humanidad
Emancipación es un sustantivo que se opone al de esclavitud o enajenación, y si se quiere, está estrechamente ligado a la concepción de superación (Aufhebung) y al ejercicio del pensamiento crítico. Emancipación nos remite también a la concepción de libertad negativa hegeliana, entendida ésta como liberación de algún tipo de atadura que impide desarrollar alguna facultad humana. En este sentido, es un concepto estrechamente ligado a la metáfora de la mutilación del hombre y, por consiguiente, a la idea de apertura a las posibilidades del ser y hacer. En la filosofía social y las ciencias sociales, emancipación es casi siempre liberación de algún tipo de dominación establecida por intereses sociales específicos.
La idea de emancipación se torna central en el discurso de la modernidad ilustrada. En este sentido, J. F. Lyotard nos informa: “El pensamiento y la acción de los siglos XIX y XX están dominados por la idea de emancipación de la humanidad. Esta idea es elaborada a finales del siglo XVIII en la filosofía de las Luces y la Revolución Francesa. El progreso de las ciencias, de las artes y de las libertades políticas liberará a toda la humanidad de la ignorancia, de la pobreza, de la incultura, del despotismo y no sólo producirá hombres felices sino que, en especial gracias a la Escuela, generará ciudadanos ilustrados, dueños de su propio destino.” (Lyotard, 1992, 97).
Efectivamente, tal como lo muestra Lyotard, la modernidad es una matriz discursiva orientada por la idea de emancipación. El sentido último de la historia, la ciencia, la tecnología, la ética, es la emancipación de la humanidad. La razón es la lucha por construir un mundo emancipado. La lógica del dominio sobre la naturaleza tiene como meta la emancipación del hombre de las fuerzas hostiles y de la lucha por la existencia.
El metarrelato de la emancipación tiene dentro de la modernidad varias versiones. En principio, podríamos hablar de dos tipos: el discurso revolucionario y el discurso reformista. Para el primero la emancipación sólo es posible como cambio radical del orden institucional de la sociedad. La transformación de la totalidad social y no de las partes, es el requisito ineludible de la liberación. Como diría Adorno, siguiendo al primer Lukács, “el todo es lo verdadero”. El segundo, el discurso reformista, parte del supuesto de que las transformaciones revolucionarias generan desequilibrios peligrosos por su carácter imprevisible. El cambio total es una amenaza tanto para las instituciones estatuidas como para los individuos que las integran. Se piensa que las partes cumplen funciones primordiales para el mantenimiento de la sociedad y que si acaso alguna de ellas se torna disfuncional, puede ser modificada sin necesidad de generar un proceso traumático. La emancipación dependerá entonces de un proceso gradual de cambios en aquellos sectores sociales que los ameriten. Así, la idea de emancipación es central en la delimitación del naciente campo de las ciencias sociales, si bien es siempre una idea cruzada por muchas tensiones.
Como se puede vislumbrar, y procurando hacer una síntesis de lo dicho hasta ahora, en el interior de cada idea hay toda una serie de discursos que la comprenden de modos distintos sin llegar a cuestionar la idea misma. Por otro lado, es menester insistir que los diferentes núcleos conceptuales se constituyen orgánicamente, es decir, los unos están integrados con los otros, unos dependen de otros. Esta organicidad marca el modo de producción de discursos en los diferentes ámbitos teóricos.
Con este panorama no pretendemos agotar mínimamente la discusión en torno a la esencia de la modernidad, tan en boga en nuestro tiempo, pero sí orientarla a partir de la aclaración de los tipos ideales con que estamos trabajando. Resta decir que, a nuestro entender, y como se ha venido manifestando en nuestro trabajo, la modernidad alcanza su mayor expresión en la Ilustración europea como una matriz de pensamiento, vale decir como episteme, que genera todo un modo de producción de discursos sobre la sociedad y otros ámbitos.
Básicamente los inicios de las ciencias sociales obedecen a las ya señaladas ideas-fuerza de la modernidad ilustrada. Empero, en el momento de su constitución durante el segundo tercio del siglo XIX, la reacción romántica jugaba un papel importantísimo y nada desdeñable en el pensamiento de de Bonald, de de Maistre, de Saint-Simon, de Comte, de Marx y de todos los primeros teóricos sociales. A ello habría que sumar los éxitos alcanzados por la biología, y muy especialmente por la teoría evolucionista ya antes del propio Darwin. Su impacto se hace notar claramente en Saint-Simon, Comte y Spencer, pero también en Durkheim y Marx, entre otros.
2.) Sobre la noción de campo
Son muchas las acepciones que el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española da al término campo. Así, tenemos que campo viene del latín campus, que significa "terreno llano", "campo de batalla". A pesar del carácter polisémico del término, éste parece circunscribirse a tres ámbitos, a saber, campo plano (campiña), campo de batalla y campo de juego. Los tres ámbitos están ligados a la idea de espacio abarcable con una mira, y, en el caso de los dos últimos ámbitos, se remite a la idea de reglas y espacio donde hay una lucha de fuerzas y contrafuerzas. Empero, para nuestros fines, adoptaremos la acepción que el diccionario da, referente a ámbitos reales o imaginarios propios de una actividad, y a un orden determinado de materias, ideas o conocimientos, cabría agregarse también métodos (v.g. el campo de la teología o de las matemáticas).
Para ampliar un poco más la noción de campo, seguiremos a uno de los autores que más han hecho uso de la misma y que más la han difundido, a saber, Pierre Bourdieu. En Cuestiones de sociología nos dice: "Los campos se presentan a la aprehensión sincrónica como espacios estructurados de posiciones (o de puestos) cuyas propiedades dependen de su posición en estos espacios, y que pueden ser analizadas independientemente de las características de sus ocupantes (que en parte están determinadas por las posiciones). Hay leyes generales de los campos: campos tan diferentes como el campo de la política, el campo de la filosofía, el campo de la religión tienen leyes de funcionamiento invariables (...)" (Bourdieu, 2000, 112). Los campos son entonces estructuraciones, espacios, cuando menos autonomizados en un alto grado de los actores participantes que, más bien, resultan muy determinados por los mismos. Bourdieu, quien maduró intelectualmente durante el apogeo de las corrientes estructuralistas francesas (1950-1970), llega a enunciar que los campos tienen leyes invariables independientemente del asunto particular del cual sean campos.
Así, afirma en la página siguiente del texto citado, que todo campo está cruzado por luchas entre los noveles, los recién ingresados, y quienes ostentan las posiciones de dominación dentro del campo. Mientras los primeros procuran romper los rituales de ingreso, los segundos están interesados en defender el monopolio y excluir la competencia. De este modo, se trata de luchas jerárquicas intestinas, lo que nos remite tangencialmente a la acepción de campo de batalla. Pero campo y lucha implican también definición de reglas constituyentes de las mismas. "Un campo, así sea el campo científico, se define entre otras cosas definiendo objetos en juego (enjeux) e intereses específicos, que son irreductibles a los objetos en juego (enjeux) y a los intereses propios de otros campos (no se puede hacer correr a un filósofo tras los objetos en juego de los geógrafos), y que no son percibidos por nadie que no haya sido construido para entrar en el campo (cada categoría de intereses implica la indiferencia a otros intereses, a otras inversiones, abocados así a ser percibidos como absurdos, insensatos, o sublimes, desinteresados). Para que un campo funcione es preciso que haya objetos en juego (enjeux) y personas dispuestas a jugar el juego, dotadas con los habitus que implican el conocimiento y el reconocimiento de las leyes inmanentes del juego, de los objetos en juego, etc." (Bourdieu, 2000, 113).
Los actores son construidos para pertenecer al campo a partir de la definición de objetos y de una gramática determinada entre esos objetos. Tal construcción se manifiesta en un habitus, noción que en Bourdieu tiene implicaciones teóricas importantes. Un habitus es un conjunto de disposiciones adquiridas, esto es, un conjunto de maneras duraderas que se incorporan, se encarnan, en los cuerpos.
Habitus y campo son complementarios, aunque Bourdieu explicita que la relación que se da entre ambos suele ser inconsciente (Bourdieu, 2000, p. 118).[6] Cabe agregar que, en cuanto campos de fuerza y de lucha, los campos implican para sus agentes mecanismos de capitalización de recursos para mantenerse en competencia y sostener las posiciones estratégicas adquiridas, lo que supone la adquisición de un habitus cada vez más específico. La relación de distribución del capital en un momento dado marca la estructura del campo.[7]
A pesar de las luchas intestinas, que marcan las actitudes ortodoxas de quienes ostentan un importante capital a conservar y las actitudes heterodoxas de quienes quieren subvertir el orden dominante (no en balde el término heterodoxia está emparentado con el de herejía) (Bourdieu, 2000, 114), hay como ley general de todo campo una complicidad de todos los implicados. En palabras de Bourdieu, "Otra propiedad, ésta menos visible, de un campo: todas las personas implicadas en un campo tienen en común una serie de intereses fundamentales, a saber, todo lo que va unido a la existencia misma del campo: de aquí deriva una complicidad objetiva que subyace a todos los antagonismos." (Bourdieu, 2000, 114).
Precisamente esa complicidad, que se construye a partir de los gastos personales que suponen la inversión de recursos, tiempo y ritos de iniciación aprobados para ser miembro de un campo (Bourdieu, 2000, 115), protegen a éste de quedar destruido por las luchas intestinas. Como quien dice, las luchas intestinas que se pueden dar en los distintos niveles del campo de las ciencias sociales, no ponen en tela de juicio la valía de las mismas como campo autónomo. Y si bien Bourdieu no lo dice explícitamente, podemos decir que cuando lo ponen en tela de juicio las luchas dejan de ser intestinas para transformarse en luchas desde el exterior del campo.
Es importante observar que estos campos se constituyen históricamente, por lo que están sometidos a importantes cambios conforme se van resolviendo las luchas de poder y van emergiendo otras. Por ello los campos no son estáticos ni tampoco lo son sus delimitaciones. Como ya se dijo, en las luchas va en juego la propia definición del campo, por lo que la transformación de la misma implicará un cambio discursivo y de interpretaciones. Así, si nos referimos al campo de las ciencias sociales, y haciendo abstracción de los factores contextuales que llevaron a los cambios, se puede decir que la definición y delimitación del campo ha variado considerablemente desde el siglo XIX hasta nuestros días. Bastaría llevar a cabo una historia de los manuales o de las revistas especializadas para vislumbrar cómo se transforman los autores considerados clásicos o claves.
La teoría de los campos de Bourdieu converge con la teoría del discurso de su contemporáneo y paisano Michel Foucault (1926-1984). Como se recordará, este último autor, también con una fuerte influencia estructuralista, expuso a finales de 1970, incluso antes que Bourdieu su teoría de los campos, una teoría sobre los discursos y las disciplinas. Foucault parte de la siguiente hipótesis: "(...) yo supongo que en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad." (Foucault, 1987, 11).
A partir de ella explora en tales procedimientos, que clasifica como procedimientos externos de exclusión, procedimientos endógenos de control y procedimientos enrarecedores de los sujetos portadores de los discursos. Entre los primeros, los de exclusión, Foucault señala tres, a saber, el de lo prohibido,[8] el de normalidad[9] y el de verdad.[10] Entre los procedimientos endógenos señala el de comentario,[11] el de autor[12] y el de disciplina.[13] En cuanto al de enrarecimiento de los sujetos, nos dice: "Enrarecimiento, esta vez, de los sujetos que hablan; nadie entrará en el orden del discurso si no satisface ciertas exigencias o si no está, de entrada, calificado para hacerlo. Más preciso: todas las regiones del discurso no están igualmente abiertas y penetrables; algunas están altamente defendidas (diferenciadas y diferenciantes) mientras que otras aparecen casi abiertas a todos los vientos y se ponen sin restricción previa disposición de cualquier sujeto que hable." (Foucault, 1987, 32).
Sujetos que hablan, pero más bien que son hablados por los controles de y sobre los discursos. Efectivamente, en algunas regiones del discurso se precisa de calificación para hacerse acreedor del mismo, calificación que se obtiene a través de complicados rituales. Se aprecia la semejanza con Bourdieu. Las academias y los centros educativos,[14] y más generalmente cualquier sociedad de discurso, son ejemplo claro de la administración del discurso a través de los procedimientos señalados, y, a la vez, son las que legitiman al interlocutor que ha pasado los exámenes requeridos.
Analizaremos a continuación los modos cómo se constituyó el campo de las ciencias sociales durante el siglo XIX. Empero, antes, y a modo de recapitulación, recojamos las aristas constituyentes de la noción de campo, tal como las hemos desarrollado a través de los textos de Bourdieu y tangencialmente de Foucault.
1. De acuerdo con las múltiples acepciones de la palabra campo, y de acuerdo con las tesis sobre los campos tratadas por Bourdieu, damos al término el sentido figurado de ámbitos reales o imaginarios propios de una actividad. Puesto que nuestro interés se centra en los campos de un saber llamado ciencias sociales, denominamos campo a un orden determinado de materias, ideas, conocimientos, métodos y sus respectivas técnicas, en este caso todas aquellas referentes con las llamadas disciplinas integrantes de las ciencias sociales.
2. Los campos, en nuestro caso el de las ciencias sociales, se presentan como espacios estructurados en posiciones, autónomos con referencia a otros campos y, en una importante medida, con referencia a la influencia que los propios actores puedan tener sobre el funcionamiento de los mismos. Decimos que son autónomos, siguiendo a Corcuff, porque a través de sus respectivas historias se han constituido en órdenes de relaciones sociales, intereses y recursos distintos de los otros campos. En la medida en que un actor se hace partícipe de un campo determinado adquiere, la mayor de las veces de modo inconsciente, un habitus que lo configura de acuerdo con las pautas de acción emanadas por el campo mismo. Un habitus es un conjunto de disposiciones adquiridas, esto es, un conjunto de maneras duraderas que se encarnan en los cuerpos. Al incorporarse de modo tan radical en los actores, los habitus estructuran los modos de percepción y contribuyen así de modo concluyente a la reproducción del campo.
3. En la medida en que los campos están estructurados en posiciones ocupadas por ciertos actores, y en la medida en que estas posiciones se establecen jerárquicamente, son escasas y deseadas, los campos están cruzados por relaciones y luchas de poder entre los actores participantes. En concreto, Bourdieu se refiere a luchas de poder entre los actores noveles y los actores consagrados que ostentan las posiciones dominantes. Pero cabe agregar que esa es una modalidad de luchas entre otras posibles. Así, hay luchas entre los propios jerarcas de los campos por establecer mayores ámbitos de acción, hay luchas entre grupos distintos dentro del campo, se establecen alianzas y movimientos estratégicos de todo tipo con el fin de modelar el campo en función de sus intereses. Esas luchas se caracterizan por ser luchas entre posibles definiciones del campo, de sus objetos y su gramática constituyentes. De acuerdo a cómo se establezcan las correlaciones de fuerzas, los campos varían históricamente de maneras diversas y no siempre previsibles. De manera tal que es menester afirmar que los campos tienen una naturaleza dinámica en la que se ponen en juego las interpretaciones sobre los ámbitos en competencia. No obstante, estas variaciones y estos dinamismos, si bien van modificando la estructura de los campos, no suelen ser totalmente disolventes por cuanto los actores en conflicto mantienen ciertos grados de complicidad debido a los recursos y tiempo invertidos para adquirir la membresía.
4. En cuanto al campo de las ciencias sociales, caben leer sus procesos de constitución y desarrollo como luchas por establecer hegemonías hermenéuticas, esto es, luchas por establecer una determinada interpretación del campo como la única válida o por lo menos la más legítima. Para comprender mejor los escenarios de esas luchas y las formas tomadas por las mismas, así como las motivaciones de los actores en competencia, se hace importante articular el campo con los respectivos contextos histórico, social, político, económico, cultural, científico, etc. Es lo que podríamos llamar una lectura contextualista del campo. Además, también resulta importante articular esta lectura con otra de corte internalista, esto es, con una lectura que subraye los desarrollos del conocimiento en cuanto a teorías refutadas, superación de métodos y técnicas, en fin, en cuanto a los avances de naturaleza lógica dentro de la disciplina. De dichas articulaciones es posible esperar una comprensión más cabal del surgimiento y cambios acontecidos dentro del campo sociológico.
3.) La conformación del campo de las ciencias sociales por el positivismo y su nexo con la concepción científica del mundo
La concepción científica del mundo dentro de la cual se configura el campo de las ciencias sociales decimonónicas va a converger de un modo óptimo con el pensamiento positivista de Auguste Comte. Por ello, en las próximas líneas abordaremos el nexo entre ciencias sociales, positivismo y concepción científica del mundo tomando como guía El discurso sobre el espíritu positivo de Comte.
Comte fue explícito en los significados que asignaba al término “positivo”. Enumeró las distintas significaciones que el léxico popular otorgaba a dicho vocablo y sin rechazar ninguna de ellas las integró a su doctrina positivista. Así, menciona Comte que positivo denota a lo real —que no realidad, término de naturaleza teórica— por oposición a lo especulativo (Comte, 1984, &31, 136).[15] El positivismo asume este significado para sí por ser uno de sus fines evitar la ambigüedad característica que atribuía a los discursos metafísicos. Lo positivo, que es decir lo puesto, lo dado, rechaza toda proposición que carezca de sustentación empírica. Empero, ello no supone, como ya se dijo, que el positivismo suponga un empirismo vulgar. Más bien, lo real es considerado racional en el sentido que puede ser aprehendido desde y por mediación del momento teórico y la formulación de “leyes”. Éstas son formuladas a partir de la experiencia que conforman las relaciones regulares entre hechos. De esta manera, las leyes proceden de la experiencia, pero, ésta es muda si carece del momento teórico que la integre conceptualmente. El positivismo comteano preserva la teoría aunque siempre bajo el control terapéutico del primado metodológico de su concepción de ciencia.
Positivo también designa, para Comte, a lo útil. El mejoramiento de la vida como consecuencia benéfica del dominio sobre la naturaleza es una de las concepciones centrales —y un criterio de utilidad— de la Modernidad. En los propios orígenes del pensamiento moderno encontramos el carácter práctico de su relación con la naturaleza.[16] El discurso de Comte, una de las expresiones más acabadas de la Modernidad ya establecida, es militante con la concepción señalada. El conocimiento de lo real es útil al procurar progresivamente una lucha por la existencia menos hostil y, en gran medida, lo útil es lo verdadero, tal como en Bacon, por el mismo motivo.[17] No en balde el utilitarismo ético de John Stuart-Mill encontró en Comte a un gran aliado.
Lo real y lo útil se conjugan con la tercera significación que Comte da al término “positivo”: la certidumbre. Comte acusa a los philosophes de la Ilustración de haber generado confusión en las ideas y, a partir de ese desorden en el pensamiento, el caos en la sociedad:[18] Las especulaciones metafísicas son consideradas sólo negativamente (destrucción del orden existente). Por el contrario, la doctrina positivista se erige como certidumbre, pues ella opone la ciencia —el conocimiento fidedigno de lo real— a la siempre incierta doxa. Las opiniones acerca de algo determinado pueden ser diferentes y hasta disímiles, así, generan enfrentamientos y divorcio entre los individuos de una sociedad. La ciencia margina la opinión, presenta sólo lo cierto como su producto. Todo el mundo puede reconocer el conocimiento auténticamente certero y, por eso, el positivismo se convierte —una vez que triunfe definitivamente— en el cemento de la sociedad: El positivismo es para Comte “comunión espiritual de la especie entera”.
El último significado popular del término positivo que Comte nos ofrece y que retoma para su doctrina es lo preciso. Las opiniones teológicas y metafísicas son vagas, extralimitan lo natural, se prestan a la quimera, el ocio y la indecisión. Lo positivo al ser preciso permite la compatibilidad del conocimiento con la auténtica naturaleza de los fenómenos. De esta manera, las necesidades societales pueden ser cubiertas al facilitar con precisión el control humano sobre el mundo.
El positivismo no pretende ser una doctrina más entre otras. No se trata tampoco de una mera crítica a los “desastres filosóficos” de la metafísica. Antes, el pensamiento de Comte ambiciona convertirse en la culminación de un desarrollo histórico-intelectual natural, por lo que su discurso coincide plenamente con las ideas fuerza de Historia teleológica y Progreso de la episteme moderna. Incluso, la analogía con las etapas del crecimiento individual (ontogénesis) sirve al discípulo de Saint-Simon para representar su ley de los tres estadios: Al estadio teológico corresponde la etapa pueril; la adolescencia, como edad de transición, es análoga al metafísico; y, por último, el estadio positivo es equivalente a la madurez. En una primera síntesis: el estadio positivo es el más acabado de la humanidad, consecuencia ineludible de un proceso que finalmente supera la ambigüedad de la especulación ideológica. Es el estadio en el que finalmente se impone la concepción científica del mundo como única concepción legítima.
El positivismo de Comte es heredero directo del optimismo moderno. Su doctrina conjuga la mayoría de las ideas fuerza de la modernidad: Razón, Historia dotada de un sentido (concepción teleológica), Progreso, Ciencia y Tecnología orientadas hacia el dominio de la naturaleza, Sujeto-agente de la Historia, Vanguardia, Tolerancia y una Ética racionalista y comprometida. De los significados expuestos de lo positivo se infiere su militancia con la idea iluminista del conocimiento que, regido metódicamente, puede derrotar los mitos y las distorsiones ideológicas de las doctrinas teológicas y metafísicas. Comte observa en las doctrinas mencionadas una constante desvirtuación de lo real existente. La inconsistencia metodológica, que permite la impunidad de la imaginación, hace de toda epistemología anterior un reino de falsedades.
Precisamente, uno de los dos primados de la epistemología positiva es la subordinación de la imaginación a los hechos reales.[19] De este modo, el positivismo pretende continuar el programa de desmitificación de la naturaleza, programa inscrito hasta los tuétanos de la concepción científica del mundo: los atributos mágicos o metafísicos de la naturaleza, su aura teológica, pierden sentido ante el conocimiento científico-positivo.[20]
La epistemología positiva se transforma en gnoseología, o, si se prefiere: reduce la gnoseología a epistemología positivista. Sólo hay conocimiento allí donde hay una representación fidedigna, vale decir positiva, del fenómeno.[21] El fenómeno es entendido de acuerdo con la tesis kantiana de la incognoscibilidad de la cosa-en-sí: Nuestras limitaciones perceptivas sólo nos permiten observar lo fenoménico —esto es, observar los objetos tal como se presentan a nuestros sentidos y desde las categorías del entendimiento humano. No nos es dado conocer la realidad última. Lo que conocemos es la existencia real-fenoménica del objeto, por consiguiente nuestro saber es siempre relativo (Comte, & 13, 113), si bien es un saber acumulativo, que progresa en su grado de certidumbre y que, por tanto, cada vez resulta más útil en la odisea de someter la naturaleza a los designios del hombre.
Comte concibió la evolución como Progreso, como mejoramiento de la vida y dominio efectivo sobre la naturaleza. Así, reiteramos, si el conocimiento humano es relativo e imperfecto, de ahí no se sigue ningún escepticismo. Además, de igual modo como nuestro autor anunciaba el progreso social si se mantenía la condición de garantizar el orden, anunciaba también el progreso del conocimiento si se mantenía el orden que proporcionaba el método de la ciencia. La idea moderna del Progreso fue compartida por Comte como idea regulativa hacia la que debían apuntar todos los ámbitos de la vida humana. A continuación vamos a exponer cómo Comte relacionó dicho progreso en el plano epistemológico.
Comte postula al método científico positivo como garante de conocimiento certero, auténtico, fidedigno y por ende correspondiente con la realidad fenoménica. Por otro lado, esa misma condición fenoménica coloca al conocimiento en términos relativos. Esto último parece conducir a un escepticismo epistemológico distinto a las pretensiones positivistas. No obstante, Comte niega tajantemente la posibilidad escéptica.[22]
La razón que esgrime Comte para defender su posición epistemológica de la escéptica radica en el concepto mismo de relatividad: ésta es fundamentalmente, como ya señalamos, histórica. En efecto, todo conocimiento es relativo si utilizamos como parámetro la verdad absoluta. La verdad histórica es certeza que está garantizada dentro de sus coordenadas por un conocimiento metódico, práctico, consistente, en fin, con todos los atributos que le otorga Comte.
El positivismo garantiza un crecimiento gradual, pero ad infinitum, del saber auténticamente útil. El perfeccionamiento continuo de los instrumentos de observación y captación general de fenómenos permite mejorar cada vez más la calidad cognoscitiva. En palabras del autor francés: el conocimiento está sometido a las leyes del Progreso (Comte, 1984, &45, 149).
El Progreso tiene clara expresión en la funcionalidad del conocimiento científico sobre la naturaleza. El dominio sobre la naturaleza es, en la concepción científica del mundo y muy especialmente durante el siglo XIX, un proyecto benévolo que corroe cualquier escepticismo radical. Los hallazgos de la ciencia natural amplían las posibilidades de bienestar al procurar la satisfacción de las necesidades. Como ya expresamos, las potencialidades para apaciguar la lucha por la existencia se actualizan gradualmente. En síntesis, nos permite alterar a nuestro favor el curso de la naturaleza allí donde es susceptible y deseable de ser alterado, y donde no lo es, nos procura el conocimiento de la necesaria adaptación. En palabras de Comte, “El orden natural que resulta, en cada caso práctico del conjunto de las leyes de los fenómenos correspondientes debemos, sin duda, comenzar por conocerlo bien para que podamos modificarlo a nuestra conveniencia, o al menos adaptar a él nuestra conducta, si es imposible toda intervención humana en él, como ocurre con los hechos celestes.” (Comte, 1984, & 22, 125).
El dominio sobre la naturaleza por medio de la ciencia, la técnica y la tecnología, es factible en la medida que signifique superación de todo empirismo vulgar (Comte, 1984, & 41, 147). La deficiencia teórica de este último repercute directamente en su inconsistencia epistemológica. Como ya tratamos, no es posible aprehender las “leyes de la naturaleza” sin el momento teorético que permite universalizar las observaciones a la par que le da orientación a éstas.
Vencer el simple empirismo y el racionalismo absoluto en una síntesis positiva constituye el gran esfuerzo de Comte. El Método, garante del control necesario sobre la perversa imaginación y director de la observación imparcial de los hechos, se vuelve a su vez garante de una sólida epistemología. La función del método es terapéutica: depura el conocimiento de lo falso e incierto proporcionando de esta manera confianza en el producto cognoscitivo. La primacía recae sobre el Método (Comte, 1984, & 74, 184-185).
Así podemos decir que Comte funda epistemológicamente el positivismo a partir de los siguientes principios:
1. Renuncia a toda pretensión cognoscitiva de causas y explicaciones finales. Si el conocimiento es histórico y humano (relativo) no se puede aspirar a la verdad absoluta.
2. La historicidad del conocimiento no niega la posibilidad de certeza y objetividad. La reducción del conocimiento a proposiciones observacionales, el control de la imaginación y su sometimiento a la observación imparcial de hechos proporciona la “objetividad” del conocimiento científico y su rasgo acumulativo, lo que garantiza progreso en la certidumbre y en el proyecto de dominación de la naturaleza que se articula desde la concepción científica del mundo.
3. El garante de la objetividad científica es el Método, que cumple una función terapéutica. El Método es jerarquizado por encima del Objeto e impide que el Sujeto cognoscente introduzca elementos impuros provenientes de sus rasgos afectivos. El científico sólo puede estar comprometido con el Método que, a su vez, está comprometido sólo con lo positivo.
Consideremos someramente la epistemología positiva de Comte. Su objeto principal es fundar un conocimiento positivo, esto es, científico-observacional. Tal intento se enmarca —para el propio Comte— a lo interno del último estadio histórico. Éste no insurge como un cambio radical con relación a los estadios metafísico y teológico, por el contrario, el estadio positivo emerge de estos como crítica.
La evolución de un estadio a otro ha sido gradual y progresiva. El positivismo, expresión suprema del estadio positivo, no es decretado por Comte, es, ante todo, para nuestro autor francés, un desarrollo histórico y necesario, pero que debe ser adelantado o ayudado a parir por el esfuerzo de la vanguardia de científicos. Por tanto, los orígenes del positivismo pueden remontarse a la antigüedad, en los primeros estudios matemáticos y astronómicos (Comte, 1984, &42, 147). Por otro lado, la Razón sólo alcanza su estado normal, después de muchos siglos, en este último estadio. De todo lo expuesto se desprende que el positivismo se constituye críticamente frente a toda doctrina anterior. En la obra de Comte el pensamiento científico emerge desde una base originaria precientífica. Su pretensión última es dar respuesta al caos ideológico de su tiempo, por lo que el campo de las ciencias sociales se torna contundentemente estratégico del proyecto moderno del francés. “Para que esta sistematización final de las concepciones humanas quede hoy bastante caracterizada, no basta definir, como acabamos de hacerlo, su destino teórico; hay que considerar también aquí, de una manera distinta aunque sumaria, su necesaria aptitud para constituir la única solución intelectual que puede realmente tener la inmensa crisis social que se ha operado desde hace medio siglo en el occidente europeo, y principalmente en Francia.” (Comte, 1984, &38, 143).
La ciencia se convertiría en garante del ansiado orden social en la misma medida en que garantizara un conocimiento cierto sobre las cosas y accesible por medio de la educación a las diferentes inteligencias. Se lograría entonces el acuerdo que requiere la vida social para su estabilidad. Se trata sin duda de una fortísima fe en la ciencia, en el saber positivo. Por consiguiente, no es de extrañar que llegase a postular tal saber como base de la religión positiva, destinada a sustituir históricamente el derrumbado mundo católico de su tiempo. Elevado a condición básica para el nuevo orden social, el saber positivo debía regir las políticas del Estado, controlado por los sabios y los tecnócratas (ingenieros sociales). No en balde hay quienes afirman que es precisamente Comte el padre de la planificación.
Comte pensó el Progreso como dominio científico-tecnológico sobre la naturaleza y la sociedad, y como orden garantizado por ideas, costumbres e instituciones. Las ciencias naturales habían demostrado suficientemente su certeza y utilidad. Ahora, quedaba por comenzar la reforma de las dimensiones moral y social. Tal camino se emprendería siguiendo las pautas del conocimiento positivo aplicadas a las ciencias sociales.
Los planteamientos positivistas originados con los llamados ideólogos (Destutt de Tracy o Cabanis), continuados por Henri de Saint-Simon y teóricamente sistematizados por Auguste Comte, se tornaron hegemónicos en el naciente campo de las ciencias sociales, especialmente en Francia. Y luego de la reacción de la Methodenstreit alemana, tales planteamientos se sofisticaron en el Wiener Kreis (el positivismo lógico del círculo de Viena) y más tarde se colaron en el falsasionismo de Karl R. Popper, aunque renunciando al inductivismo. Tales planteamientos, con su orientación a los hechos empíricos, con su primado de tratar los hechos sociales como si fuesen cosas (Durkheim), con la postulación encubierta y mítica de lo matemático y calculable (Horkheimer y Adorno), con el terror mítico al mito, constituyen la traslación de las concepciones y métodos de la física newtoniana a las ciencias sociales y del hombre, es decir, la subsunción del campo de las ciencias sociales iniciales en la concepción científica del mundo (Heidegger).
Y en tanto que concepción del mundo, dichos planteamientos epistemológicos y metodológicos estaban comprometidos ontológicamente. A final de cuentas, en esta concepción se subsume todo lo humano bajo la lógica nomotética de las ciencias naturales y el paradigma reinante de la física newtoniana. El ser humano termina concebido como una máquina que responde a determinadas causas y opera con determinadas leyes, tal como alguna vez lo pensaron Descartes y Hobbes. Igualmente, se impone la lógica instrumental del ente (Heidegger): las ciencias sociales positivas, con una clara orientación behaviorista, terminan tratando lo humano como medio, como instrumento en función de una lógica dominante. Tal proyecto ya estaba desde los inicios de la conformación del campo de las ciencias sociales, cuando Comte se planteo la ciencia social básicamente como ingeniería social; o cuando, de un modo parecido, Durkheim estableció en Las reglas del método sociológico sus criterios de normalidad para corregir los elementos “patológicos” de la vida social.
El campo de las ciencias sociales responde así coherentemente a los procesos de racionalización típicos de la modernidad (cf. Weber, 1985). Dichos procesos, repetimos, conducen al sometimiento de la naturaleza, al desalojo de toda concepción mágica o religiosa del mundo y a su sustitución por una concepción científico-técnica del mundo. Empero, con tal sometimiento y desalojo de los principios míticos y mágicos, el ser humano no queda emancipado sino sometido a su propia obra, cuestión que se evidencia en la aplicación técnica a la industria cultural (cf. Horkheimer y Adorno, 1970) de los saberes proporcionados por las ciencias conductistas, o también en el inmenso aparataje burocrático que administra científicotécnicamente a nuestras sociedades uniformando ritualísticamente todo lo humano. La razón científico-técnica, que in nuce desde Platón en su mito de las cavernas había prometido la emancipación de la humanidad, culmina con la dominación del hombre mismo, con la utilización de éste como medio, como simple instrumento, tal como un político profesional demagogo termina usando al ciudadano como medio para preservar su poder.
4.) La reacción de la hermenéutica y la disputa a la visión positivista en el campo de las ciencias sociales
Cuando introdujimos la noción de campo a partir de las reflexiones de Bourdieu y Foucault, dijimos que los campos son zonas de luchas, de poderes y contrapoderes, de fisuras. El campo de las ciencias sociales, como cualquier otro campo, no es menos. Y pronto a la hegemonía académica positivista francesa del XIX le apareció un rival para disputarse el dominio de la lógica de las ciencias sociales. Nos referimos a toda la discusión que se inicia con la llamada Methodenstreit alemana a propósito de las ciencias históricas. En los próximos párrafos trataremos de dar cuenta sinóptica de las tendencias hermenéuticas en su disputa con el positivismo y en su rechazo a la aplicación acrítica de la concepción científica del mundo al conocimiento que versa sobre lo humano.
Wilhelm Dilthey es quien primero sistematiza la cuestión dando apertura a los fuegos más serios contra el positivismo. Afirmaba que las ciencias del espíritu (denominación que daba a lo que hoy comprendemos como ciencias del hombre, de la cultura y de la sociedad) requerían un método distinto de las ciencias naturales, puesto que el objeto de estudio de las primeras era de una naturaleza diferente del objeto de estudio de las segundas. Para Dilthey, el método tenía que estar en función del objeto de estudio y no poner la primacía sobre lo metodológico, tal como venía haciendo el positivismo que, en su lucha contra la metafísica, terminó metiendo sus supuestos ontológicos encubiertos bajo la epistemología. Poner la primacía sobre el método significa para nuestro autor violentar al objeto que no se adecue al método, lo que niega el ideal del conocimiento (cf. Adorno et al, 1972).
Dilthey resultaba un buen heredero del romanticismo, y luchaba contra el racionalismo uniformizante de la concepción científica del mundo, así como con su hijo predilecto: el positivismo. En su lucha titánica tenía buenos argumentos: mientras el mundo de la naturaleza es extraño al sujeto epistemológico, el mundo humano, objeto de las ciencias del espíritu, es el que da origen y constituye a dicho sujeto. El estudio de lo humano demanda comprensión (Verstehen), pues es un mundo significativo, lleno de vida, diría el vitalista Dilthey. El investigador social debe hacer un esfuerzo de desdoblarse en el lugar de quien estudia para comprender sus acciones. Mientras las ciencias naturales no requieren comprender (Verstehen) sino explicar (Erklären) los fenómenos naturales bajo el esquema de la causa eficiente, las ciencias del espíritu no pueden explicar sin comprender. “(...) Dilthey se orientó definitivamente hacia una fundamentación hermenéutica de las ciencias humanas en términos de la filosofía de la vida. El acto de comprensión y, en general, todo el vasto mundo de las ciencias humanas se refiere a fenómenos de la “experiencia interior”, que no cabe “explicar” (ciencias naturales) sino comprender.” (Maceiras y Trebolle, 1990, 41). Empero, Dilthey abrió los fuegos pero dejó un problema para quienes defenderían su posición en el campo de las ciencias sociales: no ofrece reglas precisas para llevar a cabo el método de la comprensión, por lo que su puesta en práctica queda marcada por la intuición.
A Dilthey le preocupaba la cuestión de la objetividad de las ciencias del espíritu, la cual en principio, y al menos desde el hegemónico criterio positivista, parecía chocar con el concepto de vida. No obstante, en una vuelta que no deja de recordar a Hegel, presentó la tesis metodológica de que la vida se ha de estudiar a través de sus objetivaciones. Lo subjetivo se objetiva a través de las obras. “La comprensión del “otro” sólo es posible a través de las manifestaciones de esta otra interioridad viviente: a través de ellas trata la hermenéutica de reconstruir tal interioridad.” (Maceiras y Trebolle, 1990, 43).
Sin embargo, tal como lo entendió la escuela neokantiana de Rickert y Windelband, esto es, como diferencia de objeto entre ambas ciencias, la propuesta de Dilthey resultaba presa de la metafísica pues tenía que postular ontologías (una para el espíritu y otra para la naturaleza) sin mediación de la prueba científica. Por tal motivo, estos pensadores trataron de darle un giro a la cuestión de las ciencias del espíritu.
Windelband y Rickert, en tanto que neokantianos, no pueden aceptar lo que tachan de metafísica en Dilthey. No hay acceso privilegiado a la realidad porque la realidad humana es siempre fenoménica. Nuestra comprensión del mundo está siempre mediada por las categorías del entendimiento. Para Windelband la diversidad de las ciencias no remite a diferencias ontológicas de los objetos sino a la orientación marcada por los intereses cognoscitivos. Puestas las cosas así, existen ciencias de orientación metodológica nomotética, cuyo conocimiento se encamina al establecimiento de leyes generales, tal como en la física newtoniana; y, ciencias con orientación metodológica idiográfica, encaminadas hacia la particularidad de los fenómenos, tal como la historia y resto de las ciencias sociales. La oposición diltheyana entre “naturaleza” y “espíritu” pierde de este modo sentido, y tanto las ciencias naturales como las ciencias sociales pueden orientarse nomotéticamente o idiográficamente, si bien hay un predominio de un tipo de orientación sobre otra según el tipo de ciencia.
Rickert, a diferencia de Windelband, reinstala la distinción objetiva entre los dos tipos de ciencias sobre nuevas bases: “Una división en ciencias naturales y ciencias culturales basada en la especial significación de los objetos de la cultura podría manifestar mejor la oposición de intereses que separa en dos grupos a los investigadores; por eso la distinción entre ciencia natural y ciencia cultural me parece propia para substituir la división corriente de ciencia de la naturaleza y ciencia del espíritu.” (Rickert, 1943, 44). Ahora bien, ¿cuál es la base de la distinción para Rickert. Al respecto nos dice: “Por mucho que estiremos esta oposición, siempre supondrá necesariamente que en los procesos culturales está incorporado algún valor, reconocido por el hombre y en atención al cual el hombre los produce o, si ya existen, los cuida y cultiva. En cambio, lo que ha nacido y crecido por sí, puede considerarse sin referencia a valor alguno; y debe considerarse así si realmente no ha de ser otra cosa que naturaleza en el indicado sentido. (...) Los procesos naturales no son pensados como bienes y están libres de toda relación con los valores. Por lo tanto, si de un objeto cultural se retira el valor, queda reducido a mera naturaleza. Por medio de esta referencia a los valores, referencia que existe o no existe, podemos distinguir con seguridad dos especies de objetos; y sólo por ese medio podemos hacer la distinción, porque todo proceso cultural, si prescindimos del valor que en él resida, tendrá que considerarse como relacionado con la naturaleza y, por ende, como naturaleza.” (Rickert, 1943, 50-51).
Por consiguiente, las ciencias de la cultura son ciencias de objetos axiológicos, de bienes culturales, mientras que las ciencias de la naturaleza no han de considerarse de este modo. Rickert coincide con Windelband en cuanto a la orientación general de las últimas y la orientación individual de las primeras. Por supuesto, ello introduce el problema de la objetividad, pues, ¿cómo ha de ser objetiva una ciencia que trata con valores? Rickert propone una solución: “El progreso esencial en las ciencias culturales, en lo que se refiere a su objetividad, a su universalidad y a su conexión sistemática, depende del progreso que se realice en la elaboración de un concepto objetivo y sistemáticamente organizado de la cultura; es decir, que depende de que nos acerquemos a una conciencia de los valores fundada sobre un sistema de valores válidos. En suma: la unidad y objetividad de las ciencias culturales está condicionada por la unidad y objetividad de nuestro concepto de la cultura, y ésta, a su vez, por la unidad y objetividad de los valores que valoramos.” (Rickert, 1943, 223-224). En pocas palabras, podemos afirmar que todo parece indicarnos que la propuesta de Rickert lo encierra en un objetivismo ético, lo que lo empuja nuevamente a la metafísica de la que tanto quiso escapar.
La posición de Max Weber en la cuestión epistemológica emerge desde la riqueza de este Methodenstreit. El debate entre positivistas, Dilthey, Windelband y Rickert dará a Weber su propia concepción, muy parecida a la del último. Weber no acepta una fractura entre ciencias naturales y de la cultura (ciencias sociales) a partir de regiones ontológicas especiales, sino que ambas tienen orientaciones cognoscitivas predominantes diferentes. Al igual que Windelband, Weber nos habla de orientaciones nomotéticas y orientaciones idiográficas. Las ciencias de la cultura (ciencias sociales), debido a la particularidad de los fenómenos culturales que estudian, tienen predominantemente una orientación de tipo idiográfico. En ello reside, por ejemplo, la necesidad de acudir a tipos ideales como medios para la investigación de lo particular y significativo.
Weber se sustenta sobre las tesis neokantianas de Windelband y Rickert, a partir de las cuales es menester distinguir entre realidad fenoménica y realidad en sí o nouménica. Para Weber no puede haber descripciones completas y exactas de la realidad, pues las mismas siempre escapan a la finitud del sujeto epistémico. Por consiguiente, la realidad, en tanto que realidad fenoménica, es siempre un recorte, una selección hecha desde un sujeto que mantiene relaciones de valor con su cultura, tal como lo afirma Rickert. En este sentido, las ciencias de la cultura mantienen vínculos insoslayables con la concepción del mundo que las constituye, si bien, en tanto que ciencias de la cultura y de la sociedad, ellas están en capacidad de volverse autoconscientes y críticas con referencia a la concepción del mundo que las constituye.
Weber no niega totalmente las tesis de Dilthey, lo que niega, repetimos, es el carácter metafísico que las mismas revisten en cuanto a la división de regiones ontológicas, así como las implicaciones intuicionistas de su método comprensivo. Por el contrario, Weber asume que la acción humana, a diferencia de la “acción” de los objetos de las ciencias naturales, es una acción significativa, cultural, cargada de sentido, la cual sólo se puede explicar comprendiéndola. La peculiaridad de los fenómenos culturales conlleva un tipo de causalidad diferente de la natural. Por tal razón, las ciencias de la cultura y las ciencias de la naturaleza varían en cuanto al tipo de explicación que tienen que construir.
Al igual que Rickert, Weber acepta que el sujeto epistémico ordena la realidad a partir de conceptos que siempre suponen relaciones de valor con su entorno. Pero dejemos que sea Weber quien hable: “Sin duda, tales ideas de valor son <
La escogencia de los problemas a investigar y el ordenamiento conceptual de los fenómenos está condicionado desde el comienzo por las relaciones de valor del sujeto con su entorno. Obviamente, ello limita la posibilidad de conocimiento de lo social si lo que se pretende es una objetividad absoluta, pues el científico social no es como un Dios: ni está fuera del mundo ni es omnisciente. Por el contrario, el científico social forma parte de un mundo sociocultural, desde el cual han surgido las ciencias sociales ligadas a demandas prácticas (Weber, 1973, 41).
Para Weber, la predominancia en los estudios sociales del tipo de orientación idiográfica sobre la nomotética conduce a una distinción epistemológica entre ciencias naturales y ciencias sociales. La misma, como bien afirma Manuel Gil Antón en un trabajo reciente (1997), radica en la cuestión de la causalidad: la complejidad peculiar de lo cultural no permite aislar una causa que explique mecánicamente los fenómenos. Dejemos que sea Weber quien hable: “Procuramos conocer un fenómeno histórico, esto es, pleno de significación en su especificidad. He aquí lo decisivo: sólo mediante el supuesto de que únicamente una parte finita entre una multitud infinita de fenómenos es significativa, cobra, en general, sentido lógico la idea de un conocimiento de fenómenos individuales. Aun sí poseyésemos el conocimiento más amplio que pudiera concebirse acerca de las <
Se aprecian entonces los ecos de Dilthey en Weber: los fenómenos culturales están cargados de significaciones y sentidos dados por los actores sociales en juego, por lo que las ciencias de la cultura demandan interpretación de las acciones para la consecución de las explicaciones. Se trata de fenómenos entramados en procesos continuos, sólo recortables por ejercicios de abstracción debidos al entendimiento humano, y que son constituidos por efecto de acciones sociales previstas e imprevistas. Todo ello impulsa a Weber a introducir el Verstehen y la interpretación como condiciones de posibilidad del conocimiento de lo social. El investigador, el sujeto epistémico, tiene que comprender los contextos significativos y de acción de los actores sociales, sus motivaciones y valores, para interpretar las acciones acontecidas. Llegados aquí, cabe preguntarse, ¿en qué se diferencia el Verstehen propuesto por Weber del propuesto por Dilthey? Dejamos que Pietro Rossi en la Introducción al texto de Weber (1973) responda: “Afirmar que las ciencias histórico-sociales deben emplear un procedimiento de comprensión adecuado a su objeto es plenamente legítimo, si tal procedimiento no es ya un Verstehen inmediato, un acto de intuición, sino que se convierte en la formulación de hipótesis interpretativas que esperan su verificación empírica, y, por lo tanto, que se las asuma sobre la base de una explicación causal. La comprensión ya no excluye la explicación causal sino que coincide ahora con una forma específica de esta: con la determinación de relaciones de causa y efecto individuadas. Las ciencias histórico-sociales son, por lo tanto, aquellas disciplinas que, sirviéndose del proceso de interpretación, procuran discernir relaciones causales entre fenómenos individuales, es decir, explicar cada fenómeno de acuerdo con las relaciones, diversas en cada caso, que lo ligan con otros: la comprensión del significado coincide con la determinación de las condiciones de un evento.” (pp. 19-20).
Llegamos aquí a tres puntos que aparentemente, al menos desde el paradigma epistemológico positivista, atentan contra la posibilidad de la objetividad en las ciencias de la cultura, a saber,
a.) El sujeto cognoscente está condicionado por relaciones culturales de valor, por lo que su construcción del objeto de investigación está condicionada social y culturalmente.
b.) Los fenómenos culturales son fenómenos fundamentalmente particulares y que no se pueden aislar, por lo que su aprehensión depende de recortes causales en el tiempo seleccionados por el sujeto cognoscente. Por consiguiente, resulta imposible dominar las múltiples determinaciones que constituyen un fenómeno. El investigador siempre tiene que llevar a cabo una selección de las que él considera más relevantes.
c.) Los fenómenos culturales son particulares y complejos por ser fenómenos significativos. Es decir, son productos de acciones humanas orientadas por un sentido de valor, por lo que el investigador requiere llevar a cabo una comprensión interpretativa para su explicación.
Los tres puntos remiten al proceso de selección que tiene que llevar a cabo el sujeto epistémico en la construcción de su objeto de investigación. El investigador es activo en la construcción del objeto de conocimiento en el campo de las ciencias sociales. Para decirlo con Habermas, el científico social no puede acceder a la realidad social en términos de la mera observación, antes necesita comprender. Y para comprender tiene que participar del mundo de vida (Lebenswelt) de los actores objetos de su investigación (Habermas, 1999, 154-155). Comprender un sentido implica la experiencia intersubjetiva, implica entablar relaciones intersubjetivas, y ello, a su vez, implica una actitud realizativa, no objetivante como la que se establece con el ámbito de los objetos de las ciencias naturales y bajo la óptica positivista de la concepción científica del mundo. Por todo lo expuesto el sentido de la objetividad en ciencias naturales y sociales no es el mismo. Y es aquí donde emerge la ruptura entre ciencias sociales y concepción científica del mundo.
5.) A modo de conclusión: unas reflexiones finales a partir de Ágnes Heller
Según Ágnes Heller, ya que las ciencias sociales son géneros modernos, una hermenéutica de las ciencias sociales bien puede ser una hermenéutica de la modernidad (Heller y Féher, 1994, 52). “La búsqueda de la comprensión y la autocomprensión incluye la búsqueda del conocimiento de la historia presente, el presente histórico, nuestra propia sociedad y nosotros mismos. Uno se ve enfrentado a la tarea de obtener conocimiento verdadero acerca de un mundo y ser conscientes que ese conocimiento se halla en ese mundo. ¿Cómo puede uno saber que el propio conocimiento es verdadero? ¿Cómo puedo uno saber que sabe? A fin de vencer la paradoja, hay que encontrar un punto arquimédico fuera de la contemporaneidad. Sin embargo, eso es exactamente lo que no puede hacerse: la prisión del presente sólo permite huidas ilusorias.” (Heller y Féher, 1994, 53)
Según Heller, las ciencias sociales no están interesadas en la resolución de problemas, no son acumulativas; apuntan, más bien, a la creación de significado y al autoconocimiento (Heller y Féher, 1994, 56), cuestión que distancia a esta esfera cultural de la de las ciencias naturales y su concomitante concepción científica del mundo. Defendiendo la concepción comprensiva de las ciencias sociales, nuestra autora nos dice que comprensión significa tener sentido de algo que tiene sentido, por lo que la comprensión en ciencias sociales es, a diferencia de la que puede haber en las ciencias naturales, una comprensión de segundo grado. Se trata por ello de saberes más falibles que los de las ciencias naturales, pues resulta inevitable que toda comprensión conlleve grados de opacidad (Heller y Féher, 1994, 71, 73 y 75). Los límites de la comprensión están marcados por la opacidad siempre presente en el fondo de toda comprensión.
Sin embargo, en tanto que disciplinas científicas, las ciencias sociales demandan objetividad, pero ésta se concibe de un modo distinto a las ciencias naturales. La objetividad de éstas tiene un momento cosificante que las ciencias sociales no pueden tener sin falsearse a sí mismas. El objeto de las ciencias naturales se puede tratar efectivamente como una cosa, y no como si fuese una cosa, según el simulacro durkheimiano. Precisamente Durkheim acude al como sí porque está al tanto del abismo entre hecho social y cosa. La objetividad de las ciencias sociales está impregnada del momento ético: implica la voluntad de escucha en el sentido de dar cabida a todos los testimonios de importancia para el tema que se investiga (Heller y Féher, 1994, 76). No se puede decidir de antemano cuáles testimonios se escucharán y cuáles no. De este modo, la exploración ideal en el campo de las ciencias sociales es la de la conversación y no la del interrogatorio (Heller y Féher, 1994, 77), si bien a veces no queda más remedio que leer estadísticas, las cuales suponen ya de por sí trabajo de interpretación, pero no de conversación.
Las ciencias sociales, especialmente la sociología y la antropología, nos han mostrado que no podemos despojarnos de nuestras tradiciones culturales (Heller y Féher, 1994, 79). Toda ciencia social supone marcos metateóricos que proporcionan perspectivas evaluativas y especulativas más generales en la búsqueda y construcción de significados. Esta relación con los marcos metateóricos marca la relación entre la filosofía y las ciencias sociales y la relación de las ciencias sociales con las otras formas del conocimiento, incluido el sentido común. La metateoría proporciona los criterios de selección. Como diría la tradición de Rickert y Weber, las ciencias sociales no pueden escapar a establecer relaciones de valor con la cultura (Heller y Féher, 1994,79-80); empero, las ciencias sociales, en tanto que autoconocimiento y autoconciencia, nos abren el horizonte en torno a la diversidad de concepciones posibles del mundo y de nuestros propios prejuicios, con lo cual el interés emancipatorio (Habermas) resulta inherente a su quehacer cognoscitivo.
Weber afirmó que es concomitante a la modernidad la autonomización de las esferas (cf. Weber, 1985). Con Weber podemos decir que asimismo como las ciencias reclaman la no intromisión de la lógica de otras esferas, como por ejemplo la religiosa, también el límite de las ciencias radica en no entrometerse en la lógica de las artes, la religión o cualquier otra esfera. No se pueden tolerar los reduccionismos. En muchas ocasiones estos reduccionismos ideológicos vinieron de la religión. Pero en los últimos siglos han procedido de la ciencia, autoeregida por su propia concepción del mundo en único saber legítimo, posición que ha servido para descalificar y acallar las otras voces, sobre todo las de los excluidos. Para las ciencias sociales, como ya se dijo, resulta imperativa la voluntad de escucha, voluntad que es en sí misma inclusiva. En este sentido, y en el marco de las ciencias, y contra la visión de la concepción científica del mundo, las ciencias sociales han reclamado a lo interno de su campo, desde Dilthey en adelante, autonomizarse con referencia a las ciencias naturales.
La autonomía de las ciencias sociales viene señalada porque, siguiendo a Heller, no son simple conocimiento, sino que antes que nada, son autoconocimiento de las sociedades modernas. Los resultados de tal autoconocimiento han sido el reconocimiento de nuestras sociedades como sociedades contingentes, particulares, como sociedades entre otras, con su propios mitos y temores. Las ciencias sociales han colaborado en la destrucción de los prejuicios raciales, machistas, religiosas, sexuales, etc. En este punto concreto, las ciencias sociales, si bien como tales nacieron en el seno del proyecto histórico de Europa y de su concepción científica del mundo, han colaborado para hacer añicos los prejuicios etnocéntricos, especialmente los eurocéntricos.
Hemos querido cerrar este trabajo con las ideas de Heller, las cuales adoptamos para nosotros, pues convergemos con las mismas en que los desafíos más vivos de las ciencias sociales en el mundo actual son éticos y no epistemológicos. Desvinculándose cada vez más de la mítica concepción científica del mundo, triturando los supuestos metafísicos de una sociedad y sus hombres sometidos a leyes como cualquier otra materia natural, las ciencias sociales se reconocen como una esfera cultural cuya misión es colaborar en la construcción del sentido de nuestras vidas y transformar nuestra contingencia inicial en destino. Y a sabiendas de que hay diversos sentidos posibles y diversos destinos, diversas interpretaciones y concepciones del mundo, las ciencias sociales tienen, a nuestro juicio, el deber de preguntarse por las consecuencias de tales interpretaciones en los cuerpos de las personas y las instituciones socioculturales, y una vez conseguidas ciertas respuestas sobre ello, tienen el deber de denunciar los totalitarismos, encubiertos o no, que excluyen a cada vez más grandes contingentes humanos de una vida mínimamente digna. La misión de las ciencias sociales es una misión enmarcada en un ethos democrático sustantivo. De esta manera, y una vez más a nuestro juicio, las ciencias sociales renuncian al sueño epistemológico fundamentalista y totalitarista de la concepción científica del mundo y sólo se pueden seguir justificando desde sus aportes prácticos, esto es, éticos, políticos y técnicos. En este sentido, repetimos con Heller: las ciencias sociales son una promesa de libertad.
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[2] Hegel concebía la Historia como Aufhebung de etapas en las que se va realizando la Razón mediante las acciones de los hombres. Estas acciones no implican necesariamente la conciencia de los individuos, sino que más bien, estos persiguiendo sus intereses egoístas realizan, de modo imprevistos para ellos, el mundo racional. Por supuesto, a ello subyace una concepción teleológica de la Historia cuyo fin es la realización del concepto del espíritu absoluto (Cf. Desiato, 1996, 218-223; Ferrater Mora, 1994, 1578-1581).
[3] Se aprecia aquí una de las contradicciones del pensamiento moderno que subraya muy bien Alain Touraine: la contradicción entre una idea de sujeto portador de una voluntad hacedora de historia y la idea de una historia determinada a realizarse incluso a través de los intereses más egoístas del sujeto. Esta contradicción se manifiesta claramente en el pensamiento científico moderno, y especialmente en el de las ciencias sociales que han oscilados entre versiones sujetocéntricas y versiones deterministas de la teoría social.
[4] Op. cit., p. 30. "Estos habitus, especies de programas (en el sentido de la informática) conformados históricamente constituyen en cierta manera el principio de la eficacia de los estímulos que los desencadenan, ya que estos estímulos convencionales y condicionales sólo pueden ejercerse sobre organismos dispuestos a percibirlos." (p. 75).
[5] Sin duda, se aprecia aquí una fuerte influencia fenomenológica en el planteamiento de Bourdieu, especialmente, de la Fenomenología de la percepción de Maurice Merleau-Ponty, importante pensador francés durante la época de su formación. También, resulta clara cierta relación con la noción pragmática de hábito, especialmente la de John Dewey. autor nos dice: "(...) los hábitos son inclinaciones, que todos ellos tienen fuerza impelente, y que una predisposición formada por cierto número de actos específicos es, en forma inconmensurablemente más íntima y fundamental, parte de nuestro yo, que los discernimientos vagos, generales y conscientes. Todos los hábitos son exigencias de ciertas clases de actividad y constituyen la personalidad; en cualquier sentido inteligible de la palabra voluntad, son la voluntad; forman nuestros deseos efectivos y nos proporcionan las capacidades activas; rigen nuestros pensamientos, determinan cuáles deben surgir y fortalecerse y cuáles han de pasar de la luz a la oscuridad." (Dewey, 1964, 34). En cuanto a la relación percepción-hábito: "El ser capaz de distinguir un elemento sensorio definitivo, en cualquier campo, es muestra de un alto grado de adiestramiento previo, o sea de hábitos bien formados." (Dewey, 1964, 40). También: "El sentido de la percepción inmediato, aparentemente instintivo, de la tendencia y fin de diversas líneas de conducta es, en realidad, el sentido de los hábitos funcionando a un nivel inferior al de la conciencia directa." (Dewey, 1964, 41). Y una vez más: "La esencia del hábito es una predisposición adquirida hacia formas o modos de reacción y no hacia actos en particular, a menos que en condiciones especiales, éstos sean la expresión de una forma de comportamiento. Hábito quiere decir sensibilidad o accesibilidad especial a ciertas clases de estímulos, de predilecciones y aversiones permanentes; no simple repetición de actos específicos. Significa voluntad." (Dewey, 1964, 49). Si bien Dewey, como buen pragmático norteamericano, está claramente ubicado en una perspectiva constructivista, y Pierre Bourdieu se ubica en una perspectiva estructuralista moderada, pensamos que entre los dos hay enlaces claros e interesantes, enlaces quizá mediados por el propio Merleau-Ponty. En todo caso, no pretendemos aquí una hermenéutica de estos tres autores, más que interpretación estamos haciendo uso, a nuestro entender legítimo, de sus propuestas. Pensamos que el trasfondo de Dewey contribuye a aclarar más la noción de habitus de Bourdieu, si bien sabemos que hay ciertos aspectos que marcan valiosas diferencias.
[6] Incluso, poco más adelante, define habitus de la siguiente manera: "El habitus, sistema de disposiciones adquiridas por aprendizaje implícito o explícito que funciona como un sistema de esquemas generativos, es generador de estrategias que pueden ser objetivamente conformes con los intereses objetivos de sus autores sin haber sido expresamente concebidas con este fin." (Bourdieu, 2000, 118-119).
[7] "La estructura del campo es un estado de la relación de fuerzas entre los agentes o las instituciones implicados en la lucha o, si se prefiere así, de la distribución del capital específico que, acumulado en el curso de las luchas anteriores, orienta las estrategias ulteriores." (Bourdieu, 2000, 113).
[8] "En una sociedad como la nuestra son bien conocidos los procedimientos de exclusión. El más evidente, y el más familiar también, es lo prohibido. Se sabe que no se tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa. (...) Resaltaré únicamente que, en nuestros días, las regiones en las que la malla está más apretada, en la que se multiplican los compartimientos negros, son las regiones de la sexualidad y las de la política: como si el discurso, lejos de ser ese elemento transparente o neutro en el que la sexualidad se desarma y la política se pacifica fuese más bien uno de esos lugares en que se ejercen, de manera privilegiada, algunos de sus más temibles poderes." (Foucault, 1987, 11-12).
[9] "Existe en nuestra sociedad otro principio de exclusión: no se trata ya de una prohibición sino de una separación y un rechazo. Pienso en la oposición razón y locura." (Foucault, 1987, 15). Hemos denominado a este procedimiento "de normalidad" pues el loco es el anormal, pero también el estudiante que no aprueba los respectivos exámenes entran dentro de una región de anormalidad.
[10] "Quizás es un tanto aventurado considerar la oposición entre lo verdadero y lo falso como un tercer sistema de exclusión, junto a aquéllos de los que acabo de hablar." (Foucault, 1987, 15). Pero aclara en un lenguaje claramente nietzscheano: "(...) esta voluntad de verdad, como los otros sistemas de exclusión, se apoya en un soporte institucional: está a la vez reforzada y acompañada por una densa serie de prácticas como la pedagogía, como el sistema de libros, la edición, las bibliotecas, como las sociedades de sabios de antaño, los laboratorios actuales. Pero es acompañada también, más profundamente sin duda, por la forma que tiene el saber de ponerse en práctica en una sociedad, en la que es valorizado, distribuido, repartido y en cierta forma atribuido." (Foucault, 1987, 18). Y, seguidamente, "Finalmente, creo que esta voluntad de verdad basada en un soporte y una distribución institucional, tiende a ejercer sobre los otros discursos —hablo siempre de nuestra sociedad— una especie de presión y como un poder de coacción." (Ibidem).
[11] "El comentario conjura el azar del discurso al tenerlo en cuenta: permite decir otra cosa aparte del texto mismo, pero con la condición de que sea ese mismo texto el que se diga, y en cierta forma, el que se realice. La multiplicidad abierta, el azar son transferidos desprovistos, por el principio del comentario, de aquello que habría peligro si se dijese, sobre el número, la forma, la máscara, la circunstancia de la repetición. Lo nuevo no está en lo que se dice, sino en el acontecimiento de su retorno." (Foucault, 1987, 24).
[12] El principio de autor tiene por finalidad controlar y excluir por medio de la identidad unitaria de un campo discursivo: "El comentario limitaba el azar del discurso por medio del juego de una identidad que tendría la forma de repetición y de lo mismo. El principio del autor limita ese mismo azar por el juego de una identidad que tiene la forma de la individualidad y del yo." (Foucault, 1987, 27).
[13] "La disciplina es un principio de control de la producción del discurso. Ella le fija sus límites por el juego de una identidad que tiene la forma de una reactualización permanente de las reglas." (Foucault, 1987, 31).
[14] "Todo sistema de educación es una forma política de mantener o de modificar la adecuación de los discursos, con los saberes y los poderes que implican." (Foucault, 37). Y, pocas líneas más adelante: "¿Qué es, después de todo, un sistema de enseñanza, sino una ritualización del habla; sino una cualificación y una fijación de las funciones para los sujetos que hablan; sino la constitución de un grupo doctrinal cuando menos difuso; sino una distribución y una adecuación del discurso con sus poderes y saberes?" (Foucault, 1987, 38).
[15] Debido a las múltiples ediciones en castellano del Discurso, citamos tanto la página o páginas como el parágrafo (&) o parágrafos en que se hallan los pasajes.
[16] Ya vimos ese afán práctico en Descartes. Ahora, y desde las corrientes empíricas modernas, Bacon escribe en 1620: "He aquí por qué debe declararse que el axioma o el precepto verdadero y perfecto para la teoría, es que es preciso encontrar una naturaleza convertible con la naturaleza propuesta, y que sea en sí la limitación de una naturaleza más extendida y que constituya un verdadero género. Estos dos preceptos para la práctica y la teoría, son una misma cosa; pues lo que es más útil en la práctica, es al propio tiempo lo más verdadero en la ciencia." (Bacon, 1984, 85). Las itálicas son del autor, las negrillas siempre son nuestras). Si bien, y como lo manifiestan Horkheimer y Adorno en su Excursus de la Dialéctica del iluminismo sobre Odiseo y las sirenas, la lógica del dominio sobre la naturaleza por medio del conocimiento subyace en los mismos orígenes míticos de la cultura occidental, ha sido la época moderna, tras secularizar el mundo, tras quitarle el manto creacionista divino a la naturaleza, la que ha catapultado como ninguna otra época dicha lógica. Sin duda, ello se expresa en los pensadores fundadores de ese pensamiento citados en el presente trabajo.
[17] No es enteramente casual que muchos intérpretes de la teoría social contemporánea, y en especial del y desde el marxismo oficial soviético, apunten en las obras de Comte y Marx la superación de la filosofía (?) por un pensamiento más práctico, esto es, por un pensamiento que es “arma” —por su carácter concreto— para “ordenar” o “transformar” lo real-social. Al respecto, puede verse el texto hermenéutico de Herbert Marcuse titulado Razón y revolución, en donde se expone la tesis de la superación de la filosofía (cuya máxima y última expresión se considera el sistema de Hegel) por la teoría social contemporánea de Comte (el positivismo) y Marx (teoría crítica de la sociedad). Ambas teorías pretenden realizar en las sociedades modernas lo que pensó la filosofía. Lo que diferencia ambas teorías sociales es su orientación política última. El positivismo de Comte pone como condición para el progreso mantener el orden establecido en la naciente sociedad industrial; la crítica de Marx sólo concibe el progreso y la realización de la verdadera historia de la humanidad como abolición de la sociedad capitalista. Por lo demás, no nos hacemos solidarios con la tesis de la superación de la filosofía y pensamos que el mismo Marcuse tampoco lo es en sus últimas obras: en El hombre unidimensional plantea la necesidad de la filosofía para combatir las aberraciones del positivismo generalizado, incluido el del marxismo soviético, y el pensamiento analítico de la sociedad unidimensional. Igualmente, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno sostienen que, después de la aplicación de la industria de la muerte en los campos de concentración nazis, la onceava tesis sobre Feuerbach de Marx —la que sirve de arranque a la tesis de la superación de la filosofía— ha perdido su vigencia histórica. Según estos autores, hoy se precisa volver a reflexionar sobre los conceptos fundamentales de la filosofía: Razón, Libertad, Hombre, etc.
[18] Entendemos que en Comte se da una clara concepción idealista de la Historia. Esta concepción se recoge en diferentes momentos de su doctrina, muy especialmente, en la ley de los tres estadios. De ahí, que Comte culpe a los philosophes de la crisis sociopolítica de la Europa, y particularmente de la Francia, de su tiempo.
[19] “…la pura imaginación pierde así irrevocablemente su antigua supremacía mental y se subordina necesariamente a la observación…” (Comte, 1984, & 12, 113). Doscientos años antes escribía Bacon: "Nosotros queremos grabar en la inteligencia humana una fiel imagen del mundo, cual es en realidad, y no tal cual puede fingírsele la imaginación de cada uno." (Bacon, 1984, 7).
[20] “En lo sucesivo la lógica reconoce como regla fundamental que toda proposición que no es estrictamente reducible al simple enunciado de un hecho, particular o general, no puede tener ningún sentido real e inteligible.” (Comte, & 12, 112-113).
[21] “Si buscásemos cuál es ese contenido común (el de las distintas corrientes que integran el pensamiento positivo) lo encontraríamos resumido en dos grandes rasgos: uno, por paradoja, negativo: la proscripción de toda metafísica; el otro, efectivamente, positivo: la exigencia rigurosa de atenerse a los hechos, a la realidad, en cualquier género de investigación. Ambos rasgos se implican, dentro de la concepción positivista, y se funden en el siguiente postulado gnoseológico, tan radical como, en el fondo, inconsecuente: no hay más saber, en el recto y estricto sentido de esta palabra, que el científico —se entiende el de la ciencia natural—; cualquier presunto género de conocimiento que no responda al tipo de normatividad metodológica o no reproduzca el modelo logicoestructural de aquél es pura logomaquia sin contenido real.” (Antonio Rodríguez Huescar: “Prólogo” al Discurso sobre el espíritu…, p. 83. El paréntesis en el texto citado es nuestro).
[22] “Así pues, aunque por una parte las doctrinas científicas sean necesariamente de una naturaleza bastante variable como para obligarnos a desechar toda aspiración a lo absoluto, sus variaciones graduales no presentan, por otra parte, ningún carácter arbitrario que pueda motivar un escepticismo todavía más peligroso; cada cambio sucesivo conserva, por lo demás, espontáneamente, en las teorías correspondientes, una aptitud indefinida para representar los fenómenos que le han servido de base al menos mientras no se tenga que rebasar el grado primitivo de precisión efectiva.” (Comte, 1984, & 14, 114-115).
Javier B. Seoane C.
Caracas, abril de 2003
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