En nuestros tiempos se pone de relieve este concepto derivado de la tradición sociológica. El mismo lo había usado a finales del siglo pasado E. Durkheim para significar la pérdida de identidad del sujeto con lo establecido socialmente. Desde el punto de vista funcional, anomia refiere a un problema estructural según el cual los medios institucionalizados no se corresponden con los fines culturales, lo que ocasiona cierta disfuncionalidad entre lo que el individuo tiende a desear y las posibilidades que tiene de satisfacer su deseo. Es en este último sentido que usamos aquí el término.
Se dice que la sociedad venezolana es profundamente anómica, que vivimos tiempos de desintegración, donde la vida no vale nada. La cantidad de homicidios es un criterio de estatus para muchos jóvenes en los barrios del país, otros se entregan al narcotráfico y al consumo de drogas. Pero, vale la pena preguntarnos, ¿nacieron con esos criterios? ¿qué hace que una persona asesine a otra por un par de zapatos u otra cosa? O, en otra versión, ¿qué hace que un sujeto pugne por alcanzar un cargo público donde pueda adueñarse de los fondos públicos? ¿por qué hay una corrupción administrativa tan pronunciada?
De ser un país de base agraria, de ser una ciudad de techos rojos, hemos pasado en menos de cincuenta años a ser un país organizado a partir de las pautas culturales de la sociedad de consumo más avanzada. El venezolano promedio tiene como expectativas mantener un nivel de vida rodeado por la comodidad de los artefactos tecnológicos de avanzada, es, en pocas palabras, un fetichista de los artefactos. Con la autoestima disminuida (no se siente país, ni ciudadano, ni comunidad, ni hombre), con la evidencia de que su voluntad individual poco puede hacer por remediar la situación, con la capacidad de asombro anulada se entrega a la espiral del consumo buscando en el icono la vacía verdad de nuestros tiempos.
Para poder alcanzar su meta, según la cual ser equivale a tener, no dispone de medios que sean legales y “legítimos”, esto es, por medio de su sueldo como obrero o funcionario público, difícilmente pueda ponerse al día en la carrera tecnológica personalizada. No obstante, la propaganda lo bombardea día tras día hasta llevarlo a un estado de estupidez mimética. La salida a esta situación no pasa por regresar a los sólidos valores del pasado, ni por integrarnos incondicionalmente a los imperativos de la globalización económica, ni por proclamar una revolución bolivariana acartonada y de rimbombantes discursos eclécticos, por no decir epilépticos. Antes requerimos observarnos como cultura nosotros mismos. Para ello es menester emprender auténticos cambios en el nivel educativo, cambios cualitativos que nos vuelvan autocríticos y despierten nuestro tacto hacia el otro.
Se dice que la sociedad venezolana es profundamente anómica, que vivimos tiempos de desintegración, donde la vida no vale nada. La cantidad de homicidios es un criterio de estatus para muchos jóvenes en los barrios del país, otros se entregan al narcotráfico y al consumo de drogas. Pero, vale la pena preguntarnos, ¿nacieron con esos criterios? ¿qué hace que una persona asesine a otra por un par de zapatos u otra cosa? O, en otra versión, ¿qué hace que un sujeto pugne por alcanzar un cargo público donde pueda adueñarse de los fondos públicos? ¿por qué hay una corrupción administrativa tan pronunciada?
De ser un país de base agraria, de ser una ciudad de techos rojos, hemos pasado en menos de cincuenta años a ser un país organizado a partir de las pautas culturales de la sociedad de consumo más avanzada. El venezolano promedio tiene como expectativas mantener un nivel de vida rodeado por la comodidad de los artefactos tecnológicos de avanzada, es, en pocas palabras, un fetichista de los artefactos. Con la autoestima disminuida (no se siente país, ni ciudadano, ni comunidad, ni hombre), con la evidencia de que su voluntad individual poco puede hacer por remediar la situación, con la capacidad de asombro anulada se entrega a la espiral del consumo buscando en el icono la vacía verdad de nuestros tiempos.
Para poder alcanzar su meta, según la cual ser equivale a tener, no dispone de medios que sean legales y “legítimos”, esto es, por medio de su sueldo como obrero o funcionario público, difícilmente pueda ponerse al día en la carrera tecnológica personalizada. No obstante, la propaganda lo bombardea día tras día hasta llevarlo a un estado de estupidez mimética. La salida a esta situación no pasa por regresar a los sólidos valores del pasado, ni por integrarnos incondicionalmente a los imperativos de la globalización económica, ni por proclamar una revolución bolivariana acartonada y de rimbombantes discursos eclécticos, por no decir epilépticos. Antes requerimos observarnos como cultura nosotros mismos. Para ello es menester emprender auténticos cambios en el nivel educativo, cambios cualitativos que nos vuelvan autocríticos y despierten nuestro tacto hacia el otro.
Javier B. Seoane C.
Caracas, febrero de 2000
Inédito
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