miércoles, 23 de febrero de 2022

 Nuestra escuela y la dominación invisible 

El olvido de la mujer

Javier B. Seoane C.*

Hombres necios que acusáis

a la mujer sin razón

sin ver que sois la ocasión

de lo mismo que culpáis…”


Sor Juana Inés de la Cruz

La formación del carácter (êthos) democrático apasiona a muchos. Y es que un demócrata no surge por generación espontánea u ósmosis. Nadie llega a convertirse en ciudadano por cumplir 18 años, pues el concepto de ciudadanía descansa, en primera y última instancia, en una condición sociocultural. Lo mismo aplica al ciudadano demócrata, no nace, ha de formarse.

La escuela resulta un lugar privilegiado para la formación del carácter democrático. La familia sería otro por su naturaleza de agente primario de socialización, nuestro primer grupo, el que nos recibe en este mundo y nos marca con gran fuerza emocional para el resto de nuestros días. Empero, esa marca podría volverse negativa por tratarse de un grupo desestructurado o carente de las condiciones socioculturales y económicas mínimas para la formación adecuada de sus descendientes. Por otra parte, en nuestro modelo societario se entiende la familia como un grupo privado, por lo que la sociedad sólo la interviene en situaciones extremas que atenten contra la integridad de uno de sus miembros. Puertas adentro, la familia podría no ser, por diferentes circunstancias, muy proclive a las actitudes democráticas. Podría profesar doctrinas racistas, nazis, totalitarias. 

Al contrario de la familia, la escuela se presenta como espacio público. Allí concurren los más jóvenes para instruirse en una serie de conocimientos básicos, los que todos los miembros de una sociedad debemos manejar. También, y muy especialmente, los jóvenes asisten para formarse en un conjunto de actitudes y competencias básicas para nuestra convivencia. Entre estas están las  propias de la ciudadanía que se establece en nuestro régimen constitucional: una ciudadanía democrática, participativa y protagónica. Así, la escuela cubre los déficit familiares y de otras agencias socializantes de cara a preservar la convivencia que consideramos deseable. Justo en este punto se puede observar la relevancia de la Escuela, su importancia histórica. 

¿Estaremos cumpliendo con el mandato de formar una ciudadanía democrática, participativa y protagónica? ¿Contribuyen a formarla las políticas educativas implementadas? A nuestros gobiernos les place anunciar la inauguración y reacondicionamiento de edificaciones escolares, y sin duda en la mayoría de los casos se trata de una política educativa loable. Es más, en la medida en que dichas edificaciones sirvan también al propósito de servir como centros comunales la ganancia social irá en franco aumento. Lamentablemente, en gran cantidad de casos estos espacios escolares mantienen murallas físicas y espirituales con sus entornos vecinales. Pero estos esfuerzos albañiles no bastan. Resultan insuficientes si se busca una educación de calidad, una que detecte y desarrolle las mejores aptitudes naturales y adquiridas de los jóvenes. Una educación que forme el carácter que nuestra sociedad ha considerado deseable y ha dejado expresamente en sus principios constitucionales: un êthos democrático, participativo y protagónico. 

El carácter ético-político no se forma sólo con edificaciones. Tampoco, por cierto, con asignaturas aisladas de ciudadanía que operan con la lógica de la educación bancaria (Freire), siempre memorística y deficientemente cognitiva. La formación del carácter supone una educación actitudinal. En cuanto tal, exige transversalidad curricular e integración en todas las asignaturas. Es una educación cotidiana y omnipresente, que ha de tener un componente emocional pues el ser democrático no es sólo un ser cognitivo sino también, y sobre todo, un ser con empatía y reconocimiento de la diversidad humana.

La educación actitudinal fracasa si se dice una cosa y se hace otra. Si el educador dice que hay que ser puntual pero con frecuencia llega tarde  vamos mal en esta empresa formativa. Lo que el educando aprenderá es que “una cosa es la que se dice y otra la que se hace”. Igual pasa si queremos formar un carácter democrático enseñando de memoria artículos constitucionales en una asignatura de 1 ó 2 horas semanales en sólo 1 ó 2 años escolares. Eso es tan insuficiente e “hipócrita” como la pretendida educación física que tenemos. Es más, si en muchos salones de clase el educando se tropieza con docentes autoritarios y sólo concentrados en su materia el aprendizaje actitudinal, consciente o inconsciente, será autoritario.

La democracia, participativa y protagónica, supone, para decirlo con John Dewey, hacer del aula un laboratorio permanente de democracia. Uno en el que los estudiantes se mantienen en diálogo razonado permanente para buscar soluciones a los problemas que confrontamos. No se trata de ofrecer en la escuela contenidos informativos como resultados acabados de disciplinas científicas que debemos aprender a como dé lugar. Se trata de formular problemas que nos conciernen y buscar soluciones colectivas con apoyo de los saberes. Se trata igualmente de luchar contra las distintas formas de discriminación, tanto las visibles y evidentes como las invisibilizadas. En estas últimas las relaciones de dominación se esconden con facilidad y se mantienen en una zona de confort. Muchas son las formas invisibilizadas de discriminación en la escuela y más allá de la escuela. Acerquémonos sucintamente, a modo de ilustración, a la discriminación invisible del género femenino.

Entendemos que la condición biológica inicial femenina o masculina resulta lo suficientemente plástica e incompleta, por lo que se le sobrepone otra condición sociocultural que constituye la identidad de género. Entendemos también que toda identidad se conforma por un sistema de exclusiones. Así, una mujer no es un elefante ni tampoco un varón, no es un semáforo ni tampoco, dicen, ha de jugar con carritos. Quienes afirman que los varones no lloran ni lavan platos suelen también decir que las mujeres deben ser dulces, saber cocinar y jugar en la infancia con muñecas para cultivar la maternidad. Pues entre nosotros no son pocos los que afirman que una mujer se define por la maternidad. La vida sociocultural se constituye de programas, una especie de “softwares” que desde tiempo antes de nacer ya nos son aplicados. El programa de la mujer que más se aplica entre nosotros va dirigido a que ella se defina por la maternidad, resaltando sus facultades sensibles y sus actitudes protectoras y pasivas. La mujer, piensan muchos, ha de estar a la zaga del varón. 

Esta programación sociocultural de la mujer ha sido en las últimas décadas cada vez más impugnada, cuestionada como dominación masculina, patriarcal. A partir de los años sesenta crecen con fuerza los reclamos por iguales salarios ante iguales trabajos, por iguales oportunidades de estudio o por ser elegibles para cargos públicos. Desde entonces aumenta un poder femenino que maneja ferrocarriles, aviones, preside gobiernos y pare usted de contar. Ello como respuesta exitosa al visible sometimiento de muchos siglos, por no decir desde siempre. No obstante, el sometimiento invisible sigue intacto en muchos ámbitos. El escolar es uno. Veámoslo en un tema del programa de una asignatura aparentemente inocente de nuestro bachillerato: el tema de la historia del arte en la educación artística.

¿Cómo aparece la mujer en la historia del arte de nuestra escuela? Pues pasivamente, como objeto del varón. La mujer se representa en las artes plásticas como la Virgen, la madre, la anciana del mercado, la maja desnuda o la vestida, las señoritas de Avignon. La mujer es producida por el varón, pues la historia del arte tiene por protagonista al varón realizador: Da Vinci, Miguel Ángel, Tiziano, Goya, Picasso, Dalí… La mujer es su musa, su inspiración. Antes del Renacimiento, cuando el autor no firmaba, en la época de las Cuevas de Altamira o en la escultura grecorromana, suponemos que sus creadores fueron hombres.

¿Pero es falsa esta historia del arte que nos cuenta la escuela? No, no es falsa. El arte plástico de Europa occidental, el canon del que habla nuestra historia, está realizado por varones. La mujer no contaba, no disponía de las condiciones subjetivas y materiales para ser realizadora. Subjetivas pues bajo el patriarcalismo había sido educada para servir. Materiales pues carecía de los recursos para hacerse con los medios de producción artísticos. Y es que el arte cuesta, y no poco. De modo que esta historia no resulta falsa, por el contrario, es la historia de la verdad sobre la mujer excluida de la expresión humana en las artes.

La verdad siempre tiene muchas versiones. Atrás quedó la verdad única de las teologías seglares y seculares, las medievales pero también las de cierto positivismo y marxismo modernos. La historia ha de narrarse, contarse, y al hacerlo siempre se impone la selectividad y con ella la exclusión. Nuestro problema no descansa, entonces, en la falsedad de la historia sino en que no se cuente de diversos modos, que no se dé cabida a otras versiones, que se invisibilicen otros testimonios. Mas, la historia de nuestra escuela no tiene nada de excepcional. En la mayoría de las historias de las artes, las de occidente y las de oriente, las del norte y las del sur, la mujer aparece como objeto y excluida como sujeto. De modo que contar distintas versiones no bastaría en esta materia. Estaríamos repitiendo la exclusión a la que aludimos. Hace falta otra cosa, un aparato crítico, uno que contemple introducir la condición hermenéutica de toda historia a relatar y las exclusiones de cada relato y su porqué. 

Por supuesto que sobran las exclusiones. Sobre todo en materia de invisibilidad, por razones obvias. Sin embargo, hay unas que en nuestro contexto nos conciernen más que otras. Los casos de las culturas indígenas y afrodescendientes como el de la estética “popular” nos interesan para su integración a nuestra historia del arte, nos interesa que mediante una introducción a la materia a modo de aparato crítico se hable de las razones de su exclusión histórica. Con igual fuerza interesa la incorporación de las mujeres a esta y otras historias, pues se trata de la mitad de la humanidad que engendra a la otra mitad y que en el desplegarse de su ser tiene mucho que enseñar a una civilización machista que ha pisoteado a la naturaleza y casi todo lo que se le atraviesa.

¿Qué ocurre si no hay dicha integración y la incorporación de dicho aparato crítico? ¿Qué ocurre si seguimos ignorando la relación entre contar historias y dominación? En el caso de nuestra historia del arte, que se imparte a niñas y niños que rondan entre 11 y 14 años, jóvenes carentes de vitaminas epistemológicas, se seguirá presentando como algo “normal” que el arte no es para las chicas a menos que aparezcan como objeto, y en nuestros tiempos como objeto muy sexual. Se asumirá esta forma de dominio como actitud natural (Schutz). Las cosas siempre han sido y seguirán siendo así se dirá. 

El psicoanálisis ayuda a entender mejor los procesos en que esta relación de dominación se entroniza en el inconsciente de la niña y el niño. Puede aclarar más cómo la escuela contribuye a naturalizar la dominación haciéndola invisible. En las artes pero también en la enseñanza de las ciencias, de las humanidades y de la castrense e hipócrita educación física, por doquier se puede apreciar que lo femenino es menos, y no sólo lo femenino. La historia del país y la universal se contará en clave masculina, en clave de batallas y revueltas políticas. La del arte en clave de geniales varones. La mujer siempre ausente, sin protagonismo. Y siempre sin explicar por qué.

Así, a la loable tarea de construir nuevas edificaciones educativas y mejorar las existentes, urgen serios cambios curriculares si lo que queremos, repetimos, es formar una ciudadanía democrática, participativa y protagónica. La democracia sólo existe como democratización, como desconcentración de los poderes y, en consecuencia, como empoderamiento de grupos y personas antes excluidos. La democracia existe como reconocimiento e integración de nuestras diversidades humanas. Si nos maravillamos ante la diversidad biológica de nuestro planeta, si nos parecería aburrido una tierra con una sola especie de árbol y de animal, el êthos de nuestro tiempo también parece estar marcado por el grato asombro ante la diversidad cultural humana. Pero para que este êthos democrático siga ampliándose se precisa tornar visible la dominación invisible. La escuela tiene en esta materia mucha tarea pendiente.

Publicado originalmente en Aporrea

*Doctor en ciencias sociales. Profesor Titular de sociología de la Universidad Central de Venezuela y de la Universidad Católica Andrés Bello. 

99teoria@gmail.com

@99javier


martes, 15 de febrero de 2022

 La ciencia social como autoconocimiento 

A propósito del día del antropólogo y el sociólogo

(Publicado en https://www.aporrea.org/tecno/a309856.html el jueves 10 de febrero de 2022)

Javier B. Seoane C.

A veces no se reconoce la deuda del pensamiento moderno con el idealismo alemán. La mayoría de los manuales e historias de la filosofía inician el período moderno con el racionalismo de Descartes y el empirismo de Bacon. Siguen con el desarrollo de estos dos hilos hasta llegar al tejido que trama maravillosamente Kant. Decía el filósofo de Königsberg que los sentidos proporcionan la materia, siempre difusa y confusa, luego el entendimiento da forma a esa materia y, finalmente, la razón sueña con enlazarlo todo en una gran conjetura acerca del cosmos, su origen y el lugar del espíritu humano. La razón va necesariamente más allá de lo que puede proporcionar el entendimiento, pero sólo puede producir conjeturas sobre la estructura última de la realidad, conjeturas que no en pocas ocasiones sostiene dogmáticamente como verdades últimas, creando monstruos, dirá gráficamente el genial Goya.

El idealismo alemán fue un intento más de la razón por crear una conjetura que lo enlazara todo. Y aquí “todo” va en serio. Su gran categoría es la totalidad o, para ser más precisos, el Absoluto. El resultado filosófico de Kant se le presentaba insuficiente, particularmente la tesis de la cosa-en-sí (la realidad última) incognoscible que suponía renunciar a aprehender ese todo. Para nuestros idealistas Kant dejaba intacta la alienación entre sujeto y objeto fundacional de la modernidad filosófica desde Descartes y Bacon. Contrariamente a esta enajenación impulsaron una dialéctica entre sujeto y objeto, una que tomó diversas figuras en Fichte, Schelling y Hegel. Tomemos sinópticamente una de ellas, la tesis de la filosofía de la naturaleza (Naturphilosophie) de Schelling.

Con diferentes versiones desarrolladas entre finales de 1790 y comienzos de 1800, en plena efervescencia romántica y del paso de la alquimia a la química, la Naturphilosophie nos cuenta algo que hoy, en tiempos del Big Bang, parece familiar: en el origen la naturaleza (el cosmos, la realidad) emerge de unas pocas partículas materiales, quizás una con propio dinamismo intrínseco, que en su combinación va dando lugar a nuevas formas reales que, a su vez, en sus nuevas combinaciones, interrelaciones, va dando lugar a la complejidad que nos rodea. Llegados aquí, este “nos” de “nos rodea” habla ya del sujeto que somos o, cuando menos, del sujeto que pretendemos ser. Este sujeto que somos ha surgido también de esas combinaciones, es hijo e hija de la Natur, pero no cualquier hijo o hija, sino uno con conciencia de sí, con yo, uno que se piensa y al pensarse se descubre como parte de la naturaleza y al hacerlo esta se torna progresivamente autoconsciente. 

Hay en la Naturphilosophie de Schelling una madre naturaleza absoluta, un encontrarse en tiempos modernos con la ancestral pachamama latinoamericana. Naturaleza schellingeniana que evoluciona dialécticamente desde lo inorgánico a lo orgánico y de la inconsciencia a la consciencia y autoconsciencia, de la roca sartreana, en-sí bruto, a las artes que el alemán entiende genialmente como la naturaleza misma autocreándose por medio de una de sus partes: el artista. Creo que puede apreciarse sin mayor dificultad que en Schelling, como en Schiller o en Goethe, Lamarck y Darwin están ya in nuce. Creo que podrá entenderse también la relevancia que para un pensamiento que se quiere verde por ecológico tiene nuestro idealista: la naturaleza no se considera un objeto al entendimiento y servicio de un sujeto humano. No. La naturaleza es sujeto, actividad que en su devenir se hace y rehace volviéndose autoconsciente. Nosotros solo somos el órgano de ese ser absoluto que facilita su autoconsciencia.

Digamos, para cerrar esta parte, que la autoconsciencia del idealismo alemán procura superar la alienación sujeto-objeto manifiesta en muchas facetas tales como la alienación entre humano y naturaleza, artista y obra o humano y trabajo. Se reconoce el idealista como parte de la naturaleza y, más tarde, ya con Hegel, como parte de un devenir histórico. La naturaleza, podemos decir, se hace historia. Ya Marx está en ciernes. Mas, ¿qué tiene que ver todo esto con el título de este artículo? ¿Con la ciencia social?

Si con Schelling llegamos a que la naturaleza se crea a sí misma de modo autoconsciente por medio de las artes, bien podemos conjeturar que, una vez que se reconoce también como histórica, la naturaleza se piensa a sí misma en su historicidad develándose como ser social, reconociéndose como pensada desde un sujeto que ya no es el individuo aislado meditando frente a la chimenea, al modo de Descartes, sino como un individuo sustancialmente social, tejido y retejido por el lenguaje que permite ese pensarse. Pues para decir “pienso, luego existo” urge lenguaje, uno que resulta condición necesaria para nuestro pensar conceptual y que no es creación de algún inventor genial aislado sino creación colectiva, histórica y con una estructura anclada en la naturaleza, nuestra condición biológica. 

Los humanos, para decirlo con Cassirer, somos animales simbólicos. Lo primero, lo de animal, nos da nuestra partida de nacimiento: la naturaleza. Lo segundo, lo simbólico, da a esa naturaleza la condición autopoiética, la posibilidad cierta de recrearse. Y, para seguir con Cassirer, lo simbólico se despliega en diversas formas: desde las artes hasta la ingeniería, desde la metafísica hasta la ciencia social. En cada una de estas formas, ahora volviendo a Schelling, podemos decir que la naturaleza, el ser, se reconoce. 

La ciencia social como forma simbólica emerge aquí como autoconocimiento de una de las dimensiones más determinantes del ser que somos: el ser social. Intenta dar cuenta de nuestro condicionamiento social, condicionamiento más que claro en nuestro ser lenguaje. Busca conocer cómo se produce e integra la vida social de la autoconsciencia de la naturaleza. Empero, no se conforma con ello, sino que busca convertir nuestro sino trágico en destino elegido, develar el drama histórico humano y llevarlo a buen puerto. La economía, como una de las caras de esta ciencia social, producirá conocimiento y creará políticas económicas para contribuir a construir ese destino. Esperemos que no lo haga de la forma alienante, previa a la Naturphilosophie, de entender su entorno como meros recursos naturales y humanos, pues con esta alienación la catástrofe ecológica y humana transformará el destino en sino trágico. En esta diatriba está la economía, pero también las otras facetas de la ciencia social: la antropología, la politología, la lingüística, la sociología, la psicología con su respectivas dimensiones históricas.

El 11 de febrero se celebra en Venezuela el día del antropólogo y el sociólogo. Como por miopía formativa me concierne la sociología, quisiera dedicar las últimas líneas a esta faceta de la ciencia social. Para mi significa un terreno de libertad, para otros resulta una ciencia expansionista, que nació con vocación totalitaria o, cuando menos, una disciplina metiche, una que se mete en la moda, en el experimento del químico y también en la cama matrimonial del vecino. Aclararé mi significado. Precisamente por su condición metiche es expansiva cuando no expansionista. ¿Qué no es social entre nosotros? Poco. ¿No? Podemos hablar de ello en otra ocasión. Por cierto, también la antropología puede decir lo mismo. ¿Qué no es cultural entre nosotros? Poco, muy poco. Y quizás por ello sociología y antropología, interesadas ambas con nuestro ser simbólico, resultan ciencias inseparables y resulta inteligente celebrarlas el mismo día.

La sociología es terreno de libertad porque más que una profesión es un oficio (gracias Monsieur Bourdieu por aclararlo) cuyo arco va desde la reflexión teórico-epistemológica hasta el diseño, implementación, seguimiento y evaluación de políticas públicas. En otras palabras, va desde el pensar hasta la tecnología de lo público. Por eso no ha de extrañar ver sociólogos en un debate sobre la pluriparadigmaticidad de las ciencias contemporáneas, o como Ministros de sabe qué cosa, muchas veces de Planificación, o como miembros activos de una ONG sobre derechos humanos o diversidad sexual, o como rectores del CNE, o como contertulios de un programa televisivo sobre feng chui. Otra cosa es que los resultados de su oficio resulten más o menos buenos. Eso depende del corazoncito de cada quien, del valor de lo bueno que sostenemos, de la ética y con esta de la autorrepresentación del sociólogo.

Ante este arco tan amplio, que a mi me da sensación de libertad, el estudiante que se inicia en sociología generalmente se siente perdido: si casi todo es social entonces, se preguntará, cuál es el objeto de estudio de esta disciplina. Y muy probablemente en algún momento se tope con uno de los fundadores de esta cara de la ciencia social, Georg Simmel, que le dirá: “Amigo, la sociología carece de objeto, la sociología es una perspectiva (la social) sobre los objetos de las otras disciplinas y los otros conocimientos.” Y por eso la sociología, en tanto que saber, es más oficio que profesión.

La sociología, la ciencia social, es autoconocimiento del ser social que somos que no se sacia con el mero conocer sino que procura mediante la tecnología de lo público, las políticas públicas, convertir el sino trágico de nuestra historia en destino elegido. ¿Elegido por quién o quiénes? Aquí entra precisamente la cuestión de la ética y de la autorrepresentación del sociólogo. ¿Es el sociólogo un especialista, un estudioso que durante unos cuantos años se quemó las pestañas para hacerse con un conocimiento especializado que sirve a todos pero que sólo él, tal como el chamán de una tribu, posee? ¿Que en consecuencia todos deberíamos escuchar y seguir por nuestro bien? ¿O será el sociólogo alguien que, muy próximo a ese especialista, ha descubierto la verdad sobre la dominación que padecemos y busca nuestra liberación, alguien que debemos seguir para ser libres? ¿Alguien así como la Ayuso de Madrid que nos hará libres o el guerrillero revolucionario? ¿Alguien con una misión, un misionero dotado de la verdad?

No. Contundentemente no. El cientista social no está dotado de una misión verdadera, y si bien puede tener conocimientos puntuales que sobrepasan el entendimiento común, ha de saber que a las comunidades no se les puede imponer conocimientos y técnicas sino bajo algún tipo de violencia que tendrá graves repercusiones al cabo de un tiempo. Su razón producirá monstruos. Ha de intuir también que las comunidades están dotadas de una inteligencia y sabiduría popular que desconoce. Y si bien lo intuye sabrá entonces que antes que especialista su práctica resulta dialógica, pues ha de entrar en una acción y racionalidad comunicativas (gracias Apel, gracias Habermas) con las comunidades a las que su interés se dirige. Será también una práctica crítica, reflexiva, que busque en esa interacción dialógica superar mitos y obstáculos que impidan al ser social superar su sino y elegir su destino. Así, quien elegirá no será un chamán secularizado como especialista o un misionero sino una comunidad de habla en la que el cientista social participa con argumentos provenientes de su saber para convencer y persuadir, y también para dejarse convencer y persuadir pues las sociedades, si bien pueden ser poco ilustradas no resultan irracionales.

La sociología, como parte de la ciencia social, mejor, como dimensión de esta, constituye una forma simbólica que es autoconocimiento nuestro. Y volviendo al idealismo alemán y a Schelling, puesto que la vida social es vida natural, la ciencia social, si supera la alienación con su sociedad, es la ciencia natural mediante la cual la naturaleza se vuelve un poco más autoconsciente y busca crear su propio destino a la espera de que un Goya del futuro consiga menos materiales históricos para su bestiario.