A comienzos del siglo XX John Dewey criticó el sistema democrático estadounidense, hecho curioso para aquellos que sostienen que en ese país se ha mostrado el paradigma auténtico de la democracia real y posible. A juicio de Dewey, en Estados Unidos se podía hablar de algo así como un sistema político de democracia representativa, pero nunca de una cultura democrática efectivamente existente, por lo que oponía “cultura” a “sistema”. La primera consiste en un universo simbólico que cobra existencia por y en las actitudes de las personas, es, en pocas palabras, un modo de vida; el segundo consiste en unas reglas de juego para la distribución social del poder político. Si la primera falta o es precaria, entonces el segundo será una organización burocrática con una buena fachada encubridora de una oligarquía de partidos o de un solo partido. Será una “democracia” sin demócratas. De modo que una auténtica democracia pasa necesariamente, según nuestro autor, por una cultura democrática desde donde emerja el sistema político. Por consiguiente, resulta pertinente aclarar un poco más aquello de “cultura democrática”.
Dewey piensa que esta cultura sólo es posible si se incorpora en la red de relaciones sociales que constituyen una sociedad determinada. Las relaciones se han de tornar dialógicas y prestas a reconocer los diferentes puntos de vista que los individuos pueden tener sobre el mundo y sus cuestiones, procurando resolver los problemas que se enfrenten sin atropellar a nadie. Tal actitud tiene que manifestarse en la amistad, la pareja, la familia, la escuela y cualquier otro tipo de relación humana. Sí, por el contrario, en estas relaciones institucionalizadas predominan formas autoritarias como el machismo o el magistrocentrismo, entonces no se puede hablar de una cultura democrática por más que la constitución política del sistema se jacte de decirlo. Tampoco tendrá nada de raro que sus dirigentes políticos terminen atropellando la crítica y el disenso en nombre de la tan mentada democracia. Hasta aquí lo esencial de la concepción de John Dewey.
Ahora bien, ¿qué puede hacer el gobernante con vocación democrática cuando la sociedad se torna autoritaria desde sus mismas bases? Obviamente cualquier respuesta tiene que dirigirse hacia alguna modalidad de trasformación cultural, cosa nada fácil. No obstante, el gobernante dispone de medios para emprender algunos cambios a mediano y largo plazo. Uno de ellos, sin duda centro privilegiado de la difusión de saberes y actitudes, es la educación escolar oficial. Desde allí puede llevar a cabo programas políticos de cambio en la formación de educadores y educandos, para hacer que unos y otros se vuelvan más tolerantes ante la crítica y cultiven un espíritu ciudadano de solidaridad social. Tal voluntad de cambio se puede manifestar en un primer momento en reformas en los curricula de la escuela básica y de los centros de formación docente, en los que se dé más espacio a una educación actitudinal en cultura cívica y democrática.
Estos cambios suponen una verdadera inversión (en el más amplio sentido de este término) en el campo educativo. Sólo a partir de ese esfuerzo es que será posible algún día superar la pseudodemocracia en una democracia con demócratas. Finalmente, cabe preguntarse, ¿nuestro gobierno está interesado en ayudar a construir esa sociedad democrática, o, por el contrario, su interés real consiste en legitimar una nueva oligarquía política a través del mercado electoral?
Dewey piensa que esta cultura sólo es posible si se incorpora en la red de relaciones sociales que constituyen una sociedad determinada. Las relaciones se han de tornar dialógicas y prestas a reconocer los diferentes puntos de vista que los individuos pueden tener sobre el mundo y sus cuestiones, procurando resolver los problemas que se enfrenten sin atropellar a nadie. Tal actitud tiene que manifestarse en la amistad, la pareja, la familia, la escuela y cualquier otro tipo de relación humana. Sí, por el contrario, en estas relaciones institucionalizadas predominan formas autoritarias como el machismo o el magistrocentrismo, entonces no se puede hablar de una cultura democrática por más que la constitución política del sistema se jacte de decirlo. Tampoco tendrá nada de raro que sus dirigentes políticos terminen atropellando la crítica y el disenso en nombre de la tan mentada democracia. Hasta aquí lo esencial de la concepción de John Dewey.
Ahora bien, ¿qué puede hacer el gobernante con vocación democrática cuando la sociedad se torna autoritaria desde sus mismas bases? Obviamente cualquier respuesta tiene que dirigirse hacia alguna modalidad de trasformación cultural, cosa nada fácil. No obstante, el gobernante dispone de medios para emprender algunos cambios a mediano y largo plazo. Uno de ellos, sin duda centro privilegiado de la difusión de saberes y actitudes, es la educación escolar oficial. Desde allí puede llevar a cabo programas políticos de cambio en la formación de educadores y educandos, para hacer que unos y otros se vuelvan más tolerantes ante la crítica y cultiven un espíritu ciudadano de solidaridad social. Tal voluntad de cambio se puede manifestar en un primer momento en reformas en los curricula de la escuela básica y de los centros de formación docente, en los que se dé más espacio a una educación actitudinal en cultura cívica y democrática.
Estos cambios suponen una verdadera inversión (en el más amplio sentido de este término) en el campo educativo. Sólo a partir de ese esfuerzo es que será posible algún día superar la pseudodemocracia en una democracia con demócratas. Finalmente, cabe preguntarse, ¿nuestro gobierno está interesado en ayudar a construir esa sociedad democrática, o, por el contrario, su interés real consiste en legitimar una nueva oligarquía política a través del mercado electoral?
Javier B. Seoane C.
Caracas, mayo de 2000
Publicado en El Nacional
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