miércoles, 5 de septiembre de 2007

Mercado de los sentidos (1997)

¿Qué impulsa a gran cantidad de personas hacia las supersticiones? ¿cómo explicar el crecimiento, desmesurado inclusive, de este fenómeno sociológico? Este orden de preguntas admite distintas respuestas; en lo que sigue intentaremos con una que nos parece bastante apropiada.

Los hermanos “cocó”, el “I Ching”, las sectas “puertas del cielo” o las distintas astrologías son, entre otras modalidades, ofertas atractivas para amplios sectores de la población que, por un lado, no se identifican con el sentido del orden social predominante, y, por el otro, no encuentran un asidero firme para transformarlo. Se trata de un sentimiento de impotencia que sufre el individuo frente a la objetividad de las instituciones sociales.

Por todo ello, el hombre medio piensa que el sentido para la acción ya no se encuentra en la vida social estatuida, pues ésta se ha vuelto autárquica. Las ideologías políticas de otrora se derrumban sin conservar legitimidad alguna: la Nación, el Comunismo, el Estado de Bienestar, etc., dan paso a la globalización y “libremercado” de los valores de cambio materiales y espirituales. Allí, el pensamiento reflexivo deviene una mercancía más en el cambalache cotidiano. Acostumbrado a eregirse en rector del destino humano tendrá ahora que competir nuevamente con supersticiones de todo tipo.

Empero, como ocurre siempre en el “libremercado”, la “mano invisible” se encarga de que los competidores no estén en igualdad de condiciones. Y en el mercado de los sentidos de la vida el pensamiento parte con desventaja. Frente a un individuo saturado por las distintas presiones sociales, sin espacios para el diálogo, sin lugar para el encuentro humano con el otro, no encuentra posibilidades para su desarrollo intelectual y personal. La explicación no es compleja: ya desde los griegos sabemos que el pensamiento tiene una “naturaleza” dialógica y práxica, se crea y recrea en la discusión con miras a incidir en la acción. Por eso requiere de espacios sociales para sí, de tiempo para la toma de distancia de lo dado y para el debate político; precisamente de lo que más carece en una sociedad donde “el tiempo vale oro”.

En el mundo saturado el diálogo racional cede su lugar a las lógicas del destino inexorable expresado en dioses, runas o hexagramas. Ellas se presentan acabadas, no requieren de sujetos reflexivos, están listas para su consumo. Allí no se precisa pensar pues ya está todo pensado. Ese destino inexorable es la manifestación del individuo inválido, despojado de su voluntad política, de su capacidad creativa. Así, en un mundo intransformable el individuo busca su sentido en las ataduras a fuerzas exógenas que se le presentan todopoderosas.

Este sentimiento de impotencia y la ausencia de espacios dialógicos atractivos para el encuentro de la razón y la acción es un factor común a las sociedades occidentales contemporáneas. En nuestro país sufrimos del mismo mal aunque con sus matices particulares: sentimos que nuestra opinión no cuenta, que los gobiernos que elegimos pueden hacer lo que les venga en gana (hasta traicionar lo ofertado en la campaña, lo que suele ser lo más frecuente), sentimos que cualquier institución (privada o pública) puede atropellarnos sin tener administración de justicia en que apoyarnos; en fin, se podrían enumerar muchos más motivos, pero lo importante es describir mínimamente algunos de los factores que llevan a nuestros hombres a distanciarse de este mundo en búsqueda de un país sideral.
Javier B. Seoane C.
Caracas, mayo de 1997
Publicado en El Nacional

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