Javier B. Seoane C.
Las ciencias sociales giran en torno a varias categorías fundamentales. Integración es una de ellas. ¿Cómo se forma una sociedad? ¿Cómo se integra? ¿Qué problemas enfrenta en sus procesos de integración? ¿Por qué cambian las sociedades y sus formas de integración? Se trata de preguntas cuyas respuestas apuntan a la cuestión de qué nos mantiene unidos en una sociedad política, a la cuestión de la integración. ¿Por qué es tan importante esta categoría? Hay muchos argumentos que responden a esta pregunta. En aras de la brevedad ofrezco uno antropológico: la condición humana es plástica, flexible, muy variable, carece de una programación genética cerrada. A diferencia del resto de nuestros coplanetarios animales, nada en nuestra base biológica nos señala cómo organizarnos políticamente en sociedad. Ello explica la variedad histórica y presente de posibilidades de organización humana, explica el porqué en nuestras mismas exigencias biológicas como la nutrición y la sexualidad han existido y existen tantas formas distintas. Por ejemplo, hay quienes no comen cerdo pero sí ganado vacuno, hay quienes no comen este pero sí aquel, hay quienes no comen ninguno de los dos y practican como veganos. Ante esta ausencia de programación genética ha surgido otra, la cultural, el universo simbólico y valorativo en el que habitamos y por el que muchos están dispuestos a dar la vida. Millones a lo largo de la historia han dado sus vidas por una cruz, una bandera o un ideal. Así, otra categoría fundamental de las ciencias sociales es la cultura. Y si bien las fronteras entre lo cultural y lo biológico son harto difusas, pues lo primero ha sido posibilitado por el segundo, y lo primero altera constantemente a lo segundo, podemos decir que resulta claro que lo biológico se hereda genéticamente y lo cultural ha de ser aprendido por cada generación que nace. En esta línea de demarcación yace también gran parte de la demarcación entre ciencias biológicas y sociales.
Con sus estudios Claude Lévi-Strauss (1908-2009) dió aportes invalorables al estudio de las culturas y las formas de integración social humana. Descubrió para la ciencia occidental hasta un pueblo nuevo en nuestro vecino Brasil y describió múltiples otros. En “El pensamiento salvaje”, título irónico, hay un detallado catálogo de la hermosa diversidad humana, de la pluralidad que somos. Buscando algo universal a todas las culturas no encontró nada más allá de la prohibición del incesto, prohibición más propiamente sociocultural que biológica. Ciertamente las predisposiciones genéticas de un grupo familiar se reproducirán con el incesto, cualquier tara tenderá a volverse frecuente, pero Lévi-Strauss nos llama a la reflexión de que tras la negación del incesto hay algo más profundo, algo que nos introduce en la historia, la necesidad de constituir la sociedad mediante pactos. No resulta gratuito que en muchas lenguas se llame al anillo matrimonial “alianza”. El matrimonio es la alianza entre dos grupos familiares diversos, dos grupos que a partir de las complejas leyes de parentesco renuncian al incesto para conformar una unidad superior de mutuo apoyo. La sociedad, la societas, es una asociación voluntaria con el propósito de enfrentar los desafíos de la vida. La sociedad, alerta Lévi-Strauss, supera la endogamia en aras de lograr objetivos humanos mayores. Surge de la necesidad imperiosa de sobrevivencia y apunta a la paz mediante el acuerdo, el consenso. Empero, y lamentablemente, a veces la sociedad tiende a volverse culturalmente endogámica. Ocurre en nuestro habitar el planeta cuando nos tornamos intolerantes ante el otro sea porque lo vemos como una amenaza a nuestra subsistencia biológica o nuestra identidad cultural, sea porque se impone la sedienta voluntad de dominio y queremos someterlo, o sea por cualquier otro motivo. Ocurre igualmente en nuestro habitar internamente en una sociedad política como puede serlo nuestro país por los motivos ya mencionados. En todo caso, cesa ahí la alianza, el matrimonio sociocultural, y entra en el escenario el conflicto y la guerra, la pérdida de la paz. Nos volvemos endogámicos sociocultural y políticamente.
En Venezuela hay una interminable existencia de Venezuelas. Desde nuestros pueblos amerindios hasta los regionales, desde los más locales hasta la diversidad de estratos sociales, desde la pluralidad de asociaciones políticas y civiles hasta grupos con sus propias identidades de género. Un andino no es un cumanés ni un guayanés un zuliano, como un wayúu tampoco un warao o un yanomami. Y sin embargo ha predominado en nuestra historia el reconocimiento de que formamos parte de un mismo destino histórico, si bien siempre con una inmensa deuda sobre nuestras comunidades indígenas, con nuestra gente expropiada por los conflictos, con nuestros pueblos allende Caracas y con muchos otros también. Hemos reconocido a Venezuela, al igual que nos ha reconocido la comunidad internacional, como sociedad política, en el sentido de una sociedad nacional dotada de un territorio limitado por otras sociedades políticas como la colombiana o brasileña. Dentro de nuestro país pensamos distinto, actuamos con diversas creencias, tenemos gustos diferentes y hasta intereses muchas veces enfrentados. Tendemos al consenso en muchas cosas y al disenso en muchas otras. Mas, lo cierto es que sin una alianza, sin cierto matrimonio sociocultural, nos perdemos en formas destructoras de cualquier integración de esta pluralidad.
Lamentablemente en el siglo XXI nuestra Venezuela ha tendido a demonizar los pactos, a cargarlos con un juicio moral negativo. Algunas razones para ello aparecieron cuando un viejo pacto dejó de valer por agotarse y no querer aceptarlo la clase política que se había privilegiado del usufructo del poder por cuarenta años. Puntofijo tuvo problemas de arranque, excluyó importantes sectores, entre ellos muchos de la izquierda, pero pudo operar sus primeros quince años por el respeto a unas líneas comunes por parte de sus firmantes. Contó con el apoyo de un país que crecía a cierto ritmo funcional para la movilidad social. También resultó modelo para otras latitudes, como el español Pacto de La Moncloa. El último gobierno de Caldera cerró los cambios y en no pocas noches en Miraflores prosiguió en sus reuniones con Alfaro Ucero procurando revivir al moribundo Pacto. Lo convulsivo de lo que va de nuestro Siglo XXI político ha resultado, en significativa medida, de evitar pactos, no tejer alianzas y sí más bien cada vez más exclusiones. En principio parecía concebirse un nuevo proyecto de sociedad bajo el lema de la democracia participativa y protagónica, el impulso a distintas organizaciones populares, especialmente las otrora excluidas. Los consejos comunales anunciaban esa voluntad política. Tristemente no pocas veces han sido cooptados y convertidos en triturantes maquinarias electorales. Así, por exclusiones y por una actitud maquiavélica en las prácticas políticas, por conflictos innecesarios que quemaron las energías para enfrentar a los necesarios, llegamos a este callejón histórico sin salida.
Este 28 de julio tenemos como país, como sociedad, la oportunidad de comprender este callejón y superar nuestro bloqueo humano. Sin embargo, ello sólo será posible tejiendo alianzas, formulando un nuevo Pacto inclusivo, democrático y democratizador, que aprenda de los errores de pactos pasados y de la demonización de los mismos. Hará falta mucha voluntad política para pasar la página allí donde quepa pasarla, para que los gástricos deseos de venganza no se impongan, para que en Venezuela quepan las múltiples Venezuelas que somos y vamos siendo. Para aceptar nuestra diversidad, reconocer su valor, entender las diferentes vocaciones regionales, locales y personales en lo sociocultural, lo productivo y las posturas ideológicopolíticas. El país reclama ese entendimiento, que el barco a la deriva que somos tome un rumbo lo más compartido posible. ¿Tendrán los que reciban el favor del voto popular la suficiente comprensión de esta necesidad, de este tema de nuestro tiempo venezolano? ¿O seguirán encendiendo cerillos sobre el barril de pólvora en que nos encontramos? No lo sé. Y aunque la sabiduría popular dice que deseo no preña, yo quiero, como muchos, preñarme del deseo de que lo comprendan, de que la semana que viene los dirigentes políticos estén a la altura de una sociedad que busca paz y entendimiento para empezar a respirar con cierta holgura. Lévi-Strauss y las ciencias sociales nos enseñan algo, nos muestran un claro en el bosque, nos develan caminos menos tortuosos que los que hemos transitado en las últimas décadas. Invitan a que salgamos de nuestras endogamias culturales y políticas. Nos invitan a ejercer la democracia, no sólo mediante el voto en unas elecciones, sino abriendo canales de participación para la deliberación colectiva y cooperativa de la Venezuela que queremos construir.
Publicado originalmente en el portal Aporrea.org el 26 de julio de 2024