Quienes hoy dirigen las políticas del Estado han partido de la vieja tesis de que los cambios profundos de la vida social son posibles a través de fuertes modificaciones en las leyes positivas y las instituciones. Bajo la sombra de esa idea, sin duda premarxista, emprendieron lo que calificaron como un gobierno de transición y cuyo objetivo estratégico era (re)constituir el Estado de un modo más soberano y justo.
Durante todo el año que ha transcurrido de esta administración no hemos dudado de las buenas intenciones de los autoproclamados revolucionarios de la honestidad. De lo que sí hemos dudado, tanto antes como ahora, es de la claridad de sus ideas, la cual se manifiesta irreflexivamente en sus actitudes políticas y personales. Y es la profunda opacidad trasnochada de estos actores nuevos (?) la que difícilmente logrará conseguir luz alguna en el laberíntico túnel en que se encuentra el país.
Después de un año tenemos una nueva Constitución, alabada en muchos de sus aspectos por connotados personajes del mundo nacional e internacional. No obstante, pocos cambios sustantivos llegan a percibirse, por lo que la nueva está tan moribunda como antes estuvo la del 61. Pongamos un caso concreto de análisis: el artículo 67. Allí se dice, “Todos los ciudadanos y ciudadanas tienen el derecho de asociarse con fines políticos, mediante métodos democráticos de organización, funcionamiento y dirección. Sus organismos de dirección y sus candidatos o candidatas a cargos de elección popular serán seleccionados o seleccionadas en elecciones internas con la participación de sus integrantes.” (Resaltado nuestro). Sin duda, la introducción de este pasaje se justificaba por aquello de que los partidos tradicionales elegían sus candidatos autoritariamente (dedocráticamente) en clara contraposición a la voluntad democrática.
Pues bien, las prácticas de quienes hoy dirigen cupularmente la “alianza patriótica” de gobierno, que son los mismos redactores del pasaje anterior, siguen siendo tan poco democráticas como otrora eran las prácticas de la satanizada Acción Democrática. Don Luis, Corleone según Petkoff, una vez escuchado al Sumo Pontífice de la nueva religión bolivariana, escoge a dedo a aquellos niños que por su buen comportamiento merecen la gracia de ser postulados. ¿Qué ha cambiado? La cogollocracia sigue siendo el modo de proceder político en el país.
Se trata de un caso entre muchos otros. Abra Ud. la moribunda del 99 y seleccione al azar un artículo. Verá que la “nueva Era” no está comenzando con buen pie. Y entiéndase bien: Yo no apuesto al fracaso del gobierno; en este barco (¿Titanic?) estamos navegando todos. Por ello es importante que los “nuevos líderes” se percaten de una vez por todas que lo adeco no se confina a un esclerosado partido político, ya periódico de ayer. Antes, hay que reconocer que lo adeco es una cultura que está metida hasta los tuétanos de nuestras instituciones y hombres. Y como toda cultura resulta ser más resistente que el mejor acero.
Por eso, creemos que la “revolución bolivariana” necesita a su vez una revolución. Necesita mirarse a sí misma, descubrir su vieja cultura, su universo simbólico reproductor de nuestras miserias. Sólo así nos miraremos a nosotros mismos y comprenderemos cuan larga y profunda ha de ser nuestra transformación cultural.
Durante todo el año que ha transcurrido de esta administración no hemos dudado de las buenas intenciones de los autoproclamados revolucionarios de la honestidad. De lo que sí hemos dudado, tanto antes como ahora, es de la claridad de sus ideas, la cual se manifiesta irreflexivamente en sus actitudes políticas y personales. Y es la profunda opacidad trasnochada de estos actores nuevos (?) la que difícilmente logrará conseguir luz alguna en el laberíntico túnel en que se encuentra el país.
Después de un año tenemos una nueva Constitución, alabada en muchos de sus aspectos por connotados personajes del mundo nacional e internacional. No obstante, pocos cambios sustantivos llegan a percibirse, por lo que la nueva está tan moribunda como antes estuvo la del 61. Pongamos un caso concreto de análisis: el artículo 67. Allí se dice, “Todos los ciudadanos y ciudadanas tienen el derecho de asociarse con fines políticos, mediante métodos democráticos de organización, funcionamiento y dirección. Sus organismos de dirección y sus candidatos o candidatas a cargos de elección popular serán seleccionados o seleccionadas en elecciones internas con la participación de sus integrantes.” (Resaltado nuestro). Sin duda, la introducción de este pasaje se justificaba por aquello de que los partidos tradicionales elegían sus candidatos autoritariamente (dedocráticamente) en clara contraposición a la voluntad democrática.
Pues bien, las prácticas de quienes hoy dirigen cupularmente la “alianza patriótica” de gobierno, que son los mismos redactores del pasaje anterior, siguen siendo tan poco democráticas como otrora eran las prácticas de la satanizada Acción Democrática. Don Luis, Corleone según Petkoff, una vez escuchado al Sumo Pontífice de la nueva religión bolivariana, escoge a dedo a aquellos niños que por su buen comportamiento merecen la gracia de ser postulados. ¿Qué ha cambiado? La cogollocracia sigue siendo el modo de proceder político en el país.
Se trata de un caso entre muchos otros. Abra Ud. la moribunda del 99 y seleccione al azar un artículo. Verá que la “nueva Era” no está comenzando con buen pie. Y entiéndase bien: Yo no apuesto al fracaso del gobierno; en este barco (¿Titanic?) estamos navegando todos. Por ello es importante que los “nuevos líderes” se percaten de una vez por todas que lo adeco no se confina a un esclerosado partido político, ya periódico de ayer. Antes, hay que reconocer que lo adeco es una cultura que está metida hasta los tuétanos de nuestras instituciones y hombres. Y como toda cultura resulta ser más resistente que el mejor acero.
Por eso, creemos que la “revolución bolivariana” necesita a su vez una revolución. Necesita mirarse a sí misma, descubrir su vieja cultura, su universo simbólico reproductor de nuestras miserias. Sólo así nos miraremos a nosotros mismos y comprenderemos cuan larga y profunda ha de ser nuestra transformación cultural.
Javier B. Seoane C.
Caracas, febrero de 2000
Publicado en El Nacional
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