Javier B. Seoane C.
Corrían los años ochenta. Como hoy, en las calles de nuestras ciudades y pueblos abundaba la chatarra, vestigios de algo que fue y que ahora queda como cadáver. Postes de semáforo que desde los años sesenta ya no son semáforo en la avenida Andrés Bello de Caracas. Tornillos oxidados que salen como sobrerrelieve de la maltrecha acera, tornillos que alguna vez fueron sostén de una papelera que hace décadas se desmoronó por el paso del tiempo y el descuido, tornillos que hoy quedan allí para que algún transeúnte inocente tropiece con ellos y se venga al piso. Esqueletos de autos de otra época, debidamente aparcados en la acera, desvencijados, teñidos de marrón por el óxido, o quizás dejados en una redoma, ocultos por un follaje que no hay municipio ni comunidad alguna del que se ocupe. Inservibles neumáticos de camión abandonados en los bordes de las autopistas, en las islas de las mismas, alguna que otra batería. Señales de tránsito derrumbadas hace ya tanto por algún conductor ebrio. Desechos industriales, edificios públicos a medio construir, nunca terminados, como las columnas de un ferrocarril que nunca ha sido.
Arrancó en Porlamar. Con un horno viejo y abandonado. Luego un auto desvalijado pero con el debido mensaje de campaña electoral: “Luis Herrera será presidente”. Después otro auto cadáver en Las Palmas, en Caracas, más tarde los olvidados pero atravesados postes de semáforo. Repentinamente, cual hormiguitas, aparecían unos jóvenes con vocación de artistas plásticos. En pocas horas la chatarra se presentaba ahora remozada con tres colores primarios: amarillo, azúl y rojo, y siete blancas estrellas. Todo exhibido en su respectiva vía pública. Arte democrático, sin galería cerrada, abierto al pueblo, como el grafiti y el mural. Por allá, en Porlamar, la prensa rápidamente se indigna. En “El Sol de Margarita” se escribe: “La falta de conciencia de algún antinacionalista lo llevó a realizar esta “obra irrespetuosa” de nuestro estandarte nacional. Al agresor se le ocurrió pintar en una chatarra, los colores y estrellas que identifican la Bandera Nacional. Sólo el Comandante de la Policía Jesús Ramírez Contreras puso punto final al espectáculo remolcando hasta el destacamento No. 5 donde habrá de recibir una lata de lo que sea para borrar esta oprobiosa [sic] y soberano irrespeto.” (El Sol de Margarita, 18.9.1982) Cita extraída del valioso artículo de Roldán Esteva-Grillet “Juan Loyola: el artista que previó al país vuelto chatarra”, en “Trópico Absoluto. Revista de crítica pensamiento e ideas” del 25 de agosto de 2019 (https://tropicoabsoluto.com/2019/08/25/juan-loyola-el-artista-que-previo-al-pais-vuelto-chatarra/). Igual pasará con la prensa de Caracas. Juan Loyola, que por estos meses estaría en sus setenta años si la muerte no se lo hubiese llevado tempranamente, era el líder de aquellos bulliciosos trabajadores estéticos.
Inmediatamente a las autoridades estatales respectivas se les despertaba un deseo de limpiar, uno inédito en décadas. En pocas horas, las esculturas nuevas cubiertas con el tricolor nacional, otrora basura atravesada en la calle, eran retiradas y arregladas aceras, plazas, redomas. Sacados tornillos, quitados los inservibles postes atravesados. Intervenciones urbanas en chatarra con sus respectivos colores primarios comenzaron a proliferar, como también proliferó la vocación de “limpieza” de las autoridades. Dicen que a más de un funcionario se le escuchó decir algo así como: “si agarro a este CDM lo jodo”. Seguramente les estaba dando mucho trabajo. A veces hasta se podía leer en los labios policiales los improperios por tener que ocuparse de un asunto tan terrible de traición a la patria. Aquellos jóvenes filmaban ocultamente esos labios y esa premura estatal de ordenamiento urbano, querían dejar documentada la nueva eficiencia de las corporaciones estatales. Durante años se conseguían los documentales en internet, en YouTube y otros sitios. Extrañamente para redactar este artículo ahora no los encuentro en lugar alguno. No sé si algún ente se ocupó de borrar de la memoria internáutica el “oprobio”. Quedan las fotos y alguna entrevista al artista.
Finalmente capturaron al líder subversivo de la chatarra: “Cuatro días estuvo detenido Loyola por voluntad de aquel prefecto, pero lo más ofensivo para el artista, según la periodista María Elena Páez, fue la propuesta de su libertad a cambio de abandonar la isla para siempre, el lugar donde llevaba viviendo casi diez años. Otro periodista, Marco Tinedo, habría respaldado la medida de expulsión por cuanto “el usar los colores de la bandera para pintar autos abandonados y pipotes de basura, no es más que una clara burla a la venezolanidad””. (“Detenido Juan Loyola por irrespeto a los símbolos patrios”, El Sol de Margarita, 26.10.1982).” (citado en Ibidem). Pedro León Zapata diría: “Loyola comprobó que jugar con los colores primarios es un juego peligroso”; y, “Dicen que quien metió preso a Juan Loyola por andar pintando chatarra de amarillo, azul y rojo fue el propio Tirano Banderas”. Por su parte, Aníbal Nazoa: “Por eso pusieron preso al pintor Juan Loyola, acusado de “falta de respeto”, por haber pintado un carro viejo con los colores de la bandera nacional, cuando en Inglaterra y en los Estados Unidos –los dos países más admirados por nuestros campurusos gobernantes- se fabrica hasta ropa interior con los colores nacionales.” (ambos citados en Ibidem). Peligroso, en efecto, eso de andar pintando las chatarras en las callejuelas de las que no se ocupan los gobiernos.
El escándalo duró varios años, la presión judicial sobre el autor también. Invito al lector a visitar el trabajo ya citado de Esteva-Grillet en la dirección web señalada arriba, allí conseguirá, además de un buen escrito, fotografías de las exposiciones públicas y un video. Más allá de ello, un país no puede desentenderse de su forma de vivir, modo que tiene que ver con nuestra forma de estar en el mundo, nuestra forma de trabajar. Rodolfo Quintero en “Antropología del petróleo” describió con agudeza el país que surgió en el último siglo de los campos petroleros. Como imanes socioeconómicos aquellos centros económicos llamaron el deseo de prosperar en la vida a centenares de miles de campesinos explotados precapitalistamente por los terratenientes de la época. Pero esos potentes imanes económicos, centros donde pululaba el dólar, no daban trabajo sino a muy poquitos. Así que llegados a las inmediaciones del imán había que resolver a como fuera lugar. Vender empanadas, montar un prostíbulo, poner sobrenombres con metáforas mecánicas a las damas del lugar y otros menesteres, algunos ilícitos, delincuenciales para lograr alguna tajada en la redistribución de la riqueza. Pues riqueza monetaria había pero no trabajo. Otros delincuentes en el poder, de cuello blanco, sacaron siempre la mejor parte de esa economía “marginal”. Así las familias políticas se hicieron con bestiales fortunas, desde Gómez hasta el día de hoy.
Quintero ayuda a pensar una “Venezuela Matrioshka”. Como las famosas muñecas rusas, la más pequeña (el campo petrolero) está contenida en una mediana (la ciudad petrolera) y está contenida a su vez en una más grande (el país y su petroestado). Una economía de muchos ingresos, delictivamente distribuidos, y sin trabajo productivo. Una economía que, para decirlo con Maza Zavala, engorda al margen del petróleo. Una economía del resuelve y del pajarobravismo. En otro registro, uno más dramático, Cabrujas hablaba de que vivimos el país como un campo minero, un mientras tanto para resolverse. No hay puentes permanentes, sino elevados armados mientras tanto. O quizás, en plena ciudad, puentes de guerra sobre el río para pasar de la avenida a la autopista, autopista californiana puesta en el mismo centro del valle pues, como país petrolero, de gasolina regalada por décadas, los afortunados no quieren bajarse del auto. Hasta un centro comercial se edificó durante Pérez Jiménez para que nunca bajáramos del auto, hasta el cafecito y el cachito nos lo llevarían sin tener que apagar el motor. Pero no se terminó, quedó como otra chatarra más por años. Hoy sirve de cárcel.
Se entiende que en un campo minero se está en el mundo, como ya se dijo, mientras tanto. Cuando dejé de producir la mina afloran las casas muertas, la gente abandona el lugar. El sepulcro emerge. En un campo minero no hay mayor preocupación por el ambiente. No estamos allí para quedarnos sino para resolver. La chatarra puede permanecer todo el tiempo que quiera en la vía pública, al menos hasta que llegue algún inconsciente a pintarla con el pabellón nacional. Por lo demás, las señales de tránsito, los semáforos y los carteles que anuncian los nombres de las calles no son importantes. Un campo minero, o petrolero, no está hecho para recibir turistas y que no se pierdan, algo que cuesta entender a muchos de nuestros “intelectuales”. Afortunadamente no se ha descubierto petróleo en el centro de Cumaná, de haberlo encontrado ya podríamos imaginar la suerte de esa maravilla de nuestra costa oriental.
Fuimos campo minero para la metrópolis. Comenzó con Cubagua, sigue con el arco minero. Mariano Picón Salas, a quien no podemos calificar de marxista, dice en su “Comprensión de Venezuela” que la economía cafetalera, que puede ser productiva en pequeñas extensiones de tierra y en consecuencia con propiedades modestas, sirve de base a modelos políticos más democráticos que la economía cacaotera, que precisa de latifundios para su explotación. Pero nuestra colonia fue la del Gran Cacao. dio lugar al mantuanaje y al resentimiento social. Las primeras páginas de “Las Lanzas Coloradas”, buena novela, constituyen un nutritivo relato para imaginar cómo explotó ese resentimiento. De Cubagua al Gran Cacao, del Gran Cacao al Petróleo, perseguidos por Manoa, El Dorado, con mucho dinero pero sin capital, con mucho dinero y más miseria aún. Se precisa construir otra economía, una de la que se pueda apropiar la mujer y el hombre venezolanos, una que conlleve al cuido, al amor por el ambiente, por lo que somos, pueblo alegre, que vive con humor su destino. Una en la que no haya chatarras en cada esquina. Una que responda más hacia la Venezuela Afirmativa (Augusto Mijares) de la obra plástica de Oscar Olivares que a la denunciante de la chatarra producida por un campo minero de Juan Loyola. Mientras tanto, agradezco a Loyola lo que fue su arte, el que lamentablemente destruyeron las autoridades de aquel tiempo. Aquellas chatarras revestidas con los símbolos patrios, aquellas magníficas esculturas, aquella vocación artística de denuncia desde el dolor más profundo, debieron permanecer en sus respectivos lugares, aquellos que les asignaron los jóvenes entusiastas, para recordarnos siempre que debemos superar nuestro desarraigo, nuestra indolencia, para invocar que tenemos una patria que reside en nuestra relación con el entorno y no en los barrocos discursos de nuestros fastidiosos políticos en actos conmemorativos de fechas históricas.