“El nacimiento de la antropología filosófica es contemporáneo de la constitución del hombre como objeto de conocimiento ---es contemporánea del surgimiento de una serie de estrategias de sabiduría que se abren al conocimiento de lo individual y que hoy conocemos con el nombre de ciencias humanas.”
Miguel Morey: El hombre como argumento, p. 66.
¿En qué momento y en qué lugar se tornó la pregunta por el ser humano una pregunta “fundamental”? No dar respuesta a esta cuestión sería solapar que la problemática antropológica responde a unas determinadas coordenadas históricas, y con ello, se solaparía del mismo modo las relaciones de poder-saber en que tal reflexión estuvo alguna vez, si no todavía, inmiscuida.
La antropología como disciplina filosófica, tal como la conocemos hoy día y tal como nos incumbe para nuestro trabajo, es una elaboración del pensamiento occidental. Ello no niega que en otras culturas y civilizaciones no se hallen, tanto en la actualidad como en el pasado, acabadas filosofías y reflexiones sobre la naturaleza o condición del ser humano. Podemos decir, si se quiere, que éstas han estado presente desde el comienzo de la humanidad. Empero, como disciplina, esto es, como conjunto de discursos con pretensión sistematizadora y encaminados a un determinado objeto, la antropología filosófica es un quehacer muy reciente y propio de los desarrollos occidentales de lo que en los círculos académicas denominamos modernidad.
En la antigua filosofía jónica y griega encontramos constantemente la pregunta por el ser humano. Así, en el canon clásico de la historiografía de la filosofía antigua encontramos intentos de respuesta a la susodicha pregunta en los textos de Sócrates-Platón y Aristóteles. Igualmente, para la historiografía filosófica medieval encontramos respuestas en San Agustín o Santo Tomás de Aquino, por citar sólo dos de los teólogos-filósofos de la época. Durante el renacimiento la figura humana pasa a primer plano en las obras de los artistas y pensadores. Con el alba del pensamiento moderno, con Francis Bacon y René Descartes, también encontramos respuestas a la cuestión, sobre todo en relación con la razón y las pasiones. No obstante, los grandes sistemas filosóficos de estos tiempos no hicieron girar su eje a partir de la persona humana. Más bien, estos sistemas giraban en torno al cosmos, a Dios o a la naturaleza, y el ser humano generalmente sólo se consideraba como una parte, unas veces más central, otras menos, de alguno de ellos.
Es con el advenimiento de la modernidad como época y como universo simbólico, cultural, que la antropología filosófica emerge como disciplina con derecho propio y como reflexión “fundamental” para la constitución de la filosofía y de los saberes de las ciencias sociales y, o humanas,[1] así, como posteriormente, tras el giro postpositivista en la epistemología del siglo XX, para todas las demás ciencias y saberes.
El epígrafe de Morey que da inicio a este parágrafo expresa, desde una perspectiva inspirada en la obra de Michel Foucault, que la disciplina antropológica a la que aquí aludimos aparece contemporáneamente con la constitución del ser humano como objeto de conocimiento por las ciencias humanas. En efecto, es a finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX que los pensadores ilustrados se plantean la necesidad de un tratamiento científico sobre la vida humana y social, y a la vez, son los mismos tiempos en los que Inmanuel Kant propone la necesidad de la antropología filosófica al hacer girar prácticamente toda la filosofía sobre la pregunta ¿qué es el hombre?. Al respecto, nos señala Morey:
“Suele decirse que corresponde a Kant el haber formulado, por vez primera, la necesidad de responder a la pregunta por el ser del hombre como central para todo filosofar. Que el modo como la modernidad va a considerar fundamental el conocimiento del hombre se establece entonces. La formulación es sobradamente conocida (Logik A 26): Las cuestiones centrales de la teoría del conocimiento, la ética y la teología, nos dice Kant, ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me está permitido esperar?, se resumen en una sola: ¿qué es el hombre? Las tres preguntas que guían los intereses de mi razón, las tres preguntas en las que se articula todo proyecto de filosofía en sentido cosmopolita apelan pues, en definitiva, a una sola: la pregunta por el ser del hombre ---la filosofía sólo halla(ría) resolución como antropología.” [2]
Con Kant queda claramente distinguida la antropología filosófica como posible fundamento de la tarea filosófica y de las ciencias sociales y humanas, en tanto que disciplinas que entran en el ámbito del interés cognoscitivo, ámbito siempre relacionado con intereses prácticos. Y si bien Kant no elaboró una antropología precisa y sistemática,[3] se puede decir que el empuje ya estaba dado.
De cara a lo que es nuestro trabajo, cabe agregar que, en Alemania, la antropología filosófica como disciplina se termina de constituir abiertamente casi al mismo tiempo que la moderna teoría social clásica, sobre todo porque resulta ser la obra de Ludwig Feuerbach la que da pie a la consolidación de ambas. Feuerbach, generalmente ubicado a la izquierda hegeliana, fue el gran denunciante de la teología encubierta del sistema filosófico de Hegel. En la filosofía de éste el individuo humano aparece como un instrumento por medio del cual se realiza La Razón. Es la “astucia de la Razón” la que se vale de los intereses propios de los hombres para realizar su gran obra a lo largo de la Historia. Al final, el sujeto de tal sistema es el Espíritu Absoluto. Pero Feuerbach acusa el carácter teológico de ese sujeto. Él es anterior a la Historia y está por encima de los hombres. El carácter metafísico es claro.
Esta acusación feuerbachiana contra Hegel se tronca con la denuncia, a su vez, de la alienación teológica: lo que es resultado de la obra del ser humano se presenta como sujeto independiente del mismo. La voluntad del hombre desaparece ante la voluntad de Dios, considerada en la teología cristiana que acusa Feuerbach como la “verdadera voluntad”. Feuerbach demanda, y efectivamente hace, todo un giro copernicano en el cual el sujeto y el predicado inviertan posiciones: no es Dios el creador del hombre, sino el hombre el creador de Dios. Con ello, la filosofía futura que Feuerbach propone en su reforma es básicamente antropología filosófica. Es el ser humano y sus representaciones el centro y sujeto de la realidad. En este sentido, se puede decir que Feuerbach concluye el movimiento de la filosofía moderna iniciado con Descartes, un movimiento en el cual el sujeto humano y sus representaciones pasa a ser el eje del pensamiento. Sólo que en Descartes ese sujeto aparece como sustancia pensante, res cogitans, mientras que en Feuerbach aparece como ser sensible, de carne y hueso, como cuerpo que piensa y se piensa, que siente y se siente.
Con este giro feuerbachiano Marx inicia propiamente su teoría social. Los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, de París, llevan a cabo la crítica de la filosofía de Hegel por mediación de la crítica de Feuerbach, quien es reconocido por Marx como el gran pensador que abrió el auténtico estudio científico del hombre. Sin embargo, ya en esos escritos Marx comienza su distanciamiento de Feuerbach, el que culminará un año después con las tan mentadas once Tesis sobre Feuerbach, texto que marca, para muchos, una ruptura epistemológica en el trayecto del pensamiento marxiano. Lo fundamental de la crítica marxiana a Feuerbach radica en darle al ser humano el carácter sociohistórico que el naturalismo de éste había abstraído. Efectivamente, para Feuerbach el hombre era definido como un ser natural, sensual, pero abstraído de los contenidos históricos que esa naturaleza tomaba conjuntamente con el mismo hombre a través de las relaciones sociales. Marx le da entonces una dimensión sociológica a la antropología feuerbachiana, convirtiéndose esta dimensión en un momento casi ineludible de todo trabajo antropológico posterior.
Teoría social moderna y antropología como disciplina filosófica mantienen, como hemos sucintamente expuesto, una relación estrecha. Para Marx el pensamiento que se pretende científico tiene que partir del hombre de carne y hueso, el mismo del que partió, aunque con mayores abstracciones, Feuerbach. Ambos autores se preocuparon directamente por la alineación del ser humano: mientras para el último la alienación era básicamente teológica, para el primero, siempre presto al análisis sociohistórico, la alienación primera era de naturaleza económica. Ahora bien, lo dicho hasta el momento tan sólo entabla una relación entre dos pensadores y dos disciplinas, pero en nada contribuye a explicar los condicionantes para la emergencia de los dos componentes de esa doble relación.
Michel Foucault, en el marco del pensamiento de la sospecha, trató en Las palabras y las cosas (1968) de responder a la cuestión ¿por qué se hizo necesario el discurso de la antropología filosófica?[4] Con gran influencia de la teoría weberiana de la racionalización occidental de la vida moderna, Foucault aprecia que en el pensamiento de los últimos siglos se ha dado un cambio de centro epistémico, un cambio de episteme, de verdad estructuradora de los diferentes discursos referidos a las instituciones y la acción social. Se trata de una transformación similar a la operada por Feuerbach[5] durante el siglo XIX, esto es, una ruptura con las Weltanschauungen de origen teológico y su reemplazo con una Weltanschauung fundada sobre la idea ilustrada de Razón que coloca al sujeto humano en el núcleo de la vida social e histórica. Foucault estudia los cambios realizados a través del estudio histórico de importantes instituciones sociales como los psiquiátricos o las cárceles. El nacimiento de estas instituciones bajo una óptica moderna marcha paralelo con la emergencia de las ciencias humanas, todo bajo la nueva episteme.
“Para Foucault, la necesidad de la pregunta por el ser del hombre surge cuando, cono el hundimiento de la episteme clásica, el hombre y su finitud quedan señalados como el lugar del fundamento ---y los objetos, <>, <> y <>, que establecen los límites de esta finitud, son puestos como semitrascendentales.” [6]
Algo similar nos expone Horkheimer, aunque desde la perspectiva materialista de la teoría crítica frankfurtiana de los treinta:
“La moderna antropología filosófica brota de aquella misma necesidad que la filosofía de la época burguesa busca satisfacer desde el principio: tras el colapso de los ordenamientos medievales, ante todo de la tradición como autoridad incondicionada, establecer nuevos principios absolutos a partir de los cuales la acción obtenga su justificativo.” [7]
Resulta obvio que Horkheimer aprecia la emergencia de la antropología filosófica como un subproducto ideológico del ascenso de la burguesía a clase social dominante. De este modo, cuestiona el valor de verdad que pueda obtenerse de esta disciplina filosófica, y, a la vez, impugna valor de sentido que pueda aportar:
“La moderna antropología filosófica forma parte de los últimos intentos de encontrar una norma que otorgue sentido a la vida del individuo en el mundo, tal como ella es ahora.”[8]
Empero, es aquí, como veremos más adelante, que estas afirmaciones de Horkheimer resultan muy limitadas para comprender la importancia de la reflexión antropológica en las diversas disciplinas existentes. Por el momento, y apara acceder a un análisis lo más polivalente que nos sea posible, quedémonos con la distinción que se ha establecido entre valor de verdad y valor de sentido, es decir, entre la dimensión epistemológica de la antropología filosófica y la dimensión ético-política de la misma.
Dimensiones epistemológica y ético-política de la antropología filosófica
En cuanto a la primera dimensión, la epistemológica, el desarrollo de la antropología filosófica se ha mostrado perplejo. No hay una respuesta precisa a la pregunta ¿qué es el ser humano? Y es muy probable que nunca la haya por cuanto tal respuesta parece colocarse de modo relacional con el mundo de las representaciones sociales. El punto es que el ser humano se ha entendido de diferentes modos por las diferentes sociedades y los diferentes grupos sociales. Una era la representación de lo humano en la antigua Esparta y otra era durante el reinado del cristianismo occidental; una era la representación de los indígenas Caribes y otra la de los europeos conquistadores; e, incluso, dentro de la España de comienzos del siglo XVI se presenta el Debate sobre las Indias Occidentales, el cual está cruzado por dos representaciones disímiles de lo humano. Dados estos hechos todo parece llevarnos a dos posibles conclusiones, a saber, 1) de que lo humano es un constructo social; o, por el contrario, 2) existe una positividad humana dura (en el sentido de una naturaleza esencial de lo humano) la cual, a) aún nuestros conocimientos no han alcanzado, o, b) quizás nunca podamos alcanzar por los límites de nuestro entendimiento. Ahora bien, si aceptamos, como parece derivarse de lo dicho hasta el momento, la conclusión 1, la de que lo humano descansa fundamentalmente en las representaciones de lo humano, ello no nos exime de tratar el hecho antropológico desde el plano epistemológico, pues, si lo humano es una representación social, un constructo, tal representación se posibilita desde una corporalidad positiva; de lo contrario caeríamos en un dualismo que consideramos menester evitar. Lo que sí no cabría aceptar es la conclusión “2 a”, no al menos hasta el presente. En pocas palabras, estamos ante dos concepciones diferentes de entender la positividad.
Una es la positividad, califiquémosla de dura, subyacente a las concepciones hegemónicas de las ciencias naturales hasta mitad del siglo XX, y otra es la positividad subyacente a las corrientes hermenéuticas de los estudios humanísticos, la filosofía y las ciencias sociales, positividad que bien podemos calificar de blanda, si se aceptan las metáforas propuestas. Llegados aquí, entramos en los compromisos ontológicos de las diversas epistemologías. En efecto, el discurso epistemológico que se trasladó a las nacientes ciencias sociales durante el siglo XIX provenía del ámbito de la física newtoniana. Conjuntamente con el mismo se introdujo la ontología dura de la naturaleza que resultaba aneja a tal física.[9] Siguiendo ese compromiso ontológico, las ciencias sociales se abocarían a la búsqueda del cuerpo de leyes, configuradas por el sentido humeniano de causalidad unilineal, que establecerían el conocimiento efectivo y la intervención práctica en la turbulenta realidad social decimonónica. No obstante, pronto y bajo la égida de la alemana Methodenstreit, emergería la reacción hermenéutica con Wilhelm Dilthey que marcaría otra forma de entender la realidad social y humana basada en la libertad de acción del espíritu y en la rotunda negación de la causalidad dura y los meros criterios epistemológicos de reducción a la exterioridad del objeto del saber.[10] Por supuesto, la preocupación de Dilthey es kantiana, al menos en el sentido de que una de sus grandes preguntas es aquella de cuáles son las condiciones de posibilidad de las ciencias del espíritu, pero siempre, a diferencia del kantismo, entendiendo que la región óntica de éstas difiere de la región óntica de la naturaleza exterior a lo humano.
Aquí una vez más podemos inspirarnos en el paralelismo establecido por Foucault entre ciencias humanas y antropología filosófica, y afirmar que este intramovimiento de las ciencias sociales descrito superficialmente en el párrafo precedente, acontece también en el marco del desarrollo de la antropología filosófica.
[1] Haremos aquí una distinción entre ciencias sociales y ciencias humanas según se ponga el énfasis en la persona humana como sujeto central de la vida social y humana (ciencias humanas) o según se acentúe lo sistémico (Niklas Luhmann), lo estructural (Karl Marx, Claude Lévi-Strauss, etc.) o lo relacional (George Herbert Mead, Herbert Blumer, Peter Berger, etc.); a estas últimas cabe mejor el calificativo de “sociales”. Como veremos más adelante, para ambos énfasis la reflexión en cuanto a las nociones de ser humano resulta de gran importancia, si bien con diferentes perspectivas de la misma, pues lo que para unas puede resultar ontológico y positivo, para las otras puede ser eje ético-político, idea regulativa en el sentido kantiano.
[2] El hombre como argumento, Anthropos; p. 24.
[3] Op. cit., pp. 25-26 y 28.
[4] “En su análisis de las preguntas kantianas, y más genéricamente de la orientación antropológica del saber moderno, M. Foucault (1968) desplaza el modo heideggeriano de abordar la cuestión, con un giro de cuño netamente nietscheano. (...) La pregunta que Foucault dirige a los discursos antropológicos se plantea desde la misma malevolencia: no se interroga cómo o si tales discursos son posibles sino por qué son necesarios: ¿por qué es necesario un discurso acerca del ser del hombre?” (Miguel Morey: Op. Cit., p. 51).
[5] Aunque es preciso advertir que tales cambios epistémicos preceden a Feuerbach, a quien es mejor considerar como un momento de esa gran transformación.
[6] Miguel Morey: Op. Cit., p. 53.
[7] Max Horkheimer: “Observaciones sobre la antropología filosófica” en Teoría crítica, Amorrortu; p. 53.
[8] Op. cit., pp. 54-55.
[9] Sobre dicha traslación epistemológica, metodológica y ontológica, encontramos, por ejemplo, y sólo a título de pequeña muestra, los siguientes pasajes: “Una vez que la fisiología avance, dice Saint-Simon, <>. (Ciencia del hombre, XI, 187, Cfr. Obras, II, 189-190. Ciencia del hombre, 17-19 y 29 y ss.).” (Cita extraída de Émile Durkheim: El socialismo, p. 130). Además, agrega Durkheim en su magistral trabajo de interpretación de la obra de Saint-Simon: “Las ciencias humanas deben construirse a imitación de las otras ciencias naturales, pues el hombre no es sino una parte de la naturaleza. No hay dos mundos en el mundo, uno que depende de la observación científica y otro que escapa a ésta. El universo es uno y el mismo método ha de servir para explorarlo en todas sus partes.” (Op. cit., p. 128). Mientras tanto, en el mundo anglosajón, John Stuart Mill, siguiendo la idea de causalidad de David Hume, parte de la premisa de que “(...) puede haber ciencia dondequiera que existan uniformidades, y pueden existir uniformidades aunque todavía no las hayamos descubierto y no seamos capaces de descubrirlas y formularlas mediante generalizaciones. Mill cita, a título de ejemplo, el estado contemporáneo de la meteorología: todo el mundo sabe que los cambios atmosféricos están sujetos a regularidades, y por lo tanto constituyen un tema adecuado para el estudio científico.” (Peter Winch: Filosofía y ciencia social, p. 66). Y, poco más adelante en este ya clásico texto de Winch: “Mill considera que todas las explicaciones tienen fundamentalmente la misma estructura lógica, y en este criterio se basa su creencia de que no existe ninguna diferencia lógica de importancia entre los principios que utilizamos para explicar los cambios naturales y aquellos otros según los cuales explicamos los cambios sociales.” (Op. cit., p. 69). Volviendo a Francia, y a un amigo del propio John Stuart Mill y “discípulo” de Saint-Simon: “(...) por Filosofía Positiva y en relación a las ciencias positivas, únicamente se entiende el estudio propio de las generalidades de las diferentes ciencias, y éstas como sometidas a un método único y como formando las diversas partes de un plan general de investigación.” (Auguste Comte: Curso de filosofía positiva, Orbis; p. 23). Y, páginas más adelante: “...pocas mentes quedan hoy que no estén convencidas de que los fenómenos sociales hay que estudiarlos según el método positivo.” (Op. cit., p. 74).
[10] Ello no significa que Dilthey rechazara la exterioridad como criterio. Para este pensador el acceso al espíritu de un autor requiere de la mediación del espíritu objetivo, esto es, y por decirlo de otro modo aproximado, la mediación de la materialidad efectiva de la obra del autor que se trate.
Miguel Morey: El hombre como argumento, p. 66.
¿En qué momento y en qué lugar se tornó la pregunta por el ser humano una pregunta “fundamental”? No dar respuesta a esta cuestión sería solapar que la problemática antropológica responde a unas determinadas coordenadas históricas, y con ello, se solaparía del mismo modo las relaciones de poder-saber en que tal reflexión estuvo alguna vez, si no todavía, inmiscuida.
La antropología como disciplina filosófica, tal como la conocemos hoy día y tal como nos incumbe para nuestro trabajo, es una elaboración del pensamiento occidental. Ello no niega que en otras culturas y civilizaciones no se hallen, tanto en la actualidad como en el pasado, acabadas filosofías y reflexiones sobre la naturaleza o condición del ser humano. Podemos decir, si se quiere, que éstas han estado presente desde el comienzo de la humanidad. Empero, como disciplina, esto es, como conjunto de discursos con pretensión sistematizadora y encaminados a un determinado objeto, la antropología filosófica es un quehacer muy reciente y propio de los desarrollos occidentales de lo que en los círculos académicas denominamos modernidad.
En la antigua filosofía jónica y griega encontramos constantemente la pregunta por el ser humano. Así, en el canon clásico de la historiografía de la filosofía antigua encontramos intentos de respuesta a la susodicha pregunta en los textos de Sócrates-Platón y Aristóteles. Igualmente, para la historiografía filosófica medieval encontramos respuestas en San Agustín o Santo Tomás de Aquino, por citar sólo dos de los teólogos-filósofos de la época. Durante el renacimiento la figura humana pasa a primer plano en las obras de los artistas y pensadores. Con el alba del pensamiento moderno, con Francis Bacon y René Descartes, también encontramos respuestas a la cuestión, sobre todo en relación con la razón y las pasiones. No obstante, los grandes sistemas filosóficos de estos tiempos no hicieron girar su eje a partir de la persona humana. Más bien, estos sistemas giraban en torno al cosmos, a Dios o a la naturaleza, y el ser humano generalmente sólo se consideraba como una parte, unas veces más central, otras menos, de alguno de ellos.
Es con el advenimiento de la modernidad como época y como universo simbólico, cultural, que la antropología filosófica emerge como disciplina con derecho propio y como reflexión “fundamental” para la constitución de la filosofía y de los saberes de las ciencias sociales y, o humanas,[1] así, como posteriormente, tras el giro postpositivista en la epistemología del siglo XX, para todas las demás ciencias y saberes.
El epígrafe de Morey que da inicio a este parágrafo expresa, desde una perspectiva inspirada en la obra de Michel Foucault, que la disciplina antropológica a la que aquí aludimos aparece contemporáneamente con la constitución del ser humano como objeto de conocimiento por las ciencias humanas. En efecto, es a finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX que los pensadores ilustrados se plantean la necesidad de un tratamiento científico sobre la vida humana y social, y a la vez, son los mismos tiempos en los que Inmanuel Kant propone la necesidad de la antropología filosófica al hacer girar prácticamente toda la filosofía sobre la pregunta ¿qué es el hombre?. Al respecto, nos señala Morey:
“Suele decirse que corresponde a Kant el haber formulado, por vez primera, la necesidad de responder a la pregunta por el ser del hombre como central para todo filosofar. Que el modo como la modernidad va a considerar fundamental el conocimiento del hombre se establece entonces. La formulación es sobradamente conocida (Logik A 26): Las cuestiones centrales de la teoría del conocimiento, la ética y la teología, nos dice Kant, ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me está permitido esperar?, se resumen en una sola: ¿qué es el hombre? Las tres preguntas que guían los intereses de mi razón, las tres preguntas en las que se articula todo proyecto de filosofía en sentido cosmopolita apelan pues, en definitiva, a una sola: la pregunta por el ser del hombre ---la filosofía sólo halla(ría) resolución como antropología.” [2]
Con Kant queda claramente distinguida la antropología filosófica como posible fundamento de la tarea filosófica y de las ciencias sociales y humanas, en tanto que disciplinas que entran en el ámbito del interés cognoscitivo, ámbito siempre relacionado con intereses prácticos. Y si bien Kant no elaboró una antropología precisa y sistemática,[3] se puede decir que el empuje ya estaba dado.
De cara a lo que es nuestro trabajo, cabe agregar que, en Alemania, la antropología filosófica como disciplina se termina de constituir abiertamente casi al mismo tiempo que la moderna teoría social clásica, sobre todo porque resulta ser la obra de Ludwig Feuerbach la que da pie a la consolidación de ambas. Feuerbach, generalmente ubicado a la izquierda hegeliana, fue el gran denunciante de la teología encubierta del sistema filosófico de Hegel. En la filosofía de éste el individuo humano aparece como un instrumento por medio del cual se realiza La Razón. Es la “astucia de la Razón” la que se vale de los intereses propios de los hombres para realizar su gran obra a lo largo de la Historia. Al final, el sujeto de tal sistema es el Espíritu Absoluto. Pero Feuerbach acusa el carácter teológico de ese sujeto. Él es anterior a la Historia y está por encima de los hombres. El carácter metafísico es claro.
Esta acusación feuerbachiana contra Hegel se tronca con la denuncia, a su vez, de la alienación teológica: lo que es resultado de la obra del ser humano se presenta como sujeto independiente del mismo. La voluntad del hombre desaparece ante la voluntad de Dios, considerada en la teología cristiana que acusa Feuerbach como la “verdadera voluntad”. Feuerbach demanda, y efectivamente hace, todo un giro copernicano en el cual el sujeto y el predicado inviertan posiciones: no es Dios el creador del hombre, sino el hombre el creador de Dios. Con ello, la filosofía futura que Feuerbach propone en su reforma es básicamente antropología filosófica. Es el ser humano y sus representaciones el centro y sujeto de la realidad. En este sentido, se puede decir que Feuerbach concluye el movimiento de la filosofía moderna iniciado con Descartes, un movimiento en el cual el sujeto humano y sus representaciones pasa a ser el eje del pensamiento. Sólo que en Descartes ese sujeto aparece como sustancia pensante, res cogitans, mientras que en Feuerbach aparece como ser sensible, de carne y hueso, como cuerpo que piensa y se piensa, que siente y se siente.
Con este giro feuerbachiano Marx inicia propiamente su teoría social. Los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, de París, llevan a cabo la crítica de la filosofía de Hegel por mediación de la crítica de Feuerbach, quien es reconocido por Marx como el gran pensador que abrió el auténtico estudio científico del hombre. Sin embargo, ya en esos escritos Marx comienza su distanciamiento de Feuerbach, el que culminará un año después con las tan mentadas once Tesis sobre Feuerbach, texto que marca, para muchos, una ruptura epistemológica en el trayecto del pensamiento marxiano. Lo fundamental de la crítica marxiana a Feuerbach radica en darle al ser humano el carácter sociohistórico que el naturalismo de éste había abstraído. Efectivamente, para Feuerbach el hombre era definido como un ser natural, sensual, pero abstraído de los contenidos históricos que esa naturaleza tomaba conjuntamente con el mismo hombre a través de las relaciones sociales. Marx le da entonces una dimensión sociológica a la antropología feuerbachiana, convirtiéndose esta dimensión en un momento casi ineludible de todo trabajo antropológico posterior.
Teoría social moderna y antropología como disciplina filosófica mantienen, como hemos sucintamente expuesto, una relación estrecha. Para Marx el pensamiento que se pretende científico tiene que partir del hombre de carne y hueso, el mismo del que partió, aunque con mayores abstracciones, Feuerbach. Ambos autores se preocuparon directamente por la alineación del ser humano: mientras para el último la alienación era básicamente teológica, para el primero, siempre presto al análisis sociohistórico, la alienación primera era de naturaleza económica. Ahora bien, lo dicho hasta el momento tan sólo entabla una relación entre dos pensadores y dos disciplinas, pero en nada contribuye a explicar los condicionantes para la emergencia de los dos componentes de esa doble relación.
Michel Foucault, en el marco del pensamiento de la sospecha, trató en Las palabras y las cosas (1968) de responder a la cuestión ¿por qué se hizo necesario el discurso de la antropología filosófica?[4] Con gran influencia de la teoría weberiana de la racionalización occidental de la vida moderna, Foucault aprecia que en el pensamiento de los últimos siglos se ha dado un cambio de centro epistémico, un cambio de episteme, de verdad estructuradora de los diferentes discursos referidos a las instituciones y la acción social. Se trata de una transformación similar a la operada por Feuerbach[5] durante el siglo XIX, esto es, una ruptura con las Weltanschauungen de origen teológico y su reemplazo con una Weltanschauung fundada sobre la idea ilustrada de Razón que coloca al sujeto humano en el núcleo de la vida social e histórica. Foucault estudia los cambios realizados a través del estudio histórico de importantes instituciones sociales como los psiquiátricos o las cárceles. El nacimiento de estas instituciones bajo una óptica moderna marcha paralelo con la emergencia de las ciencias humanas, todo bajo la nueva episteme.
“Para Foucault, la necesidad de la pregunta por el ser del hombre surge cuando, cono el hundimiento de la episteme clásica, el hombre y su finitud quedan señalados como el lugar del fundamento ---y los objetos, <
Algo similar nos expone Horkheimer, aunque desde la perspectiva materialista de la teoría crítica frankfurtiana de los treinta:
“La moderna antropología filosófica brota de aquella misma necesidad que la filosofía de la época burguesa busca satisfacer desde el principio: tras el colapso de los ordenamientos medievales, ante todo de la tradición como autoridad incondicionada, establecer nuevos principios absolutos a partir de los cuales la acción obtenga su justificativo.” [7]
Resulta obvio que Horkheimer aprecia la emergencia de la antropología filosófica como un subproducto ideológico del ascenso de la burguesía a clase social dominante. De este modo, cuestiona el valor de verdad que pueda obtenerse de esta disciplina filosófica, y, a la vez, impugna valor de sentido que pueda aportar:
“La moderna antropología filosófica forma parte de los últimos intentos de encontrar una norma que otorgue sentido a la vida del individuo en el mundo, tal como ella es ahora.”[8]
Empero, es aquí, como veremos más adelante, que estas afirmaciones de Horkheimer resultan muy limitadas para comprender la importancia de la reflexión antropológica en las diversas disciplinas existentes. Por el momento, y apara acceder a un análisis lo más polivalente que nos sea posible, quedémonos con la distinción que se ha establecido entre valor de verdad y valor de sentido, es decir, entre la dimensión epistemológica de la antropología filosófica y la dimensión ético-política de la misma.
Dimensiones epistemológica y ético-política de la antropología filosófica
En cuanto a la primera dimensión, la epistemológica, el desarrollo de la antropología filosófica se ha mostrado perplejo. No hay una respuesta precisa a la pregunta ¿qué es el ser humano? Y es muy probable que nunca la haya por cuanto tal respuesta parece colocarse de modo relacional con el mundo de las representaciones sociales. El punto es que el ser humano se ha entendido de diferentes modos por las diferentes sociedades y los diferentes grupos sociales. Una era la representación de lo humano en la antigua Esparta y otra era durante el reinado del cristianismo occidental; una era la representación de los indígenas Caribes y otra la de los europeos conquistadores; e, incluso, dentro de la España de comienzos del siglo XVI se presenta el Debate sobre las Indias Occidentales, el cual está cruzado por dos representaciones disímiles de lo humano. Dados estos hechos todo parece llevarnos a dos posibles conclusiones, a saber, 1) de que lo humano es un constructo social; o, por el contrario, 2) existe una positividad humana dura (en el sentido de una naturaleza esencial de lo humano) la cual, a) aún nuestros conocimientos no han alcanzado, o, b) quizás nunca podamos alcanzar por los límites de nuestro entendimiento. Ahora bien, si aceptamos, como parece derivarse de lo dicho hasta el momento, la conclusión 1, la de que lo humano descansa fundamentalmente en las representaciones de lo humano, ello no nos exime de tratar el hecho antropológico desde el plano epistemológico, pues, si lo humano es una representación social, un constructo, tal representación se posibilita desde una corporalidad positiva; de lo contrario caeríamos en un dualismo que consideramos menester evitar. Lo que sí no cabría aceptar es la conclusión “2 a”, no al menos hasta el presente. En pocas palabras, estamos ante dos concepciones diferentes de entender la positividad.
Una es la positividad, califiquémosla de dura, subyacente a las concepciones hegemónicas de las ciencias naturales hasta mitad del siglo XX, y otra es la positividad subyacente a las corrientes hermenéuticas de los estudios humanísticos, la filosofía y las ciencias sociales, positividad que bien podemos calificar de blanda, si se aceptan las metáforas propuestas. Llegados aquí, entramos en los compromisos ontológicos de las diversas epistemologías. En efecto, el discurso epistemológico que se trasladó a las nacientes ciencias sociales durante el siglo XIX provenía del ámbito de la física newtoniana. Conjuntamente con el mismo se introdujo la ontología dura de la naturaleza que resultaba aneja a tal física.[9] Siguiendo ese compromiso ontológico, las ciencias sociales se abocarían a la búsqueda del cuerpo de leyes, configuradas por el sentido humeniano de causalidad unilineal, que establecerían el conocimiento efectivo y la intervención práctica en la turbulenta realidad social decimonónica. No obstante, pronto y bajo la égida de la alemana Methodenstreit, emergería la reacción hermenéutica con Wilhelm Dilthey que marcaría otra forma de entender la realidad social y humana basada en la libertad de acción del espíritu y en la rotunda negación de la causalidad dura y los meros criterios epistemológicos de reducción a la exterioridad del objeto del saber.[10] Por supuesto, la preocupación de Dilthey es kantiana, al menos en el sentido de que una de sus grandes preguntas es aquella de cuáles son las condiciones de posibilidad de las ciencias del espíritu, pero siempre, a diferencia del kantismo, entendiendo que la región óntica de éstas difiere de la región óntica de la naturaleza exterior a lo humano.
Aquí una vez más podemos inspirarnos en el paralelismo establecido por Foucault entre ciencias humanas y antropología filosófica, y afirmar que este intramovimiento de las ciencias sociales descrito superficialmente en el párrafo precedente, acontece también en el marco del desarrollo de la antropología filosófica.
[1] Haremos aquí una distinción entre ciencias sociales y ciencias humanas según se ponga el énfasis en la persona humana como sujeto central de la vida social y humana (ciencias humanas) o según se acentúe lo sistémico (Niklas Luhmann), lo estructural (Karl Marx, Claude Lévi-Strauss, etc.) o lo relacional (George Herbert Mead, Herbert Blumer, Peter Berger, etc.); a estas últimas cabe mejor el calificativo de “sociales”. Como veremos más adelante, para ambos énfasis la reflexión en cuanto a las nociones de ser humano resulta de gran importancia, si bien con diferentes perspectivas de la misma, pues lo que para unas puede resultar ontológico y positivo, para las otras puede ser eje ético-político, idea regulativa en el sentido kantiano.
[2] El hombre como argumento, Anthropos; p. 24.
[3] Op. cit., pp. 25-26 y 28.
[4] “En su análisis de las preguntas kantianas, y más genéricamente de la orientación antropológica del saber moderno, M. Foucault (1968) desplaza el modo heideggeriano de abordar la cuestión, con un giro de cuño netamente nietscheano. (...) La pregunta que Foucault dirige a los discursos antropológicos se plantea desde la misma malevolencia: no se interroga cómo o si tales discursos son posibles sino por qué son necesarios: ¿por qué es necesario un discurso acerca del ser del hombre?” (Miguel Morey: Op. Cit., p. 51).
[5] Aunque es preciso advertir que tales cambios epistémicos preceden a Feuerbach, a quien es mejor considerar como un momento de esa gran transformación.
[6] Miguel Morey: Op. Cit., p. 53.
[7] Max Horkheimer: “Observaciones sobre la antropología filosófica” en Teoría crítica, Amorrortu; p. 53.
[8] Op. cit., pp. 54-55.
[9] Sobre dicha traslación epistemológica, metodológica y ontológica, encontramos, por ejemplo, y sólo a título de pequeña muestra, los siguientes pasajes: “Una vez que la fisiología avance, dice Saint-Simon, <
Javier B. Seoane C.
2003
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