domingo, 13 de octubre de 2024

Elogio del positivismo

Javier B. Seoane C.

La filosofía positivista de los dos últimos siglos estuvo al final de un período de revoluciones científicas, económicas, políticas y culturales. Como toda revolución resulta consecuencia de un amplio malestar al que no se le encontró salida pacífica, hemos de considerar que desde el Renacimiento había una crisis sistémica, histórica. Y es que cuando todo se derrumba, cuando un cosmos completo implosiona, cuando una concepción del mundo entra en su mayor decadencia y todavía no emerge una nueva, entonces se está ante una ruptura histórica. Quienes viven esos tiempos se sumergen en una profunda incertidumbre, aquella que bien definía Gramsci al decir que ya lo viejo no sirve y lo nuevo no nace. Entre finales del siglo XVI e inicios del XVII se vivieron esos inciertos tiempos en occidente.

Por aquella época cualquier mujer u hombre habitaba un mundo raro. Lo que le habían enseñado abuelos, padres y maestros o era falso o había caído en un profundo descrédito. El planeta no era plano y tampoco el centro del universo, mucho menos estaba fijo sino en perpetuo movimiento alrededor del sol. El alcalde de Burdeos, Montaigne, padre del ensayo moderno, funda también el escepticismo filosófico de ese período: no encuentra nada a qué aferrarse, nada en qué creer. No resulta extraño. El propio cristianismo se había roto con violencia inusitada, sangrienta, entre protestantes y católicos. El Dios de ambos se decía cristiano pero era en muchos aspectos bastante distinto y hasta contradictorio. La gente empezó a huir de aquella Europa carnicera, algunos se embarcaron en el Mayflower para salvar el pellejo y algún que otro recuerdo. Pronto emprendieron nuevas carnicerías contra los nativos del norte de este continente. En todo caso, la guerra de los Dioses anunciaba la muerte de Dios, el crepúsculo de los ídolos. Los cosmos antiguo y medieval destrozados, la fe arma asesina, ¿hay algo de extraño en que Hamlet esté rodeado de fantasmas o que los encantadores le vivan jugando malas pasadas a Alonso Quijano? ¿Que este último quiera revivir el romántico mundo caballeresco? ¿O que el Príncipe Segismundo sencillamente piense que la vida es sueño y que los sueños, sueños son? ¿Que el canciller de la Gran Bretaña, Lord Francis Bacon, constituya un “Novum Organon” (Nuevo Método) para fundar el empirismo moderno y así leer correctamente el libro de la naturaleza? ¿Que el maestro de la Reina Cristina, Monsieur René Descartes, padre de la racional y poco sensorial geometría análítica, también se preocupara por otro Método y fundara el racionalismo moderno? Pues si los sentidos me han engañado alguna vez quizás lo hagan ahora también. Después de todo, ¿no ven mis ojos que el sol se mueve, que sale por el este y se oculta por el oeste mientras la ciencia me enseña lo contrario? Las artes, la literatura, la filosofía de la época son las fotografías de un tiempo incierto que reclama un nuevo camino, un nuevo método. Lo que creían mis padres ya no lo puedo creer yo.

Fueron aquellos tiempos los del desplome de un mundo y de las primeras revoluciones modernas. En cuanto a las científicas, la primera, la de la astronomía de Copérnico, trastocó nuestros cielos. Kepler la remató con cálculos precisos. Galileo nos movería el piso. Ya los navegantes no se perderían tanto con las cartas de navegación. Vendría después Newton y la física moderna haría acto de presencia. Y en tanto que los átomos no son enteramente uniformes y además se combinan en formas, moléculas, Lavoisier comandaría la revolución que hizo de la alquimia química. La magia ahora no era cómo sacar oro del carbón u obtener el secreto de la vida eterna, la magia ahora aparecía en la tabla periódica de los elementos, que para aquellos años estaba incompleta pues había unas casillas intermedias vacías, pero había también la certeza de que esos elementos existían, como efectivamente existen. Y así la actitud empírica acompañada del raciocinio descubría nuevos mundos efectivamente reales. Entre las combinaciones de la materia pronto aparece la materia orgánica, la vida en sus manifestaciones vegetal y animal. La revolución química da paso a la revolución biológica. Lamarck, Darwin y muchos otros lanzarán los dardos que darán en el blanco del herido orgullo antropocéntrico. Todo comenzó con un planeta que se volvió una insignificante esfera entre miles de millones de esferas. Terminó en un humano que tras un largo trayecto había salido de organismos unicelulares. Uno más, todo descentrado. Pronto nacerían las ciencias humanas y sociales, un invento reciente al decir de Foucault. Retornaríamos al espíritu, pero ya no en su forma teológica y religiosa, sino de un modo científico. De la biología llegamos al animal menesteroso de sentido que somos, aquel que busca no sin desesperación el significado de su existencia. A ese sentido, a ese significado del actuar nuestro, llamaron “espíritu las ciencias humanas y sociales del siglo XIX alemán, ciencias que Wilhelm Dilthey bautizó como “ciencias del espíritu”, que Heinrich Rickert llamó “ciencias de la cultura”, pues la cultura es el universo simbólico que habitamos, por el que vivimos con un propósito, por el que damos sentido a nuestra existencia. Pero no hay una sola cultura sino un catálogo inmenso de las mismas, cada una con su legítima forma de ser. Pasarían unos cuantos años, pero poco a poco el ego etnocentrista también se volvió añicos.

Con la emergencia revolucionaria de las ciencias humanas y sociales, emergencia que ya comenzó a gestarse después de la Paz de Westfalia (1648) con la estadística moderna concebida como ciencia del Estado (al respecto su etimología no engaña) en el momento justo en que la soberanía dejó de residir meramente en la posesión de territorios por las Coronas y pasó a hacerlo en y sobre las poblaciones de los nacientes Estados modernos, con esa emergencia paulatinamente emergió la filosofía positivista como realzamiento sublime de la razón científica moderna. Henri de Saint-Simon y su discípulo Comte, ya hijos de las revoluciones ilustrada, francesa e industrial, le dieron forma en sus tratados. Singularmente Comte lo hizo con su “Discurso sobre el espíritu positivo” de 1844. Allí, en forma análoga al cartesiano “Discurso del método”, Comte describe qué acepciones de positivo dan origen al nombre de positivismo, a saber, principalmente la que procede del latín que hace referencia a lo posicionado, lo puesto, lo dado. Nos dice que el positivismo sigue a la ciencia al concentrarse no en la imaginación o la fantasía, sino en lo dado a la observación, lo existente empíricamente, lo que nos es dado a la experiencia sensorial y puede confirmarse en sucesivas observaciones. Con el lenguaje de nuestro tiempo, podemos decir que Comte afirma que hemos de seguir metódicamente la observación de lo dado para formular conocimientos con base sustentable y así evitar “teorías de la conspiración”, ciencias ocultas como la astrología o meros actos de adhesión por fe, y a veces por fe impuesta por la espada. No ha de bastar para el positivismo que una “autoridad” se presente con un papel escrito bajo la lámpara de su escritorio para proclamar sin más una realidad. No. Las instituciones de nuestro tiempo no se han de orientar por actos de fe sino por datos efectivamente dados en la experiencia y certificados colectivamente. Así piensa la filosofía positivista en contraposición a las imposiciones de credos que llenaron de mártires a la ciencia moderna, a la imposición de poderes que se decían dueños de la verdad y que nada tenían que demostrar pues eran de sangre azul, o “auténticamente revolucionarios”.

La actitud positivista, la actitud científica moderna, no está exenta de críticas. Lo dado no es tan puro como pensaron los primeros positivistas. Frente a la escuela positivista francesa que dio origen incluso a la extraña palabra “sociología”, se alzó la escuela alemana de las “ciencias del espíritu” para afirmar que lo dado socialmente siempre está mediado por interpretaciones. Con sobrada razón decimos hoy que las ciencias humanas y sociales son ciencias hermenéuticas. Lo dado supone interpretación. Nietzsche sentenciará que no hay hechos sino interpretaciones. En otra latitud Marx Twain hablará de mentiras inocentes, mentiras malditas y las estadísticas. El poder persuasivo de los números se puede usar para convencer mediante falacias. El uso reciente de encuestas electorales algo habla de ello. No obstante, no exageremos. No es culpa de la ciencia estadística el uso político no siempre loable que de ella hacen algunos. Y la frase de Nietzsche requiere ser sometida al lente de la lupa. Ciertamente los hechos tienen mucho de “hechuras”, moléculas de datos, configuraciones selectivas de informaciones que siempre pueden ponerse bajo el ojo crítico, configurarse de otro modo. Pero el vitalista Nietzsche difícilmente diría que cualquier interpretación da lo mismo. Conocido su humor no aceptaba claramente las interpretaciones cristianas de Dios, por solo citar uno de sus prejuicios. Menos hoy resulta defendible que toda interpretación da lo mismo. ¿Vale la de los nazis? Hay límites éticos. Empero, no sólo éticos. También hay límites argumentativos. Hay interpretaciones razonables, apoyadas en premisas aceptables y datos verificables. Hay interpretaciones irracionales y abusivas, sin apoyo documental, impositivas o caprichosas. Umberto Eco ha hablado al respecto de interpretaciones y sobreinterpretaciones para referirse a este juego entre lo aceptable y lo inaceptable. 

Llegados a este punto se precisa una sana dialéctica entre actitud hermenéutica o interpretativa y actitud positivista o científica: los datos han de cuestionarse a la luz de un diálogo de interpretaciones y estás han de apoyarse en los datos en su ejercicio dialógico. Me parece que esta dialéctica ya estaba presente en ese gran tratado de Stephen Toulmin de 1958, “Los usos de la argumentación”, cuyo modelo argumentativo descansa en el ejercicio razonable de los tribunales modernos de administración de justicia, particularmente del modelo anglosajón de juicios públicos ante un jurado ciudadano, juicios abiertos al diálogo persuasivo entre las interpretaciones de un fiscal y de un abogado defensor en busca del convencimiento de ese jurado colectivo. Tribunales jamás cerrados a un cenáculo de señores “entogados” que decidirán sobre la causa según su criterio y agradecimientos. Toulmin piensa, como luego pensarán Apel, Habermas y muchos más, que las interpretaciones consiguen límites materiales en ciertos datos cruciales que resultan duros por su amplia naturaleza verificable públicamente.

Para concluir, reconocidos algunos de los límites del positivismo, límites que los propios pensadores positivistas posteriores reconocieron, por ejemplo los del Círculo de Viena, queremos elogiar su actitud científica en la busca incansable de la evidencia, en su acento en las prácticas deliberativas y públicas en la discusión de la misma. Junto con la ciencia moderna el positivismo nació como respuesta sensata a la crisis, a la intolerancia entre interpretaciones desfondadas que sobre la base de espadas, morteros y cañonazos buscaron imponerse tiñendo de sangre las calles de pueblos y ciudades. Queremos rescatar del positivismo que en las instituciones modernas y democráticas no vale todo, que no vale la violencia hermenéutica ni tampoco la violencia física sobre quienes disienten y buscan aclarar con apoyos documentales certificados públicamente sus posturas y los resultados de sus deliberaciones. Queremos elogiar la vocación ilustrada de la ciencia moderna y su buena actitud positivista aplicada a los asuntos públicos.

Publicado originalmente en el portal Aporrea.org el 23 de agosto de 2024