Antes de comenzar, preciso decir que las siguientes líneas tienen por objetivo ofrecer una visión panorámica de la relación entre educación y democracia desde la eticidad predominante en Venezuela, por lo que no nos concentraremos en algún aspecto determinado de esta relación. En este sentido, ofrecemos una sinópsis con todos los defectos y las virtudes que ello supone: seremos superficiales en muchos temas, mas ofreceremos una visión de conjunto y esperemos que sugerente sobre cultura, educación y democracia en Venezuela. Sin más preámbulos iniciemos esta travesía.
Democracia y educación resulta una relación lo suficientemente amplia como para dedicarle varias vidas de estudio. Pensadores relevantes como John Dewey consagraron su trabajo a dicha relación. Si a ello agregamos la problemática política y cultural venezolana, la cuestión pueda dar para mucho más aún. Mas la gerencia del tiempo propia de estos encuentros nos obligan a la brevedad, y para que la brevedad sea provechosa es preciso concretar lo más posible un nudo problemático. Por tal razón, y siempre tomando en cuenta la enseñanza de Marx de que lo concreto es la síntesis de múltiples determinaciones, así como la enseñanza de Weber de que todo fenómeno social es producto de la atribución de múltiples causas, imposibles de abordar exhaustivamente por entendimiento humano alguno, queremos circunscribirnos al desafío que el ethos cultural del venezolano de hoy presenta a una educación efectivamente democrática. Para tal propósito, seguiremos el siguiente trayecto: 1) consideraciones generales sobre democracia y educación; 2) consideraciones generales sobre el ethos cultural del venezolano; y, 3) conclusiones sobre el desafío de este ethos a una educación democrática idealmente esbozada.
Consideraciones generales sobre democracia y educación
Proponemos las siguientes consideraciones generales sobre democracia y educación:
1.) Sobre la democracia caben muchas representaciones tanto culturales como epocales, pero sea cual sea, los discursos democráticos suponen una serie de supuestos epistemológicos, antropológicos y éticos muy relevantes.
2.) Todo sistema democrático procedimental supone como soporte para su sustentabilidad un ethos democrático por parte de los participantes en el sistema.
3.) Todo ethos democrático supone la constitución de una subjetividad que a su vez lo soporte, siendo la constitución de tal subjetividad una de las misiones de las instituciones educativas, especialmente las escolares en las sociedades modernas.
Los antiguos atenienses mantuvieron durante varias décadas un sistema político democrático conjuntamente con un modo de producción esclavista. Los ciudadanos atenienses, se cuenta, eran hombres libres que solían tomar decisiones públicas de un modo participativo y activo en el ágora, mientras que a la par eran propietarios de esclavos. Algo semejante ocurría en la Roma republicana, hasta que el Imperio fue suprimiendo sucesivamente los poderes del Senado. Obviamente, ni antiguos atenienses ni antiguos romanos consideraban a los esclavos semejantes suyos. La noción de humanidad, siempre cultural, se reducía a unos pocos entre quienes no cabían ni esclavos, ni mujeres, ni niños, ni extranjeros, etc. El mundo político moderno que emerge desde las revoluciones burguesas de Inglaterra, Estados Unidos y Francia se manejará progresivamente con una noción antropológica mucho más amplia. Empero, la complejidad social, la especialización técnica, la concentración y densidad demográfica propia desde las revoluciones urbana e industrial, vuelven a las democracias modernas menos directas, más representativas y más sometidas a los imperativos de la administración burocrática. En contraposición a ello, hoy se habla de diversos modelos, menos representativos y más directos y protagónicos, menos formalistas y más sustantivos, pues, se entiende que el problema de las libertades marcha en concordancia con la disponibilidad de recursos, de capitales económico, humano, cultural, político, social, etc. Por ejemplo, Ronald Dworkin lleva a cabo una interesante síntesis de la justicia como igualdad de recursos desde el liberalismo. En una visión más extrema de la cosa podríamos encontrar a los esposos Friedmann o quizás a un von Hayek, y por qué no a un Nozick o a un Buchanan; o del otro lado a comunitaristas que defienden la democracia desde las tradiciones culturales concretas, tales como Charles Taylor o Alasdair McIntyre.
Pero evitemos la lúdica petulancia de los intelectuales en torno al fetichismo de los nombres de autor. La hermenéutica contemporánea nos reclama más bien que nos centremos en la interpretación de las tesis más que en la autoritas. Y conforme a este deber hermenéutico, afirmamos que todo pensar y discurrir democráticos arranca de una serie de supuestos que, a nuestro entender, resultan inherentes e irrenunciables a cualquier representación democrática. Esto es, desde ellos obtenemos criterios para juzgar que tan democrático puede resultar una propuesta política dada. Tales supuestos son muchos, pero, de acuerdo con la gerencia del tiempo, nos circunscribiremos a tres planos: epistemológico, antropológico y ético.
En el plano epistemológico manejamos la cuestión del sujeto que conoce y las atribuciones del valor de la verdad. Se trata de cómo se presentan los dicursos y sus subjetividades. Al respecto, cabe decir que todo discurso efectivamente democrático niega de plano las concepciones totalitarias y realistas de la verdad. Por ejemplo, los esencialismos como el de Sócrates-Platón, conforme al cual la Verdad de las cosas es eterna, única, inmutable y poseída por los más sabios, quienes siendo dueños de la misma están destinados a gobernar. Aquí, como diría Sartre, la esencia precede a la existencia, estando todo definido de antemano. También el positivismo clásico y el positivismo lógico posterior caen en una lógica similar. Su concepción de la verdad remite a la correspondencia entre lo enunciado y el enunciado. Según Comte, el conocimiento debe abandonar la disolvente imaginación y someterse metódicamente a la descripción de los hechos de la realidad. El lenguaje protocolar debe entonces contentarse con describir la realidad, reflejándola tal cual es, pues, por decirlo de modo coloquial, los hechos hablan por sí mismos. El positivismo lógico llevó a término este programa y cayó en aberraciones como las de Otto Neurath, para quien todo enunciado científico debía presentarse en términos fisicalistas, o como las del primer Ludwig Wittgenstein, para quien los lenguajes éticos, estéticos o políticos carecen de sentido por carecer de referentes observacionales. Para el positivismo, la realidad habla, no es hablada por nosotros, por ello cae en el totalitarismo veritativo de los esencialistas. Finalmente, también se puede ejemplificar la antidemocracia epistémica con Marx y Engels, quienes en sus tempranas obras distinguen entre ideología o conciencia falsa y ciencia o conciencia verdadera. Esta última es aquella que no falsea la realidad por sus compromisos particularistas y reducidos de clase, sino que por el contrario accede al conocimiento de la totalidad. Como diría el primer Lukács, "la totalidad" es la categoría por excelencia del marxismo. Así, el marxista, comprometido con los oprimidos, se ha sentido a lo largo de su historia dueño de la verdad y con autoridad para descalificar a sus adversarios por ideólogos pequeño burgueses.
Frente a estos ejemplos de epistemologías totalitarias, realistas, en la antigüedad ateniense los sofistas, despreciados por la aristócrata filosofía canónica, representaban una visión hermenéutica y democrática del saber y la verdad. Si aceptamos la célebre frase atribuida a Protágoras, "el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son y de las que no son", entonces nadie puede asumirse como dueño de la verdad. Por el contrario, se diría que hay verdades en plural y, en tal sentido, el terreno de la elección humana no sería el epistemológico, sino más bien el ético, el político o el estético. Menester es decir entonces que nuestra versión de la realidad es sólo una versión, una interpretación, cuyo soporte es un sistema de crédito (William James), esto es, un sistema de creencias y valores, una construcción social.
En cuanto al plano antropológico discutimos la representación de lo humano subyacente al pensar y discurrir democráticos. Tres grandes concepciones matriciales sobre el origen de lo humano se han construido a lo largo de la historia de la cultura occidental, a saber: 1.) La idea del ser humano como una simple hechura biológica; 2.) la idea del ser humano como una creación divina; y, 3.) la idea del ser humano como un ser multidimensional y soportado simbólicamente. También se han construido tres concepciones matriciales antropológico-axiológicas, a saber: 1.) la idea pesimista de la naturaleza humana (Hobbes, Freud, etc.); 2.) la idea optimista de la naturaleza humana (Rousseau, Kropotkin, etc.); y, 3.) la idea de una naturaleza humana modelable (Locke, Marx, Durkheim, M. Mead, etc.). En cuanto al soporte antropológico de la democracia, sostenemos que los determinismos, sean biologicistas o de otra naturaleza, desembocan en distintas formas de totalitarismos políticos, sean estos el del Leviathan o cualquier otro. Cabe agregar que dichos determinismos resultan contradictorios con la asunción de una epistemología constructivista postpositivista tal como la que hemos puesto en juego como sustento de los discursos democráticos.
Las instituciones y los saberes democráticos demandan necesariamente una antropología fundada en la libertad humana, en el poder y la demanda de elegir. Ahora bien, la libertad humana arranca desde la necesidad y cobra valor en la medida en que ella misma se vuelve una necesidad humana. Arranca de la necesidad, de las carencias humanas, carencias incluso biológicas, toda vez que el homo sapiens no ha recibido una herencia genética y de instintos especializados que lo adecúen de modo cerrado a un ecosistema dado. Ni su alimentación, ni su reproducción, ni su organización social están determinadas genéticamente, si bien podemos decir con toda propiedad que están condicionadas biológicamente. Para decirlo con Arnold Gehlen, el homo sapiens es un ser abierto al mundo; es más, un ser que, a carencia de ecosistema, necesita imperiosamente de dotarse de un mundo. Dicho déficit biológico, dicha imperiosidad de darse un mundo, se trastoca a su vez en demandas de sentidos. En la tradición de Heidegger: el ser humano es aquel ser que se interroga por el ser. Quizás, más shakespearemente, el ser humano se interroga si es o no es el mismo, si es un fantasma de sí y vive una vida no suya sino prestada, o si por el contrario, su vida es auténtica. Quién de nosotros no se ha preguntado por lo menos una vez, ¿de dónde vengo? ¿Adónde voy? ¿Estaré haciendo lo correcto con mi vida y con las de aquellos que están temporalmente a mi cargo? ¿Cuál sería la mejor vida? ¿En qué consiste la felicidad? ¿En qué la justicia? ¿En qué el amor? ¿Cúal apuesta política es la más conveniente para mi y para los demás? Cada quien tiene la inmensa necesidad de dar alguna respuesta entre muchas posibles a esas interrogantes. Demandamos sentidos y nos vemos generalmente abrumados por los déficit de sentidos que una y otra vez nos abordan. Precisamente en este punto es que podemos afirmar con propiedad que el ser humano es fundamentalmente un ser religioso: su necesidad de sentido es al mismo tiempo su necesidad de trascendencia, de ser para otro. Cuando descubre dentro de sí todas estas carencias e imperiosidades, el ser humano no puede abandonar ya la libertad, pues, su libertad se vuelve su necesidad de ser y trascender.
Sostenemos que no hay ethos democrático separable de la Declaración universal de los derechos humanos. Es una demanda ética el que la persona sea un fin jamás reducible a medio o instrumento. Es ello lo que soporta los debates más actuales de las éticas del discurso y comunicativas, éticas que se pretenden democráticas por excelencia y que combaten el tratamiento humano reducido desde una racionalidad estratégica, tal como la económica o la política profesional hegemónicas y deshumanizadas. La dimensión antropológica y ética, en este sentido, resultan inseparables.
Todo sistema democrático que no tenga por base una eticidad democrática en la sociedad correspondiente se encontrará permanentemente amenazado por su destrucción a manos de cualquier régimen autoritario. Esta es la razón que nos empuja a poner en el centro de nuestra reflexión la educación para la democracia, esto es, la constitución de la subjetividad democrática, pues sin ella tampoco se garantizará la institucionalización de la misma.
Decíamos antes que toda institución educativa, especialmente la escolar, mantiene una relación dialéctica con los valores predominantes de su mundo intersubjetivo cultural. Agregábamos además que dicha dialéctica marca permanentes tensiones y retroalimentaciones entre educación, sociedad y cultura. En esta dirección nos proponemos a continuación presentar un esbozo de la eticidad del venezolano y su relación con la eticidad democrática mínima. Pretendemos detectar potenciales y obstáculos en la eticidad venezolana de cara a una educación para la democracia.
Consideraciones generales sobre el ethos cultural del venezolano
Importantes estudios antropológicos y sociológicos nos allanan el camino en la búsqueda del ethos cultural venezolano. Samuel Hurtado, Alejandro Moreno, Roberto Zapata, Maritza Montero, Jeannette Abouhamad o Raúl González Fabre son importantes referentes bibliográficos al respecto. Todos ellos coinciden en algunas líneas fundamentales que presentamos seguidamente:
1. En cuanto a la dimensión propiamente societal del ethos cultural predominante en Venezuela, tenemos que la institución familiar con sus características propias se presenta, contrario a lo que se piensa desde muchos discursos sociológicos importados, sumamente fuerte e impositiva con relación a las relaciones propiamente sociales. Incluso, un antropólogo como Hurtado emplea el término etnopsiquiátrico de matrisocialidad para definir la articulación entre "psiquis y cultura en una estructura configurada por la <>." (Hurtado, 1999: 72). Y, con más precisión aún escribe: "El símbolo de la madre, sobredesarrollado por la cultura a nivel instintivo, organiza el orden, peso y medida del resto de los símbolos de la familia y al mismo tiempo trasciende a ésta para informar y conformar las relaciones de los asuntos de la sociedad." (Ibidem). Así, por poner un caso, contrario a lo que establece Habermas para Europa y Estados Unidos, en Venezuela y América Latina el mundo de la vida estructurado por la familia coloniza a los sistemas político, económico y social. En otras palabras, el ethos propio de la familia matricentrada, nucleado por sobrecargas afectivas y relaciones de obediencia y lealtad para con el grupo, se impone socialmente sobre el tipo de relaciones abstractas (González Fabre) que el ethos democrático exige de cara al funcionamiento de las instituciones públicas. De tal modo, estas instituciones terminan siendo gerenciadas desde una lógica familista que sirve de orientación axiológica para prácticamente cualquier proceder. Valores como honestidad, trabajo, solidaridad, justicia se juzgan en función de la lealtad para con el grupo de pertenencia social del individuo, y no en función del círculo más amplio de conciudadanos. En tal sentido, es que se dice "el que le pega a su familia se arruina". Por supuesto, "familia" significa aquí grupo de pertenencia más que grupo primario consanguineo. No obstante, la lógica grupalista que se impone a las instituciones públicas venezolanas emerge desde la socialización primaria en la familia matricentrada (Alejandro Moreno).
2. En cuanto a la dimensión propiamente política del ethos cultural predominante en Venezuela, y tal como se desprende de lo acabado de referir con relación a la matrisocialidad, observamos que las prácticas políticas predominantes se orientan por valores grupalistas, autoritarios e intencionalistas de convicción. Afirmamos que, contrariamente al mito de que somos un pueblo democrático, la cultura política venezolana es una cultura autoritaria y sobrecargada de afectividad, cuestión que emerge desde la socialización primaria en la familia venezolana. Otra vez con Hurtado: "Pensamos que las significaciones de la sociedad adoptan los sentidos del grupo primario familiar, como paradigma de lo social, cosa que no ocurre así en otras sociedades, donde aunque todo comience en el hogar, no sigue igual, ni de la misma forma y estructura. La <> del caudillismo venezolano, como cualquier otra jefatura social, no es más que la proyección del autoritarismo materno, cuya matriz de producción se encuentra en el <>, esto es, en la madre/jefe de la familia que detenta el poder sociocultural a partir de su poder de las entrañas." (Hurtado, 1999: 77). De ser cierta esta hipótesis, entonces tenemos que la forma jerárquica emocional matricéntrica impuesta en el hogar se superpone luego a las demás instituciones sociales, económicas y políticas por medio de la constitución de una subjetividad matrisocial. Y sin duda, también ello contribuiría a ofrecer una interpretación bastante válida de la captura histórica del Estado venezolano, sea en el siglo XIX con el caudillismo, sea en la primera mitad del siglo XX con los jerarcas militares, sea en la segunda mitad del siglo XX con las cúpulas de los partidos políticos, sea actualmente con un híbrido político cuasi militarista autoproclamado revolucionario. Precisamente, y con relación a esto último, no es de extrañar que en la historia de nuestro país hallan sido muchos los golpes de Estado encubiertos bajo autoproclamas revolucionarias que, tiempo después, terminan reforzando el gatopardismo cultural familista. Sin poner en duda la autenticidad de los sentimientos revolucionarios de los actores políticos, es menester indicar aquí que esas revoluciones se han orientado tradicionalmente por una ética de las convicciones, intencionalista, en la cual los actores se sienten portadores de una verdad histórica frente a unos enemigos perversos: realistas, oligarcas, burguesía, golpistas, etc. Por ello la idea de la revolución como un golpe de timón que desde un locus veritativo es preciso imponer prácticamente al costo que sea. Bajo esta perspectiva, la condición dialógica y participativa de la democracia se quiebra y emerge el autoritarismo emocional impregnado de romanticismo revolucionario, adosado al grupalismo dominante en la cultura. La institucionalidad de lo público se resquebraja una y otra vez frente a las convulsiones de grupos políticos que capturan el Estado, de tal manera que éste termina confundiéndose con el gobierno y el gobierno con el gobernante de turno. Lo público se privatiza continuamente.
3. En cuanto a la dimensión económica del ethos cultural predominante en Venezuela, cabe decir que los modelos premodernos de economía coexisten con modelos modernizados. Dada la condición histórica colonial de explotación y poco institucionalizada (nuestra Capitanía General apenas se estableció en 1777), luego las condiciones decimonónicas basadas en los latifundios y la explotación del café y el cacao con las concomitantes revueltas políticas, y finalmente, el ascenso de la renta petrolera, han constituido históricamente una economía poco productiva, con pocas relaciones capitalistas y básicamente rentista que, durante la segunda mitad del siglo XX ha dispuesto de gran cantidad de recursos. De estos, una importante suma se ha dilapidado en el ejercicio del clientelismo político multiplicando el aparato burocrático del Estado. Los estudios de Zapata muestran como la productividad es un valor que se mantiene en una escala muy baja con relación a otros como honestidad o lealtad. El trabajo se considera un valor que aporta a la honradez de la persona, pero sí el trabajo está en función del negocio la interpretación cultural hegemónica no parece ser la misma. En palabras de Hurtado: "El trabajo justifica, por el esfuerzo (honrado), la posibilidad de tener más dinero. La inversión, concebida como negocio, se torna conceptualmente deshonrosa. No se quiere culturalmente ser rico deshonrado, sino rico honrado." (Hurtado, 1999: 156). La riqueza del negocio es vista como explotación, como robo, como antisocietaria. La visión cultural del negociante es la del avaro, la de aquel que por su egoísmo individualista se vuelve desleal al grupo de pertenencia, la de aquel que no comparte: el negociante es, casi por definición, un traidor, siendo éste uno de los peores juicios, si acaso no el peor, que se puede hacer recaer sobre alguien en nuestro contexto cultural. Por el contrario, lo justo es distribuir la riqueza, compartirla, lo cual se conjuga con el mito de El Dorado según el cual nosotros somos un país rico cuya pobreza sólo se explica en términos del engaño y la traición de los políticos. La riqueza, en esta representación, es externa al sujeto. Está ahí, en la naturaleza. Se presenta como dada o como producto de la buena suerte. En todo caso no es algo que dependa de nosotros si es que ha de ser bien lograda. Por ello lo proclive que somos ante los juegos de azar. La riqueza lograda de este modo se entiende como algo que no se ha quitado a nadie. A su vez, cuando se logra, tiende a ser repartida dando propiedades y gustos a los más allegados. El pensamiento cultural económico del venezolano es populista redistribucionista, no productivista, presentista en el sentido de carente de previsión y proyectos. Es la economía del "como vaya viniendo vamos viendo", esto es, es una economía cuyas actitudes se corresponden más con el conuco que con la sociedad de consumo, si bien los anhelos culturales económicos generados desde la renta petrolera apuntan a los servicios y a los valores de la sociedad de consumo. Con lo cual, actitudes y anhelos económicos se presentan disfuncionales entre sí. En estas condiciones, anhelando consumir pero sin voluntad de negocio y de productividad, el crecimiento económico sostenido se torna imposible. Huelga decir que sin crecimiento económico no es posible superar la pobreza, factor que atenta contra el sistema político democrático y reproduce un modo de vida cargado de prejuicios autoritario tales como el machismo o el caudillismo.
A lo largo de estas tres dimensiones se pueden apreciar algunos nexos poco alentadores de cara al establecimiento de una eticidad democrática en Venezuela. Por ejemplo, la estructura rentista de la economía venezolana se presenta muy funcional al ejercicio populista, paternalista y autoritario de las prácticas políticas, mientras éstas refuerzan a su vez dicho rentismo. Rentismo, populismo y paternalismo se conjugan a su vez muy bien con la visión familista cargada de afectividad que se gesta desde los grupos primarios y rompe la posibilidad de institucionalización de las relaciones abstractas de ciudadanía. Parte importante de la población establece una relación paternalista con el Estado, vale decir, gobierno de turno, gobierno electo desde las actitudes y demandas culturales del electorado.
La lógica familista, grupalista, de acción social y política impulsa los desacuerdos sociales y los enfrentamientos entre grupos, tornándose tribal la práctica política. Ello se agudiza en la medida en que el modelo rentista ya no da lugar para ocultar los conflictos sociales. Se impone entonces la picardía y la práctica del más vivo, así como la complicidad y el quebrantamiento de la norma o la supeditación de éstas en función de los grupos de poder establecidos. Con todo ello, la confianza como aceite de funcionamiento del sistema todo y de acumulación de capital social se viene abajo, derrumbándose con el mismo las posibilidades del crecimiento económico y la estabilidad jurídica y política. Así, el escenario público de la vida nacional se transforma en pugnas de hordas por el control del mismo, todo en detrimento de la marcha en equipo. Por el contrario, la unidad de estas hordas, de estas familias extendidas cada una con su propia verdad absoluta y negando al otro, supone el reforzamiento del caudillismo autoritario a lo interno de cada grupo.
En todo caso, y esto es uno de los aspectos más importantes de cara a la eticidad democrática, las libertades y derechos individuales son violentadas e infravaloradas. El individuo queda en función del grupo. Su verdad no es reconocida y si éste insiste en reclamarla se vuelve un traidor. Así, el mundo de la vida familista coloniza el sistema social, en toda una contienda de cultura contra sociedad (Hurtado).
Cabe insistir que al presentar sucintamente este panorama ético cultural manifestado en las dimensiones societal, política y económica hemos buscado conscientemente rehuir de los tradicionales determinismos de la historia de las ciencias sociales. Por ello hemos hablado de "dimensiones" y no de niveles. Nuestra interpretación ha puesto sobrerelieve el momento cultural, pero reconoce que el mismo entra en juego de retroalimentación constante con los factores económicos, políticos y sociales. No hay cultura que sobreviva si estos factores le son adversos, bien sea por la muerte propia del dinamismo transcultural o bien sea por "suicidio". Empero, estamos en la obligación de anotar que si hemos constituido la lectura desde lo cultural, es, sin duda, porque en nuestra hermenéutica se trata de un momento privilegiado desde el cual se construye el sentido de lo colectivo y lo individual, mas, insistimos, es un momento que sólo puede ser comprendido en su relación con los otros. Adicionalmente, resulta importante informar con González Fabre que ha sido un momento crítico poco considerado por la opinión pública venezolana, opinión que ha centrado su reflexión sobre nuestra crisis a lo largo de veinte años en términos económicos, sociales y políticos, pero pocas veces en términos de las contradicciones entre anhelos y actitudes culturales.
Conclusiones sobre el desafío de este ethos a una educación democrática idealmente esbozada
Para cerrar presentamos las siguientes afirmaciones y su discusión sucinta.
1.) La educación encaminada a la constitución de una subjetividad efectivamente democrática es de orden actitudinal y no sólo cognitiva. En tal sentido, se trata de una educación que requiere de un ethos escolar muy específico soportado en los planos epistemológico, antropológico y ético expuestos en la primera parte de esta ponencia. Para procurar dicho ethos se requiere de una serie de estrategias educativas determinadas, posibles si hay convencimiento del Estado y de los actores docentes, sin menospreciar por supuesto los aportes de los entornos familiares y sociales en general.
2.) Todo cambio social, y específicamente el socioeducativo, no puede suponer un comienzo ex nihilo. Por el contrario, se parte desde lo que ya se tiene, y en tal sentido, si bien nuestro ethos cultural presenta muchos obstáculos al ethos democrático, imprescindible es reconocer también que hay en nuestra cultura potencialidades democratizadoras que pueden ser explotadas en función de una mayor armonía y justicia sociales. Preciso es también comprender que el cambio social opera en tres niveles, a saber, el microsocial, el mesosocial y el macrosocial. Si a nivel macro las condiciones se presentan adversas, igual hay estrategias para operar en los otros niveles más próximos al actor.
Ad 1.) En la primera parte de esta ponencia nos centramos en algunos supuestos epistemológicos, antropológicos y éticos que, a nuestro juicio, sirven de soporte a todo discurso que se pretenda legitimar como democrático. En tales supuestos se observa que la aproximación al conocimiento de la realidad, la representación de lo humano, del bien, del deber y de la justicia, necesariamente trascienden el ámbito de lo cognoscitivo hacia el ámbito de las actitudes y las conductas. De hecho, cabría agregar aquí que todo conocer vivo implica necesariamente ese trascender hacia la acción humana. En tal sentido, el conocimiento que en términos pragmáticos realmente cuenta es el conocimiento encarnado, incorporado a los sujetos. Todo lo demás es para nuestra vida efectiva sólo ornamental o prácticas de onanismo intelectual, con lo cual igual no salimos del campo estético al ético. Dicho esto, nada tiene de extraño que planteemos la educación de la subjetividad democrática en términos actitudinales. Y esto ya lo dijo hace casi un siglo Dewey. El que insistamos aquí en tal punto se ha de comprender en el sentido de que el aparato escolar tradicional venezolano, a pesar de la buena voluntad de sus recientes reformas, sigue siendo obtuso de cara a esta visión epistemológica.
La obtusidad del sistema escolar consiste en que sus prácticas educativas siguen marchando por medio de las correas de transmisión del magistrocentrismo y de la concepción bancaria denunciada ya hace mucho tiempo por Paulo Freire. Se trata de una educación que gira alrededor de la figura de un docente autoritario en su saber, quizás por las mismas carencias de su propio saber. Un docente que se burocratiza y queda sometido a las inclemencias de las penurias económicas y la explotación, sobrecargado de alumnos y en condiciones pedagógicas también muy paupérrimas, mermado en sus posibilidades de formarse académicamente y de dotarse de libros y productos educativos importantes para sus prácticas. En tales condiciones pedagógicas, el ethos democrático se eclipsa, pues este ethos precisa de prácticas dialógicas, de mucho trabajo en equipo, de impulso crítico y reconocimiento de la legitimidad que reclaman las otras voces, de vinculación con los problemas del entorno, de explotación hermenéutica de las múltiples interpretaciones sobre los materiales objeto de estudio. Pero la realidad socioeducativa de Venezuela es muy adversa a estas condiciones: la Escuela es pensada por el Estado en términos cuantitativos: cubrir la demanda de educandos que se le hace el sistema escolar. El número es lo que cuenta, quedando la calidad pedagógica subsumida. Incluso, se entiende que dar educación a todos, masificar la educación, es un indicador de sana democracia. Empero, estudios como los elaborados por Bronfenmajer y Casanova muestran claramente como la educación estatal venezolana ofrece distintas calidades pedagógicas según las clientelas sociales que las escuelas atienden. Los sectores rurales y populares carecen de instalaciones adecuadas y de educadores profesionales, cuestión que no acontece en los cascos urbanos.
El problema de una educación democrática no se confina al financiamiento y al número. Implica también la pregunta por el educador y, siguiendo la tercera Tesis sobre Feuerbach de Marx, la pregunta por quién educa al educador. Y en Venezuela las instituciones de formación docente suelen ofrecer un panorama poco alentador porque, salvo excepciones, suelen dotarse con los descartados por el sistema de selección universitaria, a la par que sus instalaciones pocas veces son favorables para la enseñanza. Pero incluso, más allá de todo esto, son instituciones poco reflexivas con relación a la realidad, que tienden a orientar sus curricula en términos bancarios, burocráticos, que se dedican en casi su totalidad a impartir docencia sin investigación, sin contextualización. No se reflexiona sobre quiénes somos los venezolanos y qué aspiramos ser. La antropología cultural del venezolano brilla por su ausencia en estas instituciones, así como la formación en ciencias sociales en general, formación imprescindible para comprender nuestros entornos y desarrollar una vocación democrática.
El montaje epistemológico de estas instituciones, como de la escuela venezolana, es de orden positivista: claramente inclinado a las ciencias naturales y a exponer una visión realista de los hechos, antihermenéutica y autoritaria. El saber es uno, la verdad es solo una. Reside en los libros y en lo que el educador dice. Reside en el caletre, en el sentido coloquial que los venezolanos damos a esta palabra. Ante todo esto, tenemos un educador formado en la inconsciencia de su ser cultural y en una visión autoritaria del saber, limitado para la formación actitudinal de la subjetividad democrática. Si no se procura por sus propios medios, el reproducirá los valores culturales a los que hemos hecho referencia arriba, los cuales por demás son de suyo ya muy poco democráticos.
Ante este panorama, las reformas educativas, tales como la aplicación de ejes transversales de valores democráticos en la Escuela básica, salvo excepciones, no producirá mayores efectos por carecer de docentes con la formación suficiente para su aplicación. Repetimos, la intención puede ser muy loable, y considerar que la formación ciudadana y democrática es actitudinal, por lo que compete a todos y cada uno de los educadores, pero si estos han sido preparados para dar una materia especializada de modo bancario y orientada magistrocéntrica, orientación reforzada por el hacinamiento en las aulas, entonces la reforma es pura pantalla, tal como cuando se cambia el nombre a las instituciones o se pinta el frente de una cárcel deplorable para que un importante visitante no la vea fea.
De acuerdo con nuestra interpretación, la escuela venezolana reproduce con sus prácticas bancarias, positivistas y magistrocéntricas la visión paternalista, autoritaria, pasiva y facilista de los valores culturales hegemónicos del venezolano. Por lo que resulta urgente, en función de reforzar un modo de vida democrático, una transformación radical del aparato escolar del país, comenzando por las instituciones nacionales de formación docente.
Ad 2.) Mas, decíamos arriba que todo cambio ha de partir de lo dado, pues la revolución y partir ex nihilo es un sueño romántico que se trastoca casi siempre en pesadilla autoritaria. De acuerdo con esto, los cambios que han de comenzar en las instituciones de formación docente, sin descuidar la Escuela, supondrán importantes reformas curriculares que den mayor espacio al campo de las ciencias sociales y, especialmente, de la antropología cultural del venezolano, en la formación básica del docente. Sería necesario implementar unidades de investigación dirigidas a estos ámbitos para buscar completar más aun y verificar las interpretaciones de los estudiosos de la cultura venezolana. Necesitamos convencer al estado de esta necesidad, pues en ello nos va la paz democrática del país.
Pero aquí, más que plantear las reformas puntuales de los sistemas institucionales de la educación nacional, quisiéramos para concluir afirmar desde qué valores venezolanos realmente practicados sería factible impulsar reformas democratizadoras, tanto en el ámbito escolar como en otros ámbitos sociales. Ofreciendo esta visión general, quizás podamos dar un aporte para orientar otros cambios. Por ejemplo, es preciso reconocernos en nuestro carácter matrisocial, paternalista y populista, y lograr redefinir esta constitución moral en términos de una ética social. En tal sentido, habría que hacer el esfuerzo en los niveles micro y mesosocial, esto es, en los pequeños grupos y en algunos grupos intermedios societales tales como cooperativas, gremios o asociaciones civiles, por ampliar el círculo de los participantes en los grupos, a la par que hacer el esfuerzo intragrupal por distribuir el poder entre los diferentes miembros de cada grupo. Se precisa que cada grupo reconozca al otro como un par, con su propia legitimidad, y con quien es necesario negociar en función de lograr metas que beneficien a todas las partes. Para ello, es menester romper con la estrecha visión de solidaridad y lealtad intragrupal. De lo que se trata es de hacer el esfuerzo por ampliar el campo comunicativo al mayor número de personas, en el sentido que George Herbert Mead pensó la democracia, y que luego han recogido Habermas y Apel, entre otros.
Son muchos los aspectos positivos que pueden contrarrestar la negatividad democrática de la cultura hegemónica venezolana. Nuestra sociedad, a pesar de las penurias económicas, políticas y sociales a las que ha sido sometida en las últimas décadas, sigue manteniendo rasgos importantes de lazos comunitarios que se manifiestan en el carácter festivo de la vida, en el optimismo voluntarista del vamos a echar pa´lante, en la solidaridad social que se despierta en momentos coyunturales de emergencia y que se podría buscar hacerla más permanente si los participantes ven que les rinde beneficios espirituales y económicos. En Venezuela hay sin duda racismo, pero en relación con otros países de América es muy atenuado, como es muy atenuado el sentido de clases sociales, a diferencia de México, Perú o Guatemala, por sólo nombrar tres casos, lo que podría facilitar convenir en un proyecto compartido de país.
Importante es también impulsar esa solidaridad y voluntarismo hacia la formación de capital social: el que las personas puedan sentarse y proponerse metas en conjunto, y el que vean que dichas metas favorecen a todos, que rinden sus frutos en cooperativas, organizaciones vecinales, microempresas, etc., y de este modo pode despertar la confianza necesaria que debe haber entre los miembros de una sociedad. Empero, tal confianza supone también el respeto a las normas, el saberse poseedor de derechos y de su contraparte, las obligaciones, de las que poco hablamos entre nosotros.
Decíamos arriba que preciso es también comprender que el cambio social opera en tres niveles. En tal sentido, no hay que esperar las directrices del Estado para operar mejoras y democratizar nuestros ambientes familiares y laborales. Cada uno de nosotros puede emprender el esfuerzo por hacer lo que esta a su alcance. Hay que hacer el esfuerzo por transformar los grupos en equipos explotando las positividades de nuestra cultura. Y desde estas pequeñas instancias ir a las intermedias, de la unidad del hospital a otra unidad, y de ahí al hospital todo. Al igual en la Escuela o en la universidad, al igual en el vecindario. Mientras esto se hace, se tratará de convencer a los políticos de la necesidad de apoyar campañas puntuales en función de mejorar estas pequeñas cosas. Al respecto, Richard Rorty ofrece buenas orientaciones en Pragmatismo y política.
Poco más podemos aportar en estos aspectos, pues es también condición del fomento de la práctica democrática, así como de romper con el paternalismo de nuestra cultura, el no ofrecer paquetes de soluciones fácil y listos para implementar de una vez. Por el contrario, las soluciones posibles a los problemas sólo cobrarán vida en la medida en que emerjan de las propias prácticas dialógicas, críticas y solidarias de los actores interesados e involucrados en esos problemas. Nuestra labor sólo puede ser de orientación en estos aspectos, y tal orientación es por el momento muy limitada, toda vez que apenas estos son apuntes sueltos de una investigación todavía muy joven.
En todo caso, nuestro alerta consiste en llamar la atención acerca de que la democracia en Venezuela no será viable en ninguna de sus formas sin un ethos democrático social que la soporte. Por tal razón, es que consideramos que los problemas de nuestra democracia son los de nuestra educación, y viceversa. Ese es el camino que apenas comienzo a transitar ahora y que he querido compartir en busca de nuevas luces.
Democracia y educación resulta una relación lo suficientemente amplia como para dedicarle varias vidas de estudio. Pensadores relevantes como John Dewey consagraron su trabajo a dicha relación. Si a ello agregamos la problemática política y cultural venezolana, la cuestión pueda dar para mucho más aún. Mas la gerencia del tiempo propia de estos encuentros nos obligan a la brevedad, y para que la brevedad sea provechosa es preciso concretar lo más posible un nudo problemático. Por tal razón, y siempre tomando en cuenta la enseñanza de Marx de que lo concreto es la síntesis de múltiples determinaciones, así como la enseñanza de Weber de que todo fenómeno social es producto de la atribución de múltiples causas, imposibles de abordar exhaustivamente por entendimiento humano alguno, queremos circunscribirnos al desafío que el ethos cultural del venezolano de hoy presenta a una educación efectivamente democrática. Para tal propósito, seguiremos el siguiente trayecto: 1) consideraciones generales sobre democracia y educación; 2) consideraciones generales sobre el ethos cultural del venezolano; y, 3) conclusiones sobre el desafío de este ethos a una educación democrática idealmente esbozada.
Consideraciones generales sobre democracia y educación
Proponemos las siguientes consideraciones generales sobre democracia y educación:
1.) Sobre la democracia caben muchas representaciones tanto culturales como epocales, pero sea cual sea, los discursos democráticos suponen una serie de supuestos epistemológicos, antropológicos y éticos muy relevantes.
2.) Todo sistema democrático procedimental supone como soporte para su sustentabilidad un ethos democrático por parte de los participantes en el sistema.
3.) Todo ethos democrático supone la constitución de una subjetividad que a su vez lo soporte, siendo la constitución de tal subjetividad una de las misiones de las instituciones educativas, especialmente las escolares en las sociedades modernas.
Los antiguos atenienses mantuvieron durante varias décadas un sistema político democrático conjuntamente con un modo de producción esclavista. Los ciudadanos atenienses, se cuenta, eran hombres libres que solían tomar decisiones públicas de un modo participativo y activo en el ágora, mientras que a la par eran propietarios de esclavos. Algo semejante ocurría en la Roma republicana, hasta que el Imperio fue suprimiendo sucesivamente los poderes del Senado. Obviamente, ni antiguos atenienses ni antiguos romanos consideraban a los esclavos semejantes suyos. La noción de humanidad, siempre cultural, se reducía a unos pocos entre quienes no cabían ni esclavos, ni mujeres, ni niños, ni extranjeros, etc. El mundo político moderno que emerge desde las revoluciones burguesas de Inglaterra, Estados Unidos y Francia se manejará progresivamente con una noción antropológica mucho más amplia. Empero, la complejidad social, la especialización técnica, la concentración y densidad demográfica propia desde las revoluciones urbana e industrial, vuelven a las democracias modernas menos directas, más representativas y más sometidas a los imperativos de la administración burocrática. En contraposición a ello, hoy se habla de diversos modelos, menos representativos y más directos y protagónicos, menos formalistas y más sustantivos, pues, se entiende que el problema de las libertades marcha en concordancia con la disponibilidad de recursos, de capitales económico, humano, cultural, político, social, etc. Por ejemplo, Ronald Dworkin lleva a cabo una interesante síntesis de la justicia como igualdad de recursos desde el liberalismo. En una visión más extrema de la cosa podríamos encontrar a los esposos Friedmann o quizás a un von Hayek, y por qué no a un Nozick o a un Buchanan; o del otro lado a comunitaristas que defienden la democracia desde las tradiciones culturales concretas, tales como Charles Taylor o Alasdair McIntyre.
Pero evitemos la lúdica petulancia de los intelectuales en torno al fetichismo de los nombres de autor. La hermenéutica contemporánea nos reclama más bien que nos centremos en la interpretación de las tesis más que en la autoritas. Y conforme a este deber hermenéutico, afirmamos que todo pensar y discurrir democráticos arranca de una serie de supuestos que, a nuestro entender, resultan inherentes e irrenunciables a cualquier representación democrática. Esto es, desde ellos obtenemos criterios para juzgar que tan democrático puede resultar una propuesta política dada. Tales supuestos son muchos, pero, de acuerdo con la gerencia del tiempo, nos circunscribiremos a tres planos: epistemológico, antropológico y ético.
En el plano epistemológico manejamos la cuestión del sujeto que conoce y las atribuciones del valor de la verdad. Se trata de cómo se presentan los dicursos y sus subjetividades. Al respecto, cabe decir que todo discurso efectivamente democrático niega de plano las concepciones totalitarias y realistas de la verdad. Por ejemplo, los esencialismos como el de Sócrates-Platón, conforme al cual la Verdad de las cosas es eterna, única, inmutable y poseída por los más sabios, quienes siendo dueños de la misma están destinados a gobernar. Aquí, como diría Sartre, la esencia precede a la existencia, estando todo definido de antemano. También el positivismo clásico y el positivismo lógico posterior caen en una lógica similar. Su concepción de la verdad remite a la correspondencia entre lo enunciado y el enunciado. Según Comte, el conocimiento debe abandonar la disolvente imaginación y someterse metódicamente a la descripción de los hechos de la realidad. El lenguaje protocolar debe entonces contentarse con describir la realidad, reflejándola tal cual es, pues, por decirlo de modo coloquial, los hechos hablan por sí mismos. El positivismo lógico llevó a término este programa y cayó en aberraciones como las de Otto Neurath, para quien todo enunciado científico debía presentarse en términos fisicalistas, o como las del primer Ludwig Wittgenstein, para quien los lenguajes éticos, estéticos o políticos carecen de sentido por carecer de referentes observacionales. Para el positivismo, la realidad habla, no es hablada por nosotros, por ello cae en el totalitarismo veritativo de los esencialistas. Finalmente, también se puede ejemplificar la antidemocracia epistémica con Marx y Engels, quienes en sus tempranas obras distinguen entre ideología o conciencia falsa y ciencia o conciencia verdadera. Esta última es aquella que no falsea la realidad por sus compromisos particularistas y reducidos de clase, sino que por el contrario accede al conocimiento de la totalidad. Como diría el primer Lukács, "la totalidad" es la categoría por excelencia del marxismo. Así, el marxista, comprometido con los oprimidos, se ha sentido a lo largo de su historia dueño de la verdad y con autoridad para descalificar a sus adversarios por ideólogos pequeño burgueses.
Frente a estos ejemplos de epistemologías totalitarias, realistas, en la antigüedad ateniense los sofistas, despreciados por la aristócrata filosofía canónica, representaban una visión hermenéutica y democrática del saber y la verdad. Si aceptamos la célebre frase atribuida a Protágoras, "el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son y de las que no son", entonces nadie puede asumirse como dueño de la verdad. Por el contrario, se diría que hay verdades en plural y, en tal sentido, el terreno de la elección humana no sería el epistemológico, sino más bien el ético, el político o el estético. Menester es decir entonces que nuestra versión de la realidad es sólo una versión, una interpretación, cuyo soporte es un sistema de crédito (William James), esto es, un sistema de creencias y valores, una construcción social.
En cuanto al plano antropológico discutimos la representación de lo humano subyacente al pensar y discurrir democráticos. Tres grandes concepciones matriciales sobre el origen de lo humano se han construido a lo largo de la historia de la cultura occidental, a saber: 1.) La idea del ser humano como una simple hechura biológica; 2.) la idea del ser humano como una creación divina; y, 3.) la idea del ser humano como un ser multidimensional y soportado simbólicamente. También se han construido tres concepciones matriciales antropológico-axiológicas, a saber: 1.) la idea pesimista de la naturaleza humana (Hobbes, Freud, etc.); 2.) la idea optimista de la naturaleza humana (Rousseau, Kropotkin, etc.); y, 3.) la idea de una naturaleza humana modelable (Locke, Marx, Durkheim, M. Mead, etc.). En cuanto al soporte antropológico de la democracia, sostenemos que los determinismos, sean biologicistas o de otra naturaleza, desembocan en distintas formas de totalitarismos políticos, sean estos el del Leviathan o cualquier otro. Cabe agregar que dichos determinismos resultan contradictorios con la asunción de una epistemología constructivista postpositivista tal como la que hemos puesto en juego como sustento de los discursos democráticos.
Las instituciones y los saberes democráticos demandan necesariamente una antropología fundada en la libertad humana, en el poder y la demanda de elegir. Ahora bien, la libertad humana arranca desde la necesidad y cobra valor en la medida en que ella misma se vuelve una necesidad humana. Arranca de la necesidad, de las carencias humanas, carencias incluso biológicas, toda vez que el homo sapiens no ha recibido una herencia genética y de instintos especializados que lo adecúen de modo cerrado a un ecosistema dado. Ni su alimentación, ni su reproducción, ni su organización social están determinadas genéticamente, si bien podemos decir con toda propiedad que están condicionadas biológicamente. Para decirlo con Arnold Gehlen, el homo sapiens es un ser abierto al mundo; es más, un ser que, a carencia de ecosistema, necesita imperiosamente de dotarse de un mundo. Dicho déficit biológico, dicha imperiosidad de darse un mundo, se trastoca a su vez en demandas de sentidos. En la tradición de Heidegger: el ser humano es aquel ser que se interroga por el ser. Quizás, más shakespearemente, el ser humano se interroga si es o no es el mismo, si es un fantasma de sí y vive una vida no suya sino prestada, o si por el contrario, su vida es auténtica. Quién de nosotros no se ha preguntado por lo menos una vez, ¿de dónde vengo? ¿Adónde voy? ¿Estaré haciendo lo correcto con mi vida y con las de aquellos que están temporalmente a mi cargo? ¿Cuál sería la mejor vida? ¿En qué consiste la felicidad? ¿En qué la justicia? ¿En qué el amor? ¿Cúal apuesta política es la más conveniente para mi y para los demás? Cada quien tiene la inmensa necesidad de dar alguna respuesta entre muchas posibles a esas interrogantes. Demandamos sentidos y nos vemos generalmente abrumados por los déficit de sentidos que una y otra vez nos abordan. Precisamente en este punto es que podemos afirmar con propiedad que el ser humano es fundamentalmente un ser religioso: su necesidad de sentido es al mismo tiempo su necesidad de trascendencia, de ser para otro. Cuando descubre dentro de sí todas estas carencias e imperiosidades, el ser humano no puede abandonar ya la libertad, pues, su libertad se vuelve su necesidad de ser y trascender.
Sostenemos que no hay ethos democrático separable de la Declaración universal de los derechos humanos. Es una demanda ética el que la persona sea un fin jamás reducible a medio o instrumento. Es ello lo que soporta los debates más actuales de las éticas del discurso y comunicativas, éticas que se pretenden democráticas por excelencia y que combaten el tratamiento humano reducido desde una racionalidad estratégica, tal como la económica o la política profesional hegemónicas y deshumanizadas. La dimensión antropológica y ética, en este sentido, resultan inseparables.
Todo sistema democrático que no tenga por base una eticidad democrática en la sociedad correspondiente se encontrará permanentemente amenazado por su destrucción a manos de cualquier régimen autoritario. Esta es la razón que nos empuja a poner en el centro de nuestra reflexión la educación para la democracia, esto es, la constitución de la subjetividad democrática, pues sin ella tampoco se garantizará la institucionalización de la misma.
Decíamos antes que toda institución educativa, especialmente la escolar, mantiene una relación dialéctica con los valores predominantes de su mundo intersubjetivo cultural. Agregábamos además que dicha dialéctica marca permanentes tensiones y retroalimentaciones entre educación, sociedad y cultura. En esta dirección nos proponemos a continuación presentar un esbozo de la eticidad del venezolano y su relación con la eticidad democrática mínima. Pretendemos detectar potenciales y obstáculos en la eticidad venezolana de cara a una educación para la democracia.
Consideraciones generales sobre el ethos cultural del venezolano
Importantes estudios antropológicos y sociológicos nos allanan el camino en la búsqueda del ethos cultural venezolano. Samuel Hurtado, Alejandro Moreno, Roberto Zapata, Maritza Montero, Jeannette Abouhamad o Raúl González Fabre son importantes referentes bibliográficos al respecto. Todos ellos coinciden en algunas líneas fundamentales que presentamos seguidamente:
1. En cuanto a la dimensión propiamente societal del ethos cultural predominante en Venezuela, tenemos que la institución familiar con sus características propias se presenta, contrario a lo que se piensa desde muchos discursos sociológicos importados, sumamente fuerte e impositiva con relación a las relaciones propiamente sociales. Incluso, un antropólogo como Hurtado emplea el término etnopsiquiátrico de matrisocialidad para definir la articulación entre "psiquis y cultura en una estructura configurada por la <
2. En cuanto a la dimensión propiamente política del ethos cultural predominante en Venezuela, y tal como se desprende de lo acabado de referir con relación a la matrisocialidad, observamos que las prácticas políticas predominantes se orientan por valores grupalistas, autoritarios e intencionalistas de convicción. Afirmamos que, contrariamente al mito de que somos un pueblo democrático, la cultura política venezolana es una cultura autoritaria y sobrecargada de afectividad, cuestión que emerge desde la socialización primaria en la familia venezolana. Otra vez con Hurtado: "Pensamos que las significaciones de la sociedad adoptan los sentidos del grupo primario familiar, como paradigma de lo social, cosa que no ocurre así en otras sociedades, donde aunque todo comience en el hogar, no sigue igual, ni de la misma forma y estructura. La <
3. En cuanto a la dimensión económica del ethos cultural predominante en Venezuela, cabe decir que los modelos premodernos de economía coexisten con modelos modernizados. Dada la condición histórica colonial de explotación y poco institucionalizada (nuestra Capitanía General apenas se estableció en 1777), luego las condiciones decimonónicas basadas en los latifundios y la explotación del café y el cacao con las concomitantes revueltas políticas, y finalmente, el ascenso de la renta petrolera, han constituido históricamente una economía poco productiva, con pocas relaciones capitalistas y básicamente rentista que, durante la segunda mitad del siglo XX ha dispuesto de gran cantidad de recursos. De estos, una importante suma se ha dilapidado en el ejercicio del clientelismo político multiplicando el aparato burocrático del Estado. Los estudios de Zapata muestran como la productividad es un valor que se mantiene en una escala muy baja con relación a otros como honestidad o lealtad. El trabajo se considera un valor que aporta a la honradez de la persona, pero sí el trabajo está en función del negocio la interpretación cultural hegemónica no parece ser la misma. En palabras de Hurtado: "El trabajo justifica, por el esfuerzo (honrado), la posibilidad de tener más dinero. La inversión, concebida como negocio, se torna conceptualmente deshonrosa. No se quiere culturalmente ser rico deshonrado, sino rico honrado." (Hurtado, 1999: 156). La riqueza del negocio es vista como explotación, como robo, como antisocietaria. La visión cultural del negociante es la del avaro, la de aquel que por su egoísmo individualista se vuelve desleal al grupo de pertenencia, la de aquel que no comparte: el negociante es, casi por definición, un traidor, siendo éste uno de los peores juicios, si acaso no el peor, que se puede hacer recaer sobre alguien en nuestro contexto cultural. Por el contrario, lo justo es distribuir la riqueza, compartirla, lo cual se conjuga con el mito de El Dorado según el cual nosotros somos un país rico cuya pobreza sólo se explica en términos del engaño y la traición de los políticos. La riqueza, en esta representación, es externa al sujeto. Está ahí, en la naturaleza. Se presenta como dada o como producto de la buena suerte. En todo caso no es algo que dependa de nosotros si es que ha de ser bien lograda. Por ello lo proclive que somos ante los juegos de azar. La riqueza lograda de este modo se entiende como algo que no se ha quitado a nadie. A su vez, cuando se logra, tiende a ser repartida dando propiedades y gustos a los más allegados. El pensamiento cultural económico del venezolano es populista redistribucionista, no productivista, presentista en el sentido de carente de previsión y proyectos. Es la economía del "como vaya viniendo vamos viendo", esto es, es una economía cuyas actitudes se corresponden más con el conuco que con la sociedad de consumo, si bien los anhelos culturales económicos generados desde la renta petrolera apuntan a los servicios y a los valores de la sociedad de consumo. Con lo cual, actitudes y anhelos económicos se presentan disfuncionales entre sí. En estas condiciones, anhelando consumir pero sin voluntad de negocio y de productividad, el crecimiento económico sostenido se torna imposible. Huelga decir que sin crecimiento económico no es posible superar la pobreza, factor que atenta contra el sistema político democrático y reproduce un modo de vida cargado de prejuicios autoritario tales como el machismo o el caudillismo.
A lo largo de estas tres dimensiones se pueden apreciar algunos nexos poco alentadores de cara al establecimiento de una eticidad democrática en Venezuela. Por ejemplo, la estructura rentista de la economía venezolana se presenta muy funcional al ejercicio populista, paternalista y autoritario de las prácticas políticas, mientras éstas refuerzan a su vez dicho rentismo. Rentismo, populismo y paternalismo se conjugan a su vez muy bien con la visión familista cargada de afectividad que se gesta desde los grupos primarios y rompe la posibilidad de institucionalización de las relaciones abstractas de ciudadanía. Parte importante de la población establece una relación paternalista con el Estado, vale decir, gobierno de turno, gobierno electo desde las actitudes y demandas culturales del electorado.
La lógica familista, grupalista, de acción social y política impulsa los desacuerdos sociales y los enfrentamientos entre grupos, tornándose tribal la práctica política. Ello se agudiza en la medida en que el modelo rentista ya no da lugar para ocultar los conflictos sociales. Se impone entonces la picardía y la práctica del más vivo, así como la complicidad y el quebrantamiento de la norma o la supeditación de éstas en función de los grupos de poder establecidos. Con todo ello, la confianza como aceite de funcionamiento del sistema todo y de acumulación de capital social se viene abajo, derrumbándose con el mismo las posibilidades del crecimiento económico y la estabilidad jurídica y política. Así, el escenario público de la vida nacional se transforma en pugnas de hordas por el control del mismo, todo en detrimento de la marcha en equipo. Por el contrario, la unidad de estas hordas, de estas familias extendidas cada una con su propia verdad absoluta y negando al otro, supone el reforzamiento del caudillismo autoritario a lo interno de cada grupo.
En todo caso, y esto es uno de los aspectos más importantes de cara a la eticidad democrática, las libertades y derechos individuales son violentadas e infravaloradas. El individuo queda en función del grupo. Su verdad no es reconocida y si éste insiste en reclamarla se vuelve un traidor. Así, el mundo de la vida familista coloniza el sistema social, en toda una contienda de cultura contra sociedad (Hurtado).
Cabe insistir que al presentar sucintamente este panorama ético cultural manifestado en las dimensiones societal, política y económica hemos buscado conscientemente rehuir de los tradicionales determinismos de la historia de las ciencias sociales. Por ello hemos hablado de "dimensiones" y no de niveles. Nuestra interpretación ha puesto sobrerelieve el momento cultural, pero reconoce que el mismo entra en juego de retroalimentación constante con los factores económicos, políticos y sociales. No hay cultura que sobreviva si estos factores le son adversos, bien sea por la muerte propia del dinamismo transcultural o bien sea por "suicidio". Empero, estamos en la obligación de anotar que si hemos constituido la lectura desde lo cultural, es, sin duda, porque en nuestra hermenéutica se trata de un momento privilegiado desde el cual se construye el sentido de lo colectivo y lo individual, mas, insistimos, es un momento que sólo puede ser comprendido en su relación con los otros. Adicionalmente, resulta importante informar con González Fabre que ha sido un momento crítico poco considerado por la opinión pública venezolana, opinión que ha centrado su reflexión sobre nuestra crisis a lo largo de veinte años en términos económicos, sociales y políticos, pero pocas veces en términos de las contradicciones entre anhelos y actitudes culturales.
Conclusiones sobre el desafío de este ethos a una educación democrática idealmente esbozada
Para cerrar presentamos las siguientes afirmaciones y su discusión sucinta.
1.) La educación encaminada a la constitución de una subjetividad efectivamente democrática es de orden actitudinal y no sólo cognitiva. En tal sentido, se trata de una educación que requiere de un ethos escolar muy específico soportado en los planos epistemológico, antropológico y ético expuestos en la primera parte de esta ponencia. Para procurar dicho ethos se requiere de una serie de estrategias educativas determinadas, posibles si hay convencimiento del Estado y de los actores docentes, sin menospreciar por supuesto los aportes de los entornos familiares y sociales en general.
2.) Todo cambio social, y específicamente el socioeducativo, no puede suponer un comienzo ex nihilo. Por el contrario, se parte desde lo que ya se tiene, y en tal sentido, si bien nuestro ethos cultural presenta muchos obstáculos al ethos democrático, imprescindible es reconocer también que hay en nuestra cultura potencialidades democratizadoras que pueden ser explotadas en función de una mayor armonía y justicia sociales. Preciso es también comprender que el cambio social opera en tres niveles, a saber, el microsocial, el mesosocial y el macrosocial. Si a nivel macro las condiciones se presentan adversas, igual hay estrategias para operar en los otros niveles más próximos al actor.
Ad 1.) En la primera parte de esta ponencia nos centramos en algunos supuestos epistemológicos, antropológicos y éticos que, a nuestro juicio, sirven de soporte a todo discurso que se pretenda legitimar como democrático. En tales supuestos se observa que la aproximación al conocimiento de la realidad, la representación de lo humano, del bien, del deber y de la justicia, necesariamente trascienden el ámbito de lo cognoscitivo hacia el ámbito de las actitudes y las conductas. De hecho, cabría agregar aquí que todo conocer vivo implica necesariamente ese trascender hacia la acción humana. En tal sentido, el conocimiento que en términos pragmáticos realmente cuenta es el conocimiento encarnado, incorporado a los sujetos. Todo lo demás es para nuestra vida efectiva sólo ornamental o prácticas de onanismo intelectual, con lo cual igual no salimos del campo estético al ético. Dicho esto, nada tiene de extraño que planteemos la educación de la subjetividad democrática en términos actitudinales. Y esto ya lo dijo hace casi un siglo Dewey. El que insistamos aquí en tal punto se ha de comprender en el sentido de que el aparato escolar tradicional venezolano, a pesar de la buena voluntad de sus recientes reformas, sigue siendo obtuso de cara a esta visión epistemológica.
La obtusidad del sistema escolar consiste en que sus prácticas educativas siguen marchando por medio de las correas de transmisión del magistrocentrismo y de la concepción bancaria denunciada ya hace mucho tiempo por Paulo Freire. Se trata de una educación que gira alrededor de la figura de un docente autoritario en su saber, quizás por las mismas carencias de su propio saber. Un docente que se burocratiza y queda sometido a las inclemencias de las penurias económicas y la explotación, sobrecargado de alumnos y en condiciones pedagógicas también muy paupérrimas, mermado en sus posibilidades de formarse académicamente y de dotarse de libros y productos educativos importantes para sus prácticas. En tales condiciones pedagógicas, el ethos democrático se eclipsa, pues este ethos precisa de prácticas dialógicas, de mucho trabajo en equipo, de impulso crítico y reconocimiento de la legitimidad que reclaman las otras voces, de vinculación con los problemas del entorno, de explotación hermenéutica de las múltiples interpretaciones sobre los materiales objeto de estudio. Pero la realidad socioeducativa de Venezuela es muy adversa a estas condiciones: la Escuela es pensada por el Estado en términos cuantitativos: cubrir la demanda de educandos que se le hace el sistema escolar. El número es lo que cuenta, quedando la calidad pedagógica subsumida. Incluso, se entiende que dar educación a todos, masificar la educación, es un indicador de sana democracia. Empero, estudios como los elaborados por Bronfenmajer y Casanova muestran claramente como la educación estatal venezolana ofrece distintas calidades pedagógicas según las clientelas sociales que las escuelas atienden. Los sectores rurales y populares carecen de instalaciones adecuadas y de educadores profesionales, cuestión que no acontece en los cascos urbanos.
El problema de una educación democrática no se confina al financiamiento y al número. Implica también la pregunta por el educador y, siguiendo la tercera Tesis sobre Feuerbach de Marx, la pregunta por quién educa al educador. Y en Venezuela las instituciones de formación docente suelen ofrecer un panorama poco alentador porque, salvo excepciones, suelen dotarse con los descartados por el sistema de selección universitaria, a la par que sus instalaciones pocas veces son favorables para la enseñanza. Pero incluso, más allá de todo esto, son instituciones poco reflexivas con relación a la realidad, que tienden a orientar sus curricula en términos bancarios, burocráticos, que se dedican en casi su totalidad a impartir docencia sin investigación, sin contextualización. No se reflexiona sobre quiénes somos los venezolanos y qué aspiramos ser. La antropología cultural del venezolano brilla por su ausencia en estas instituciones, así como la formación en ciencias sociales en general, formación imprescindible para comprender nuestros entornos y desarrollar una vocación democrática.
El montaje epistemológico de estas instituciones, como de la escuela venezolana, es de orden positivista: claramente inclinado a las ciencias naturales y a exponer una visión realista de los hechos, antihermenéutica y autoritaria. El saber es uno, la verdad es solo una. Reside en los libros y en lo que el educador dice. Reside en el caletre, en el sentido coloquial que los venezolanos damos a esta palabra. Ante todo esto, tenemos un educador formado en la inconsciencia de su ser cultural y en una visión autoritaria del saber, limitado para la formación actitudinal de la subjetividad democrática. Si no se procura por sus propios medios, el reproducirá los valores culturales a los que hemos hecho referencia arriba, los cuales por demás son de suyo ya muy poco democráticos.
Ante este panorama, las reformas educativas, tales como la aplicación de ejes transversales de valores democráticos en la Escuela básica, salvo excepciones, no producirá mayores efectos por carecer de docentes con la formación suficiente para su aplicación. Repetimos, la intención puede ser muy loable, y considerar que la formación ciudadana y democrática es actitudinal, por lo que compete a todos y cada uno de los educadores, pero si estos han sido preparados para dar una materia especializada de modo bancario y orientada magistrocéntrica, orientación reforzada por el hacinamiento en las aulas, entonces la reforma es pura pantalla, tal como cuando se cambia el nombre a las instituciones o se pinta el frente de una cárcel deplorable para que un importante visitante no la vea fea.
De acuerdo con nuestra interpretación, la escuela venezolana reproduce con sus prácticas bancarias, positivistas y magistrocéntricas la visión paternalista, autoritaria, pasiva y facilista de los valores culturales hegemónicos del venezolano. Por lo que resulta urgente, en función de reforzar un modo de vida democrático, una transformación radical del aparato escolar del país, comenzando por las instituciones nacionales de formación docente.
Ad 2.) Mas, decíamos arriba que todo cambio ha de partir de lo dado, pues la revolución y partir ex nihilo es un sueño romántico que se trastoca casi siempre en pesadilla autoritaria. De acuerdo con esto, los cambios que han de comenzar en las instituciones de formación docente, sin descuidar la Escuela, supondrán importantes reformas curriculares que den mayor espacio al campo de las ciencias sociales y, especialmente, de la antropología cultural del venezolano, en la formación básica del docente. Sería necesario implementar unidades de investigación dirigidas a estos ámbitos para buscar completar más aun y verificar las interpretaciones de los estudiosos de la cultura venezolana. Necesitamos convencer al estado de esta necesidad, pues en ello nos va la paz democrática del país.
Pero aquí, más que plantear las reformas puntuales de los sistemas institucionales de la educación nacional, quisiéramos para concluir afirmar desde qué valores venezolanos realmente practicados sería factible impulsar reformas democratizadoras, tanto en el ámbito escolar como en otros ámbitos sociales. Ofreciendo esta visión general, quizás podamos dar un aporte para orientar otros cambios. Por ejemplo, es preciso reconocernos en nuestro carácter matrisocial, paternalista y populista, y lograr redefinir esta constitución moral en términos de una ética social. En tal sentido, habría que hacer el esfuerzo en los niveles micro y mesosocial, esto es, en los pequeños grupos y en algunos grupos intermedios societales tales como cooperativas, gremios o asociaciones civiles, por ampliar el círculo de los participantes en los grupos, a la par que hacer el esfuerzo intragrupal por distribuir el poder entre los diferentes miembros de cada grupo. Se precisa que cada grupo reconozca al otro como un par, con su propia legitimidad, y con quien es necesario negociar en función de lograr metas que beneficien a todas las partes. Para ello, es menester romper con la estrecha visión de solidaridad y lealtad intragrupal. De lo que se trata es de hacer el esfuerzo por ampliar el campo comunicativo al mayor número de personas, en el sentido que George Herbert Mead pensó la democracia, y que luego han recogido Habermas y Apel, entre otros.
Son muchos los aspectos positivos que pueden contrarrestar la negatividad democrática de la cultura hegemónica venezolana. Nuestra sociedad, a pesar de las penurias económicas, políticas y sociales a las que ha sido sometida en las últimas décadas, sigue manteniendo rasgos importantes de lazos comunitarios que se manifiestan en el carácter festivo de la vida, en el optimismo voluntarista del vamos a echar pa´lante, en la solidaridad social que se despierta en momentos coyunturales de emergencia y que se podría buscar hacerla más permanente si los participantes ven que les rinde beneficios espirituales y económicos. En Venezuela hay sin duda racismo, pero en relación con otros países de América es muy atenuado, como es muy atenuado el sentido de clases sociales, a diferencia de México, Perú o Guatemala, por sólo nombrar tres casos, lo que podría facilitar convenir en un proyecto compartido de país.
Importante es también impulsar esa solidaridad y voluntarismo hacia la formación de capital social: el que las personas puedan sentarse y proponerse metas en conjunto, y el que vean que dichas metas favorecen a todos, que rinden sus frutos en cooperativas, organizaciones vecinales, microempresas, etc., y de este modo pode despertar la confianza necesaria que debe haber entre los miembros de una sociedad. Empero, tal confianza supone también el respeto a las normas, el saberse poseedor de derechos y de su contraparte, las obligaciones, de las que poco hablamos entre nosotros.
Decíamos arriba que preciso es también comprender que el cambio social opera en tres niveles. En tal sentido, no hay que esperar las directrices del Estado para operar mejoras y democratizar nuestros ambientes familiares y laborales. Cada uno de nosotros puede emprender el esfuerzo por hacer lo que esta a su alcance. Hay que hacer el esfuerzo por transformar los grupos en equipos explotando las positividades de nuestra cultura. Y desde estas pequeñas instancias ir a las intermedias, de la unidad del hospital a otra unidad, y de ahí al hospital todo. Al igual en la Escuela o en la universidad, al igual en el vecindario. Mientras esto se hace, se tratará de convencer a los políticos de la necesidad de apoyar campañas puntuales en función de mejorar estas pequeñas cosas. Al respecto, Richard Rorty ofrece buenas orientaciones en Pragmatismo y política.
Poco más podemos aportar en estos aspectos, pues es también condición del fomento de la práctica democrática, así como de romper con el paternalismo de nuestra cultura, el no ofrecer paquetes de soluciones fácil y listos para implementar de una vez. Por el contrario, las soluciones posibles a los problemas sólo cobrarán vida en la medida en que emerjan de las propias prácticas dialógicas, críticas y solidarias de los actores interesados e involucrados en esos problemas. Nuestra labor sólo puede ser de orientación en estos aspectos, y tal orientación es por el momento muy limitada, toda vez que apenas estos son apuntes sueltos de una investigación todavía muy joven.
En todo caso, nuestro alerta consiste en llamar la atención acerca de que la democracia en Venezuela no será viable en ninguna de sus formas sin un ethos democrático social que la soporte. Por tal razón, es que consideramos que los problemas de nuestra democracia son los de nuestra educación, y viceversa. Ese es el camino que apenas comienzo a transitar ahora y que he querido compartir en busca de nuevas luces.
Javier B. Seoane C.
Caracas, enero 2000
Inédito
Caracas, enero 2000
Inédito
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