Una de las características más resaltantes de la “cultura postmoderna” es la pérdida de legitimidad de los “grandes relatos”. Se podría decir que los individuos pierden confianza en aquellas ideologías que otrora movilizaron muchos hombres llevándolos hasta las posturas más radicales.
Este aspecto se manifiesta en la pérdida de credibilidad de los partidos políticos y sus propuestas programáticas. Se retoma la idea de que los partidos sólo representan intereses particulares en traición a los ideales universalistas que pretenden consagrar. Así, el hombre postmoderno renuncia a la forma tradicional de hacer política, forma caracterizada por la mediación de los partidos entre sociedad civil y Estado.
Las corrientes postmodernas, como defensoras de la diferencia frente a los universalismos homogeneizadores (“grandes relatos totalitarios”) confinan la política a la individualidad disolviendo la concepción tradicional de sociedad civil. Según Hegel, la sociedad civil era el lugar donde los hombres superaban su mera individualidad, su diferencia, propia del “estado de la naturaleza”. Los individuos, conscientes de que por sí solos no pueden hacer prevalecer sus intereses, se agrupan (gremios, corporaciones, asociaciones determinadas) con otros cuyos intereses son similares. No obstante, Hegel piensa que la sociedad civil no garantiza la libertad individual, pues los grupos pueden terminar enfrentándose, al igual que antes los individuos aislados, a partir de contradicciones entre sus intereses. Por eso, el Estado se hace necesario como garante de la libertad. A su vez, el Estado como máxima entidad política es vigilado en su proceder por las asociaciones de la sociedad civil.
Las corrientes postmodernas, al hacer explotar el sentido general de la acción social en infinitos sentidos particulares (tantos como individuos halla), prescriben la fragmentación societal acarreando dos posibles situaciones:
a) Ante la pluralidad de sentidos se impondrá el del más fuerte en una especie de “estado de la naturaleza”.
b) La explosión del sentido general genera el caos donde nadie puede imponerse y se pone en peligro la autoconservación.
El problema aquí es que dificilmente pueda alcanzarse orden social, condición por demás necesaria para la autoconservación del hombre, sin acciones sociales dotadas de sentido colectivo. Esto último supone una discusión en el terreno de la ética y la política, el terreno más débil de los llamados postmodernos. La ética se basa necesariamente en preceptos de corte universalistas, sancionados por consenso social. Las corrientes postmodernas rechazan las éticas por ser discursos axiológicos universalistas. La postura “postmo” concuerda más con la idea de la muerte de Dios (Nietzsche), que es la idea de la muerte de la ética. Una vez que Dios no está todo parece estar permitido (Dostoievski). La cuestión es que mientras en Nietzsche la metáfora remite más a un diagnóstico cultural que a una prescripción, en el ámbito del discurso postmoderno es propiamente una prescripción. Ante esta proposición vale ser racista o fascista, pues ello cabe dentro de la diferencia, y sobre todo una vez que los postmodernos acribillan a la razón como tribunal de la acción.
Llegados aquí, es preciso distinguir entre “postmodernidad” y “postmodernismo”. La primera remite a un estado cultural, un diagnóstico. El segundo es un tipo de discurso que se deriva de ese estado cultural. Hoy en día hay muchos referentes mundiales que nos pueden hablar de una “cultura postmoderna”: la pérdida de legitimidad de las grandes religiones, los partidos, el conocimiento científico; las dudas en torno al mítico “progreso” de las sociedades; la caída de las grandes utopías; etc, son claras evidencias de que algo se modifica en la cultura occidental. También podemos decir que la desintegración societal por la fragmentación es una clara y ya muy antigua tendencia de nuestras sociedades. La cuestión, sin embargo, es que la reconstrucción de un proyecto socio-histórico y cultural no es posible desde el negativismo radical del discurso postmoderno. Por lo cual, a la “cultura postmoderna” no necesariamente corresponde un discurso postmoderno como el que hemos caracterizado. Hoy es menester, antes de caer en la posición maniqueista de polarizar particularismo-universalismo, recuperar un pensamiento que integre la defensa de lo particular dentro de lo universal; creemos que éste es el quid del asunto.
El rechazo postmoderno es destructor del sentido de la acción social colectiva y por tanto de la democracia substantiva como tal. Frente a esto preferimos decir con Max Horkheimer que los individuos pueden encontrar un sentido para la acción descubriendo las contradicciones sociales e indicando su posible superación racional. Esto encaminaría la construcción de una sociedad autenticamente humana. Así, el sentido y la democracia nacerían de la Crítica, precisamente aquella que es enterrada por un postmodernismo hipercrítico.
Este aspecto se manifiesta en la pérdida de credibilidad de los partidos políticos y sus propuestas programáticas. Se retoma la idea de que los partidos sólo representan intereses particulares en traición a los ideales universalistas que pretenden consagrar. Así, el hombre postmoderno renuncia a la forma tradicional de hacer política, forma caracterizada por la mediación de los partidos entre sociedad civil y Estado.
Las corrientes postmodernas, como defensoras de la diferencia frente a los universalismos homogeneizadores (“grandes relatos totalitarios”) confinan la política a la individualidad disolviendo la concepción tradicional de sociedad civil. Según Hegel, la sociedad civil era el lugar donde los hombres superaban su mera individualidad, su diferencia, propia del “estado de la naturaleza”. Los individuos, conscientes de que por sí solos no pueden hacer prevalecer sus intereses, se agrupan (gremios, corporaciones, asociaciones determinadas) con otros cuyos intereses son similares. No obstante, Hegel piensa que la sociedad civil no garantiza la libertad individual, pues los grupos pueden terminar enfrentándose, al igual que antes los individuos aislados, a partir de contradicciones entre sus intereses. Por eso, el Estado se hace necesario como garante de la libertad. A su vez, el Estado como máxima entidad política es vigilado en su proceder por las asociaciones de la sociedad civil.
Las corrientes postmodernas, al hacer explotar el sentido general de la acción social en infinitos sentidos particulares (tantos como individuos halla), prescriben la fragmentación societal acarreando dos posibles situaciones:
a) Ante la pluralidad de sentidos se impondrá el del más fuerte en una especie de “estado de la naturaleza”.
b) La explosión del sentido general genera el caos donde nadie puede imponerse y se pone en peligro la autoconservación.
El problema aquí es que dificilmente pueda alcanzarse orden social, condición por demás necesaria para la autoconservación del hombre, sin acciones sociales dotadas de sentido colectivo. Esto último supone una discusión en el terreno de la ética y la política, el terreno más débil de los llamados postmodernos. La ética se basa necesariamente en preceptos de corte universalistas, sancionados por consenso social. Las corrientes postmodernas rechazan las éticas por ser discursos axiológicos universalistas. La postura “postmo” concuerda más con la idea de la muerte de Dios (Nietzsche), que es la idea de la muerte de la ética. Una vez que Dios no está todo parece estar permitido (Dostoievski). La cuestión es que mientras en Nietzsche la metáfora remite más a un diagnóstico cultural que a una prescripción, en el ámbito del discurso postmoderno es propiamente una prescripción. Ante esta proposición vale ser racista o fascista, pues ello cabe dentro de la diferencia, y sobre todo una vez que los postmodernos acribillan a la razón como tribunal de la acción.
Llegados aquí, es preciso distinguir entre “postmodernidad” y “postmodernismo”. La primera remite a un estado cultural, un diagnóstico. El segundo es un tipo de discurso que se deriva de ese estado cultural. Hoy en día hay muchos referentes mundiales que nos pueden hablar de una “cultura postmoderna”: la pérdida de legitimidad de las grandes religiones, los partidos, el conocimiento científico; las dudas en torno al mítico “progreso” de las sociedades; la caída de las grandes utopías; etc, son claras evidencias de que algo se modifica en la cultura occidental. También podemos decir que la desintegración societal por la fragmentación es una clara y ya muy antigua tendencia de nuestras sociedades. La cuestión, sin embargo, es que la reconstrucción de un proyecto socio-histórico y cultural no es posible desde el negativismo radical del discurso postmoderno. Por lo cual, a la “cultura postmoderna” no necesariamente corresponde un discurso postmoderno como el que hemos caracterizado. Hoy es menester, antes de caer en la posición maniqueista de polarizar particularismo-universalismo, recuperar un pensamiento que integre la defensa de lo particular dentro de lo universal; creemos que éste es el quid del asunto.
El rechazo postmoderno es destructor del sentido de la acción social colectiva y por tanto de la democracia substantiva como tal. Frente a esto preferimos decir con Max Horkheimer que los individuos pueden encontrar un sentido para la acción descubriendo las contradicciones sociales e indicando su posible superación racional. Esto encaminaría la construcción de una sociedad autenticamente humana. Así, el sentido y la democracia nacerían de la Crítica, precisamente aquella que es enterrada por un postmodernismo hipercrítico.
Javier B. Seoane C.
Caracas, Mayo de 1996
Caracas, Mayo de 1996
Publicado en El Clarín, La Victoria (Aragua)
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