Según Herbert Marcuse, las sociedades occidentales (y nosotros participamos de ellas) se vuelven cada vez más totalitarias y cerradas. Se trata de una sociedad de la megasocialización cuya ideología es ya el modo de vida mismo y donde aquel sujeto autónomo que soñó la modernidad ya no parece ser posible.
La sociedad de la megasocialización se caracteriza por expandir sus procesos de socialización hasta los espacios más recónditos y otrora privados del individuo. Si bien antes la conformación del yo generalmente acontecía en el marco de la familia tradicional y las pequeñas comunidades, si los individuos solían mantener unas relaciones sociales perdurables (el amigo de siempre, el matrimonio hasta la muerte, la reunión de costumbre los jueves en la noche, la retreta en la plaza, etc.), ahora esa misma conformación del yo se dificulta por la saturación de identidades en el mercado de las mismas. La sociedad de finales del siglo veinte, con un gran alcance tecnológico evidenciado en la expansión de los mass-media, es una sociedad que mina las relaciones tradicionales. La familia deviene “familia de microondas” (K. Gergen): sus integrantes, más tiempo en la calle que en el “hogar”, se encuentran esporádicamente. Los amigos confidentes son casi imposibles de mantener: crecen, se van a trabajar y a vivir a otros lados y ya no los volvemos a ver en mucho tiempo; en este marco, la amistad deviene parte del accidente: somos amigos porque cursamos juntos tal materia o trabajos en la oficina “aquí y ahora”. Finalmente, las mismas relaciones sentimentales tienden a devenir contingentes: huyendo de los compromisos románticos ya hay muchos que están juntos porque “se gustan” y se sienten “amigos con derecho”. Cada día estamos más cerca de los medios (la televisión, internet, el cine, etc.) que del otro; cada día somos menos ser-para-el-otro (J. P. Sartre) y más ser-para-el-medio.
La racionalidad técnica conquista la identidad personal, adquirida en el “cambalache” del mercado. ¿No ha notado usted en los últimos años que cada vez hay más “Madonnas”, “Michaels Jacksons”, “Michaels Jordans” o simplemente lo que esté de moda, en las calles por las cuales camina? Y es que los prototipos de conformación del yo ya no son “el padre tradicional” sino “el padre mass-media”; lógico desarrollo de una sociedad sin padres tradicionales y con megasocialización tecnológica.
Entiéndase bien: no estamos juzgando valores sino hechos. No podemos caer en la posición fundamentalista que enuncia “la tecnología es mala per se”. Este maniqueismo cuasi-teológico no hace más que ahondar el abismo entre ética y ciencia a la par que pareciera querer sumergirnos en el oscurantismo del siglo XXI. La tecnología en sí misma no tiene valor pues su valor radica en su uso. El problema con la tecnología es el uso que nuestras sociedades contemporáneas le han dado, un uso que se ha volcado contra su utilizador: el hombre.
Si seguimos a Max Weber, la modernidad se distingue por los procesos de racionalización de la vida y su consecuente desencantamiento. Los actores sociales modernos proceden en su acción social con un sentido racional fundado en el cálculo de medios-fines, no como antes que procedían conforme a valores enclavados en una tradición fuertemente matizada por lo teológico. Los sujetos sociales de la Modernidad procedieron a constituir formas de gobierno, y en general de administración social, bajo criterios técnicos. Los hacedores del mundo moderno expulsaron progresivamente al Dios supremabondad y lo reemplazaron por una Razón calculadora supremabondad. Esta “Razón” que en principio fue emancipatoria encadenó finalmente al hombre hoy preso de las burocracias y sus propias creaciones “racionales”.
Se trata de una perversa dialéctica del sujeto en la que las propias objetivaciones del hombre (fundamentalmente culturales) lo apresan (G. Simmel). En palabras de M. Buber: “Podríamos calificar esta peculiaridad de la crisis contemporánea como el rezago del hombre tras sus obras. Es incapaz de dominar el mundo que ha creado, quien resulta más fuerte que él, y se le emancipa y enfrenta con una independencia elemental; como si hubiera olvidado la fórmula que podría conjurar el hechizo que desencadenó una vez.”[1] Ante este estado de cosas, la categoría “Sujeto” se encuentra en crisis pues carece de referentes empíricos. Y ya no es tan siquiera el “sujeto marxista”, colectivo y redentor, sino el “sujeto” en tanto que individuo portador de un “yo” personal, distintivo y consciente de su accionar. Como ya hemos observado, el “yo” precisa de espacios propios para su conformación, espacios que cada día conquista más la sociedad de la megasocialización.
La comunidad y sus individuos se transmutan en meras imágenes vacías de contenidos. La “comunidad” y el “individuo” siempre han sido una “imagen”, una “representación” en alto grado colectiva, pero no siempre fue vacía de contenidos y altamente maleable como ahora, más bien las comunidades occidentales hasta hace poco eran más homogeneas y normativas y, paradójicamente, daban mayores espacios a la individualidad del individuo. Hoy, los procesos de socialización colonizan al “yo” y al actor social como sujeto, esto es, al actor que se constituye reflexivamente dándole un sentido social a su quehacer. La colonización del “yo” hace que este actor quede “suspendido”, no anulado o muerto, pues siempre tendrá el potencial de negarse y constituirse nuevamente. Por eso no estamos de acuerdo cuando se generaliza el sentido de la expresión “muerte del sujeto”, pues lo que ha muerto en todo caso es una forma de entender y configurar el sujeto, no el sujeto mismo. Así, pensamos que todavía queda tiempo para repensar el mundo y tratar de tonificar la crítica cultural y su relación con la praxis en estos tiempos.
[1] Martin Buber: ¿Qué es el hombre?, tr. Eugenio Imaz, F.C.E., México 1942/1977; p. 77
La sociedad de la megasocialización se caracteriza por expandir sus procesos de socialización hasta los espacios más recónditos y otrora privados del individuo. Si bien antes la conformación del yo generalmente acontecía en el marco de la familia tradicional y las pequeñas comunidades, si los individuos solían mantener unas relaciones sociales perdurables (el amigo de siempre, el matrimonio hasta la muerte, la reunión de costumbre los jueves en la noche, la retreta en la plaza, etc.), ahora esa misma conformación del yo se dificulta por la saturación de identidades en el mercado de las mismas. La sociedad de finales del siglo veinte, con un gran alcance tecnológico evidenciado en la expansión de los mass-media, es una sociedad que mina las relaciones tradicionales. La familia deviene “familia de microondas” (K. Gergen): sus integrantes, más tiempo en la calle que en el “hogar”, se encuentran esporádicamente. Los amigos confidentes son casi imposibles de mantener: crecen, se van a trabajar y a vivir a otros lados y ya no los volvemos a ver en mucho tiempo; en este marco, la amistad deviene parte del accidente: somos amigos porque cursamos juntos tal materia o trabajos en la oficina “aquí y ahora”. Finalmente, las mismas relaciones sentimentales tienden a devenir contingentes: huyendo de los compromisos románticos ya hay muchos que están juntos porque “se gustan” y se sienten “amigos con derecho”. Cada día estamos más cerca de los medios (la televisión, internet, el cine, etc.) que del otro; cada día somos menos ser-para-el-otro (J. P. Sartre) y más ser-para-el-medio.
La racionalidad técnica conquista la identidad personal, adquirida en el “cambalache” del mercado. ¿No ha notado usted en los últimos años que cada vez hay más “Madonnas”, “Michaels Jacksons”, “Michaels Jordans” o simplemente lo que esté de moda, en las calles por las cuales camina? Y es que los prototipos de conformación del yo ya no son “el padre tradicional” sino “el padre mass-media”; lógico desarrollo de una sociedad sin padres tradicionales y con megasocialización tecnológica.
Entiéndase bien: no estamos juzgando valores sino hechos. No podemos caer en la posición fundamentalista que enuncia “la tecnología es mala per se”. Este maniqueismo cuasi-teológico no hace más que ahondar el abismo entre ética y ciencia a la par que pareciera querer sumergirnos en el oscurantismo del siglo XXI. La tecnología en sí misma no tiene valor pues su valor radica en su uso. El problema con la tecnología es el uso que nuestras sociedades contemporáneas le han dado, un uso que se ha volcado contra su utilizador: el hombre.
Si seguimos a Max Weber, la modernidad se distingue por los procesos de racionalización de la vida y su consecuente desencantamiento. Los actores sociales modernos proceden en su acción social con un sentido racional fundado en el cálculo de medios-fines, no como antes que procedían conforme a valores enclavados en una tradición fuertemente matizada por lo teológico. Los sujetos sociales de la Modernidad procedieron a constituir formas de gobierno, y en general de administración social, bajo criterios técnicos. Los hacedores del mundo moderno expulsaron progresivamente al Dios supremabondad y lo reemplazaron por una Razón calculadora supremabondad. Esta “Razón” que en principio fue emancipatoria encadenó finalmente al hombre hoy preso de las burocracias y sus propias creaciones “racionales”.
Se trata de una perversa dialéctica del sujeto en la que las propias objetivaciones del hombre (fundamentalmente culturales) lo apresan (G. Simmel). En palabras de M. Buber: “Podríamos calificar esta peculiaridad de la crisis contemporánea como el rezago del hombre tras sus obras. Es incapaz de dominar el mundo que ha creado, quien resulta más fuerte que él, y se le emancipa y enfrenta con una independencia elemental; como si hubiera olvidado la fórmula que podría conjurar el hechizo que desencadenó una vez.”[1] Ante este estado de cosas, la categoría “Sujeto” se encuentra en crisis pues carece de referentes empíricos. Y ya no es tan siquiera el “sujeto marxista”, colectivo y redentor, sino el “sujeto” en tanto que individuo portador de un “yo” personal, distintivo y consciente de su accionar. Como ya hemos observado, el “yo” precisa de espacios propios para su conformación, espacios que cada día conquista más la sociedad de la megasocialización.
La comunidad y sus individuos se transmutan en meras imágenes vacías de contenidos. La “comunidad” y el “individuo” siempre han sido una “imagen”, una “representación” en alto grado colectiva, pero no siempre fue vacía de contenidos y altamente maleable como ahora, más bien las comunidades occidentales hasta hace poco eran más homogeneas y normativas y, paradójicamente, daban mayores espacios a la individualidad del individuo. Hoy, los procesos de socialización colonizan al “yo” y al actor social como sujeto, esto es, al actor que se constituye reflexivamente dándole un sentido social a su quehacer. La colonización del “yo” hace que este actor quede “suspendido”, no anulado o muerto, pues siempre tendrá el potencial de negarse y constituirse nuevamente. Por eso no estamos de acuerdo cuando se generaliza el sentido de la expresión “muerte del sujeto”, pues lo que ha muerto en todo caso es una forma de entender y configurar el sujeto, no el sujeto mismo. Así, pensamos que todavía queda tiempo para repensar el mundo y tratar de tonificar la crítica cultural y su relación con la praxis en estos tiempos.
[1] Martin Buber: ¿Qué es el hombre?, tr. Eugenio Imaz, F.C.E., México 1942/1977; p. 77
Javier B. Seoane C.
Caracas, julio de 1996
Publicado en El Clarín de La Victoria (Aragua)
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