No cabe duda alguna de que el encuentro de las culturas de América, Africa y Europa significó un hecho sin precedentes en la historia de la humanidad. Para las culturas americanas y africanas se tradujo en mayor opresión y hasta en la desaparición de aquellas que se negaron a sucumbir ante el pie de los dominadores. Para la cultura de los europeos el suceso desencadenó las fuerzas de la Modernidad. En este breve escrito pretendemos generar una discutir en torno al significado que hoy tiene la posmodernidad para nosotros.
Hablar de posmodernidad precisa de referentes sobre los que se puedan sustentar las ideas que queremos esbozar. Sobre todo a la luz de que la posmodernidad es más una negación que una definición positiva. Podríamos decir que la posmodernidad remite a una serie de hechos socioculturales en los cuales los principios que organizaron la sociedad y la cultura modernas han perdido legitimidad. El posmodernismo, como discurso de la posmodernidad, se define como negación de los grandes discursos (metarrelatos) de la Modernidad. Pero, lo dicho poco aporta si no damos razón acerca de la Modernidad y su relación con América.
Al respecto podemos decir que lo que hoy se denomina Modernidad tuvo su mayor apogeo durante la Ilustración europea. Si bien, como todo proceso histórico, la Modernidad no tiene una fecha de nacimiento determinada, podemos remontar sus orígenes al siglo XV y todo esa explosión cultural que fue el Renacimiento. Este movimiento se constituyó como una reacción contra la intromisión de las religiones y las instituciones aristocráticas en toda la vida social de la Europa Occidental. El Renacimiento cambió el sujeto Dios por el sujeto Hombre, y con ello surgió una de las ideas centrales de la Modernidad: aquella que consagra al Hombre como sujeto y objeto de la Historia.
Cuando el Renacimiento alcanza su primer desarrollo, los portugueses bordean el continente africano y Colón llega a América. Para los europeos se vienen abajo creencias que hasta entonces eran tan sólidas como el suelo que pisaban, tales como la no esfericidad de la tierra o la idea de que al sur de Africa estaba el infierno, cuestión que creían probada por el color de piel de aquellos habitantes. En uno y otro lado, en Africa y América, los europeos se encuentran con pueblos enteros cuyas costumbres y formas sociales eran bastante disímiles. Y esas diferencias darán lugar al nacimiento de las ciencias sociales, en particular la antropología cultural, así como los nuevos hallazgos impulsarán las ciencias naturales como nunca antes.
Poco después, en 1517, Lutero inicia el movimiento reformista que conducirá al gran cisma del mundo cristiano. Los católicos, renuentes a aceptar las premisas protestantes que negaban el dominio del vaticano y consolidaban los nacientes Estados nacionales, no vacilaron en perseguir inquisitoriamente a los nuevos herejes. Se desataron entonces las guerras religiosas y con ellas la pérdida definitiva de la legitimidad de la Iglesia. En 1690, John Locke, el famoso filósofo inglés, se pregunta sarcásticamente en su Carta sobre la tolerancia ¿cuál es la función de la Iglesia? ¿salvar las almas o fulminarlas en la hoguera de la intolerancia? Prescribe Locke la necesidad imperiosa de la tolerancia y del consenso racional para la buena convivencia social. Y con ello, confina a la religión bien lejos de la política, autonomiza ambas esferas. En este sentido, Locke es un pensador paradigmático de la Modernidad: separa la Iglesia del Estado y sienta a éste último sobre bases racionales y cercanas a la democracia al consagrar el principio moderno de tolerancia. Todo ello sería posible de liberarnos de las cadenas míticas de la creencia religiosa dogmática, lo que se podría a través de un consenso traslapado ---como diría Rawls--- que suspendiera nuestras creencias para ponernos de acuerdo en el modelo de Estado más conveniente para todos.
Tolerancia, Razón, Sujeto, Democracia, Autonomización de las esferas socioculturales, Ciencia y Tecnología, son todos conceptos nucleares que constituyen el pensamiento de la Modernidad ---la episteme moderna, por usar el léxico de Michel Foucault. Historia, Progreso y Educación son las otras tres que adquirirán toda su fuerza durante la Ilustración y el siglo XIX. Y todas ellas son ideas que se desencadenan con el ascenso social de la burguesía, El Renacimiento y el encuentro de Europa y América.
La Modernidad es también la tónica cultural y epocal que realza como nunca antes en la historia la idea de emancipación terrenal. En palabras de Jean-François Lyotard: “El pensamiento y la acción de los siglos XIX y XX están dominados por la Idea de la emancipación de la humanidad: Esta idea es elaborada a finales del siglo XVIII en la filosofía de las Luces y en la Revolución Francesa. El progreso de las ciencias, de las artes y de las libertades políticas liberará a toda la humanidad de la ignorancia, de la pobreza, de la incultura, del despotismo y no sólo producirá hombres felices sino que, en especial gracias a la Escuela, generará ciudadanos ilustrados, dueños de su propio destino.” (La posmodernidad, Gedisa, p. 97).
La emancipación es una posibilidad que los hombres construyen en este mundo y no en la Civitas Dei de San Agustín. La Ilustración es el éxtasis del optimismo filosófico. El reino de los cielos es ya una posibilidad terrenal. Con la aplicación metódica de la Razón se alcanzará dicho Reino de la Libertad. Obviamente, ya no es la razón aún divina de Leibniz, aquella que consagraba nuestro mundo establecido como el mejor posible de los terrenales por ser una hechura de la suprema bondad divina. La Razón Moderna es una fuerza encaminada hacia el futuro, la fuerza que permitirá ordenar el mundo para colocarlo en función de los hombres. Sus dos brazos son la Ciencia y la Tecnología. Uno descubriendo el orden y funcionamiento del cosmos, el otro, aplicando los saberes en función de dominar la inhóspita naturaleza, subyugarla y transformarla en un cálido hogar. Podemos decir metafóricamente que con este discurso la Modernidad prometió hacer de cenicienta una princesa antes del anochecer.
La educación en la Razón y la disciplina de la Ciencia son el camino hacia la emancipación de los mitos y el obscurantismo. Esta Idea, que alcanza su mayor nivel en la Ilustración, es ya una Idea presente en el paso filosófico del mito al logos. Ya está presente en Odiseo cuando se hace atar al mástil para no sucumbir ante el encantador canto de las sirenas. No en balde Odiseo es el personaje mítico que mejor representa ---para Horkheimer y Adorno--- la astucia de la Razón. Después encontramos esta misma Idea en el libro séptimo de La República de Platón, en aquel famoso mito de las cavernas en el que la Ilustración, vale decir la educación, libera a los hombres de sus amarras. Pero no es sino en el siglo de las Luces cuando este concepto se encarna en las prácticas sociales y políticas generales. La Revolución Francesa se concibe a sí misma como ese acto liberador que institucionaliza una sociedad racional frente al irracional antiguo régimen. Las décadas subsiguientes serán las de la Ciencia y la educación popular.
Ni que decir que este pensamiento llega tempranamente a América. Nuestros movimientos emancipadores beben toda su filosofía de la Ilustración. Las tentativas republicanas, la moral y luces como nuestras primeras necesidades, la pedagogía de Simón Rodríguez y el pensamiento de Andrés Bello, todos ellos son expresión de la Modernidad americana. Cuando el proyecto Europa comienza a dar sus primeros síntomas de agotamiento aquí tiene su mayor éxtasis. Así, Hegel al final de su vida nos dirá: “América es antes que nada la tierra del futuro donde, en los tiempos que se nos avecinan, la esencia de la historia del mundo se nos revelará, posiblemente, en una contienda entre América del Norte y América del Sur. Es la tierra deseada por todos aquellos que nos hallamos hastiados de ser el trastero de la historia que es la vieja Europa.” (The Philosophy of History, Colonial Press, Nueva York, p. 86).
Para Rousseau, para Hegel, para gran cantidad de Ilustrados europeos, América representó la esperanza. Y aquí, los americanos asumimos esa esperanza en nuestros movimientos de liberación política. Desde ese entonces, las élites intelectuales americanas han sido Modernas y han pujado por construir una sociedad racional, muchas veces apoyadas en los mayores despotismos. Acaso, ¿no vemos esos intentos en el gobierno de Guzmán Blanco y en las tentativas de gobiernos posteriores por construir un Estado-Nación desarrollado? Acaso, ¿las ideologías positivistas, ideologías modernas por excelencia, no penetraron en nuestra América hasta tal punto de llegar a estar inscritas en la bandera brasileña?
Nuestra historia republicana se puede leer como la historia de la lucha de la Modernidad contra las fuerzas atrasadas del feudalismo terrateniente. Y así llega al siglo veinte encarnada en las ideologías modernizadoras de la CEPAL, donde se opone con gran fuerza sociedad agraria y sociedad industrial. La primera simbolizada como atraso feudal, la segunda simbolizada como urbanidad y avance. Estos últimos temas fueron repetidos hasta la saciedad en el cine mexicano de los cuarenta y cincuenta, en donde es recurrente la imagen del hombre de empresa como héroe positivo frente al maligno vago entregado al juego (siempre haciendo sufrir a la heroína de la película). También podemos apreciar esas representaciones en nuestra producción fílmica en largometrajes tales como La Escalera de 1950, o en las mismas novelas de Rómulo Gallegos que enfrentan la cultura urbana contra la indómita barbarie de lo rural (siempre atractiva, siempre peligrosa). Todas ellas manifestaciones culturales del mito del desarrollo.
Mito que se quiebra sólo aparentemente en la década de los sesenta tras la promesa de la revolución cubana. Insurge entonces la idea de la revolución socialista como el camino hacia el verdadero desarrollo. Aparece la teoría de la dependencia como explicación a nuestro siempre estar a la cola del proyecto modernizador. Pero una vez más estábamos bajo la égida de la Modernidad europea, y en particular, bajo el más moderno de sus hijos: el marxismo.
El marxismo conserva en sí la esencia de la Modernidad. Es el proyecto emancipador que por antonomasia realza la lógica de la racionalidad científico-tecnológica. El desarrollo de las fuerzas productivas haría estallar las obsoletas relaciones de producción capitalistas. Como diría en su oportunidad Adorno: si pudiéramos hablar de una cosmología marxista entonces la representación ideal del universo sería la del taller mecánico de producción.
Fracasados los proyectos socialistas, las formulaciones modernizadoras continuaron su marcha durante la década de los setenta y ochenta. Se volvió a reformular la política de sustitución de importaciones y se dio nueva fuerza al papel intervencionista del Estado en materia de economía. En el caso de América Latina, la ausencia de burguesías nacionales lo suficientemente sólidas como para liderar la industrialización daba al Estado una mayor responsabilidad de acción en el marco de la modernización. Tales proyectos también resultaron fracasados y una vez más el “vías en desarrollo” se convirtió en mayor pobreza. Ahora esa modernización se llama globalización. Se dice que para no perder el tren del desarrollo debemos insertarnos en el mundo globalizado. Esto es, debemos abrirnos a la modernización del Estado (eufemismo usado para definir el desmantelamiento de todo lo que suene a Estado social) y el libremercado. La modernización tecnológica, económica, política, urbana, etc., es asumida como sinónimo de Modernidad, y ésta como sinónimo de Progreso. Nos irá bien si aceptamos las condiciones (algunos lo llaman reto) que hoy nos impone el mundo globalizado. Empero, dichas afirmaciones resultan superficiales al hacer abstracción de nuestros factores culturales.
De una y de otra manera, estos tres últimos siglos de la historia de América se nos manifiestan como el gato que persigue su cola. El gato es América, la cola es la llamada Modernidad. Frente a esa persecución imposible hoy se nos presenta el llamado discurso posmoderno como una alternativa emancipadora de la dominación europea. Ese discurso posmoderno, negación de la Modernidad, aparece como negación de las pretensiones eurocéntricas de universalidad. Al respecto, nos dicen Ferenc Fehér y Agnes Heller: “Otra inquietud política adicional, cuando elegimos definirnos como postmodernos, es el proceso por el cual `Europa´ se está gradualmente convirtiendo en un museo. (…) `Europa´ ha sido siempre un proyecto más expansivo y más deliberadamente universalístico que otros proyectos culturales. Los europeos no sólo han creído que su cultura era superior a las demás y que las otras eran inferiores, sino que han sostenido que la `verdad´ de la cultura europea es en la misma medida la-verdad-todavía-oculta (y el thelos) de otras culturas, pero que a éstas últimas aún no les ha llegado el momento de descubrirla.” (Ágnes Heller y Férenc Fehér: Políticas de la posmodernidad, p. 150).
El discurso posmoderno ve a Europa como un viejo proyecto entre otros. Así se presenta como emancipador: Enfrenta a la Modernidad defendiendo el derecho a la diferencia frente a cualquier pretensión de universalidad totalizante y atropelladora. Y en este sentido, se nos manifiesta como el pensamiento y la tónica cultural que consagraría a lo que llamamos América como un lugar diferente, con derecho propio a la construcción de su historia. En suma, el posmodernismo sería un buen discurso liberador, un discurso que, en términos kantianos, nos concedería nuestra mayoría de edad, nuestro derecho a una ciudadanía sin tutelaje.
Empero, tal lectura del posmodernismo es sólo una lectura sesgada, parcial, en tanto que quienes ostentan tal discurso también muestran otras aristas no muy benéficas para nosotros aquí y ahora. Y es que los posmodernos, al presentarse negativamente, parecen rechazar la idea de cualquier proyecto que trascienda la individualidad. Denuncian los proyectos de emancipación colectiva como proyectos de dominación de unos sobre otros, como metarrelatos totalizantes, por usar la jerga de Lyotard. En muchos posmodernos la defensa de la diferencia se confunde fácilmente con defensa del individualismo.
Hundidos en la miseria, el 80% de la población de nuestra América Latina no puede aceptar la renuncia a proyectos colectivos de emancipación a nombre de un supuesto fin de la Historia y el Progreso. El individualismo posmoderno apunta políticamente a la desintegración del Estado y económicamente al mercado como el lugar donde las diferencias concurren en su “libertad y realización”. Y es que al proclamarse que todas las historias son igualmente verdaderas y legítimas, no se establece diferencia entre la historia del explotador y la historia del explotado; lo que es ya un viejo recurso ideológico. En este sentido, el hipercrítico posmodernismo renuncia a la crítica de la emancipación social para dejar todo como está. Es ahí donde radica la gran peligrosidad de este discurso, en la ausencia de una ética social y una política social, esto es, en su necesaria proclamación del “todo vale” y el “vale todo”.
Ya se ha dicho muchas veces que el discurso posmo adolece de una economía política; que suplanta muy sospechosamente el término “capitalismo” por el término “posmodernidad”. Quizás por eso tiende a caer fácilmente en posturas neoconservadoras; quizás por eso termina siendo uno de los discursos favoritos de las jóvenes clases medias. Llegados aquí, y hablando desde América Latina, debemos decir que no podemos proclamarnos posmodernos sin más, que no debemos renunciar al compromiso con los proyectos de liberación. Debemos aceptar, eso sí, la invitación a montar tienda aparte del proyecto Europa. Ello sugiere que debemos reinventar nuestra americanidad en términos diferentes a los de una reducida modernidad técnico-científica, esto es, sugiere que antes que nada debemos poner la técnica en función del desarrollo de los hombres.
No obstante, y ya para cerrar, debemos decir que todo lo expuesto, que ya ha sido dicho muchas veces, pasa necesariamente por el diagnóstico de la cultura posmoderna. El mismo, que hemos sucintamente identificado en este Suplemento Cultural, nos presenta indicadores de que la población mundial no manifiesta motivación para recrear el mundo fuera de la sociedad de consumo estatuida. La mayoría de nuestros hombres pueden estar de acuerdo con nosotros en que se pueden construir sociedades mucho más justas pero quizá no muevan ni un dedo en el intento de su construcción. Es lo que hemos esbozado en otras oportunidades al decir que la teoría crítica de la sociedad se ha quedado sin interlocutores socialmente potentes. Es lo que los posmos llaman metafóricamente la muerte del sujeto.
La cultura posmoderna efectivamente existente se caracteriza por el desencanto. En este sentido, extrema el proceso de secularización del mundo de la vida que Max Weber concibió como “desencantamiento del mundo” y que para él era la característica más resaltante de la modernidad. Así, paradójicamente, lo posmoderno se trastoca en hipermoderno. Pero una América Latina sin esperanza, sin cierto toque de encantamiento, resulta insoportablemente miserable.
Pensamos que a lo largo de estas líneas sólo hemos llegado a esbozar un problema: Nuestras realidades, sumergidas en la miseria, no pueden renunciar a proyectos colectivos de emancipación humana; no obstante, por ahora no encontramos sujetos capaces de recrear y motorizar tales proyectos. Tenemos mucho de posmodernos pero a la vez anhelamos los bienes políticos y económicos de la modernidad. Seguimos rechazando la figura que nos refleja el espejo del sistema mundo, pero nuestros esfuerzos por transformarla la realzan más. Insertos en el laberinto del Minotauro no encontramos el hilo de Ariadna porque seguimos pensando que está oculto en alguna parte afuera de nosotros.
Hablar de posmodernidad precisa de referentes sobre los que se puedan sustentar las ideas que queremos esbozar. Sobre todo a la luz de que la posmodernidad es más una negación que una definición positiva. Podríamos decir que la posmodernidad remite a una serie de hechos socioculturales en los cuales los principios que organizaron la sociedad y la cultura modernas han perdido legitimidad. El posmodernismo, como discurso de la posmodernidad, se define como negación de los grandes discursos (metarrelatos) de la Modernidad. Pero, lo dicho poco aporta si no damos razón acerca de la Modernidad y su relación con América.
Al respecto podemos decir que lo que hoy se denomina Modernidad tuvo su mayor apogeo durante la Ilustración europea. Si bien, como todo proceso histórico, la Modernidad no tiene una fecha de nacimiento determinada, podemos remontar sus orígenes al siglo XV y todo esa explosión cultural que fue el Renacimiento. Este movimiento se constituyó como una reacción contra la intromisión de las religiones y las instituciones aristocráticas en toda la vida social de la Europa Occidental. El Renacimiento cambió el sujeto Dios por el sujeto Hombre, y con ello surgió una de las ideas centrales de la Modernidad: aquella que consagra al Hombre como sujeto y objeto de la Historia.
Cuando el Renacimiento alcanza su primer desarrollo, los portugueses bordean el continente africano y Colón llega a América. Para los europeos se vienen abajo creencias que hasta entonces eran tan sólidas como el suelo que pisaban, tales como la no esfericidad de la tierra o la idea de que al sur de Africa estaba el infierno, cuestión que creían probada por el color de piel de aquellos habitantes. En uno y otro lado, en Africa y América, los europeos se encuentran con pueblos enteros cuyas costumbres y formas sociales eran bastante disímiles. Y esas diferencias darán lugar al nacimiento de las ciencias sociales, en particular la antropología cultural, así como los nuevos hallazgos impulsarán las ciencias naturales como nunca antes.
Poco después, en 1517, Lutero inicia el movimiento reformista que conducirá al gran cisma del mundo cristiano. Los católicos, renuentes a aceptar las premisas protestantes que negaban el dominio del vaticano y consolidaban los nacientes Estados nacionales, no vacilaron en perseguir inquisitoriamente a los nuevos herejes. Se desataron entonces las guerras religiosas y con ellas la pérdida definitiva de la legitimidad de la Iglesia. En 1690, John Locke, el famoso filósofo inglés, se pregunta sarcásticamente en su Carta sobre la tolerancia ¿cuál es la función de la Iglesia? ¿salvar las almas o fulminarlas en la hoguera de la intolerancia? Prescribe Locke la necesidad imperiosa de la tolerancia y del consenso racional para la buena convivencia social. Y con ello, confina a la religión bien lejos de la política, autonomiza ambas esferas. En este sentido, Locke es un pensador paradigmático de la Modernidad: separa la Iglesia del Estado y sienta a éste último sobre bases racionales y cercanas a la democracia al consagrar el principio moderno de tolerancia. Todo ello sería posible de liberarnos de las cadenas míticas de la creencia religiosa dogmática, lo que se podría a través de un consenso traslapado ---como diría Rawls--- que suspendiera nuestras creencias para ponernos de acuerdo en el modelo de Estado más conveniente para todos.
Tolerancia, Razón, Sujeto, Democracia, Autonomización de las esferas socioculturales, Ciencia y Tecnología, son todos conceptos nucleares que constituyen el pensamiento de la Modernidad ---la episteme moderna, por usar el léxico de Michel Foucault. Historia, Progreso y Educación son las otras tres que adquirirán toda su fuerza durante la Ilustración y el siglo XIX. Y todas ellas son ideas que se desencadenan con el ascenso social de la burguesía, El Renacimiento y el encuentro de Europa y América.
La Modernidad es también la tónica cultural y epocal que realza como nunca antes en la historia la idea de emancipación terrenal. En palabras de Jean-François Lyotard: “El pensamiento y la acción de los siglos XIX y XX están dominados por la Idea de la emancipación de la humanidad: Esta idea es elaborada a finales del siglo XVIII en la filosofía de las Luces y en la Revolución Francesa. El progreso de las ciencias, de las artes y de las libertades políticas liberará a toda la humanidad de la ignorancia, de la pobreza, de la incultura, del despotismo y no sólo producirá hombres felices sino que, en especial gracias a la Escuela, generará ciudadanos ilustrados, dueños de su propio destino.” (La posmodernidad, Gedisa, p. 97).
La emancipación es una posibilidad que los hombres construyen en este mundo y no en la Civitas Dei de San Agustín. La Ilustración es el éxtasis del optimismo filosófico. El reino de los cielos es ya una posibilidad terrenal. Con la aplicación metódica de la Razón se alcanzará dicho Reino de la Libertad. Obviamente, ya no es la razón aún divina de Leibniz, aquella que consagraba nuestro mundo establecido como el mejor posible de los terrenales por ser una hechura de la suprema bondad divina. La Razón Moderna es una fuerza encaminada hacia el futuro, la fuerza que permitirá ordenar el mundo para colocarlo en función de los hombres. Sus dos brazos son la Ciencia y la Tecnología. Uno descubriendo el orden y funcionamiento del cosmos, el otro, aplicando los saberes en función de dominar la inhóspita naturaleza, subyugarla y transformarla en un cálido hogar. Podemos decir metafóricamente que con este discurso la Modernidad prometió hacer de cenicienta una princesa antes del anochecer.
La educación en la Razón y la disciplina de la Ciencia son el camino hacia la emancipación de los mitos y el obscurantismo. Esta Idea, que alcanza su mayor nivel en la Ilustración, es ya una Idea presente en el paso filosófico del mito al logos. Ya está presente en Odiseo cuando se hace atar al mástil para no sucumbir ante el encantador canto de las sirenas. No en balde Odiseo es el personaje mítico que mejor representa ---para Horkheimer y Adorno--- la astucia de la Razón. Después encontramos esta misma Idea en el libro séptimo de La República de Platón, en aquel famoso mito de las cavernas en el que la Ilustración, vale decir la educación, libera a los hombres de sus amarras. Pero no es sino en el siglo de las Luces cuando este concepto se encarna en las prácticas sociales y políticas generales. La Revolución Francesa se concibe a sí misma como ese acto liberador que institucionaliza una sociedad racional frente al irracional antiguo régimen. Las décadas subsiguientes serán las de la Ciencia y la educación popular.
Ni que decir que este pensamiento llega tempranamente a América. Nuestros movimientos emancipadores beben toda su filosofía de la Ilustración. Las tentativas republicanas, la moral y luces como nuestras primeras necesidades, la pedagogía de Simón Rodríguez y el pensamiento de Andrés Bello, todos ellos son expresión de la Modernidad americana. Cuando el proyecto Europa comienza a dar sus primeros síntomas de agotamiento aquí tiene su mayor éxtasis. Así, Hegel al final de su vida nos dirá: “América es antes que nada la tierra del futuro donde, en los tiempos que se nos avecinan, la esencia de la historia del mundo se nos revelará, posiblemente, en una contienda entre América del Norte y América del Sur. Es la tierra deseada por todos aquellos que nos hallamos hastiados de ser el trastero de la historia que es la vieja Europa.” (The Philosophy of History, Colonial Press, Nueva York, p. 86).
Para Rousseau, para Hegel, para gran cantidad de Ilustrados europeos, América representó la esperanza. Y aquí, los americanos asumimos esa esperanza en nuestros movimientos de liberación política. Desde ese entonces, las élites intelectuales americanas han sido Modernas y han pujado por construir una sociedad racional, muchas veces apoyadas en los mayores despotismos. Acaso, ¿no vemos esos intentos en el gobierno de Guzmán Blanco y en las tentativas de gobiernos posteriores por construir un Estado-Nación desarrollado? Acaso, ¿las ideologías positivistas, ideologías modernas por excelencia, no penetraron en nuestra América hasta tal punto de llegar a estar inscritas en la bandera brasileña?
Nuestra historia republicana se puede leer como la historia de la lucha de la Modernidad contra las fuerzas atrasadas del feudalismo terrateniente. Y así llega al siglo veinte encarnada en las ideologías modernizadoras de la CEPAL, donde se opone con gran fuerza sociedad agraria y sociedad industrial. La primera simbolizada como atraso feudal, la segunda simbolizada como urbanidad y avance. Estos últimos temas fueron repetidos hasta la saciedad en el cine mexicano de los cuarenta y cincuenta, en donde es recurrente la imagen del hombre de empresa como héroe positivo frente al maligno vago entregado al juego (siempre haciendo sufrir a la heroína de la película). También podemos apreciar esas representaciones en nuestra producción fílmica en largometrajes tales como La Escalera de 1950, o en las mismas novelas de Rómulo Gallegos que enfrentan la cultura urbana contra la indómita barbarie de lo rural (siempre atractiva, siempre peligrosa). Todas ellas manifestaciones culturales del mito del desarrollo.
Mito que se quiebra sólo aparentemente en la década de los sesenta tras la promesa de la revolución cubana. Insurge entonces la idea de la revolución socialista como el camino hacia el verdadero desarrollo. Aparece la teoría de la dependencia como explicación a nuestro siempre estar a la cola del proyecto modernizador. Pero una vez más estábamos bajo la égida de la Modernidad europea, y en particular, bajo el más moderno de sus hijos: el marxismo.
El marxismo conserva en sí la esencia de la Modernidad. Es el proyecto emancipador que por antonomasia realza la lógica de la racionalidad científico-tecnológica. El desarrollo de las fuerzas productivas haría estallar las obsoletas relaciones de producción capitalistas. Como diría en su oportunidad Adorno: si pudiéramos hablar de una cosmología marxista entonces la representación ideal del universo sería la del taller mecánico de producción.
Fracasados los proyectos socialistas, las formulaciones modernizadoras continuaron su marcha durante la década de los setenta y ochenta. Se volvió a reformular la política de sustitución de importaciones y se dio nueva fuerza al papel intervencionista del Estado en materia de economía. En el caso de América Latina, la ausencia de burguesías nacionales lo suficientemente sólidas como para liderar la industrialización daba al Estado una mayor responsabilidad de acción en el marco de la modernización. Tales proyectos también resultaron fracasados y una vez más el “vías en desarrollo” se convirtió en mayor pobreza. Ahora esa modernización se llama globalización. Se dice que para no perder el tren del desarrollo debemos insertarnos en el mundo globalizado. Esto es, debemos abrirnos a la modernización del Estado (eufemismo usado para definir el desmantelamiento de todo lo que suene a Estado social) y el libremercado. La modernización tecnológica, económica, política, urbana, etc., es asumida como sinónimo de Modernidad, y ésta como sinónimo de Progreso. Nos irá bien si aceptamos las condiciones (algunos lo llaman reto) que hoy nos impone el mundo globalizado. Empero, dichas afirmaciones resultan superficiales al hacer abstracción de nuestros factores culturales.
De una y de otra manera, estos tres últimos siglos de la historia de América se nos manifiestan como el gato que persigue su cola. El gato es América, la cola es la llamada Modernidad. Frente a esa persecución imposible hoy se nos presenta el llamado discurso posmoderno como una alternativa emancipadora de la dominación europea. Ese discurso posmoderno, negación de la Modernidad, aparece como negación de las pretensiones eurocéntricas de universalidad. Al respecto, nos dicen Ferenc Fehér y Agnes Heller: “Otra inquietud política adicional, cuando elegimos definirnos como postmodernos, es el proceso por el cual `Europa´ se está gradualmente convirtiendo en un museo. (…) `Europa´ ha sido siempre un proyecto más expansivo y más deliberadamente universalístico que otros proyectos culturales. Los europeos no sólo han creído que su cultura era superior a las demás y que las otras eran inferiores, sino que han sostenido que la `verdad´ de la cultura europea es en la misma medida la-verdad-todavía-oculta (y el thelos) de otras culturas, pero que a éstas últimas aún no les ha llegado el momento de descubrirla.” (Ágnes Heller y Férenc Fehér: Políticas de la posmodernidad, p. 150).
El discurso posmoderno ve a Europa como un viejo proyecto entre otros. Así se presenta como emancipador: Enfrenta a la Modernidad defendiendo el derecho a la diferencia frente a cualquier pretensión de universalidad totalizante y atropelladora. Y en este sentido, se nos manifiesta como el pensamiento y la tónica cultural que consagraría a lo que llamamos América como un lugar diferente, con derecho propio a la construcción de su historia. En suma, el posmodernismo sería un buen discurso liberador, un discurso que, en términos kantianos, nos concedería nuestra mayoría de edad, nuestro derecho a una ciudadanía sin tutelaje.
Empero, tal lectura del posmodernismo es sólo una lectura sesgada, parcial, en tanto que quienes ostentan tal discurso también muestran otras aristas no muy benéficas para nosotros aquí y ahora. Y es que los posmodernos, al presentarse negativamente, parecen rechazar la idea de cualquier proyecto que trascienda la individualidad. Denuncian los proyectos de emancipación colectiva como proyectos de dominación de unos sobre otros, como metarrelatos totalizantes, por usar la jerga de Lyotard. En muchos posmodernos la defensa de la diferencia se confunde fácilmente con defensa del individualismo.
Hundidos en la miseria, el 80% de la población de nuestra América Latina no puede aceptar la renuncia a proyectos colectivos de emancipación a nombre de un supuesto fin de la Historia y el Progreso. El individualismo posmoderno apunta políticamente a la desintegración del Estado y económicamente al mercado como el lugar donde las diferencias concurren en su “libertad y realización”. Y es que al proclamarse que todas las historias son igualmente verdaderas y legítimas, no se establece diferencia entre la historia del explotador y la historia del explotado; lo que es ya un viejo recurso ideológico. En este sentido, el hipercrítico posmodernismo renuncia a la crítica de la emancipación social para dejar todo como está. Es ahí donde radica la gran peligrosidad de este discurso, en la ausencia de una ética social y una política social, esto es, en su necesaria proclamación del “todo vale” y el “vale todo”.
Ya se ha dicho muchas veces que el discurso posmo adolece de una economía política; que suplanta muy sospechosamente el término “capitalismo” por el término “posmodernidad”. Quizás por eso tiende a caer fácilmente en posturas neoconservadoras; quizás por eso termina siendo uno de los discursos favoritos de las jóvenes clases medias. Llegados aquí, y hablando desde América Latina, debemos decir que no podemos proclamarnos posmodernos sin más, que no debemos renunciar al compromiso con los proyectos de liberación. Debemos aceptar, eso sí, la invitación a montar tienda aparte del proyecto Europa. Ello sugiere que debemos reinventar nuestra americanidad en términos diferentes a los de una reducida modernidad técnico-científica, esto es, sugiere que antes que nada debemos poner la técnica en función del desarrollo de los hombres.
No obstante, y ya para cerrar, debemos decir que todo lo expuesto, que ya ha sido dicho muchas veces, pasa necesariamente por el diagnóstico de la cultura posmoderna. El mismo, que hemos sucintamente identificado en este Suplemento Cultural, nos presenta indicadores de que la población mundial no manifiesta motivación para recrear el mundo fuera de la sociedad de consumo estatuida. La mayoría de nuestros hombres pueden estar de acuerdo con nosotros en que se pueden construir sociedades mucho más justas pero quizá no muevan ni un dedo en el intento de su construcción. Es lo que hemos esbozado en otras oportunidades al decir que la teoría crítica de la sociedad se ha quedado sin interlocutores socialmente potentes. Es lo que los posmos llaman metafóricamente la muerte del sujeto.
La cultura posmoderna efectivamente existente se caracteriza por el desencanto. En este sentido, extrema el proceso de secularización del mundo de la vida que Max Weber concibió como “desencantamiento del mundo” y que para él era la característica más resaltante de la modernidad. Así, paradójicamente, lo posmoderno se trastoca en hipermoderno. Pero una América Latina sin esperanza, sin cierto toque de encantamiento, resulta insoportablemente miserable.
Pensamos que a lo largo de estas líneas sólo hemos llegado a esbozar un problema: Nuestras realidades, sumergidas en la miseria, no pueden renunciar a proyectos colectivos de emancipación humana; no obstante, por ahora no encontramos sujetos capaces de recrear y motorizar tales proyectos. Tenemos mucho de posmodernos pero a la vez anhelamos los bienes políticos y económicos de la modernidad. Seguimos rechazando la figura que nos refleja el espejo del sistema mundo, pero nuestros esfuerzos por transformarla la realzan más. Insertos en el laberinto del Minotauro no encontramos el hilo de Ariadna porque seguimos pensando que está oculto en alguna parte afuera de nosotros.
Javier B. Seoane C.
Caracas, agosto de 1995
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