Todo parece indicar que la moral revolucionaria clásica resulta antitética con la moral democrática, pues la primera, tal como la hemos conocido en sus manifestaciones históricas, se presenta como portadora de una verdad dura, con un fundamento suprapersonal. La moral del revolucionario es, en este sentido, una moral basada en la convicción personal sobre la verdad de un credo determinado. Por ello, es que generalmente los revolucionarios, siempre influenciados por la mística romántica, se sienten depositarios de un espíritu superior y del que ellos son sólo una brizna de paja en el viento. Al revolucionario su vida no le pertenece. Se trate del espíritu de la Historia, del Pueblo Soberano o de Bolívar, él sigue un proceso “inexorable”. Confiado en su inspiración, en su Verdad, destaca sobre todo la intención en la acción, pues está seguro que la némesis se realizará.
La moral democrática ideal, por el contrario, siente que la verdad radica en una construcción colectiva continua e inquieta, es por ello que podemos afirmar que su verdad es de fundamento blando, es una verdad demasiada humana y tan diversa y plural como resulta lo humano en un mundo moderno. La moral democrática está convencida del hecho de que la vida política de una sociedad es el resultado de los acuerdos y acciones de sus miembros. Por tal razón, se trata de una moral que se orienta hacia las consecuencias pragmáticas de la acción. Los convencimientos individuales o de grupo no son suficientes para imponer a los demás un rumbo determinado. Nadie es dueño del destino de los otros. La principal voluntad de toda democracia es la de escucha y comprensión por todo aquello que es diferente.
La moral revolucionaria clásica ---repito, la que hemos conocido efectivamente--- se basa en la voluntad de ruptura definitiva con lo establecido, lo cual es considerado como fuente del mal. Así, para realizar sus sueños sobre el nuevo mundo tiene que obligadamente enfrentar a aquéllos que defienden lo viejo. Y como es prácticamente una premisa básica de toda sociología el que nadie cede sus privilegios sin defenderlos, la violencia se hace necesariamente presente. La voluntad principal de la revolución es la de la acción para la construcción de lo nuevo. Para ella, detenerse a escuchar a sus “enemigos” es casi una traición a los buenos ideales y las buenas intenciones. Total, al final, hasta los derrotados reconocerán las bondades de lo logrado. Empero, mientras ese momento llega, se impone la acción autoritaria.
La moral democrática sólo se permite el ejercicio de la violencia si alguna parte pretende imponer su verdad perjudicando la verdad de terceros inocentes. De este modo, la vida democrática es inseparable de la visión liberal del mundo, pues en ella lo sagrado es la persona humana, el individuo relativamente autónomo y sus libertades. Para la democracia ideal la libertad principal es la del espíritu, aunque sabe muy bien que la misma no está desde el comienzo sino que es un resultado de las condiciones sociales que rodean al individuo. Por tal razón, se preocupa por la justicia económica, social, política y, muy especialmente, por la educación emancipadora de la persona.
Sin embargo, hay quienes plantean la posibilidad de una revolución democrática. Ya a comienzos del siglo pasado se daba en el seno del marxismo europeo el famoso y rico debate entre Lenin y Rosa Luxemburg. Tras la revolución rusa, Luxemburg criticaba a Lenin porque el vanguardismo que este último puso en práctica terminaría en autoritarismo político y en el establecimiento de una nueva clase hegemónica y explotadora. Luxemburg defendía que la revolución debía ser democrática, que la misma emergería espontáneamente y por decisión de la gran mayoría de personas que la establecerían. El debate era entonces, como ahora, entre vanguardismo y democracia. Los hechos parecen darle la razón a ambos: las proyecciones de Luxemburg sobre Rusia se cumplieron en su totalidad, pero la posibilidad efectiva de una revolución social siempre ha estado precedida por una vanguardia que se siente iluminada. Parece que revolución y democracia no se llevan muy bien entre sí.
Quienes hoy hablan de revolución democrática hablan de romper con un pasado no democrático, de lo contrario no tendría sentido tal proposición. Aquí se presentan al menos dos problemas: 1) cómo hacer efectiva la democracia donde antes no la había, lo cual es un problema de orden cultural y cuya solución cae la más de las veces en los mencionados vanguardismos; y, 2) qué pasa si el pasado mismo se presenta como democrático. Ambos problemas no son excluyentes entre sí, pues de cara al segundo estamos en presencia de cuestiones relativas a la definición de las formas democráticas, y de cara al primero se replantea la pregunta de cómo surgen nuevas formas de las antiguas. Una solución a este último punto es afirmar que ya el pueblo estaba maduro para la nueva forma, sólo que los estrechos límites de la anterior impedían su institucionalización, por eso es que se hablaba de crisis. Pero si ello es así, la “revolución” es sólo algo que se presenta en un momento de ruptura y ya. No tiene porque permanecer. Por el contrario, los miembros de la sociedad deciden democráticamente cerrar el viejo sistema anquilosado y darse una nueva democracia como sistema y modo de vida. En tal situación, ningún grupo con pretensiones hegemónicas revolucionarias tiene cabida.
Curiosamente vivimos tiempos en los que quienes encabezan el gobierno se jactan de hablar de revolución y democracia. Con referencia a esta última la denominan participativa. Ahora bien, toda revolución, por muy pacífica que se pretenda, excluye. Así, parece que hemos logrado un extraño fenómeno social: participación con exclusión. Dejando la ironía de lado, todo parece decirnos que la democracia de la que muchos se jactan es tan anquilosada y moribunda como la de la llamada IV República, pues la conciben estrechamente como sistema político, nunca como modo de vida, como obligación moral y política.
A quienes piensan que sólo en el marxismo y el pensamiento más radical de izquierda se encuentran una verdadera sensibilidad social y democrática les decimos que fueron los pragmatistas estadounidenses quienes mejor distinguieron entre estas dos formas de democracia. Con ella arremetieron críticamente contra el mero sistema democrático de su país, por lo que bien harían en leer pasajes como éste de John Dewey: “(...) ahora nos encontramos frente a condiciones económicas, provocadas por el rápido cambio de la industria y las finanzas, en las cuales millones de personas poseen un control mínimo sobre las condiciones de su propia subsistencia. Es este un problema que requerirá consideración pública y privada, pero es aún más profundo todavía; es el problema del porvenir de la democracia, de cómo puede asegurarse la democracia política cuando existen grandes sectores de la población que se hallan en la inseguridad económica y que dependen económicamente, si no directamente, de la voluntad de otros, al menos de las condiciones en que operan los sectores de la sociedad que proporcionan el empleo.”(El hombre y sus problemas, Paidós, p. 51). Es de perogrullo decir que esto resulta muy cierto para nuestra situación actual, pero la cuestión no se salda con dádivas del Estado (al estilo F.U.S.) a los olvidados de nuestra sociedad, se requiere además y sobre todo ofrecer una educación para emancipar al individuo, para que lo aparte del sometimiento de los grupos políticos o de otra índole, para que lo haga pensar y valerse por sí mismo y en respeto a las diferencias. Y para que ello se haga realidad se necesita que el gobierno vuelque sus más grandes esfuerzos financieros y políticos hacia el sistema escolar básico y a la formación de educadores actitudinales, lo que para nada parece estarse haciendo. Sólo así quizás podamos conciliar las ideas de revolución y democracia.
La moral democrática ideal, por el contrario, siente que la verdad radica en una construcción colectiva continua e inquieta, es por ello que podemos afirmar que su verdad es de fundamento blando, es una verdad demasiada humana y tan diversa y plural como resulta lo humano en un mundo moderno. La moral democrática está convencida del hecho de que la vida política de una sociedad es el resultado de los acuerdos y acciones de sus miembros. Por tal razón, se trata de una moral que se orienta hacia las consecuencias pragmáticas de la acción. Los convencimientos individuales o de grupo no son suficientes para imponer a los demás un rumbo determinado. Nadie es dueño del destino de los otros. La principal voluntad de toda democracia es la de escucha y comprensión por todo aquello que es diferente.
La moral revolucionaria clásica ---repito, la que hemos conocido efectivamente--- se basa en la voluntad de ruptura definitiva con lo establecido, lo cual es considerado como fuente del mal. Así, para realizar sus sueños sobre el nuevo mundo tiene que obligadamente enfrentar a aquéllos que defienden lo viejo. Y como es prácticamente una premisa básica de toda sociología el que nadie cede sus privilegios sin defenderlos, la violencia se hace necesariamente presente. La voluntad principal de la revolución es la de la acción para la construcción de lo nuevo. Para ella, detenerse a escuchar a sus “enemigos” es casi una traición a los buenos ideales y las buenas intenciones. Total, al final, hasta los derrotados reconocerán las bondades de lo logrado. Empero, mientras ese momento llega, se impone la acción autoritaria.
La moral democrática sólo se permite el ejercicio de la violencia si alguna parte pretende imponer su verdad perjudicando la verdad de terceros inocentes. De este modo, la vida democrática es inseparable de la visión liberal del mundo, pues en ella lo sagrado es la persona humana, el individuo relativamente autónomo y sus libertades. Para la democracia ideal la libertad principal es la del espíritu, aunque sabe muy bien que la misma no está desde el comienzo sino que es un resultado de las condiciones sociales que rodean al individuo. Por tal razón, se preocupa por la justicia económica, social, política y, muy especialmente, por la educación emancipadora de la persona.
Sin embargo, hay quienes plantean la posibilidad de una revolución democrática. Ya a comienzos del siglo pasado se daba en el seno del marxismo europeo el famoso y rico debate entre Lenin y Rosa Luxemburg. Tras la revolución rusa, Luxemburg criticaba a Lenin porque el vanguardismo que este último puso en práctica terminaría en autoritarismo político y en el establecimiento de una nueva clase hegemónica y explotadora. Luxemburg defendía que la revolución debía ser democrática, que la misma emergería espontáneamente y por decisión de la gran mayoría de personas que la establecerían. El debate era entonces, como ahora, entre vanguardismo y democracia. Los hechos parecen darle la razón a ambos: las proyecciones de Luxemburg sobre Rusia se cumplieron en su totalidad, pero la posibilidad efectiva de una revolución social siempre ha estado precedida por una vanguardia que se siente iluminada. Parece que revolución y democracia no se llevan muy bien entre sí.
Quienes hoy hablan de revolución democrática hablan de romper con un pasado no democrático, de lo contrario no tendría sentido tal proposición. Aquí se presentan al menos dos problemas: 1) cómo hacer efectiva la democracia donde antes no la había, lo cual es un problema de orden cultural y cuya solución cae la más de las veces en los mencionados vanguardismos; y, 2) qué pasa si el pasado mismo se presenta como democrático. Ambos problemas no son excluyentes entre sí, pues de cara al segundo estamos en presencia de cuestiones relativas a la definición de las formas democráticas, y de cara al primero se replantea la pregunta de cómo surgen nuevas formas de las antiguas. Una solución a este último punto es afirmar que ya el pueblo estaba maduro para la nueva forma, sólo que los estrechos límites de la anterior impedían su institucionalización, por eso es que se hablaba de crisis. Pero si ello es así, la “revolución” es sólo algo que se presenta en un momento de ruptura y ya. No tiene porque permanecer. Por el contrario, los miembros de la sociedad deciden democráticamente cerrar el viejo sistema anquilosado y darse una nueva democracia como sistema y modo de vida. En tal situación, ningún grupo con pretensiones hegemónicas revolucionarias tiene cabida.
Curiosamente vivimos tiempos en los que quienes encabezan el gobierno se jactan de hablar de revolución y democracia. Con referencia a esta última la denominan participativa. Ahora bien, toda revolución, por muy pacífica que se pretenda, excluye. Así, parece que hemos logrado un extraño fenómeno social: participación con exclusión. Dejando la ironía de lado, todo parece decirnos que la democracia de la que muchos se jactan es tan anquilosada y moribunda como la de la llamada IV República, pues la conciben estrechamente como sistema político, nunca como modo de vida, como obligación moral y política.
A quienes piensan que sólo en el marxismo y el pensamiento más radical de izquierda se encuentran una verdadera sensibilidad social y democrática les decimos que fueron los pragmatistas estadounidenses quienes mejor distinguieron entre estas dos formas de democracia. Con ella arremetieron críticamente contra el mero sistema democrático de su país, por lo que bien harían en leer pasajes como éste de John Dewey: “(...) ahora nos encontramos frente a condiciones económicas, provocadas por el rápido cambio de la industria y las finanzas, en las cuales millones de personas poseen un control mínimo sobre las condiciones de su propia subsistencia. Es este un problema que requerirá consideración pública y privada, pero es aún más profundo todavía; es el problema del porvenir de la democracia, de cómo puede asegurarse la democracia política cuando existen grandes sectores de la población que se hallan en la inseguridad económica y que dependen económicamente, si no directamente, de la voluntad de otros, al menos de las condiciones en que operan los sectores de la sociedad que proporcionan el empleo.”(El hombre y sus problemas, Paidós, p. 51). Es de perogrullo decir que esto resulta muy cierto para nuestra situación actual, pero la cuestión no se salda con dádivas del Estado (al estilo F.U.S.) a los olvidados de nuestra sociedad, se requiere además y sobre todo ofrecer una educación para emancipar al individuo, para que lo aparte del sometimiento de los grupos políticos o de otra índole, para que lo haga pensar y valerse por sí mismo y en respeto a las diferencias. Y para que ello se haga realidad se necesita que el gobierno vuelque sus más grandes esfuerzos financieros y políticos hacia el sistema escolar básico y a la formación de educadores actitudinales, lo que para nada parece estarse haciendo. Sólo así quizás podamos conciliar las ideas de revolución y democracia.
Javier B. Seoane C.
Caracas, enero de 2002
Publicado en El Globo
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