En lo que sigue sólo pretendo tocar tres aspectos relativos a la motivación en el acto de votar. No aspiro ser exhaustivo ni dar cuenta de las diversas implicaciones que hay en el asunto. Tan sólo quiero poner tres puntos para la discusión.
1
Se aproxima el día de las elección presidencial y la correlación de fuerzas y la aceptación o rechazo de los candidatos no parece variar considerablemente. Los que hoy aparecen como derrotados afinan sus comandos de campaña, ya destartalados, y se preparan para quemar sus últimos cartuchos. Muchos de esos comandos, quizás por asesorías descontextualizadas, equivocan la estrategia. Observan el desenvolvimiento del candidato triunfante y procuran encontrar sus debilidades para atacarlas racionalmente. Pero, ¿es racional el comportamiento del elector promedio en Venezuela?
Un ejercicio de sociología electoral en Venezuela nos mostraría sin dificultades que la mayoría de los electores se conducen más afectiva que racionalmente. Y esto es tanto aquí como en gran cantidad de países occidentales. Las familias, los grupos de amigos, y finalmente gran parte de la comunidad, se hace solidaria a la hora de elegir al próximo Presidente. La sensación de pertenencia grupal se extiende al candidato y la votación se convierte en un ritual que une a los miembros de la Iglesia llamada “nación”. Así lo demuestran los estudios electorales realizados en Estados Unidos y algunos países latinoamericanos. Las estadísticas demuestran que los miembros de una familia votan en su mayoría por el mismo candidato. Se puede decir que hasta se trata de una cuestión de lealtad al grupo. Igual pasa con el resto de los grupos primarios. En Venezuela, de acuerdo a las circunstancias presentes, esta situación tiende a agudizarse. Por más que desde distintos flancos se ataca el “proyecto” del Presidente, bien sea por impropio o porque se desvió del mismo, la simpatía sigue estando con él. Igual pasa cuando se acusa al candidato por su supuesta irracionalidad, por su voluntad manifiesta de violar las leyes y de dividir al país en dos. De este modo, queremos resaltar que el acto de votar suele ser más catéxico que racional, en pocas palabras, es más pasional que elección ponderada y razonada de un ciudadano.
Esta catexia del voto la han comprendido muy bien quienes hoy marchan primeros en las encuestas electorales. Ellos han apelado a la solidaridad del “polo patriótico” contra el inventado “enemigo común” y hacen de la campaña una guerra. Sociológicamente, los efectos de una declaración de guerra son en la mayoría de los casos un aglutinante colectivo. La gente olvida momentáneamente su egoísmo y se enlaza en una causa común contra el Enemigo. Del otro lado están los antipatriotas (los malos), de éste los buenos, los verdaderos hijos de Bolívar. Este tipo de campaña ha sido efectiva en la misma medida en que el resto de los candidatos se han conducido de un modo similar a los electores, esto es, a partir de sus propios afectos y de anteponer sus intereses personales e inmediatos por encima de los que razonadamente marca la estrategia electoral, la cual parece indicar que lo más efectivo sería crear otro “polo” que haga frente al candidato que domina las preferencias.
Por lo tanto, no se necesita ser adivino para afirmar que poco les queda por hacer a los partidos que hoy luchan contra la corriente electoral. Ellos están fragmentados, no llegan a un acuerdo, su relación con los pocos partidarios es meramente clientelar (egoísta, nunca solidaria) y se han dejado imponer la agenda electoral desde hace mucho tiempo. Por si fuera poco, cuentan con el rechazo de una población diezmada por un sistema excluyente. En pocas palabras, la suerte está echada y unos afectos se imponen sobre otros.
Así, queremos criticar fuertemente la tesis de que el voto supone un acto de voluntad racional. No lo es en Estados Unidos ni en Europa occidental, y mucho menos aquí donde la cultura se inclina aún más hacia lo emocional.
2
Procuremos ahora avizorar que ánimos hay tras nuestros votantes. Ya se han realizado varios estudios sobre la motivación predominante en el voto de elecciones pasadas. Se ha dicho que la segunda elección de Carlos Andrés Pérez estuvo en concordancia con el imaginario colectivo de la “Venezuela Saudita”. Particularmente yo no tengo mayores dudas acerca de esa afirmación. Si recordamos que los primeros casos más sonados de corrupción administrativa se dieron durante su primera presidencia, si recordamos que se salvó por un voto de ser enjuiciado en el Congreso por el famoso “Sierra Nevada”, entonces es difícil presuponer que fue elegido por su condición de hombre probo. Más bien, todo parece indicar que el votante promedio creía, consciente o inconscientemente, que los “buenos tiempos” del consumo regresarían una vez que ese hiperquinético hombrecillo asumiera las riendas del país. Pienso que en esa elección lo moral se dejó de lado frente a la inclinación hedonista. Además, ¿acaso, en aquel momento, no se había sedimentado en el lenguaje popular de nuestro país aquello de que “los adecos robaban y dejaban robar”?
Fracasado el proyecto de retorno al sauditismo, y sumergida Venezuela en una supuesta cruzada moral contra el “malvado Pérez”, una vez acontecidos 27-F, 4-F y 27-N, los votantes volvieron a las urnas y en una elección muy reñida, y donde la abstención salió como verdadera triunfante, Rafael Caldera ganó las elecciones. Tras la imagen de Caldera estaba el Padre pacificador que anunciaba una “Carta de Intención con el Pueblo” para luchar contra las perversidades del F.M.I. Además, se esforzó por presentarse como hombre suprapartido y vendió bien la imagen en el mercado electoral. Al contrario de la elección de Pérez, aquí se elegía a un hombre de resaltantes características morales. Pero el gran Padre traicionó a sus hijos desposeídos aliándose con los chulos de siempre, con quienes firmó otra carta de intención con el F.M.I.
¿Qué imaginario predomina ahora en la mayoría de nuestros votantes? Tratemos de llegar al mismo por vía de la negación. La mayoría rechaza a los partidos tradicionales otrora dominantes, que son vistos como culpables de todos los males existentes. La mayoría rechaza aquellas imágenes que no logran posesionarse en la opinión pública como autoritarias, cuestión que está en correlación con la afirmación generalizada de que “aquí lo que hace falta es gobierno”. Por lo tanto, un primer punto está asociado con el predominio de figuras “independientes” y autoritarias. No en balde, según todos los sondeos de opinión, Chávez y Arias Cárdenas son quienes encabezan las preferencias. Finalmente, entre estos dos, el primero es el que tiene mayor aceptación, quizá porque es un hombre más afín al común de la gente que el otro, que es más común a la minoría económicamente privilegiada de la población. Estos supuestos nos llevan a concluir que gran parte de los electores se muestran contrarios al sistema, siendo su conducta más negativa que afirmativa, esto es, de lo que se trata es de derrumbar lo establecido aunque no se tenga bien claro qué es lo que se va a construir. Después de todo Chávez no ha ofrecido ni dado nada concreto más allá de una “nueva” constitución que, por cierto, parece tan moribunda como antes la del 61. No hay ofertas positivas sino negación, y el mercado electoral está dispuesto a comprar esa negación.
Detrás de esta descripción encontramos dos tesis que también quisiera aportar a la discusión: 1) la mayoría de la sociedad venezolana no se asume como responsable del porvenir sino que sigue pensando en que es un hombre dotado de cierto carácter el que puede y debe conducir las riendas del país (la vieja tesis del líder mesiánico y ahora con el añadido de vengador); y, en relación con esto último, 2) es falso que el llamado sistema democrático forme parte de la vida cultural del venezolano promedio.
3
Nos proponemos discutir esta última tesis, pues, por una parte, creemos que ella ilumina algo de lo oculto tras el voto; y, por la otra, nos deja entrever que tan falsos resultan ciertos cánticos sobre la bondad democrática de nuestra nación. Sin embargo, antes de entrar en este punto, dejo explícita mi inclinación por el régimen democrático, pero, sobre todas las cosas, por la vida democrática.
Es sobre esta distinción de la democracia como sistema y como mundo de vida en la que me sostendré en esta última parte de la exposición. Estoy convencido de que la democracia antes de hacerse sistema debe hacerse mundo de vida. Entiendo por mundo de vida a aquella concepción que todos tenemos acerca de qué es y de qué finalidad tiene nuestra existencia y relación con los demás y los objetos. Entiendo también que esta concepción no es una teoría entre otras, sino que es una teoría práctica y una práctica teórica a la vez. Con ello quiero decir que es una concepción fundamental sobre la que orientamos el sentido de nuestras acciones y comprendemos el accionar de los demás. Afirmo además que sin un mundo de vida no es posible convivir ni sobrevivir, puesto que es dicho mundo el que nos proporciona el mapa para ubicarnos en la vida social y en relación con la naturaleza. Es entonces un mundo moral y ético, a la vez que epistémico, pues desde él valoramos y desde él conocemos. En síntesis, este mundo constituye nuestro sentido común y nuestra cotidianidad. Establece un orden simbólico básico que es a su vez condición de posibilidad de cualquier otro orden.
Una vez caracterizada nuestra concepción, afirmo que el mundo de vida hegemónico en Venezuela no es democrático. Lo que quiero significar es que las actitudes manifiestas en la mayoría de nuestras relaciones sociales no son actitudes caracterizadas por la tolerancia hacia la pluralidad o por la búsqueda del consenso y el trabajo en equipo ante las diferencias y dificultades. Por el contrario, la actitud predominante es la autoritaria, entendiendo por ésta a aquella que se caracteriza por ser impositiva, arrogante y portadora de una verdad no sometible a discusión. Este tipo de relaciones cruzan todo el tejido social: desde la familia matriarcal predominante hasta la escuela, desde los grupos de pares hasta la empresa, desde los distintos niveles de gobierno hasta las relaciones de pareja.
Ahora bien, si el mundo de vida, si el modo cultural no es democrático, entonces el sistema político difícilmente será algo más que una parodia de democracia. Y de facto, no pretendo extenderme sobre algo que doy por supuesto y que a toda luz se manifiesta en “parlamentarios” cuya conciencia es puesta por el Partido y presidentes que terminan siendo perfectos soberbios. De hecho, usted los elige, pero en realidad lo que les da es una carta en blanco y firmada.
Llegados aquí se entenderá un poco más mi exposición. Lo que quiero mostrar es que el acto de votar no necesariamente es un acto democrático, y mucho menos lo es en nuestras condiciones culturales y socioeconómicas. Tampoco ha de entenderse el votar como ejercicio de una voluntad libre. Quizá podríamos hablar de libre arbitrio, esto es, de elección entre lo dado, pero no propiamente de libertad. Sé que muchos dirán que peco aquí de hegeliano, que la distinción hecha entre libre arbitrio y libertad es hegeliana, pero pienso que es viable para comunicarles que según mi punto de vista se elige para que otros elijan por nosotros, porque somos nosotros mismos como “sociedad civil” quienes no queremos asumir la responsabilidad sobre nuestras acciones como país. De ahí que nos dejamos llevar por el carisma y buscamos, consciente o inconscientemente, un padre duro que nos dirija.
Así, la situación que hoy vivimos no es culpa de Chávez, o del señor Arias Cárdenas, o de los puntofijistas, sino que ellos son nuestras criaturas, nuestra propia creación, y como tal, son el símbolo de nuestro estado como sociedad. Con ello, no quiero diluir las responsabilidades entre todos. Es obvio que las generaciones jóvenes, y aquellas que ya no lo son pero no han tenido cargos de dirección nacional, no son tan responsables como quienes han tenido la conducción del Estado durante el último medio siglo. Pero también es obvio que a todos nos toca, aunque sea en cuota mínima, ser parte creadora y reproductora de la miseria en que estamos sumergidos. Como se verá soy pesimista, pero también albergo la remota posibilidad de que podamos transformar esta situación aciaga. Para ello tendremos que asumir nuestra responsabilidad social y política. Tarea nada fácil si pensamos que el verdadero enemigo no está fuera de nosotros sino en cada uno de nosotros.
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Se aproxima el día de las elección presidencial y la correlación de fuerzas y la aceptación o rechazo de los candidatos no parece variar considerablemente. Los que hoy aparecen como derrotados afinan sus comandos de campaña, ya destartalados, y se preparan para quemar sus últimos cartuchos. Muchos de esos comandos, quizás por asesorías descontextualizadas, equivocan la estrategia. Observan el desenvolvimiento del candidato triunfante y procuran encontrar sus debilidades para atacarlas racionalmente. Pero, ¿es racional el comportamiento del elector promedio en Venezuela?
Un ejercicio de sociología electoral en Venezuela nos mostraría sin dificultades que la mayoría de los electores se conducen más afectiva que racionalmente. Y esto es tanto aquí como en gran cantidad de países occidentales. Las familias, los grupos de amigos, y finalmente gran parte de la comunidad, se hace solidaria a la hora de elegir al próximo Presidente. La sensación de pertenencia grupal se extiende al candidato y la votación se convierte en un ritual que une a los miembros de la Iglesia llamada “nación”. Así lo demuestran los estudios electorales realizados en Estados Unidos y algunos países latinoamericanos. Las estadísticas demuestran que los miembros de una familia votan en su mayoría por el mismo candidato. Se puede decir que hasta se trata de una cuestión de lealtad al grupo. Igual pasa con el resto de los grupos primarios. En Venezuela, de acuerdo a las circunstancias presentes, esta situación tiende a agudizarse. Por más que desde distintos flancos se ataca el “proyecto” del Presidente, bien sea por impropio o porque se desvió del mismo, la simpatía sigue estando con él. Igual pasa cuando se acusa al candidato por su supuesta irracionalidad, por su voluntad manifiesta de violar las leyes y de dividir al país en dos. De este modo, queremos resaltar que el acto de votar suele ser más catéxico que racional, en pocas palabras, es más pasional que elección ponderada y razonada de un ciudadano.
Esta catexia del voto la han comprendido muy bien quienes hoy marchan primeros en las encuestas electorales. Ellos han apelado a la solidaridad del “polo patriótico” contra el inventado “enemigo común” y hacen de la campaña una guerra. Sociológicamente, los efectos de una declaración de guerra son en la mayoría de los casos un aglutinante colectivo. La gente olvida momentáneamente su egoísmo y se enlaza en una causa común contra el Enemigo. Del otro lado están los antipatriotas (los malos), de éste los buenos, los verdaderos hijos de Bolívar. Este tipo de campaña ha sido efectiva en la misma medida en que el resto de los candidatos se han conducido de un modo similar a los electores, esto es, a partir de sus propios afectos y de anteponer sus intereses personales e inmediatos por encima de los que razonadamente marca la estrategia electoral, la cual parece indicar que lo más efectivo sería crear otro “polo” que haga frente al candidato que domina las preferencias.
Por lo tanto, no se necesita ser adivino para afirmar que poco les queda por hacer a los partidos que hoy luchan contra la corriente electoral. Ellos están fragmentados, no llegan a un acuerdo, su relación con los pocos partidarios es meramente clientelar (egoísta, nunca solidaria) y se han dejado imponer la agenda electoral desde hace mucho tiempo. Por si fuera poco, cuentan con el rechazo de una población diezmada por un sistema excluyente. En pocas palabras, la suerte está echada y unos afectos se imponen sobre otros.
Así, queremos criticar fuertemente la tesis de que el voto supone un acto de voluntad racional. No lo es en Estados Unidos ni en Europa occidental, y mucho menos aquí donde la cultura se inclina aún más hacia lo emocional.
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Procuremos ahora avizorar que ánimos hay tras nuestros votantes. Ya se han realizado varios estudios sobre la motivación predominante en el voto de elecciones pasadas. Se ha dicho que la segunda elección de Carlos Andrés Pérez estuvo en concordancia con el imaginario colectivo de la “Venezuela Saudita”. Particularmente yo no tengo mayores dudas acerca de esa afirmación. Si recordamos que los primeros casos más sonados de corrupción administrativa se dieron durante su primera presidencia, si recordamos que se salvó por un voto de ser enjuiciado en el Congreso por el famoso “Sierra Nevada”, entonces es difícil presuponer que fue elegido por su condición de hombre probo. Más bien, todo parece indicar que el votante promedio creía, consciente o inconscientemente, que los “buenos tiempos” del consumo regresarían una vez que ese hiperquinético hombrecillo asumiera las riendas del país. Pienso que en esa elección lo moral se dejó de lado frente a la inclinación hedonista. Además, ¿acaso, en aquel momento, no se había sedimentado en el lenguaje popular de nuestro país aquello de que “los adecos robaban y dejaban robar”?
Fracasado el proyecto de retorno al sauditismo, y sumergida Venezuela en una supuesta cruzada moral contra el “malvado Pérez”, una vez acontecidos 27-F, 4-F y 27-N, los votantes volvieron a las urnas y en una elección muy reñida, y donde la abstención salió como verdadera triunfante, Rafael Caldera ganó las elecciones. Tras la imagen de Caldera estaba el Padre pacificador que anunciaba una “Carta de Intención con el Pueblo” para luchar contra las perversidades del F.M.I. Además, se esforzó por presentarse como hombre suprapartido y vendió bien la imagen en el mercado electoral. Al contrario de la elección de Pérez, aquí se elegía a un hombre de resaltantes características morales. Pero el gran Padre traicionó a sus hijos desposeídos aliándose con los chulos de siempre, con quienes firmó otra carta de intención con el F.M.I.
¿Qué imaginario predomina ahora en la mayoría de nuestros votantes? Tratemos de llegar al mismo por vía de la negación. La mayoría rechaza a los partidos tradicionales otrora dominantes, que son vistos como culpables de todos los males existentes. La mayoría rechaza aquellas imágenes que no logran posesionarse en la opinión pública como autoritarias, cuestión que está en correlación con la afirmación generalizada de que “aquí lo que hace falta es gobierno”. Por lo tanto, un primer punto está asociado con el predominio de figuras “independientes” y autoritarias. No en balde, según todos los sondeos de opinión, Chávez y Arias Cárdenas son quienes encabezan las preferencias. Finalmente, entre estos dos, el primero es el que tiene mayor aceptación, quizá porque es un hombre más afín al común de la gente que el otro, que es más común a la minoría económicamente privilegiada de la población. Estos supuestos nos llevan a concluir que gran parte de los electores se muestran contrarios al sistema, siendo su conducta más negativa que afirmativa, esto es, de lo que se trata es de derrumbar lo establecido aunque no se tenga bien claro qué es lo que se va a construir. Después de todo Chávez no ha ofrecido ni dado nada concreto más allá de una “nueva” constitución que, por cierto, parece tan moribunda como antes la del 61. No hay ofertas positivas sino negación, y el mercado electoral está dispuesto a comprar esa negación.
Detrás de esta descripción encontramos dos tesis que también quisiera aportar a la discusión: 1) la mayoría de la sociedad venezolana no se asume como responsable del porvenir sino que sigue pensando en que es un hombre dotado de cierto carácter el que puede y debe conducir las riendas del país (la vieja tesis del líder mesiánico y ahora con el añadido de vengador); y, en relación con esto último, 2) es falso que el llamado sistema democrático forme parte de la vida cultural del venezolano promedio.
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Nos proponemos discutir esta última tesis, pues, por una parte, creemos que ella ilumina algo de lo oculto tras el voto; y, por la otra, nos deja entrever que tan falsos resultan ciertos cánticos sobre la bondad democrática de nuestra nación. Sin embargo, antes de entrar en este punto, dejo explícita mi inclinación por el régimen democrático, pero, sobre todas las cosas, por la vida democrática.
Es sobre esta distinción de la democracia como sistema y como mundo de vida en la que me sostendré en esta última parte de la exposición. Estoy convencido de que la democracia antes de hacerse sistema debe hacerse mundo de vida. Entiendo por mundo de vida a aquella concepción que todos tenemos acerca de qué es y de qué finalidad tiene nuestra existencia y relación con los demás y los objetos. Entiendo también que esta concepción no es una teoría entre otras, sino que es una teoría práctica y una práctica teórica a la vez. Con ello quiero decir que es una concepción fundamental sobre la que orientamos el sentido de nuestras acciones y comprendemos el accionar de los demás. Afirmo además que sin un mundo de vida no es posible convivir ni sobrevivir, puesto que es dicho mundo el que nos proporciona el mapa para ubicarnos en la vida social y en relación con la naturaleza. Es entonces un mundo moral y ético, a la vez que epistémico, pues desde él valoramos y desde él conocemos. En síntesis, este mundo constituye nuestro sentido común y nuestra cotidianidad. Establece un orden simbólico básico que es a su vez condición de posibilidad de cualquier otro orden.
Una vez caracterizada nuestra concepción, afirmo que el mundo de vida hegemónico en Venezuela no es democrático. Lo que quiero significar es que las actitudes manifiestas en la mayoría de nuestras relaciones sociales no son actitudes caracterizadas por la tolerancia hacia la pluralidad o por la búsqueda del consenso y el trabajo en equipo ante las diferencias y dificultades. Por el contrario, la actitud predominante es la autoritaria, entendiendo por ésta a aquella que se caracteriza por ser impositiva, arrogante y portadora de una verdad no sometible a discusión. Este tipo de relaciones cruzan todo el tejido social: desde la familia matriarcal predominante hasta la escuela, desde los grupos de pares hasta la empresa, desde los distintos niveles de gobierno hasta las relaciones de pareja.
Ahora bien, si el mundo de vida, si el modo cultural no es democrático, entonces el sistema político difícilmente será algo más que una parodia de democracia. Y de facto, no pretendo extenderme sobre algo que doy por supuesto y que a toda luz se manifiesta en “parlamentarios” cuya conciencia es puesta por el Partido y presidentes que terminan siendo perfectos soberbios. De hecho, usted los elige, pero en realidad lo que les da es una carta en blanco y firmada.
Llegados aquí se entenderá un poco más mi exposición. Lo que quiero mostrar es que el acto de votar no necesariamente es un acto democrático, y mucho menos lo es en nuestras condiciones culturales y socioeconómicas. Tampoco ha de entenderse el votar como ejercicio de una voluntad libre. Quizá podríamos hablar de libre arbitrio, esto es, de elección entre lo dado, pero no propiamente de libertad. Sé que muchos dirán que peco aquí de hegeliano, que la distinción hecha entre libre arbitrio y libertad es hegeliana, pero pienso que es viable para comunicarles que según mi punto de vista se elige para que otros elijan por nosotros, porque somos nosotros mismos como “sociedad civil” quienes no queremos asumir la responsabilidad sobre nuestras acciones como país. De ahí que nos dejamos llevar por el carisma y buscamos, consciente o inconscientemente, un padre duro que nos dirija.
Así, la situación que hoy vivimos no es culpa de Chávez, o del señor Arias Cárdenas, o de los puntofijistas, sino que ellos son nuestras criaturas, nuestra propia creación, y como tal, son el símbolo de nuestro estado como sociedad. Con ello, no quiero diluir las responsabilidades entre todos. Es obvio que las generaciones jóvenes, y aquellas que ya no lo son pero no han tenido cargos de dirección nacional, no son tan responsables como quienes han tenido la conducción del Estado durante el último medio siglo. Pero también es obvio que a todos nos toca, aunque sea en cuota mínima, ser parte creadora y reproductora de la miseria en que estamos sumergidos. Como se verá soy pesimista, pero también albergo la remota posibilidad de que podamos transformar esta situación aciaga. Para ello tendremos que asumir nuestra responsabilidad social y política. Tarea nada fácil si pensamos que el verdadero enemigo no está fuera de nosotros sino en cada uno de nosotros.
Javier B. Seoane C.
Caracas, marzo de 2000
Inédito
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