Javier B. Seoane C.
Muchos son los temas de nuestro tiempo. La pobreza sin duda uno de ellos, aunque lo considero un tema subordinado al de la democracia, siempre y cuando no se entienda a esta en el estrecho corsé de un juego de partidos por el poder en un sistema político, siempre y cuando no se la entienda en la triste representación colectiva de una cuestión meramente política en donde lo político va con “p” minúscula. En el marco de este angostamiento de la democracia es que a las formas de dominación establecidas les conviene que pensemos el asunto. Sin embargo, hay que ir a la raíz, si hay pobreza no hay democracia en sentido amplio, no hay una sociedad que garantice las condiciones mínimas para el ejercicio de la libertad de todos y no de unos cuantos que histéricamente a lo Milei o a lo Díaz Ayuso gritan por “más libertad”. Entiendo la democracia como un êthos, un modo de vida ético, un modo compartido de ser y hecho carácter en nosotros como personas.
Superar la pobreza y otros temas de nuestro tiempo pasa porque se preserve la vida y, por eso, el principal tema de nuestro tiempo es la cuestión ecológica. Un irónico podría responder que la pobreza se supera suprimiendo la vida, y no hace falta reconstruir el entimema en silogismo categórico para decir que tendrá necesaria razón lógica en su responder. Pero si apostamos por la vida, y no solo la nuestra, el problema ecológico resulta de extrema urgencia. El tener que justificarlo habla ya de cierta aberración. Digamos, de entrada, que enfrentar realmente el cambio climático y demás asuntos ecológicos exige otra racionalidad y cierta nutrición metafísica. Antes de que me confundan con discípulo de Conny Méndez, a quien sin duda puedo escuchar en su cantar, paso a explicar.
Sin ánimos exhaustivos, empecemos por cierta definición de racionalidad. El gran teórico en este campo ha sido Max Weber (1864-1920). El mexicano Enrique Leff siguiéndolo nos dice: “Una racionalidad social se define como el sistema de reglas de pensamiento y comportamiento de los actores sociales, que se establecen dentro de estructuras económicas, políticas e ideológicas determinadas, legitimando un conjunto de acciones y confiriendo un sentido a la organización de la sociedad en su conjunto. Estas reglas y estructuras orientan un conjunto de prácticas y procesos sociales hasta ciertos fines, a través de medios socialmente construidos, reflejándose en sus normas morales, en sus creencias, en sus arreglos institucionales y en sus patrones de producción.” (1) La racionalidad, por ejemplo, es la que permite que un conductor pueda circular por las vías pues hay unas pautas que nos hemos dado para establecer un orden en el sentido de la marcha de los vehículos. Más allá de ello, los ingleses no resultan irracionales porque conduzcan por el lado izquierdo. Son sus pautas, sus reglas, nosotros lo hacemos por la derecha. Lo importante es que en uno y otro caso se trata de acuerdos sociales. De modo que la racionalidad es social, no hay sociedad humana que pueda reproducirse en el próximo amanecer sin una racionalidad. Que ello supone la aristotélica definición del humano como animal racional, sin duda. Pero esa racionalidad aristotélica sólo es una facultad innata si se quiere, una forma sin contenido. El contenido se lo da la vida social.
Cabe destacar de la definición expuesta que las racionalidades sociales se reflejan en las normas y creencias. No sé si el verbo “reflejar” sea aquí el más adecuado, pues hay en todo ello una dialéctica en el sentido de que si bien las formas de racionalidad se “reflejan” en las creencias a su vez estas formas se constituyen desde las creencias. En todo caso, racionalidad y creencias para nada se excluyen, se complementan. A propósito de ello, Max Weber distinguía entre racionalidad formal y racionalidad material. Sobre la primera, bastante aristotélica, señalaba que tenía una forma universal, quiere decir que no depende de los contenidos culturales. Decía en uno de sus ensayos metodológicos que cualquiera en cualquier cultura y época puede entender las operaciones aritméticas, por ejemplo la suma de 2+2, siempre y cuando se le expliquen debidamente las reglas aritméticas. Esta racionalidad formal, muy anclada también en la teoría kantiana del conocimiento, es, en efecto, como las matemáticas, formas sin contenido. Dos más dos es cuatro, independientemente de lo que estemos sumando: manzanas, peras, marcianos, asesinos en serie o monjas carmelitas. No obstante, una historia cultural de las matemáticas (subrayo el plural) nos presenta una gran variedad en las mismas. Cuentan que las antiguas de Grecia y Roma eran insuficientes. Carecían de carácteres propios como los arábigos y cosa rara, carecían del cero. ¿Eran insuficientes para qué? Sin duda para las formas modernas del cálculo. Toda insuficiencia comporta relatividad. Ahora bien, ¿por qué griegos y romanos carecían del cero? Pues hay consenso entre muchos historiadores en atribuir tal carencia a su concepción metafísica, más precisamente, a su concepción del mundo. La misma era predominantemente hilemorfista, es decir, el cosmos es un continuum de materia, no existe el vacío, no es posible. Si no hay vacío tampoco hay cero. ¿Los llamaremos por ello “irracionales”? ¿Somos nosotros más racionales por considerar la posibilidad del vacío? Parece que matemáticas y creencias no son tan ajenas como a veces la escuela nos enseña.
Por oposición a la racionalidad formal, Weber hablaba de “racionalidad material” para referir a aquellas formas de pensar y actuar vinculadas a valores que como tales resultan materias culturales. Por ejemplo, el sistema de administración de justicia de Venezuela y de Colombia no pocas veces enfrentan conflictos con miembros de la comida Wayúu de nuestra compartida Guajira. Parece que el valor de la justicia reparativa no se entiende igual en la administración de origen occidental que en la administración de nuestros hermanos guajiros. El Ché luchó por la libertad de los pueblos oprimidos. Empleó medios eficaces y eficientes, un ejército armado para lograr su fin. Empero, el concepto de “libertad” del Ché parece que no era el de los Rangers o el de los socialdemócratas, por solo citar algunos casos. ¿Son los Wayúus unos irracionales? ¿Lo era el Ché? No parece ser el caso. Tampoco lo son los Rangers o los socialdemócratas. La oposición weberiana entre racionalidad formal y material es sólo típica ideal. En realidad una y otra se permean. No hay racionalidad que opere sin creencias, como ya vimos con el caso del cero en las matemáticas. Justo aquí, en este punto de reflexión, entra la cuestión metafísica.
Ortega y Gasset se maravilló con la distinción que el castellano hace entre “ser” y “estar”. Decía el filósofo de El Escorial que las ideas las tenemos, mientras que en las creencias estamos. Nada más cierto. Estamos instalados en las creencias, ni las pensamos, constituyen nuestro mundo de la vida, la “actitud natural” ante el mismo. Que afuera de mi hay vacas y que son fuente de ricos alimentos es tan obvio como para un indú que son intocables y sagradas. No sé si quepa calificar a alguno, a mi o al indú, de irracional. Lo más probable es que lo que él ve en la vaca y lo que yo veo esté cómodamente instalado en nuestras creencias, en nuestra metafísica, o mejor por más preciso, en nuestra concepción del mundo. Las vacas son sagradas en un mundo, son carne o lácteos en otro. Y hay más de un mundo. Pero cuando estamos desnutridos metafísicamente quizás hay uno solo y muy pobre.
Lo que llamo “desnutrición metafísica” se explica bien con un antiguo debate en las ciencias humanas y sociales, el debate entre “civilización” y “cultura”, a veces mal entendido en términos excluyentes. Oswald Spengler lo describió bien al referirse al occidente moderno. Mucho antes que los posmodernos, Spengler apreció hacia 1918 que la cultura occidental moderna se estaba agotando y que sólo iba quedando la civilización que forjó. La cosa es bien compleja, pero irrespetuosamente la simplificaré con el error que ello comporta. “Civilización” refiere a la parte material que produce la cultura, sus artificios técnicos, sus formas urbanas, sus maquinarias y también la tecnología estatal, jurídica y política, la racionalidad social propiamente establecida. “Cultura” remite a la parte de las creencias, los valores que sustentan el sentido de la vida personal y cooperativa, la concepción del mundo o metafísica epocal. Como estrellas solares las culturas irradian en su juventud con toda energía su sentido, el significado que producen y por el que vale la pena vivir y dar la vida. Cuando Spengler habla de la decadencia de occidente se refiere a que sus fuentes culturales son una estrella en proceso de muerte, y las estrellas muertas, ya sabemos, todavía irradian luz en nuestro cielo por un largo tiempo. En otras palabras, con el período que va entre el Renacimiento y la Ilustración de los siglos XVIII y XIX la cultura occidental floreció en lo que hemos denominado “la modernidad”. Pero a partir de 1914 el síntoma claro es de un agotamiento cultural. Cual canto de cisne el período de entreguerras fue vanguardista en lo estético y en lo político, desde los Picasso hasta los Lenin, pero ese canto poco duró, y el vaticinio de Spengler parece cumplirse. Los últimos cien años ya no producen utopía, sólo distopías, desde la lluvia ácida hasta los Blade Runner, pasando por los mundos de Huxley u Orwell. Queda, eso sí, la fascinación civilizatoria, el tener la camionetota y la casota, el último iphone y la miss operada debidamente con siliconas, las mismas con las que se operó su pareja, masculina o femenina poco importa. Ruben Blades lo llamaría “Plástico”. Queda el plástico, la silicona, lo civilizatorio que fascina, el sentido se agota. Debes ir al gimnasio todos los días, mantener una ascética del cuerpo que te mantenga en forma y alargue esta vida, la única que queda. Se trata de referentes de desnutrición metafísica, de falta de trascendencia más allá de lo material civilizatorio, de un pensar que nos lleve a preguntar por el sentido del vivir, que interpele más al ser que al tener.
La cuestión ecológica exige inexorablemente nutrirnos de otra cosmovisión, una en la que la naturaleza no devenga en mero objeto de manipulación y consumo, una en la que como aquel viejo personaje Rumildo no necesitemos movernos en automóvil particular para ir al supermercado de la esquina, una que supere el abominable mito de que el producto interno bruto debe crecer lo más posible todo el tiempo y en la que a falta de dinero el crédito inunde cualquier resquicio de vida, una en la que la fascinación por el vehículo eléctrico tome conciencia de que las baterías desgastadas pueden ser un mal peor, una en la que la cacería deportiva o las corridas de toros no sea gustoso signo de alcurnia y cultura, una que reconozca que estamos atrapados en una perversa razón técnico-instrumental y económica de la que se alimentan tanto capitalismo como socialismo. Exige una cosmovisión que entre en dialéctica con otra sensibilidad y con otra racionalidad que entienda a la naturaleza como sujeto y a nosotros los humanos como una parte de ella, su parte más inteligente. Ello supone salir del occidente agotado culturalmente, al menos el que conocemos. Sobre el contenido de esta sensibilidad y el concepto de una racionalidad ecológica queremos hablar la próxima semana en el próximo artículo. Hasta entonces amigas y amigos.
(1) Enrique Leff (comp.): Ciencias sociales y formación ambiental, Gedisa, Barcelona 1994; p. 31.