Javier B. Seoane C.
Por treinta años he tenido el privilegio de ejercer la docencia en la asignatura de Sociología de la Educación. Mi preocupación de investigación en esta área ha sido desde el inicio la formación de la personalidad democrática en la escuela. Por supuesto que la formación de la personalidad total inicia en la familia. Llegamos al mundo ya en el seno de una. La familia incluso tiene una eficacia mayor que cualquier escuela, pues socializa desde la más temprana infancia y siempre con la dimensión emocional a flor de piel. Sin embargo, la familia puede o no formar los valores y actitudes políticas de la persona, o puede deformarlas de cara a lo que establece el pacto social del que participamos y que generalmente se encuentra como desideratum en el papel de una Constitución. También hay otros agentes de socialización efectivos. Hoy más que nunca la sociedad de la información que habitamos nos expone continuamente y en nuestra propia intimidad a un universo internáutico abierto y en constante expansión, plagado de valores y actitudes múltiples contrapuestas que habitan las páginas web, las redes sociales o los llamados medios masivos de comunicación. Del mismo modo los videojuegos configuran nuestras formas de pensar y actuar con el atractivo estético de la diversión. Ya conocemos lo agresivos que con frecuencia son las ventanas que se nos abren en este mundo de mundos del ciberespacio. Difícilmente resulte ajeno al niño y al no tan niño la exposición a lo que ofrecen estas casi omnipresentes plataformas. Si los padres aíslan al joven de estos atractivos medios tendrán que hacerlo con alguna especie de caja fuerte sociológica, con lo que seguramente lo estarán formando para un mundo bastante extraño además de perjudicarlos psicológicamente. Si por un momento llega el niño a encontrarse con sus pares generacionales ya será suficiente para que se asome a la oferta no pocas veces peligrosa de cara a la convivencia humana. Por eso, porque la familia junto con las tecnologías sociales de nuestra sociedad de la información pueden formar o deformar con gran impacto, toda comunidad medianamente inteligente se ha dado otras instancias educativas para procurar la garantía de que se reproduzca su voluntad constitucional de cara al futuro.
Los Estados modernos como forma política organizativa de nuestras sociedades crearon la escuela como la institución encargada de ejercer la formación de la persona más allá de la espontaneidad e inmediatez de la familia y los otros agentes de socialización. La escuela es el espacio educativo público por excelencia. La denominación de “público” no refiere aquí a la condición socioeconómica, a si se paga matrícula o no, sino al concepto ético-jurídico moderno de lo público por oposición a los espacios privados de la persona que consagran los derechos establecidos. Y aunque esta distinción entre lo público y lo privado resulte muy cuestionable en nuestra actualidad, podemos afirmar que en la gran mayoría de los casos, al menos hasta nuevo aviso, cuando asistimos a la escuela asistimos a un espacio donde nos encontramos con personas que proceden de diferentes familias con distintos credos religiosos, morales y políticos, y bajo supervisión del Estado para velar por el cumplimiento del currículo y las normativas, reglamentaciones y leyes respectivas. Cuando me siento en el salón de clases no me siento con hermanos, tíos, abuelos y primos, me siento con otros ciudadanos en formación. No estoy en mi casa ni en mi dormitorio, estoy en un espacio público.
La escuela como órgano educativo del Estado ostenta funciones básicas y diversificadas en la formación de los futuros ciudadanos. Si es una escuela inteligente las diversificadas estarán abocadas a la detección de talentos naturales o adquiridos de la mujer y del hombre que se va gestando. Entre las funciones básicas me resulta indiscutible que la función primordial de la escuela apunta a la formación ciudadana conforme al contrato social que es la Constitución de un país. Se trata de una formación que no se puede dejar en manos de la familia, grupos de pares, videojuegos o internet. Es, sin duda, la función escolar por excelencia. Mas, llegados a este punto, ¿de qué formación se trata esta formación ciudadana?
Nótese que hablamos de formación y no de instrucción o enseñanza. Desde el renacimiento las teorías pedagógicas entienden “formación” (Bildung) como constitución del carácter de la persona, como su êthos, expresión clásica griega que alude al carácter ético, traducida al latín como “mores” (moral), con claro aire de familia con “morada” en el sentido de mi morada, la morada en que habita mi persona en cuanto hábitos, valores y actitudes que conforman mi ser personal. En el caso de la formación ciudadana estamos hablando entonces de la constitución dinámica por progresiva del carácter del ciudadano, de su conjunto de hábitos, valores y actitudes en su vida pública, en su relación con los otros ciudadanos y con el Estado. Vistas estas consideraciones conceptuales se entenderá más fácil que la formación, a diferencia de la instrucción o de la enseñanza, apunta más allá de lo cognitivo, apunta a una práctica social, y en este caso a una práctica política pues la ciudadanía antes que un concepto jurídico es un concepto sociocultural y político. No sé es ciudadano por cumplir la edad que estipulen las leyes para ejercer sus derechos y deberes. Se puede ser un mero habitante sin ser ciudadano por cuanto para ejercer derechos y deberes hay que disponer de su conocimiento previo. Por eso hablamos de que la ciudadanía antes que nada ha de considerarse un estatuto cultural. Además, se trata de un estatuto político en el sentido amplio de la palabra, en el sentido de quien por su condición sociocultural detenta y actúa conforme a la membresía de una polis (ciudad-Estado en la Grecia clásica y origen de la palabra política). Puesto que hablamos de una formación sociocultural y política hablamos de un tipo de educación actitudinal.
Si una forma de educación resulta delicada esa es la educación actitudinal, la formación de actitudes en la persona. Sumamente susceptible al aprendizaje de la doble moral o hipocresía social, de que una cosa ha de decirse por corrección moral o política pero que otra cosa se hace. Por ejemplo, si te digo que hay que ser puntual pues la puntualidad significa responsabilidad ante los compromisos, respeto por el otro, respeto por su tiempo y por su ser, pero yo soy un impuntual, y si mi comportamiento se corresponde también con uno extendido socialmente, entonces seguramente aprenderás que debe hablarse del valor de la puntualidad aunque seamos frecuentemente impuntuales. Lo mismo ha de comprenderse para cualquier formación actitudinal. Si valoramos en la enseñanza la democracia como forma de relacionarnos y como forma de gobierno pero nuestra conducta predominante es autoritaria ya podemos saber lo que efectivamente aprendemos. Por consiguiente, la formación exitosa de una ciudadanía democrática no puede reducirse a una asignatura tímida en el currículo sino que ha de transversalizarse a toda asignatura y más allá del salón de clases a todos los espacios de la institución escolar y las relaciones a establecerse en esos espacios; ha de comprenderse, además, como una competencia básica a instituir, evaluar y corregir contínuamente en la práctica escolar.
La formación o deformación democrática como educación práctica y actitudinal comienza así en la temprana infancia desde el hogar hasta la escuela pasando por todas las mediaciones sociales mencionadas. Pongamos por caso el patio escolar. En las últimas décadas por la inseguridad y las tecnologías se ha ido perdiendo la infancia de los juegos en la calle ampliándose la importancia de los recesos o recreos en el patio escolar. Juegos vividos por quienes pertenecemos a una juventud prolongada como "ladrón y policía", "el escondite", "metras", "la ere", "la ere paralizada", etc. configuraron un aprendizaje actitudinal vivencial y no sin matices ético-políticos. En dichos juegos los niños debíamos acordar cuáles eran las taimas, cuáles las reglas del campo. En esa busca de acuerdo, de consenso para constituir las reglas, nace el reconocimiento del otro y el reconocimiento de nuestra necesidad de acordar. Es formación democrática sin teoría previa, sino con teoría que emerge de la práctica misma. El problema aparecía cuando un niño decía “yo impongo las reglas o me llevo la pelota”. Ahí emergía el intolerante, el pequeño dictador que no resistía que su ego fuera uno más entre otros, que sus ideas no fuesen las únicas válidas, el que busca imponerse contra cualquier dialógica, la deformación misma de las actitudes democráticas y la formación de las autoritarias. Por supuesto que este infante autoritario, y quizás todos hemos pasado por ese estadio, no surgió por generación espontánea sino que procede de una relación con muchos agentes sociales. En tanto que misión formativa, el educador tiene que comprenderlo y procurar canalizar con sano entendimiento labrado con convicción y persuasión su deseo de liderazgo a un ëthos democrático, de lo contrario muy probablemente tendremos en poco tiempo un conflictivo pandillero, el típico acosador escolar y extraescolar.
Sin duda, la escuela tiene muchos adversarios, muchas agencias que contradicen sus enseñanzas, pero sí quiere cumplir su compromiso con el pacto social idealizado en la Constitución que nos hemos dado debe estar muy atenta a la formación de la personalidad democrática como opuesta a la personalidad autoritaria, y ello en cualquier rincón que esté a su alcance. Sé que ello puede comportar peligros totalitarios por más democrático que se quiera ser. Precisamente para evitar esos peligros hay que profundizar la democracia en la escuela, radicalizarla mediante la discusión y deliberación pública, participativa y protagónica de todos los inconvenientes que surjan en las interacciones escolares. Que el docente no se erija en el gran dictador que sobre la base de dictados imponga lo correcto. Que tampoco lo haga el director o subdirector. Necesitamos docentes con amplio liderazgo para instituir prácticas pedagógicas democráticas sin importar la materia que enseñen. Más que docentes, requerimos maestras y maestros en el sentido moral que todavía guarda esta palabra. Lo dicho me parece ajustado a todo nivel escolar, desde el preescolar hasta el doctorado universitario. Lo dicho reclama la ineludible necesidad de la educación presencial en una era en que parece encantarnos la educación virtual.
Algo podrido huele en Dinamarca, y en Venezuela también. En nuestra sociedad la personalidad autoritaria sale de cualquier rincón y cruza por nuestras calles todo el tiempo. Prejuiciosa se cree dueña de LA verdad, la única que dice que hay. Incluso está dispuesta a negar las deliberaciones de la mayoría porque cree saber de antemano lo que a cada cual conviene. No actúa responsablemente, lo hace por convicción y cuando esta se opone a su discurso aprendido de doble moral procede con el mayor de los cinismos. Entonces, llegado a este estado, poco le importará los costos con tal de imponer su voluntad. Afortunadamente también hay muchos que quizás sin mayor ilustración tienen la inteligencia suficiente para llevar las cosas con sensatez. Para que estos sufran menos, precisamos atajar tempranamente al autoritario. Sin cargar esta responsabilidad solo en el educador y la escuela, pues insistimos que hay muchas agencias que adversan su laborioso oficio, tampoco menospreciemos su influencia, especialmente no lo menospreciemos más allá del salón de clases, no lo menospreciemos en el patio escolar.