Seguiremos a continuación el texto de Ian Craib titulado Modern social theory (Teoría social moderna), publicado por St. Martin´s Press, New York, en 1992 (Presentamos una versión libre del texto en la que hemos agregado y modificado aspectos que consideramos relevantes; el texto original al que hacemos referencia se encuentra en las págs. 253-257). A nuestro entender, este autor ilustra muy bien las posibilidades hermenéuticas del campo teórico en las ciencias sociales. Para ello se vale de un largo ejemplo elaborado a partir de algunas observaciones realizadas por la literatura psicoanalítica. Así, según Craib, esta literatura afirma que actualmente acude a terapia un tipo diferente de persona. Nos dice el autor que si bien Freud estuvo interesado en lo que podríamos llamar el neurótico “clásico”, un tipo de persona limitada en algunas partes de su vida pero que se desempeña razonablemente en otras (v.g. el obsesivo, el fóbico o el histérico), en las últimas décadas encontramos que las personas que buscan analizarse responden cada vez más a un tipo diferente de paciente. Se trata de individuos que, por un lado, frecuentemente resultan exitosos en el mundo social, pero, por el otro, están sujetos a intensos sentimientos de vacío interior. Es, grosso modo, un tipo de personalidad cuya autopercepción oscila entre un sentimiento de omnipotencia y otro de desesperanza. Son personas que encuentran difícil mantener relaciones duraderas, por eso, consciente o inconscientemente, buscan relaciones parasitarias que refuercen su dignidad; finalmente, tienden a tener un interés intelectual intenso en sí mismos, y quizás, en este afán, hasta permanezcan durante años en terapia, pero paradójicamente sin cambiar.
Esta transformación de la estructura de personalidad de quienes acuden a terapia en muchos países de occidente se puede observar desde diferentes perspectivas. En tal sentido, y siguiendo la pluralidad teórica de las ciencias sociales en la actualidad, y el texto señalado de Craib, presentamos a continuación algunas perspectivas entre muchas posibles:
1) Una aproximación pondría el acento en lo que los psicoanalistas relatan sobre los cambios en sus pacientes. La etnometodología, escuela sociológica norteamericana surgida en los sesenta y muy vigente durante los setenta y ochenta (para algunos sociólogos como Lewis Coser una “secta”), se ajustaría a esta perspectiva. La etnometodología pretende dar cuenta de las formas (“métodos”) que la gente común y corriente utiliza para definir las situaciones y solventar los inconvenientes que se les puedan presentar. La técnica etnometodológica consiste fundamentalmente en tomar nota de las descripciones (accounts) que la gente hace acerca de sus acciones y las situaciones en que se ven envueltos. Esta técnica se corresponde fielmente con uno de sus principales postulados teóricos que afirma que las situaciones sociales son tan frágiles que ameritan una definición continua por parte de los participantes. Volviendo al ejemplo. El etnometodólogo no nos daría una explicación sociológica de lo que está pasando, sino una explicación acerca de lo que el psicoanalista hace y dice que hace durante la sesión de análisis. Vería que la terapia se construye en términos de un conjunto de reglas ad hoc que permiten su desarrollo. La categorización, o diagnósticos de pacientes, hechos por el especialista, son las maneras de hacer el psicoanálisis, esto es, son la condición sine qua non para entablar la relación entre psicoanalista y psicoanalizado. Así, la nueva concepción del paciente no sería un cambio sustantivo en las personas de las últimas décadas, sino un cambio en el modo de entablar las relaciones en el marco de la terapia.
2) No hay duda de que aspectos interesantes pueden emerger de la primera posición, pero sólo permaneceríamos dentro de la sesión psicoanalítica. Una manera de salir de este contexto estaría en considerar las interacciones dentro de la sesión como parte de un proceso más amplio de la construcción social de la personalidad. Siguiendo a Michel Foucault, podríamos hacer dos lecturas. En primer lugar, observaríamos la cuestión en términos del intento del discurso psicoanalítico por definir y extender su poder sobre otros discursos competitivos del mercado terapéutico tales como la psiquiatría, la psicología conductista y otros nuevos que están apareciendo. En segundo lugar, y seguramente complementario al anterior, el tratamiento psicoanalítico puede ser considerado como parte de un amplio proceso de control social —una clase de ingeniería psicológica por medio de la cual es constituida la personalidad “socialmente deseable”. Esta última alternativa no se debe entender como control que es ejercido por alguien o algo determinado. Lo que Foucault afirma es, antes bien, que el psicoanálisis puede ser visto como un centro de poder más entre una multiplicidad de ellos, que a su vez estarían, y a menudo de modos contradictorios, envueltos en la constitución del control social por medio del disciplinamiento y la estructuración discursiva. De todo ello se desprende que el discurso psicoanalítico sería, en concordancia con otras instituciones, el creador de la nueva personalidad.
3) Si nos remitimos a las llamadas teorías posmodernistas, hay otra forma de interpretar el asunto. Para ellas el psicoanálisis está situado al borde de dos prácticas discursivas opuestas. La primera nos hablaría de individuos poseedores de un ser profundo, una moralidad y una integridad (el modelo clásico de Freud); la segunda, (el discurso propiamente posmoderno) nos diría que los individuos son superficiales y fragmentados. Ello nos orienta hacia dos concepciones diferentes de lo que entonces podríamos observar así como a dos concepciones de la función de la terapia. Opuesto al antiguo modelo freudiano de una personalidad integrada, y de la terapia como el ejercicio de restaurar la integración en momentos en que se haya perdido, nos dirigimos hacia una “personalidad” envuelta en un proceso constante de transformación y reinterpretación de sí misma, tal como un buen texto literario está abierto a muchas interpretaciones. En este sentido, la personalidad moderna, envuelta en una autointerpretación siempre inconclusa, permanece en la terapia disfrutando narcisísticamente la construcción de múltiples sentidos del sí mismo. Esta concepción del psicoanálisis es en cierto sentido afín con el diseño analógico entre el psicoanalista y el Shamán, elaborado por Claude Lévi-Strauss. Según el estructuralista francés, a ambos les concierne el que la gente encuentre categorías desde las que contar sus historias de una forma que “tengan sentido”. Ambos trabajan con estructuras dadoras de sentidos, sólo que dichas estructuras no son construidas por los sujetos sino más bien éstas los construyen a partir de un conjunto finito de relaciones categoriales posibles. Así, los mitos se construyen a sí mismos, tal como el psicoanálisis.
4) También se puede pensar la observación psicoanalítica del cambio estructural de carácter como un tipo de hecho social que se precisa explicarlo sociológicamente. Ésta perspectiva no excluye las que se han considerado hasta el momento, antes bien, agrega una dimensión más. Si partimos de las teorías de la acción se nos presentan dos posibilidades. La primera consistiría en observar qué es lo que acontece en términos de lo que Anthony Giddens denomina la desestructuración de las prácticas sociales. La sensación psicológica de vacuidad se explicaría a partir de las transformaciones del yo producidas por la a su vez acelerada transformación de las prácticas institucionales, constantemente racionalizadas y enrarecidas por el avance tecnológico (sobre todo el referido a las comunicaciones) y la desarticulación de los referentes espaciotemporales tradicionales debido a la proliferación de sistemas cada vez más abstractos. En esta situación, el soporte del yo se logra sólo por medio de la confirmación que obtengo cuando triunfo en el desempeño de mis roles, cada vez más plurales, inestables y conflictivos entre sí. El psicoanálisis —y, verdaderamente, las muchas otras formas de terapia que parecen florecientes en la actualidad— puede ser considerado como un intento para el reestructuración del yo y nuestras prácticas sociales. En alguna medida, la terapia es vista como adaptación del yo a las nuevas condiciones, pero también daría cuenta de cómo el yo se muta con dichos cambios en las estructuras sociales.
5) Podemos ver el cambio señalado como un producto de la evolución del sistema, un proceso de diferenciación y reintegración continua que tiene dos consecuencias. Primera, los valores advienen más generalizados, menos específicos, debido a la diferenciación sistémica que nos ubica en una multiplicidad de roles. Ello impulsaría la experiencia de vacuidad y la necesidad de reafirmación personal. Esta visión sería admisible desde enfoques como el de Parsons. En este contexto, el psicoanálisis se transforma en una forma de socialización de adultos incapaces de integrar la gran diversidad de roles y valores a partir de los insumos dados por la socialización primera. Nuevamente aquí aparece el psicoanálisis como un medio de control social.
6) Si queremos adherir una dimensión crítica también podríamos hacerlo al menos en dos sentidos, los cuales una vez más no son excluyentes entre sí. Sería posible observar el cambio como un resultado del incremento de la instrumentalización de la existencia humana, el triunfo de la acción instrumental sobre la moral, del hacer y tener sobre el ser. Habríamos, siguiendo a Weber, sucumbido en una jaula de hierro, o, haciendo la interpretación frankfurtiana construida desde ese gran clásico, caído presos de una razón instrumental absolutizada. El psicoanálisis podría entonces servir como develador de los aspectos disidentes de la personalidad que han sido reprimidos por la instrumentalización, y en este sentido sería una de las llaves teóricas para la transformación del mundo instrumentalizado. En un sentido habermasiano, podríamos hacer la lectura del cambio como una colonización del mundo de la vida por el sistema, en el que el psicoanálisis serviría como un antídoto que permitiría el desarrollo de una auténtica razón comunicativa.
7) También sería posible una explicación desde el análisis estructural marxista, no muy diferente del análisis de algunos posmodernos, en el que la transformación de la personalidad se apreciaría como el efecto de cambios en el nivel económico. Estaríamos en presencia de nuevos “sujetos” acordes con la existencia de las nuevas condiciones económicas. En lugar de un agente moral tendríamos un actor (performer) muy flexible. Un sujeto hecho a la medida de un sistema también muy flexible. De este modo, el modelo analógico dramatúrgico de Erving Goffman (Cfr. su clásico texto La presentación de la persona en la vida cotidiana, tr. de Hildegarde Flores y Flora Setaro, Amorrortu edits.) que considera a los actores sociales (performers) como “vendedores de apariencias”, enmascarados por naturaleza, sin “rostros auténticos”, sería un fiel retrato del “hombre” realmente existente en la sociedad de consumo post-industrial. Esta crítica, realizada por A. Gouldner en La crisis de la sociología occidental, pero con la intención de denunciar la falsedad de la exposición de Goffman, sería perfectamente aceptada por el estructuralista como la verdad de nuestros tiempos: el performer de Goffman sería el individuo creado por las estructuras del capitalismo tardío.
No nos hemos extendido en estas sinópticas interpretaciones, pero sin duda alguna ellas pueden ser profundizadas mucho más por quien quiera. Si bien diferentes no pensamos que sean excluyentes unas de otras, más bien nos ofrecen diversos aspectos del mundo social, aunque muchas veces en diferentes niveles de análisis y refiriéndose a diferentes relaciones entre los objetos de la sociedad. No creemos que estas perspectivas, como bien dice Ian Craib, puedan ser combinadas entre sí para producir una teoría general de la sociedad, algo así como una gran síntesis. Tal intento nos conduciría probablemente a alguna de las trampas tradicionales en la elaboración teórica de las ciencias sociales, y que este autor trabaja suficientemente en el texto arriba señalado.
Pero volviendo a la cuestión de la pluriparadigmaticidad, Craib afirma que al desplegar una gama de teorías diferentes, comprensiones diferentes, cambiamos nosotros mismos. A través de la comprensión cambia la persona que comprende, aunque no cambie necesariamente la situación comprendida. El cambio consiste en ser capaz de considerar más posibilidades y tolerar las diferencias, así como comprender su razón de ser. Y ello puede ser visto como un crecimiento, en el viejo y estereotipado sentido ilustrado de que “la educación amplia el universo mental”, que no por ser lugar común deja de tener un significado bien real. El poder mirar el mundo desde diferentes, y posiblemente incompatibles, puntos de vista, es una manera de aprender a pensar contra la actitud natural del sí mismo y a la par es un modo de abrirse ese sí mismo hacia la exterioridad. Ello guarda un gran paralelismo con los dificultosos procesos de integración personal que confrontan los individuos en el mundo moderno. Dificultosos por la experiencia de sostenerse sobre sentimientos contradictorios contenidos sobre el mismo objeto y persona —de amor y odio, de atracción y repulsión a la vez. En este sentido, al asumir la diversidad aprendemos a tolerar el pensamiento teórico que nos da razón y cuenta de asuntos que muchas veces nos negamos a saber. Por medio del pensamiento teórico comprendemos las ambigüedades y contradicciones reinantes en el mundo, y que se reflejan como contradicciones reinantes también entre las teorías. Esto se enlaza con la manera en que podríamos superar el sentimiento de vacío que hemos usado a lo largo del ejemplo interpretativo. Por el contrario, dice Craib, si la teoría se mal entiende puede llegar a convertirse fácilmente en una manera de prolongar la vacuidad.
Hasta aquí hemos hecho el esfuerzo de presentar las ideas escritas por Ian Craib sobre la utilidad de la diversidad teórica de las ciencias sociales. Compartimos su perspectiva sobre el asunto y pensamos que propone un interesante y muy original enfoque sobre los aportes existenciales del saber sobre lo social. Igualmente, si hemos hecho el esfuerzo por verterlas en las líneas que anteceden, es porque pensamos que ellas sirven a la vez para combatir el difundido prejuicio sobre la inutilidad de la teoría. Nuestros pasillos y cafetines universitarios se llenan con los ecos peyorativos que desprecian el quehacer teórico. Muchas veces ello encuentra su origen en las carencias pedagógicas de quienes somos profesores de teoría. En otras ocasiones el prejuicio se refuerza por la mercantilización progresiva del mundo de la vida. Por uno o por otro motivo aumenta la ceguera colectiva y olvidamos que la mirada que da sentido al mundo y a nosotros mismos es siempre una mirada impregnada de teorías, la mayoría de las veces inconscientes. Por eso, internarse en la teoría es internarse en un psicoanálisis colectivo, es volver consciente lo inconsciente y acceder a la posibilidad de mirarnos y construirnos de una manera que nos resulte más conveniente.
Esta transformación de la estructura de personalidad de quienes acuden a terapia en muchos países de occidente se puede observar desde diferentes perspectivas. En tal sentido, y siguiendo la pluralidad teórica de las ciencias sociales en la actualidad, y el texto señalado de Craib, presentamos a continuación algunas perspectivas entre muchas posibles:
1) Una aproximación pondría el acento en lo que los psicoanalistas relatan sobre los cambios en sus pacientes. La etnometodología, escuela sociológica norteamericana surgida en los sesenta y muy vigente durante los setenta y ochenta (para algunos sociólogos como Lewis Coser una “secta”), se ajustaría a esta perspectiva. La etnometodología pretende dar cuenta de las formas (“métodos”) que la gente común y corriente utiliza para definir las situaciones y solventar los inconvenientes que se les puedan presentar. La técnica etnometodológica consiste fundamentalmente en tomar nota de las descripciones (accounts) que la gente hace acerca de sus acciones y las situaciones en que se ven envueltos. Esta técnica se corresponde fielmente con uno de sus principales postulados teóricos que afirma que las situaciones sociales son tan frágiles que ameritan una definición continua por parte de los participantes. Volviendo al ejemplo. El etnometodólogo no nos daría una explicación sociológica de lo que está pasando, sino una explicación acerca de lo que el psicoanalista hace y dice que hace durante la sesión de análisis. Vería que la terapia se construye en términos de un conjunto de reglas ad hoc que permiten su desarrollo. La categorización, o diagnósticos de pacientes, hechos por el especialista, son las maneras de hacer el psicoanálisis, esto es, son la condición sine qua non para entablar la relación entre psicoanalista y psicoanalizado. Así, la nueva concepción del paciente no sería un cambio sustantivo en las personas de las últimas décadas, sino un cambio en el modo de entablar las relaciones en el marco de la terapia.
2) No hay duda de que aspectos interesantes pueden emerger de la primera posición, pero sólo permaneceríamos dentro de la sesión psicoanalítica. Una manera de salir de este contexto estaría en considerar las interacciones dentro de la sesión como parte de un proceso más amplio de la construcción social de la personalidad. Siguiendo a Michel Foucault, podríamos hacer dos lecturas. En primer lugar, observaríamos la cuestión en términos del intento del discurso psicoanalítico por definir y extender su poder sobre otros discursos competitivos del mercado terapéutico tales como la psiquiatría, la psicología conductista y otros nuevos que están apareciendo. En segundo lugar, y seguramente complementario al anterior, el tratamiento psicoanalítico puede ser considerado como parte de un amplio proceso de control social —una clase de ingeniería psicológica por medio de la cual es constituida la personalidad “socialmente deseable”. Esta última alternativa no se debe entender como control que es ejercido por alguien o algo determinado. Lo que Foucault afirma es, antes bien, que el psicoanálisis puede ser visto como un centro de poder más entre una multiplicidad de ellos, que a su vez estarían, y a menudo de modos contradictorios, envueltos en la constitución del control social por medio del disciplinamiento y la estructuración discursiva. De todo ello se desprende que el discurso psicoanalítico sería, en concordancia con otras instituciones, el creador de la nueva personalidad.
3) Si nos remitimos a las llamadas teorías posmodernistas, hay otra forma de interpretar el asunto. Para ellas el psicoanálisis está situado al borde de dos prácticas discursivas opuestas. La primera nos hablaría de individuos poseedores de un ser profundo, una moralidad y una integridad (el modelo clásico de Freud); la segunda, (el discurso propiamente posmoderno) nos diría que los individuos son superficiales y fragmentados. Ello nos orienta hacia dos concepciones diferentes de lo que entonces podríamos observar así como a dos concepciones de la función de la terapia. Opuesto al antiguo modelo freudiano de una personalidad integrada, y de la terapia como el ejercicio de restaurar la integración en momentos en que se haya perdido, nos dirigimos hacia una “personalidad” envuelta en un proceso constante de transformación y reinterpretación de sí misma, tal como un buen texto literario está abierto a muchas interpretaciones. En este sentido, la personalidad moderna, envuelta en una autointerpretación siempre inconclusa, permanece en la terapia disfrutando narcisísticamente la construcción de múltiples sentidos del sí mismo. Esta concepción del psicoanálisis es en cierto sentido afín con el diseño analógico entre el psicoanalista y el Shamán, elaborado por Claude Lévi-Strauss. Según el estructuralista francés, a ambos les concierne el que la gente encuentre categorías desde las que contar sus historias de una forma que “tengan sentido”. Ambos trabajan con estructuras dadoras de sentidos, sólo que dichas estructuras no son construidas por los sujetos sino más bien éstas los construyen a partir de un conjunto finito de relaciones categoriales posibles. Así, los mitos se construyen a sí mismos, tal como el psicoanálisis.
4) También se puede pensar la observación psicoanalítica del cambio estructural de carácter como un tipo de hecho social que se precisa explicarlo sociológicamente. Ésta perspectiva no excluye las que se han considerado hasta el momento, antes bien, agrega una dimensión más. Si partimos de las teorías de la acción se nos presentan dos posibilidades. La primera consistiría en observar qué es lo que acontece en términos de lo que Anthony Giddens denomina la desestructuración de las prácticas sociales. La sensación psicológica de vacuidad se explicaría a partir de las transformaciones del yo producidas por la a su vez acelerada transformación de las prácticas institucionales, constantemente racionalizadas y enrarecidas por el avance tecnológico (sobre todo el referido a las comunicaciones) y la desarticulación de los referentes espaciotemporales tradicionales debido a la proliferación de sistemas cada vez más abstractos. En esta situación, el soporte del yo se logra sólo por medio de la confirmación que obtengo cuando triunfo en el desempeño de mis roles, cada vez más plurales, inestables y conflictivos entre sí. El psicoanálisis —y, verdaderamente, las muchas otras formas de terapia que parecen florecientes en la actualidad— puede ser considerado como un intento para el reestructuración del yo y nuestras prácticas sociales. En alguna medida, la terapia es vista como adaptación del yo a las nuevas condiciones, pero también daría cuenta de cómo el yo se muta con dichos cambios en las estructuras sociales.
5) Podemos ver el cambio señalado como un producto de la evolución del sistema, un proceso de diferenciación y reintegración continua que tiene dos consecuencias. Primera, los valores advienen más generalizados, menos específicos, debido a la diferenciación sistémica que nos ubica en una multiplicidad de roles. Ello impulsaría la experiencia de vacuidad y la necesidad de reafirmación personal. Esta visión sería admisible desde enfoques como el de Parsons. En este contexto, el psicoanálisis se transforma en una forma de socialización de adultos incapaces de integrar la gran diversidad de roles y valores a partir de los insumos dados por la socialización primera. Nuevamente aquí aparece el psicoanálisis como un medio de control social.
6) Si queremos adherir una dimensión crítica también podríamos hacerlo al menos en dos sentidos, los cuales una vez más no son excluyentes entre sí. Sería posible observar el cambio como un resultado del incremento de la instrumentalización de la existencia humana, el triunfo de la acción instrumental sobre la moral, del hacer y tener sobre el ser. Habríamos, siguiendo a Weber, sucumbido en una jaula de hierro, o, haciendo la interpretación frankfurtiana construida desde ese gran clásico, caído presos de una razón instrumental absolutizada. El psicoanálisis podría entonces servir como develador de los aspectos disidentes de la personalidad que han sido reprimidos por la instrumentalización, y en este sentido sería una de las llaves teóricas para la transformación del mundo instrumentalizado. En un sentido habermasiano, podríamos hacer la lectura del cambio como una colonización del mundo de la vida por el sistema, en el que el psicoanálisis serviría como un antídoto que permitiría el desarrollo de una auténtica razón comunicativa.
7) También sería posible una explicación desde el análisis estructural marxista, no muy diferente del análisis de algunos posmodernos, en el que la transformación de la personalidad se apreciaría como el efecto de cambios en el nivel económico. Estaríamos en presencia de nuevos “sujetos” acordes con la existencia de las nuevas condiciones económicas. En lugar de un agente moral tendríamos un actor (performer) muy flexible. Un sujeto hecho a la medida de un sistema también muy flexible. De este modo, el modelo analógico dramatúrgico de Erving Goffman (Cfr. su clásico texto La presentación de la persona en la vida cotidiana, tr. de Hildegarde Flores y Flora Setaro, Amorrortu edits.) que considera a los actores sociales (performers) como “vendedores de apariencias”, enmascarados por naturaleza, sin “rostros auténticos”, sería un fiel retrato del “hombre” realmente existente en la sociedad de consumo post-industrial. Esta crítica, realizada por A. Gouldner en La crisis de la sociología occidental, pero con la intención de denunciar la falsedad de la exposición de Goffman, sería perfectamente aceptada por el estructuralista como la verdad de nuestros tiempos: el performer de Goffman sería el individuo creado por las estructuras del capitalismo tardío.
No nos hemos extendido en estas sinópticas interpretaciones, pero sin duda alguna ellas pueden ser profundizadas mucho más por quien quiera. Si bien diferentes no pensamos que sean excluyentes unas de otras, más bien nos ofrecen diversos aspectos del mundo social, aunque muchas veces en diferentes niveles de análisis y refiriéndose a diferentes relaciones entre los objetos de la sociedad. No creemos que estas perspectivas, como bien dice Ian Craib, puedan ser combinadas entre sí para producir una teoría general de la sociedad, algo así como una gran síntesis. Tal intento nos conduciría probablemente a alguna de las trampas tradicionales en la elaboración teórica de las ciencias sociales, y que este autor trabaja suficientemente en el texto arriba señalado.
Pero volviendo a la cuestión de la pluriparadigmaticidad, Craib afirma que al desplegar una gama de teorías diferentes, comprensiones diferentes, cambiamos nosotros mismos. A través de la comprensión cambia la persona que comprende, aunque no cambie necesariamente la situación comprendida. El cambio consiste en ser capaz de considerar más posibilidades y tolerar las diferencias, así como comprender su razón de ser. Y ello puede ser visto como un crecimiento, en el viejo y estereotipado sentido ilustrado de que “la educación amplia el universo mental”, que no por ser lugar común deja de tener un significado bien real. El poder mirar el mundo desde diferentes, y posiblemente incompatibles, puntos de vista, es una manera de aprender a pensar contra la actitud natural del sí mismo y a la par es un modo de abrirse ese sí mismo hacia la exterioridad. Ello guarda un gran paralelismo con los dificultosos procesos de integración personal que confrontan los individuos en el mundo moderno. Dificultosos por la experiencia de sostenerse sobre sentimientos contradictorios contenidos sobre el mismo objeto y persona —de amor y odio, de atracción y repulsión a la vez. En este sentido, al asumir la diversidad aprendemos a tolerar el pensamiento teórico que nos da razón y cuenta de asuntos que muchas veces nos negamos a saber. Por medio del pensamiento teórico comprendemos las ambigüedades y contradicciones reinantes en el mundo, y que se reflejan como contradicciones reinantes también entre las teorías. Esto se enlaza con la manera en que podríamos superar el sentimiento de vacío que hemos usado a lo largo del ejemplo interpretativo. Por el contrario, dice Craib, si la teoría se mal entiende puede llegar a convertirse fácilmente en una manera de prolongar la vacuidad.
Hasta aquí hemos hecho el esfuerzo de presentar las ideas escritas por Ian Craib sobre la utilidad de la diversidad teórica de las ciencias sociales. Compartimos su perspectiva sobre el asunto y pensamos que propone un interesante y muy original enfoque sobre los aportes existenciales del saber sobre lo social. Igualmente, si hemos hecho el esfuerzo por verterlas en las líneas que anteceden, es porque pensamos que ellas sirven a la vez para combatir el difundido prejuicio sobre la inutilidad de la teoría. Nuestros pasillos y cafetines universitarios se llenan con los ecos peyorativos que desprecian el quehacer teórico. Muchas veces ello encuentra su origen en las carencias pedagógicas de quienes somos profesores de teoría. En otras ocasiones el prejuicio se refuerza por la mercantilización progresiva del mundo de la vida. Por uno o por otro motivo aumenta la ceguera colectiva y olvidamos que la mirada que da sentido al mundo y a nosotros mismos es siempre una mirada impregnada de teorías, la mayoría de las veces inconscientes. Por eso, internarse en la teoría es internarse en un psicoanálisis colectivo, es volver consciente lo inconsciente y acceder a la posibilidad de mirarnos y construirnos de una manera que nos resulte más conveniente.
Javier B. Seoane C.
Caracas, enero de 2000
Publicado en el Suplemento Cultural de Últimas Noticias el 30 de Enero de 2000, No. 1653, pp. 1-2.
1 comentario:
De allí vemos el desprecio por la Academia y sus resultasos: los profesionales, tan mal pagados entre otros sub-productos del desprecio de la sociedad venezolana por la Teoría y lo intangible.
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