El Dr. Miguel Martínez Miguélez nos ha presentado un interesante trabajo acerca de los sustantivos cambios epistemológicos que han acontecido en los últimos 60 años. Además de exponer algunos rasgos del nuevo paradigma, que para los fines de mi exposición denominaré genéricamente “postpositivista”, nos invita a reflexionar sobre su importancia para la práctica científica actual.
No creo que se precise aquí extenderse demasiado en la noción del paradigma postpositivista, pues magistralmente ya ha sido expuesto. Digamos, para entendernos, que en esta exposición lo denominamos postpositivista porque reúne en su seno una serie de consideraciones muy serias que derrumban el encantamiento del sueño positivista de que se podía lograr un lenguaje privilegiado de la realidad, un lenguaje que describiera fielmente el mundo. Otto Neurath fue uno de los paladines de aquel encantamiento positivista. Como el Wittgenstein temprano, Neurath pensó en ese lenguaje privilegiado de la realidad, y junto a otros miembros del Wiener Kreis lo bautizó fisicalista. La ciencia toda se unificaría por medio de ese lenguaje, de ese espejo de la naturaleza, diría Richard Rorty. Al respecto de las ciencias sociales, afirmó Neurath: “Por nuestra parte, sostenemos que las ciencias sociales resultan menos «problemáticas» cuando se puede tratar la sociología humana de la misma forma que la sociología animal o la sociología de las plantas.” (Neurath, 1973: 122).
El modelo positivista de práctica científica sostenía el progreso continuo del saber, pues la investigación empírica, junto con un adecuado aparato lógico-matemático, podía ir suprimiendo las teorías falsas. Esto es, los datos de la realidad confirmarían o desecharían las teorías que se elaboraran para explicar el mundo. Las teorías, los marcos conceptuales, quedaban supeditadas a la observación neutra de la mirada científica.
Mas, ¿hay como tal una mirada científica neutra? El positivista creía que sí: era la medida del hombre honesto que dejaba de lado sus prejuicios y sometía su imaginación a la observación descriptiva, a dar cuenta de los objetos dados del mundo. El desencanto postpositivista dice que no hay tal mirada neutra, que como ya decían los fenomenólogos de hace 100 años, toda mirada, como toda conciencia (Franz Brentano), resulta intencional; esto es, consiste en dirigirse hacia un objeto, en un infinito universo de objetos, que llama la atención por su significatividad dentro de un marco conceptual. La mirada resulta en su misma naturaleza selectiva. En consecuencia, la mirada científico descriptiva selecciona siempre desde un marco conceptual de referencia, unas veces más consciente y otras veces menos. Tomás Ibáñez, conocido investigador español, señala con relación a la descripción: “La respuesta a una pregunta tan sencilla como «¿cuántos objetos hay aquí?» depende de las convenciones que utilicemos para definir el concepto mismo de objeto. Esto significa que los objetos no están dados de antemano, esperando que podamos enumerarlos. Decir cuántas cosas hay en un segmento de realidad ¾cuantificación existencial¾ permanece absolutamente indeterminado, mientras no se define convencionalmente qué es lo que va a contar como un objeto, recurriendo a nuestras convenciones. La conclusión es simple, no hay objeto preexistente a las convenciones que lo construyen.” (Ibáñez, 2001: 82).
Roto el encantamiento positivista, el paradigma postpositivista nos dice que no hay datos sin mirada teórica que seleccione lo que constituye un dato y lo que no. Y, por supuesto, de ello se sigue que hay muchas miradas teóricas sobre el mundo, y como el mundo resulta inseparable de las mismas, no hay modo certero de saber cuál de ellas, si es que hay alguna, resulta un fiel espejo de la realidad. En palabras de Ágnes Heller: “Una de las experiencias más elementales de la vida cotidiana es que un acontecimiento puede relatarse de mil maneras distintas y seguir siendo el mismo acontecimiento. De todos es sabido que no hay ni una sola narrativa o acontecimiento que puedan ser completos y exclusivos. La narrativa en la teoría social difiere de su versión cotidiana en muchos aspectos, pero no en este concreto: de te fabula narratur; en ambos casos es el tema humano, el tema de usted, del que trata la teoría.” (Heller y Fehér, 1994: 64).
Este último aspecto del paradigma postpositivista abre la reflexión sobre el inexorable nexo entre epistemología y ética, entre la ciencia y su naturaleza práctica. A este nexo, explicitado por el Dr. Martínez Miguélez, queremos consagrar las líneas que restan. Como ya se dijo, el encantamiento positivista creyó en una mirada que fuese neutral, en un lenguaje privilegiado de la realidad. Ello, se compaginó con el reclamo de la neutralidad axiológica; esto es, que los productos de la ciencia, mediados por la metodología rigurosa, no están contaminados por valores morales o políticos. Aquí, a nuestro juicio, está el punto neurálgico de crítica que queremos hacer.
El ser humano se constituye como ser menesteroso de sentido. Tiene que dar sentido a su mundo. A diferencia del resto de los animales, sus carencias biológicas de instintos y aparatos sensoperceptivos especializados lo obligan a “mapear” el mundo. Precisamente la cultura como universo simbólico constituye ese mapa que nos permite identificar lo comestible de lo no comestible, o el cómo reproducirnos y desarrollar nuestra sexualidad. Las sociedades animales que conocemos, están, en gran medida, programadas genéticamente. Nuestra sociedad humana tiene que darse sus propias reglas. A falta de una programación genética tiene que poner en juego, para sobrevivir, una programación cultural. Por todo ello, el sentido del mundo resulta una condición tan vital como respirar.
El sentido del mundo se da por varias vías cognoscitivas: mitos, arte, filosofía, poesía, religión, literatura, ciencia. Cada una con sus diferencias, pero todas buscando otorgar sentido a la realidad. Fundamentalmente la ciencia se encamina al know how, más que al know what. Pero, como ya señaló hace casi cien años Werner Heisenberg, su saber cómo parte de una imagen de la naturaleza, en gran medida una imagen arbitraria, puesta en funciones culturales. La imagen de Aristóteles no es la de Galileo, la de Laplace no es la de Prigogine. La ciencia busca un saber cómo para dominar la naturaleza, pero para proceder demanda antes una imagen sobre esa naturaleza, imagen a veces más ecológica, a veces más hostil. Desde esa imagen constituye su mirada y desde ésta selecciona lo que resulta un dato.
Como se desprende del texto del Dr. Martínez, el reconocimiento de esta diversidad inherente a la práctica científica, diversidad conceptual, teórica e imaginaria, conduce a una demanda ética de apertura hacia la otredad, hacia la inter y transdisciplinariedad de los saberes y hacia la pluriparadigmaticidad de estos. Pero, incluso, si damos un paso adicional, ello pasa a tener otras implicaciones mucho más serias, pues, adoptar un marco conceptual no es sólo una decisión estética, de gusto y persuasión, sino también es adoptar una práctica, una forma de tratar al objeto (muchas veces un sujeto) de esa adopción teórica. Y esto último resulta para mi, que vengo del campo de las ciencias sociales, lo más importante y contundente.
Dijimos arriba que hay imágenes de la ciencia más o menos ecológicas. Con ello anunciábamos este último punto a tratar. Con esas imágenes construimos teorías pero también manipulamos la naturaleza y la ponemos a nuestro servicio, a veces conservándola, a veces destruyéndola. Igual acontece con las imágenes antropológicas que hay en la ciencia, es decir, las imágenes de la mujer y del hombre. Por ejemplo, la imagen determinista de Laplace niega la libertad humana y facilita manipulaciones en función de la dominación política sobre el hombre. La imagen indeterminista de Heisenberg o Prigogine apuntan muy bien a una visión liberal y demócrata de la política y la sociedad. El científico tiene, a mi juicio, el deber moral de reconocer que al adoptar un marco conceptual está adoptando también una práctica hacia lo conceptualizado. Se trata, sin duda, de una ética de la responsabilidad, de un reclamo que alerta que la teoría resulta ya, en sí misma, acción.
En este aspecto final, las ciencias sociales se vuelven tan o más peligrosas que las naturales. Sus conocimientos resultan un arsenal para el quehacer político y económico. Siempre se podrá argüir que no se puede responsabilizar al científico por los usos que se hace de los saberes que él noblemente produce, y en cierto sentido se puede decir que ello es cierto. Mas, dadas las consideraciones epistemológicas ya comentadas del postpositivismo, el científico resulta responsable de mantenerse abierto a la diversidad teórica y ser consciente de las consecuencias prácticas antropológicas, éticas, políticas probables que se desprenden de sus adopciones conceptuales. Si el científico asume estas responsabilidades, en su ya de por sí difícil labor, seguramente se convertirá en un gran promotor de la vida democrática y de la paz humanas.
Muchas gracias.
Javier B. Seoane C.
Ponencia leída en el “VI Seminario Los Problemas Éticos en Venezuela: La dimensión ética de las ciencias y las tecnologías”, en el Auditorio Tobías Lasser de la Facultad de Ciencias de la Universidad Central de Venezuela.
Ciudad Universitaria de Caracas, 26 de abril de 2006.
Bibliografía citada:
HELLER, Ágnes y Férenc FEHÉR (1994): Políticas de la postmodernidad. Ensayos de crítica cultural, tr. Monserrat Gurguí, 2ª edic. Península, Barcelona.
IBÁÑEZ, Tomás (2001): Municiones para disidentes. Realidad, verdad, política, Gedisa, Barcelona.
NEURATH, Otto (1973): Fundamentos de las ciencias sociales, tr. Sigfredo Santiago, Taller de ediciones Josefina Betancor, Madrid.