El jueves 20 Chávez declaró en El Valle: “Estamos dispuestos a lo que sea para defender la revolución”. Al día siguiente declaró el director de Human Rights Watch: “es necesario que (el presidente) cada vez que elija un lenguaje duro y descalificatorio para defenderse de las críticas haga todos los esfuerzos posibles por condenar y rechazar la intimidación, la violencia o cualquier tipo de ataques de sus partidarios” (website de El Nacional, 21/6/02). Decir que se está dispuesto a lo que sea es decir también que la violencia y la intimidación pueden ser vías justificadas, cuestión que parece chocar con el “respeto supremo a la Constitución y a las leyes” que tanto repite el propio Chávez.
¿Cómo entender esta antinomia entre lógica constitucionalista y lógica revolucionaria en los mismos actores? A mi entender caben las siguientes respuestas: a) la melcocha ideológica es de tal tamaño que es absurdo pedir coherencia; b) la Constitución es sólo un momento estratégico para la realización de un proyecto de otro tipo, lo que explica que en ciertos momentos coyunturales los actores gubernamentales se apeguen y promocionen el apegarse a las leyes; c) una combinación, también poco coherente, de a) y b). Personalmente mi juicio se inclina por esta última, si bien creo que, de acuerdo con la lógica cultural política de nuestro país, predominará la tendencia hacia la segunda: preservar la hegemonia partidista a costa del Estado, lo que no es más que conspirar contra la institucionalidad del Estado dentro del Estado mismo.
También actores de la oposición proceden de modo similar, aunque sin melcochas ideológicas pues tienen claros sus intereses económicos y políticos. Me refiero a quienes cantan loas a la “verdadera democracia” para después sepultarla en la primera oportunidad. Son loas estratégicas, pues lo que en verdad quieren es recapturar el aparato de Estado para volver a sustentar los privilegios perdidos. Tampoco ellos quieren diálogo. Por el contrario, son tan conspiradores como los “revolucionarios”.
Así las cosas, la conspiración contra el país une a los dos extremos de la política nacional. La médula de toda conspiración es precisamente la racionalidad estratégica, la cual consiste en buscar el logro de fines muy particulares llevando a los actores opuestos a una situación funcional a esos fines. La racionalidad estratégica toma al otro como un objeto de manipulación, nunca como un sujeto de diálogo con el que se busca lograr un entendimiento para coordinar acciones conjuntas. Estrategia y conspiración suelen ir tomadas de la mano.
Nuestros conspiradores, del gobierno y de la oposición, están enclaustrados en sus mundos miopes, por ello en el fondo son pésimos estrategas (conspiradores): su acción destruye la posibilidad de sus fines. Ambos juegan con el elemento catártico de la guerra civil, la anhelan sin medir costos. La anuncian, se preparan con sus respectivos arsenales y arengan a sus respectivas masas. La cosa les resulta un juego atractivo, hasta que la profecía un día se cumpla y sientan desvanecerse la vida de sus seres más queridos. Por ahora, como adolescentes gozan sembrando el miedo. Pueden sentirse satisfechos pues creo que están teniendo éxito: al menos yo no tengo empacho alguno en confesar mi temor. Ante ello, sólo me resta decir que ojalá no se repita esa máxima de que los pueblos necesitan experimentar las guerras para volverse temerosos de sí mismos. Sería demasiado triste.
¿Cómo entender esta antinomia entre lógica constitucionalista y lógica revolucionaria en los mismos actores? A mi entender caben las siguientes respuestas: a) la melcocha ideológica es de tal tamaño que es absurdo pedir coherencia; b) la Constitución es sólo un momento estratégico para la realización de un proyecto de otro tipo, lo que explica que en ciertos momentos coyunturales los actores gubernamentales se apeguen y promocionen el apegarse a las leyes; c) una combinación, también poco coherente, de a) y b). Personalmente mi juicio se inclina por esta última, si bien creo que, de acuerdo con la lógica cultural política de nuestro país, predominará la tendencia hacia la segunda: preservar la hegemonia partidista a costa del Estado, lo que no es más que conspirar contra la institucionalidad del Estado dentro del Estado mismo.
También actores de la oposición proceden de modo similar, aunque sin melcochas ideológicas pues tienen claros sus intereses económicos y políticos. Me refiero a quienes cantan loas a la “verdadera democracia” para después sepultarla en la primera oportunidad. Son loas estratégicas, pues lo que en verdad quieren es recapturar el aparato de Estado para volver a sustentar los privilegios perdidos. Tampoco ellos quieren diálogo. Por el contrario, son tan conspiradores como los “revolucionarios”.
Así las cosas, la conspiración contra el país une a los dos extremos de la política nacional. La médula de toda conspiración es precisamente la racionalidad estratégica, la cual consiste en buscar el logro de fines muy particulares llevando a los actores opuestos a una situación funcional a esos fines. La racionalidad estratégica toma al otro como un objeto de manipulación, nunca como un sujeto de diálogo con el que se busca lograr un entendimiento para coordinar acciones conjuntas. Estrategia y conspiración suelen ir tomadas de la mano.
Nuestros conspiradores, del gobierno y de la oposición, están enclaustrados en sus mundos miopes, por ello en el fondo son pésimos estrategas (conspiradores): su acción destruye la posibilidad de sus fines. Ambos juegan con el elemento catártico de la guerra civil, la anhelan sin medir costos. La anuncian, se preparan con sus respectivos arsenales y arengan a sus respectivas masas. La cosa les resulta un juego atractivo, hasta que la profecía un día se cumpla y sientan desvanecerse la vida de sus seres más queridos. Por ahora, como adolescentes gozan sembrando el miedo. Pueden sentirse satisfechos pues creo que están teniendo éxito: al menos yo no tengo empacho alguno en confesar mi temor. Ante ello, sólo me resta decir que ojalá no se repita esa máxima de que los pueblos necesitan experimentar las guerras para volverse temerosos de sí mismos. Sería demasiado triste.
Javier B. Seoane C.
Caracas, junio de 2002
Publicado en El Nacional
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