El fin último de la educación es la emancipación. Emancipatio llamaban los latinos a la acción en que el adolescente, ya pleno de sus facultades y concluido su proceso de educación, se separaba del hogar y la autoridad de su preceptor. Posteriormente, la Ilustración también consagró a la educación en términos similares. Con I. Kant podríamos decir que el objetivo de ésta era lograr un individuo autónomo, capaz de servirse de su propia razón.
Después, cuando los preceptos de la Ilustración se tornaron peligrosos para el status quo, A. Comte proclamó la “subordinación de la imaginación a la observación de lo existente” y la subordinación del individuo al Estado social. Buscando sistematizar la moral en una ciencia, como ya había pretendido Descartes tres siglos antes, sabía muy bien el “padre” del positivismo que no se podía constituir una sociedad estable sin apelar a una fuerte educación moral y ética que, según él, tenía que hacer énfasis en los deberes y nunca en los derechos.
El intento comteano, fracasado tal como antes había fracasado el cartesiano, no fue continuado por los positivismos posteriores. Estos se quedaron con el lado científico desechando la religión, la estética, la moral y la política por su supuesta contaminación subjetivista. La pedagogía devino entonces en una “ciencia” y renunció a los contenidos propios de la emancipación: los valores humanísticos se consideraron una instrucción complementaria, siempre marginal en la enseñanza de la ciencia, único conocimiento auténtico.
Nuestro sistema educativo está constituido a partir de los criterios de esa pedagogía positivista. Las horas dedicadas en nuestra escuela básica a las matemáticas, la biología, la gramática castellana e inglesa, duplican a las horas dedicadas a la educación ciudadana, ética y estética. Estas últimas, enseñadas desde la pura retórica y de modo heterónomo, sin ninguna relación práctica con la vida escolar y diaria del alumno, terminan siendo consideradas por éste como mera “habladera de gamelote”, algo totalmente inútil en un mundo gobernado por los principios del “cambalache”.
No obstante, la democracia, la solidaridad, la amistad, la tan necesaria expresión estética, no son reductibles a principios abstractos y librescos, pues, antes que nada, ellas son posibles como actitudes de los individuos. Ellas sólo pueden aflorar en una educación actitudinal siempre estrechamente ligada a la acción social de los hombres y su circunmundo. En este sentido, creemos que nuestro sistema educativo es más una amenaza a estos valores que la consolidación de los mismos en cada uno de nuestros hombres. El carácter autoritario (expresado en la actitud de nuestros gobernantes, gerentes, policías, delincuentes, machistas, etc.) es en gran medida producto de nuestro sistema educativo: a pesar de que en los libros de cívica se instruya sobre las bondades de la democracia, nuestra escuela, su educación de contenidos y sus tendencias magistrocéntricas reproducen ese carácter despótico maltratando los aspectos más creativos y participativos de alumnos y maestros.
Cuando analizamos el plan de acción del M. E., las demandas de los distintos gremios educativos y la generalizada práctica familiar que impulsa los estudios de los jóvenes hacia las profesiones mejor cotizadas en el mercado, nos damos cuenta que el saber humanístico, aquel que humaniza, es considerado puro “gamelote”. Sin embargo, quienes hoy apostamos por recrear la educación ética no podemos caer en el facilismo de acusar de tales males a la sociedad de consumo y sus mass-media. Sin duda ellos tienen una alta cuota de responsabilidad en la barbarie de nuestro mundo actual, pero también quienes pretendemos ser educadores debemos evitar el pensamiento narcisista que bloquea nuestra autoreflexión y pensar que en una medida u otra nosotros hemos formado a quienes hoy hacen uso de esos medios. Sin esta crítica a los contenidos y la forma de concebir nuestra educación no será posible la tan soñada emancipación individual y colectiva, emancipación que hoy parece confundirse con indicadores macroeconómicos positivos.
Después, cuando los preceptos de la Ilustración se tornaron peligrosos para el status quo, A. Comte proclamó la “subordinación de la imaginación a la observación de lo existente” y la subordinación del individuo al Estado social. Buscando sistematizar la moral en una ciencia, como ya había pretendido Descartes tres siglos antes, sabía muy bien el “padre” del positivismo que no se podía constituir una sociedad estable sin apelar a una fuerte educación moral y ética que, según él, tenía que hacer énfasis en los deberes y nunca en los derechos.
El intento comteano, fracasado tal como antes había fracasado el cartesiano, no fue continuado por los positivismos posteriores. Estos se quedaron con el lado científico desechando la religión, la estética, la moral y la política por su supuesta contaminación subjetivista. La pedagogía devino entonces en una “ciencia” y renunció a los contenidos propios de la emancipación: los valores humanísticos se consideraron una instrucción complementaria, siempre marginal en la enseñanza de la ciencia, único conocimiento auténtico.
Nuestro sistema educativo está constituido a partir de los criterios de esa pedagogía positivista. Las horas dedicadas en nuestra escuela básica a las matemáticas, la biología, la gramática castellana e inglesa, duplican a las horas dedicadas a la educación ciudadana, ética y estética. Estas últimas, enseñadas desde la pura retórica y de modo heterónomo, sin ninguna relación práctica con la vida escolar y diaria del alumno, terminan siendo consideradas por éste como mera “habladera de gamelote”, algo totalmente inútil en un mundo gobernado por los principios del “cambalache”.
No obstante, la democracia, la solidaridad, la amistad, la tan necesaria expresión estética, no son reductibles a principios abstractos y librescos, pues, antes que nada, ellas son posibles como actitudes de los individuos. Ellas sólo pueden aflorar en una educación actitudinal siempre estrechamente ligada a la acción social de los hombres y su circunmundo. En este sentido, creemos que nuestro sistema educativo es más una amenaza a estos valores que la consolidación de los mismos en cada uno de nuestros hombres. El carácter autoritario (expresado en la actitud de nuestros gobernantes, gerentes, policías, delincuentes, machistas, etc.) es en gran medida producto de nuestro sistema educativo: a pesar de que en los libros de cívica se instruya sobre las bondades de la democracia, nuestra escuela, su educación de contenidos y sus tendencias magistrocéntricas reproducen ese carácter despótico maltratando los aspectos más creativos y participativos de alumnos y maestros.
Cuando analizamos el plan de acción del M. E., las demandas de los distintos gremios educativos y la generalizada práctica familiar que impulsa los estudios de los jóvenes hacia las profesiones mejor cotizadas en el mercado, nos damos cuenta que el saber humanístico, aquel que humaniza, es considerado puro “gamelote”. Sin embargo, quienes hoy apostamos por recrear la educación ética no podemos caer en el facilismo de acusar de tales males a la sociedad de consumo y sus mass-media. Sin duda ellos tienen una alta cuota de responsabilidad en la barbarie de nuestro mundo actual, pero también quienes pretendemos ser educadores debemos evitar el pensamiento narcisista que bloquea nuestra autoreflexión y pensar que en una medida u otra nosotros hemos formado a quienes hoy hacen uso de esos medios. Sin esta crítica a los contenidos y la forma de concebir nuestra educación no será posible la tan soñada emancipación individual y colectiva, emancipación que hoy parece confundirse con indicadores macroeconómicos positivos.
Javier B. Seoane C.
Caracas, Junio de 1996
Caracas, Junio de 1996
Publicado en El Nacional
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