Nuestra Caracas está nuevamente de aniversario, sólo que esta vez con la particularidad de estar sometida, quizás como nunca antes, a su muerte simbólica. En efecto, un grupo de ediles han propuesto cambiar el escudo representativo de la ciudad e incluso las órdenes al mérito que anualmente entregaba el municipio a personajes destacados de la vida citadina. Curioso homenaje aquel en el que a la homenajeada se le entrega su acta de defunción, al menos de su defunción simbólica.
Pero, sin duda, no cabía esperar más de unos “buenos revolucionarios”. Después de todo, ¿no es el ideal de toda revolución un comienzo ex nihilo, una ruptura radical con un supuesto oprobioso pasado? En el fondo, nuestros ediles revolucionarios no hacen sino seguir la lógica de su política onírica. Ahora bien, lo que más nos llama la atención de todo esto es el desparpajo con que proponemos cambios de nombres y símbolos para el país, las ciudades y los municipios. Creo que ello nos puede dar alguna luz sobre el tipo de cultura hegemónica existente en el país.
Muchas veces cambiar el nombre de las instituciones públicas es como pintar la fachada del Retén de Catia para que el Papa lo vea bonito, o pintar las fachadas de los ranchos de colores para cubrir la pobreza de las construcciones populares. Quiero decir, con ello se pretende “cambiar” una realidad que disgusta y que no se soporta seguir observando. En este sentido, los cambios nominales manifiestan la inconformidad que gran parte de los miembros de nuestra sociedad sienten con respecto a la misma. Empero, por otro lado, esa forma de proceder muestra también cuán superficiales podemos llegar a ser en nuestras actitudes sociales ---y, por extensión, cuán superficial y verborreica resulta nuestra “revolución bonita”. Lo que importa es la pinta. No en balde somos el país de hispanoamérica que consume más maquillaje y perfumes, a la par que ponemos los nombres más extraños a nuestros hijos por aquello de que “suena bien”. No queremos hacer grandes esfuerzos ni someternos a las consecuencias de cambiar realmente de actitudes. Somos unos excelentes rentistas consumidores de cuanto haya, especialmente de soluciones mágicas.
A pesar de todo lo dicho, la cosa del cambio de símbolos y nombres, tal como se pretende ahora con Caracas, muestra algo más: nuestra profunda debilidad institucional. Nuestras instituciones públicas están sometidas al vaivén de actores políticos que se posesionan de ellas. Según van llegando, estos cambian colores, papelería, uniformes y eslóganes. El Estado se confunde con el gobierno y éste último con el caudillo de turno. La gobernación con el nombre del gobernador y la alcaldía con el nombre del alcalde. En ello no hay variaciones en toda la geografía política del país: “revolucionarios” y “contrarevolucionarios” se alimentan de la misma fuente. Así, nunca es la obra de un colectivo, sino la de un hombre, la de un caudillo. ¿Se imaginan Uds. a Bernal cambiando el transporte colectivo de Londres o El Oso y el Madroño de la ciudad de Madrid? ¿Se imaginan Uds. a Mendoza colocando su nombre en cuanta valla pública pueda disponer para anunciar la obra de una entidad gubernamental como suya en Massachussets? ¿Se imaginan Uds. a Bernabé llamando “bernataxis” a los taxis de Roma?
Pero quizás todo ello suene muy reaccionario: ¿por qué compararse con Europa y norteamérica? Nosotros somos originales. Nuestra originalidad consiste en volver los bienes públicos bienes privados, en capturar las instituciones para adueñarnos de las mismas y ofrecérselas a los panas y aliados. Y más allá de todo esto, en cambiar nombres y pintas a las cosas, en hacer revoluciones “bonitas” (posiblemente por su maquillaje) y nunca en ocuparnos de mantener limpia la ciudad y cuidados los servicios públicos. Eso son nimiedades sin importancia. A pesar de todo, y mientras te llames así: ¡Feliz cumpleaños Caracas!
Pero, sin duda, no cabía esperar más de unos “buenos revolucionarios”. Después de todo, ¿no es el ideal de toda revolución un comienzo ex nihilo, una ruptura radical con un supuesto oprobioso pasado? En el fondo, nuestros ediles revolucionarios no hacen sino seguir la lógica de su política onírica. Ahora bien, lo que más nos llama la atención de todo esto es el desparpajo con que proponemos cambios de nombres y símbolos para el país, las ciudades y los municipios. Creo que ello nos puede dar alguna luz sobre el tipo de cultura hegemónica existente en el país.
Muchas veces cambiar el nombre de las instituciones públicas es como pintar la fachada del Retén de Catia para que el Papa lo vea bonito, o pintar las fachadas de los ranchos de colores para cubrir la pobreza de las construcciones populares. Quiero decir, con ello se pretende “cambiar” una realidad que disgusta y que no se soporta seguir observando. En este sentido, los cambios nominales manifiestan la inconformidad que gran parte de los miembros de nuestra sociedad sienten con respecto a la misma. Empero, por otro lado, esa forma de proceder muestra también cuán superficiales podemos llegar a ser en nuestras actitudes sociales ---y, por extensión, cuán superficial y verborreica resulta nuestra “revolución bonita”. Lo que importa es la pinta. No en balde somos el país de hispanoamérica que consume más maquillaje y perfumes, a la par que ponemos los nombres más extraños a nuestros hijos por aquello de que “suena bien”. No queremos hacer grandes esfuerzos ni someternos a las consecuencias de cambiar realmente de actitudes. Somos unos excelentes rentistas consumidores de cuanto haya, especialmente de soluciones mágicas.
A pesar de todo lo dicho, la cosa del cambio de símbolos y nombres, tal como se pretende ahora con Caracas, muestra algo más: nuestra profunda debilidad institucional. Nuestras instituciones públicas están sometidas al vaivén de actores políticos que se posesionan de ellas. Según van llegando, estos cambian colores, papelería, uniformes y eslóganes. El Estado se confunde con el gobierno y éste último con el caudillo de turno. La gobernación con el nombre del gobernador y la alcaldía con el nombre del alcalde. En ello no hay variaciones en toda la geografía política del país: “revolucionarios” y “contrarevolucionarios” se alimentan de la misma fuente. Así, nunca es la obra de un colectivo, sino la de un hombre, la de un caudillo. ¿Se imaginan Uds. a Bernal cambiando el transporte colectivo de Londres o El Oso y el Madroño de la ciudad de Madrid? ¿Se imaginan Uds. a Mendoza colocando su nombre en cuanta valla pública pueda disponer para anunciar la obra de una entidad gubernamental como suya en Massachussets? ¿Se imaginan Uds. a Bernabé llamando “bernataxis” a los taxis de Roma?
Pero quizás todo ello suene muy reaccionario: ¿por qué compararse con Europa y norteamérica? Nosotros somos originales. Nuestra originalidad consiste en volver los bienes públicos bienes privados, en capturar las instituciones para adueñarnos de las mismas y ofrecérselas a los panas y aliados. Y más allá de todo esto, en cambiar nombres y pintas a las cosas, en hacer revoluciones “bonitas” (posiblemente por su maquillaje) y nunca en ocuparnos de mantener limpia la ciudad y cuidados los servicios públicos. Eso son nimiedades sin importancia. A pesar de todo, y mientras te llames así: ¡Feliz cumpleaños Caracas!
Javier B. Seoane C.
Caracas, julio de 2002
Inédito
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