No cabe duda de que la sexualidad es un motivo central en la vida cotidiana. Una de las explicaciones nos la expone Freud en su obra: la sexualidad es lugar privilegiado del placer. Lo que él llama principio del placer ---principio instalado en la propia naturaleza humana y que empuja la conducta humana hacia la satisfacción de sus deseos--- es negado por las crueles condiciones de la realidad. Para poder sobrevivir el hombre se ve obligado a postergar la satisfacción, a reprimirla. Su imperativo es el trabajo y por eso, según el padre del psicoanálisis, el hombre no ha venido al mundo para ser feliz.
Según Freud, las culturas son, en cuanto que formas de ordenar la vida conforme a las exigencias de la realidad, represión de la sexualidad. La imagen freudiana de lo sexual es en esencia pesimista: si tal ámbito escapa al control sociocultural entonces no queda otro camino que el caos autodestructivo. Los hombres lucharían desenfrenadamente entre ellos por poseer el obscuro objeto del deseo. Para evitar ese combate fratricida y apocalíptico las culturas han de sancionar formas de administrar la sexualidad; han de ser modos de dominación sobre el hombre y sus pulsiones. En este sentido, el psicoanálisis relata la historia de la humanidad desde sus orígenes hasta hoy como una historia de poder, dominación y deseos.
La sexualidad, una de las más fuertes motivaciones humanas, es administrada por el poder económico y político. El sexo se convierte en valor de cambio. Vende como ninguna otra cosa, relación que se manifiesta desde las propagandas de gasolineras hasta los noticieros de televisión. En lo político el poder se hace un atractivo sexual. El que ostenta el poder posee el encanto del deseo, pues poder es poder satisfacer deseos. Según el relato freudiano, poder y sexo se yuxtaponen inevitablemente.
A partir del “escándalo” Clinton, y siguiendo estas coordenadas psicoanalíticas, bien se pude decir que estamos en presencia de un intento de parricidio político. Tal acción, todavía no consumada, se justifica bajo al menos dos racionalizaciones. En primer lugar, se acusa al presidente de usar su poder para corromper y chantajear a otros con el fin de que den falsas declaraciones. En segundo lugar, se ataca al presidente por ser una mala imagen para “el pueblo”. ¿Qué ejemplo pueden tener los niños si su máximo líder falta a sus compromisos familiares y a la excelencia de lo político por irse de juerga?
En ambas acusaciones se hace patente la hipocresía del clima político. Por un lado, es difícil encontrar un clima más corrupto y chantajista que el de la Casa Blanca. Kennedy ganó las elecciones timándole votos a Nixon. Además, usó las camas del poder muy freudianamente sin que ello supusiera la jarana. Después del magnicidio de Dallas, la “Comisión Warren” no se preocupó por sus aventuras adolescentes sino por dejar en la oscuridad los intereses de la C.I.A. y las FF.AA. en Cuba y Vietnam, intereses que no congeniaban con los del asesinado. Todavía los pasillos de la “Casa Blanca” y el Pentágono esconden las verdaderas investigaciones sobre el caso, como también mantienen ocultas las grabaciones del “Watergate”, el intento de magnicidio contra Reagan y tantas otras cosas sobre política exterior. Una historia de mentiras y chantajes envuelven la presidencia norteamericana, por eso es extraño que ahora se preocupen tanto por las aventuras de cama de un inquilino de turno muy bien posesionado en la opinión pública.
Por otro lado, los medios estadounidenses explotan hasta la saciedad el caso. Venden bajo la racionalización de lo inmoral del presidente. Se regocijan en las puertas del edificio Watergate, donde por azar del destino vive la ex-pasante involucrada. Fue también durante aquella famosa época del Watergate que en los noticieros comenzaron a aparecer aquellas imponentes y sexis locutoras, las mismas que hoy leen el libreto sobre el mal ejemplo del líder. Sin embargo, esos mismos medios son los que con su programación incitan a la criminalidad en todas sus manifestaciones. Hablan de la ética del presidente, pero nunca acerca de la de ellos. El liberalismo de los medios norteamericanos tiene, como la otra cara de la moneda, un extraño conservadurismo mercantil.
En todo caso, lo más seguro es que el “Show Clinton”, que no nos sorprende a los latinoamericanos, quede tras bastidores cuando el Presidente conceda a la industria armamentista y a la opinión pública su nueva “tormenta del desierto” en Bagdad. Entonces, el sexo se mutará en fálicos misiles y una vez más Freud habrá tenido razón: sexualidad y destrucción se dan la mano al igual que el político y el militar norteamericanos.
Según Freud, las culturas son, en cuanto que formas de ordenar la vida conforme a las exigencias de la realidad, represión de la sexualidad. La imagen freudiana de lo sexual es en esencia pesimista: si tal ámbito escapa al control sociocultural entonces no queda otro camino que el caos autodestructivo. Los hombres lucharían desenfrenadamente entre ellos por poseer el obscuro objeto del deseo. Para evitar ese combate fratricida y apocalíptico las culturas han de sancionar formas de administrar la sexualidad; han de ser modos de dominación sobre el hombre y sus pulsiones. En este sentido, el psicoanálisis relata la historia de la humanidad desde sus orígenes hasta hoy como una historia de poder, dominación y deseos.
La sexualidad, una de las más fuertes motivaciones humanas, es administrada por el poder económico y político. El sexo se convierte en valor de cambio. Vende como ninguna otra cosa, relación que se manifiesta desde las propagandas de gasolineras hasta los noticieros de televisión. En lo político el poder se hace un atractivo sexual. El que ostenta el poder posee el encanto del deseo, pues poder es poder satisfacer deseos. Según el relato freudiano, poder y sexo se yuxtaponen inevitablemente.
A partir del “escándalo” Clinton, y siguiendo estas coordenadas psicoanalíticas, bien se pude decir que estamos en presencia de un intento de parricidio político. Tal acción, todavía no consumada, se justifica bajo al menos dos racionalizaciones. En primer lugar, se acusa al presidente de usar su poder para corromper y chantajear a otros con el fin de que den falsas declaraciones. En segundo lugar, se ataca al presidente por ser una mala imagen para “el pueblo”. ¿Qué ejemplo pueden tener los niños si su máximo líder falta a sus compromisos familiares y a la excelencia de lo político por irse de juerga?
En ambas acusaciones se hace patente la hipocresía del clima político. Por un lado, es difícil encontrar un clima más corrupto y chantajista que el de la Casa Blanca. Kennedy ganó las elecciones timándole votos a Nixon. Además, usó las camas del poder muy freudianamente sin que ello supusiera la jarana. Después del magnicidio de Dallas, la “Comisión Warren” no se preocupó por sus aventuras adolescentes sino por dejar en la oscuridad los intereses de la C.I.A. y las FF.AA. en Cuba y Vietnam, intereses que no congeniaban con los del asesinado. Todavía los pasillos de la “Casa Blanca” y el Pentágono esconden las verdaderas investigaciones sobre el caso, como también mantienen ocultas las grabaciones del “Watergate”, el intento de magnicidio contra Reagan y tantas otras cosas sobre política exterior. Una historia de mentiras y chantajes envuelven la presidencia norteamericana, por eso es extraño que ahora se preocupen tanto por las aventuras de cama de un inquilino de turno muy bien posesionado en la opinión pública.
Por otro lado, los medios estadounidenses explotan hasta la saciedad el caso. Venden bajo la racionalización de lo inmoral del presidente. Se regocijan en las puertas del edificio Watergate, donde por azar del destino vive la ex-pasante involucrada. Fue también durante aquella famosa época del Watergate que en los noticieros comenzaron a aparecer aquellas imponentes y sexis locutoras, las mismas que hoy leen el libreto sobre el mal ejemplo del líder. Sin embargo, esos mismos medios son los que con su programación incitan a la criminalidad en todas sus manifestaciones. Hablan de la ética del presidente, pero nunca acerca de la de ellos. El liberalismo de los medios norteamericanos tiene, como la otra cara de la moneda, un extraño conservadurismo mercantil.
En todo caso, lo más seguro es que el “Show Clinton”, que no nos sorprende a los latinoamericanos, quede tras bastidores cuando el Presidente conceda a la industria armamentista y a la opinión pública su nueva “tormenta del desierto” en Bagdad. Entonces, el sexo se mutará en fálicos misiles y una vez más Freud habrá tenido razón: sexualidad y destrucción se dan la mano al igual que el político y el militar norteamericanos.
Javier B. Seoane C.
Caracas, febrero de 1998
Publicado en El Nacional
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