Javier B. Seoane C.
A la peñita de jubilados pobres pero contentos surgida de La Primavera
Siempre se ha dicho que las ciencias humanas y sociales son hijas de la crisis. Y no por lugar común resulta falso. El hombre es una invención reciente, decía el tan recordado por estos días Michel Foucault. Refería a que las ciencias de lo humano tienen poco más de siglo y medio. Nacieron de la mano de las consecuencias de las revoluciones científicas, burguesas e industriales modernas, consecuencias que trastocaron los lazos sociales tradicionales y dieron lugar a nuevas estructuras muy dinámicas, cambiantes, que generaron a su vez las clases sociales modernas y crecientes fenómenos anómicos como renovadas revueltas, delincuencia organizada y no organizada, suicidios, prostitución, corrupción y demás patologías sociales como las calificaría entre otros Durkheim.
La preocupación científica por lo humano, lo histórico y lo sociocultural va, entonces, de la mano con problemas serios de integración social. ¿Cómo podremos vivir juntos si el antiguo orden institucional ya no existe y el nuevo no termina de nacer en medio de un caos que atenta contra la misma vida humana? La teoría social moderna expresó esta angustia con dos conceptos y su aplicación al análisis de nuestro tiempo, a saber, los de “comunidad” y “sociedad” (Ferdinand Tönnies, Max Weber) que, con algunos matices, también expresó como “solidaridad mecánica” y “solidaridad orgánica” (E. Durkheim). Usemos, para abreviar, la primera nomenclatura. “Comunidad” (Gemeinschaft) significa una forma de integración social marcada por una identidad cultural compartida en forma de sentimientos, emociones, creencias, valores y actitudes. Se trata de un lazo fuerte que nos une vivencialmente en familias, aldeas, amistades, grupos de barrios y nexos semejantes. Estas figuras comunitarias pueden ser por adscripción o por voluntad. Por adscripción cuando no he decidido mi pertenencia a ese grupo. Por ejemplo, nací en una familia que no escogí, con unas creencias que no decidí, en un país que no seleccioné. Sin embargo, también puedo decidir pertenecer a un grupo de amigos para jugar dominó y compartir nuestras experiencias de vida, o me hago miembro de un grupo convivencial en el barrio, o propongo formar pareja a quien quisiera amar. Otra cosa es la “Sociedad” (Gesselschaft). Aquí el lazo no es vivencial, emocional, sino funcional, racional, interesado en términos estratégicos. Si tengo un problema con las tuberías de la casa busco un plomero para que solucione el asunto. Si necesito empleo perfilo mi currículo a tal fin. Si me otorgan el empleo lo que me une con los otros empleados no es un lazo vivencial sino funcional. No estamos juntos por amar y valorar las mismas cosas, por compartir ciertas creencias, por unirnos para disfrutar nuestra compañía. No. Al plomero le pagaré su servicio con moneda de uso corriente y probablemente no lo vuelva a ver más, tal como a fin de mes espero que el empleador me pague puntualmente el salario convenido, algo en extinción en la Venezuela actual. Ni el plomero ni el empleador, salvo excepciones, son mis panas. No nos queremos como nos queremos en la comunidad.
La ciencia social nos dice que a partir de la primera revolución industrial las formas de integración social predominantes son cada vez más las funcionales de la sociedad y cada vez menos los espacios para la comunidad. No hay tiempo para la familia, menos para los amigos, menos aún para las reuniones escolares o vecinales. Las ocupaciones laborales absorben al individuo, lo agotan. Si todavía hay una mesa comedor en la casa es el lugar para dejar las llaves, la cartera o los cuadernos de la escuela. Ya no es para comer juntos, compartir. Los horarios escolares y laborales no coinciden, agringadamente son contínuos, almorzarás con tu viandita en el trabajo. Hablando de estos temas una vez un estudiante de educación comentó en clase que su novia estudiaba ingeniería en el edificio de aulas contiguo, pero que por la incompatibilidad de sus horarios sólo se encontraban, y no siempre, los fines de semana. Esta es la realidad de individuos saturados por las demandas sociales de la esfera propiamente pública: la escuela, la empresa, las exigencias de la burocracia, las horas en el transporte, etc. Por supuesto, en los tiempos que corren cada vez hay menos empleos estables y más “emprendimientos” y rebusques, lo que puede quitar igual de tiempo o más.
La sociedad intercambia productos y servicios, la comunidad da arraigo. El ser humano que somos es un ser menesteroso de sentido. El ser humano que somos tiene un abandono biogenético en cuanto al destino de nuestras vidas. Mientras el resto del zoo está programado genéticamente, no se anda preguntando en qué consiste la vida buena o la felicidad, qué futuro realizar, nosotros estamos una y otra vez interpelados por esas grandes preguntas. Pero el sentido no es una invención individual. Como el lenguaje, habita en la convivencia humana, es una pertenencia intersubjetiva. En la familia, las comunidades religiosas, las amistades, las peñas, los grupos voluntarios de diversa índole conseguimos ese sentido de la vida. Por eso los procesos modernizadores como extensiones de la sociedad a costa de la comunidad van ligados a vacíos de significado, a pérdida existencial. Para decirlo con la jerga alemana de hace un siglo, ganamos civilización, perdemos cultura. O la más actual y habermasiana, el sistema coloniza el mundo de la vida. O al estilo hippie: “paren el mundo, quiero apearme” (para construir comunas de paz y amor). Mucha tecnología, mucho sinsentido.
Precisamente el crecimiento de las extremas derechas marcha en consonancia con la búsqueda de una comunidad de arraigo y las crisis que va dejando una civilización moderna en la que las fuerzas productivas cada vez precisan de menos trabajo socialmente necesario generando incertidumbre e inseguridad social en el futuro ya presente. La extrema derecha te ofrece una patria, una bandera, un pueblo al que perteneces, unos puestos de trabajo que volverán, una comunidad de sentimiento y dadora de sentido compartido. Hacer grande de nuevo a Estados Unidos o a Francia, rescatar Italia o hacer de tu tierra una tierra de gracia. Te promete también protección ante el bicho malo, que puede ser el inmigrante, el gay o el comunista, aquel que según se dice te quiere quitar lo que es tuyo, aquel que amenaza con quitarte el trabajo o pervertir a tus hijos. La extrema derecha te ofrece comunidad frente a la sociedad civil que se ha perdido en su diversidad, en el caos del plural. En otra época fueron las extremas izquierdas las ofertantes, las brigadas rojas, las guerrillas maoístas, o polpotianas. Las extremas derechas tienden a ofrecerte una comunidad por adscripción: porque eres blanco o pantera negra, porque eres un miembro del pueblo puro o un auténtico macho. Su mensaje remite a un mítico origen al que perteneces porque has nacido en ese grupo superior, moralmente supremo. Las extremas izquierdas apelan a la voluntad dirigida a una paradisíaca comunidad futura en la que desaparecerá la división del trabajo y conseguirás tu integridad humana en un mundo muy feliz. Dos caminos políticos de sentido individual y colectivo, dos pesadillas totalitarias.
Y sin embargo esta civilización tecnológica que la humanidad ha desarrollado ofrece potencialmente unas condiciones objetivas para reforzar las comunidades frente a la avasallante sociedad y la depredación capitalista sin recaídas totalitarias. Ofrece lo que ya hay, falta de trabajo asalariado, ausencia de trabajo obligado y enajenado. La industrialización 4.0, informatizada y robotizada, sin prácticamente empleos, es un claro ejemplo. La productividad cada vez requiere de menos productores humanos. En esto la prognosis de Marx sigue teniendo buena razón. Hoy sería posible iniciar políticas de ingresos básicos garantizados, ingreso universal sin contraprestación adjudicado desde el nacimiento de cada uno. Hoy sería posible ganar tiempo libre al tiempo de trabajo socialmente necesario, tiempo de ampliación de las comunidades y reducción de la sociedad. Comunidades constituidas por voluntad, conformación de grupos de diversa naturaleza: ecológicos, de asistencia, educativos, de amistad… Pero para ello se requieren las llamadas condiciones subjetivas que prefiero llamar intersubjetivas. El reconocimiento de que habitamos un planeta que es nuestro hogar, de que somos diversos y de que hay una pluralidad casi infinita de comunidades posibles, de que podemos más allá de co-habitar con-vivir. El reconocimiento de que hay que ponerle un parao a la pornográfica acumulación de capital y su libre circulación global, de que se precisa organización más allá de las fronteras de los ya vetustos estados nacionales, desvencijados en sus programas de bienestar social por ese libertinaje global de los capitales. De que la organización ha de reinventarse globalmente y más allá de los sindicatos tradicionales hijos de la revolución industrial y el fordismo, de los movimientos sociales identitarios que generan renovadas exclusiones, de los ya demagógicos partidos de masas. Falta esta organización, y sin embargo se están generando las condiciones para su alumbramiento. Desde el llamado tercer mundo tendremos que reconocer que dentro del capitalismo global llevamos todas las de perder, que seguiremos siendo exportadores de naturaleza para el mal del planeta, que el sueño de la razón revolucionaria socialista produce monstruos burocráticos. Habrá que reconocer que las racionalidades económicas productivistas y las necesidades configuradas por el consumo exacerbado han de impugnarse en función de ganar ese tiempo para la comunidad que somos.
Mientras todo esto y más se reconoce, tarea formativa que se supone debería ser del llamado pensamiento progresista, el individuo desesperado, perdido en la sociedad, tiende a refugiarse bien en grupos extremistas y supremacistas, bien en comunidades de fin de semana que juegan a recrear fantásticos mundos medievales o cosas por el estilo para retornar el lunes a la oficina, bien en alucinantes salidas new age, bien en un estoicismo a la carta. Y es que el estoicismo parece en efecto estar de moda, aunque dudo que muchos de sus adherentes hayan leído alguna carta de Séneca. Si como nos enseña la historia, estoicos, cínicos y epicúreos son escuelas filosóficas surgidas a partir de la decadencia de la Grecia clásica, de la invasión y conformación del imperio Alejandrino, de la pérdida de identidad comunitaria por la desaparición abrupta de las polis, las ciudades Estado, nada de extraño tiene que nuestra civilización y su creciente crisis de sentido e identidad adquiera actitudes estoicas, cínicas y epicúreas. Entiendo que las primeras invitan al retiro individual del mundo, las segundas a la crítica corrosiva pero descreída de cualquier fuerza de cambio, las terceras a la formación de pequeñas comunidades voluntarias para compartir la vida, un mendrugo, un vaso de agua (aunque no hay que descartar la bebida espirituosa), un jardín y uno o más buenos amigos para charlar (y jugar a vivir). Si hay que apostar, invito a hacerlo por un epicureismo con matices cínicos, uno que parta de comunidades críticas de amistad para enlazar con otras semejantes en la busca de edificar un mundo jardín de disfrute de la vida, un mundo sin capitalismo salvaje y sin socialismo burocrático. Pascalianamente no hay nada que perder y sí mucho que ganar: si no se logra el cambio no lo habremos pasado tan mal y si se logra habremos ganado el jardín. ¡Qué viva Epicuro!
Publicado originalmente en el portal Aporrea.org el 19 de julio de 2024