domingo, 13 de octubre de 2024

Desesperación y democracia

Javier B. Seoane C.

El reconocido pensador William James (1842-1910) afirma en sus conocidas lecciones sobre pragmatismo que al modo de vida democrático le corresponde más que una religiosidad monoteísta una politeísta. Un contemporáneo alemán suyo decía algo semejante aunque en tono más metafórico. En sus últimas conferencias Max Weber (1864-1920) explica que, si queremos la paz, la responsabilidad del político ha de estar por encima de sus convicciones. Entiéndase bien, no es que el político carezca de convicciones, lo que sería el summum de cinismo, sino que sosteniéndolas, como las ha de sostener todo ser humano que encuentre un sentido para su vida, no procure imponerlas supeditando la responsabilidad a las mismas. Weber entendía la responsabilidad del político como parte de su racionalidad en tanto que comprender su contexto y decidir evaluando las consecuencias previsibles de sus acciones. Para la época moderna, Weber piensa el contexto en términos bastante nietzscheanos. Pertenecemos a la época de la muerte de Dios en el sentido de que ya no hay ningún hegemón cultural, axiológico, un sistema único de valores que todos mecánicamente (Durkheim) suscribimos. Al contrario, Dios ha muerto porque no hay uno sino muchos. Se trata, entonces, más que de un hecho material, que a Dios le diera un infarto o suceso parecido, una gran metáfora del mundo plural que nos toca habitar. El arco moral de la buena vida va desde la entrega a Dios y a la caridad, al modo de la Madre Teresa, hasta vivir la vida loca al modo de aquella canción que hizo famosa Ricky Martin. El arco político-ideológico atraviesa un eje que va desde las apuestas totalitarias del neofascismo, sean de izquierda o de derecha, eso para los efectos da lo mismo, hasta las posiciones más libertarias e inclusivas. Entre uno y otro hay no pocos puntos y grados. En este marco, Weber sentencia que corren los tiempos en que conviene que los dioses se retiren de la plaza pública a sus respectivos hogares. Si, por el contrario, alguno de ellos busca imponerse entonces nos espera la guerra. Sigue aquí, obviamente, a muchos antepasados como John Locke, quien en sus cartas sobre la tolerancia, escribe hacia 1690 que las iglesias deben retirarse de la batalla política por el poder terrenal e invitar, y solo invitar, a lo que afirman como su propósito: salvar las almas. 

Lo significativo de la reflexión weberiana, su volver al alerta contra las convicciones que se imponen sin detenerse en responsabilidad alguna, descansa, entre otros aspectos, en el año y lugar de su famosa conferencia: mediados de 1919 en Munich. Muchas cosas están ocurriendo en ese período: el fin de la carnicería industrializada de la Gran Guerra, la revolución rusa, la caída del Kaiser, las revoluciones sangrientas de esos meses en Alemania, el nihilismo como atmósfera sociocultural… Muchas cosas ocurrirán en los siguientes meses que Weber no llegará a ver pero que pareciera prever: el ascenso del fascismo con Mussolini, la crisis alemana como caldo de cultivo del nacionalsocialismo, la sí anunciada burocratización autoritaria de la Unión Soviética en su conferencia sobre el socialismo. El gran pensador alemán se encuentra en un mundo que se intenta construir, el de la democracia de Weimar, demasiado frágil ante los extremistas de un lado y del otro que demagógicamente ejercen la política electoral ofreciendo salidas a la desesperación de una sociedad que está siendo arrasada por el modelo taylorfordista de la última ola de la revolución industrial. Desesperación que busca un Dios, un sentido para lo que ocurre y una guía para la acción, desesperación que se desespera por no encontrarlo y que responde intentando imponer una convicción, una verdad.

No podemos decir que cien años después se ha superado la situación de aquellos años. Ciertamente ya no estamos en 1924, nuestro contexto es otro. Diversas aguas han pasado por el río, pero todavía traen peligrosos sedimentos. Si hace cien años los extremismos iban ganando espacio político hasta conquistar el poder y demoler desde lo interno la precaria democracia constitucional y representativa, hoy otro tanto ocurre, y no sólo en Europa sino a nivel global. Hace cien años impusieron su voluntad de dominio las economías industrializadas, derrotaron a obsoletos imperios como el austrohúngaro, otomano, el ruso zarista o el del sol naciente. Encubrieron su tecnificada voluntad de dominio bajo el manto mítico de que habían ganado las democracias, mito funcional a quienes tienen el interés de reducir la democracia a su mínima expresión, a una mera representación política lo suficientemente limitada para casos de emergencia. Las extremas derechas hoy como ayer van ganando terreno, conquistando posiciones en el tablero, enlazando estrategias globales. Un capital financiero, ayer como hoy, nutre con jugosos recursos sus campañas desde el Río de la Plata hasta Río Grande, desde las Filipinas hasta Madrid. Pero las izquierdas parecen responder del mismo modo ayer como hoy. Hace cien años en Rusia apareció la promesa de una democracia sustantiva, una no solo política y representativa, sino socioeconómica, cultural, participativa y protagónica. Se quedó en promesa, no superó la gimnasia demagógica. Para defenderse de la figura fascista y totalitaria que tomó la nueva etapa de un capitalismo industrial tardío, la Rusia soviética se aisló y empezó en su decir a edificar el socialismo en un solo país. Realizó una revolución industrial en dos décadas, una tan poderosa que sin su concurso el eje nazi difícilmente hubiese sido derrotado. Empero, el logro se hizo a costa de construir la jaula de hierro burocrática-autoritaria, y luego totalitaria, que tanto Weber como Rosa Luxemburg pronosticaron en el mismo 1917. Cien años después muchos presuntos gobiernos de izquierda se aíslan del mundo mientras a lo interno estrangulan a las precarias democracias políticas, mucho menos quieren saber de participación y protagonismo sustantivos.

La desesperación sigue siendo el estado de ánimo colectivo, en la marginalizada Detroit, otrora Meca del automóvil, como en la juventud europea sin futuro de bienestar, juventud que se siente amenazada por la inmigración, el islamismo o el feminismo, juventud que en su ceguera no ve que la amenaza es el capitalismo líquido financiero triunfante, globalizado. No ven que en el mercado de trabajo al que aspiran ya sobran hace tiempo. Desnutridos metafísicamente, sin dioses, se aferran al primer demagogo que les ofrezca el paraíso perdido. Buscan a dios por las esquinas, diría nuestra sabiduría popular. La desesperación sigue siendo el estado de ánimo, en la Venezuela de la que quieren salir miles de miles así sea atravesando selvas inhóspitas, casi que a costa de lo que sea, como en la Argentina que apuesta por un personaje que con motosierra en mano ofrece, en nombre de la libertad (!), demoler el Estado, incluyendo los restos que quedan de políticas de bienestar en el mismo. Al final todos los citados, tanto a la presunta izquierda como a la auténtica derecha, resultan eficaces demoledores del ideario democrático. Padecen de pánico al politeísmo axiológico propio de nuestro tiempo, aquel que James como Weber, cada uno en su propia situación, anunciaban como soporte de la actitud democrática. Padecen de pánico a las metafísicas pluralistas, siguen encerrados en un dogmatismo desnutrido. Estos padeceres aniquilan la posibilidad, ya no digamos la probabilidad, de una paz sostenible, una más modesta que la perpetua que quería Kant. Pero ni siquiera eso, ni siquiera la modesta hoy parece viable. Por eso, la democracia es uno de los dos grandes temas de nuestro tiempo, pero la democracia como modo de vida, como eticidad, como construcción de una sociedad integrada por diversas comunidades no supeditadas a la brutal racionalidad de una economía capitalista postindustrial y altamente tecnificada ni tampoco a la no menos brutal racionalidad de un capitalismo de Estado burocratizado, autoritario en vías de totalitario, encubierto bajo el manto de una presunta democracia popular. Si queremos jugar con las palabras para titular Estados, ya ese juego es muy antiguo. Después de todo, la Alemania Oriental llevaba el título de “República Democrática”. La posverdad no se inventó en el siglo XXI. Ahora, si queremos que las palabras tengan sentido, que los discursos resulten significativos, entonces hay que emprender serias reformas institucionales a nivel global, nacional y local, reformas culturales, educativas, la construcción de otra sensibilidad humana y ecológica. Todo ello implica otra economía política y otra clase política. En el argot marxista decimos que las condiciones objetivas están dadas para la construcción de otra economía política y otra forma de solidaridad inclusiva. Empero, ¿y las condiciones subjetivas? ¿La nueva sensibilidad? ¿Las nuevas formas de organización para esa edificación? Pues sin organización no hay fuerza de cambio, la organización es el sujeto.

Publicado originalmente en el portal Aporrea.org el 11 de octubre de 2024