El relato sobre la revolución como proceso de rupturas históricas pertenece a una época ya fenecida. Su tiempo cruzó cerca de doscientos años, desde la Revolución Francesa hasta la caída del muro de Berlín. Como relato que daba sentido al quehacer de algunos hombres en la historia, y a la realización de la justicia en la sociedad, perteneció al sueño ilustrado de la modernidad y a los avatares del mundo industrializado con sus burguesías y proletarios pujantes. Su sustento era el mito de la razón única, impersonal y auténtica, que se manifestaba en ciertas vanguardias sociales, las cuales, una vez que se dieran las condiciones y tomaran el poder, realizarían con justicia la bondad a las retaguardias, liberando las capacidades de todos y constituyendo un mundo humano racional.
La vanguardia revolucionaria, la francesa como la rusa o la cubana, portadora de la verdad histórica, siempre dice actuar en nombre del pueblo, quien ha sido engañado en su buena fe por los envilecidos detentadores del poder dominante, quienes, a su vez, y dentro del proceso revolucionario en marcha, se transforman en “contrarrevolucionarios” a la busca de no ceder sus privilegios. Así las cosas, la revolución moderna está enclavada en la estructura típica de cualquier relato mítico: los buenos contra los malos. En ello no guarda mayor diferencia con Hollywood. Incluso sus principales actores políticos suelen parecerse a los de la meca del cine en sus dotes histriónicas. Unos y otros son los Stars que ofrecen sus identidades a los vacuos yoes demandantes en el mercado de los sentidos.
No obstante, a diferencia del mundo del cine, el mundo de la revolución moderna se presenta como “Verdad”, nunca como ficción. Su escenario no es el de utilería, sino el de las realidades sociales. En esa dirección, las consecuencias de la acción revolucionaria atacan directamente tanto al cuerpo de las instituciones sociales como al de las personas humanas. La revolución no es virtual, son sus portadores históricos (¿histéricos?) quienes proclaman virtual la realidad de aquellos otros no coincidentes con la suprema Verdad revolucionaria.
La idea moderna de revolución social vanguardista se instaló en la cultura occidental hasta los tuétanos, llegando a ser exportada a los lugares más recónditos de Asia. Venezuela no fue una excepción: nuestros siglos XIX y XX conocieron muchos caudillos aventureros que se proclamaron agentes de revoluciones, individuos que se interpretaban a sí mismos como briznas de paja en los huracanados vientos de la Historia. Por fortuna, las revoluciones del último siglo nunca tuvieron en nuestro país las consecuencias nefastas del anterior, ni tampoco las de aquellas que se realizaron en otras partes del mundo. Nuestra violencia histórica se volvió light gracias al colchón de petrodólares. Por ello, los sueños revolucionarios se adormecieron mientras el festín middle class del American way of life duró. Pero una vez quebrado el sistema rentista comienzan a emerger nuevamente tales expresiones oníricas, aunque, cabe decir, no con la seriedad de otrora, al menos por ahora.
El sueño revolucionario tiene un lado positivo: opera a modo de lenitivo para quienes no se pueden contentar con los horrores que ha padecido gran parte de la humanidad en el curso histórico. Las denuncias y demandas de la revolución son justas: el viejo Marx afirmaba que la historia no podía concluir mientras al frente nuestro cantidades inmensas de niños, mujeres y hombres llevaran vidas de bestias. Y es que entretanto unos coleccionan lanzagranadas, y hasta quizás tienen enterrados tanques de guerra en el jardín de sus fortalezas, otros se encuentran totalmente desamparados de cualquier protección social. Ellos son los olvidados que la revolución no puede olvidar, así como la némesis de los que sí olvidan.
Empero, a nuestro juicio, el balance que nos ofrece la idea moderna de revolución resulta negativo. Ella se mantiene apresada en la dialéctica del amo y el esclavo, incluso peor: quiere emancipar pero oprime. Su problema radica en la estructura del mito: juzga tajantemente la verdad, el bien y la belleza. O se está con Dios o se está con el Diablo. La voz del pueblo es la voz de Dios, y la voz de Dios es la del Partido, y la del Partido es la de su jerarca máximo, la de su caudillo. La revolución no tolera la disidencia, a la que inmediatamente califica de traidora. No cabe otra, pues la revolución moderna es hija resentida de la moral burguesa que tanto “odia”.
Se puede apreciar ya porque la revolución vanguardista ha fenecido: las sociedades actuales son plurales y muy diversas. En su seno metropolitano conviven diferentes credos de todo tipo. Incluso en una sociedad conservadora como la nuestra, hay cierta tolerancia a la pluralidad: paséese si no por el medio kilómetro que hay entre la sinagoga del Paseo Colón y el final del boulevard Amador Bendayan y conseguirá una gran variedad de Iglesias, un colegio de ingenieros y hasta una meca de la farándula nacional. De este modo, resulta cuesta arriba querer llevar a todo el mundo por un mismo camino mítico. Lo que se puede lograr con ello es que se termine enfrentado con todo el mundo y defenestrado de la sociedad.
Pensamos que lo expuesto, si bien no agota el tema, si nos presta buenos indicios para revolucionar la idea vanguardista de revolución. A nuestro entender, la revolución revolucionada se automutilaría en sus ambiciones de poder y se abriría al universo de verdades efectivamente existentes, reconociéndolas a todas, dialogando con ellas y buscando en colectivo establecer prioridades. Sería realmente una democracia participativa, que no decretaría leyes a diestra y siniestra y que daría paso tanto a las voces de los poderosos desmemoriados como a los olvidados por ellos. Una revolución así sólo puede ser constante democratización a fondo y justicia social efectiva, todo lo demás es puro gamelote, o peor aún, tragedia.
La vanguardia revolucionaria, la francesa como la rusa o la cubana, portadora de la verdad histórica, siempre dice actuar en nombre del pueblo, quien ha sido engañado en su buena fe por los envilecidos detentadores del poder dominante, quienes, a su vez, y dentro del proceso revolucionario en marcha, se transforman en “contrarrevolucionarios” a la busca de no ceder sus privilegios. Así las cosas, la revolución moderna está enclavada en la estructura típica de cualquier relato mítico: los buenos contra los malos. En ello no guarda mayor diferencia con Hollywood. Incluso sus principales actores políticos suelen parecerse a los de la meca del cine en sus dotes histriónicas. Unos y otros son los Stars que ofrecen sus identidades a los vacuos yoes demandantes en el mercado de los sentidos.
No obstante, a diferencia del mundo del cine, el mundo de la revolución moderna se presenta como “Verdad”, nunca como ficción. Su escenario no es el de utilería, sino el de las realidades sociales. En esa dirección, las consecuencias de la acción revolucionaria atacan directamente tanto al cuerpo de las instituciones sociales como al de las personas humanas. La revolución no es virtual, son sus portadores históricos (¿histéricos?) quienes proclaman virtual la realidad de aquellos otros no coincidentes con la suprema Verdad revolucionaria.
La idea moderna de revolución social vanguardista se instaló en la cultura occidental hasta los tuétanos, llegando a ser exportada a los lugares más recónditos de Asia. Venezuela no fue una excepción: nuestros siglos XIX y XX conocieron muchos caudillos aventureros que se proclamaron agentes de revoluciones, individuos que se interpretaban a sí mismos como briznas de paja en los huracanados vientos de la Historia. Por fortuna, las revoluciones del último siglo nunca tuvieron en nuestro país las consecuencias nefastas del anterior, ni tampoco las de aquellas que se realizaron en otras partes del mundo. Nuestra violencia histórica se volvió light gracias al colchón de petrodólares. Por ello, los sueños revolucionarios se adormecieron mientras el festín middle class del American way of life duró. Pero una vez quebrado el sistema rentista comienzan a emerger nuevamente tales expresiones oníricas, aunque, cabe decir, no con la seriedad de otrora, al menos por ahora.
El sueño revolucionario tiene un lado positivo: opera a modo de lenitivo para quienes no se pueden contentar con los horrores que ha padecido gran parte de la humanidad en el curso histórico. Las denuncias y demandas de la revolución son justas: el viejo Marx afirmaba que la historia no podía concluir mientras al frente nuestro cantidades inmensas de niños, mujeres y hombres llevaran vidas de bestias. Y es que entretanto unos coleccionan lanzagranadas, y hasta quizás tienen enterrados tanques de guerra en el jardín de sus fortalezas, otros se encuentran totalmente desamparados de cualquier protección social. Ellos son los olvidados que la revolución no puede olvidar, así como la némesis de los que sí olvidan.
Empero, a nuestro juicio, el balance que nos ofrece la idea moderna de revolución resulta negativo. Ella se mantiene apresada en la dialéctica del amo y el esclavo, incluso peor: quiere emancipar pero oprime. Su problema radica en la estructura del mito: juzga tajantemente la verdad, el bien y la belleza. O se está con Dios o se está con el Diablo. La voz del pueblo es la voz de Dios, y la voz de Dios es la del Partido, y la del Partido es la de su jerarca máximo, la de su caudillo. La revolución no tolera la disidencia, a la que inmediatamente califica de traidora. No cabe otra, pues la revolución moderna es hija resentida de la moral burguesa que tanto “odia”.
Se puede apreciar ya porque la revolución vanguardista ha fenecido: las sociedades actuales son plurales y muy diversas. En su seno metropolitano conviven diferentes credos de todo tipo. Incluso en una sociedad conservadora como la nuestra, hay cierta tolerancia a la pluralidad: paséese si no por el medio kilómetro que hay entre la sinagoga del Paseo Colón y el final del boulevard Amador Bendayan y conseguirá una gran variedad de Iglesias, un colegio de ingenieros y hasta una meca de la farándula nacional. De este modo, resulta cuesta arriba querer llevar a todo el mundo por un mismo camino mítico. Lo que se puede lograr con ello es que se termine enfrentado con todo el mundo y defenestrado de la sociedad.
Pensamos que lo expuesto, si bien no agota el tema, si nos presta buenos indicios para revolucionar la idea vanguardista de revolución. A nuestro entender, la revolución revolucionada se automutilaría en sus ambiciones de poder y se abriría al universo de verdades efectivamente existentes, reconociéndolas a todas, dialogando con ellas y buscando en colectivo establecer prioridades. Sería realmente una democracia participativa, que no decretaría leyes a diestra y siniestra y que daría paso tanto a las voces de los poderosos desmemoriados como a los olvidados por ellos. Una revolución así sólo puede ser constante democratización a fondo y justicia social efectiva, todo lo demás es puro gamelote, o peor aún, tragedia.
Javier B. Seoane C.
Caracas, mayo de 2002
Publicado en El Globo
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