Javier B. Seoane C.
Feliz cumpleaños Venezuela, celebremos nuestras grandezas, nuestros aportes a la historia de América, a la historia universal. Aquel día rompimos con la estupidez de Fernando VII y su sucesor en Madrid, Pepe Botella, hermano del emperador Napoleón. Goya, el maestro pintor, inauguró por aquellos años el género del terror en la plástica moderna. No podía ser de otro modo, España era de espanto. Venezuela y el resto de la América hispana decidió entonces emprender otro camino, hacerse de otro destino.
Pero quizás la colonia no terminó con la gesta independentista, quizás quedó instalada en nuestras entrañas intelectuales. Rafael Tomás Caldera, mi estimado profesor de filosofía medieval, ha escrito un maravilloso ensayo sobre la “Mentalidad colonial”, una mentalidad que valora lo ajeno y menosprecia lo propio, una que, en materia arquitectónica ha llenado de rascacielos de espejos a la Caracas de las últimas décadas. Mas no se trata sólo del fervor manhattaniano de algunos arquitectos, se trata de que en muchos otros aspectos pensamos en clave colonial, muchos aprecian el país como un mientras tanto, un lugar de ocupación, un campamento minero del que extraer riquezas para irse a Miami, París o Madrid según la época. Cabrujas trató mucho el fenómeno en sus artículos y en su obra dramatúrgica. Otros prefieren quedarse, aunque importan y creen propia la mentalidad de una modernidad eurocéntrica o estadounidense. Suelen habitar en burbujas urbanas privilegiadas, guetos autofabricados. Sus hijos se asombran cuando por fin, después de su mayoría de edad, alguna vez casualmente visitan una zona popular. Son hijos de Laura Pérez, la sin par de Caurimare, la venida a menos después del viernes negro de 1983. Más grave aún puede resultar que quienes critican el sifrinismo y el mantuanaje en nombre de una sociedad alternativa tengan igualmente una mentalidad colonial, si bien más eslava y del siglo pasado. El socialismo del siglo XXI suele viajar en lujosas camionetas y con un buen número de escoltas.
En este orden despierta la curiosidad el viejo mito con que supuestamente de modo autóctono se ha criticado al conquistador español porque se llevó el oro de las Américas, porque robó al poblador originario al cambiarle espejos por oro. ¿En qué escala de valores económicos nos colocamos cuando realizamos esta crítica? ¿Por qué el oro es tan valioso? ¿Valioso para quién? En latinoamérica gran parte de las fuerzas políticas progresistas han resultado tan permeadas de una mentalidad colonial como las fuerzas conservadoras; con una diferencia, se presume que aquellas deberían reconocer esa mentalidad como manifestación de la dominación de los centros hegemónicos mundiales. Los antipitiyanquis son tan yanquis como los pitiyanquis. Hasta donde sé esta última términología, el pitiyanquismo, se la debemos a Mario Briceño-Iragorry, quien ya en los albores de la economía petrolera le preocupaba lo fácil con que una parte significativa del país adoptó los valores estadounidenses consumistas. Poco más de veinte años después de la muerte de Don Mario, Carlos Oteyza, en “Mayami Nuestro”, nos legó un documento fílmico contundente sobre la banalidad de esa mentalidad colonial en los sectores privilegiados de la “Gran Venezuela” de los años setenta e inicios de los ochenta.
Sin embargo, hay en todas estas consideraciones un filo peligroso. Si se denuncia una mentalidad colonial, ¿cuál sería su opuesto? ¿Una mentalidad auténtica? ¿Autóctona? ¿Habrá tal cosa como una identidad originaria, fija, que nos diga quiénes somos en nuestro ser más profundo? ¿Una identidad determinada que nos permita establecer los parámetros de lo que sería una mentalidad venezolana opuesta a la colonial? O por el contrario, a falta de tal identidad y tales parámetros, ¿no perderá sentido la denuncia de una mentalidad colonial? Digamos de entrada que el carácter polisémico de la palabra identidad facilita confusiones riesgosas en estas cuestiones planteadas. Desde pequeños, y especialmente en la escuela, nos enseñan la identidad desde la perspectiva intuitiva de la lógica formal. Nos dicen que la base del razonamiento es el principio de identidad, que A = A y un aguacate es un aguacate. Pero cuando pasamos a la identidad de personas y colectivos poco hacemos con esta noción de la lógica tradicional, poco hacemos si decimos que Natalia = Natalia o Venezuela = Venezuela. Y esto porque para decirlo con el citado Caldera, las identidades biográficas y colectivas son narrativas, han de relatarse, de contarse. ¿Quién eres tú? Tendrás que contármelo. Aquí la identidad no es intuitiva sino dianoética, precisa de la comprensión y se asienta en formas discursivas, cobra vida por medio del lenguaje y los conceptos.
Llegados aquí, si la identidad de lo humano y sus obras demanda narración entonces importa destacar que todo narrar se localiza en unas coordenadas espaciotemporales que son tanto físicas como sociológicas (su quién ubicado en un donde que es también un lugar social). Y dado que los lugares sociales en nuestro mundo están jerarquizados emerge la pregunta por quién narra y desde dónde se narra, lo que conlleva a la pregunta por el poder y la dominación en la identidad. ¿Quién o quiénes disponen de los mejores recursos para difundir e imponer su narración como la narración? ¿Quién o quiénes han sido los interlocutores legitimados para definir la identidad nacional? Y más allá de esto, ¿estos interlocutores legitimados no habrán conceptualizado la identidad nacional bajo los parámetros de una mentalidad colonial? ¿No habrán comprado sin más el modelo, sea capitalista o socialista, dado por otros centros hegemónicos ajenos? Empero, ¿cómo sería un modelo propio, no “comprado” en el exterior? En otro registro, ¿la historiografía predominante sobre la historia del país no ha velado historias valiosas como las de las mujeres, los afrodescendientes o los derrotados? Sin duda, la historia y la identidad como narraciones pertenecen al lenguaje y en tanto y en cuanto que lenguaje inexorablemente muestran y en su mostrar ocultan. No se puede contar todo y todo contar es un no contar lo demás narrable. Lo que sí se puede, y se debe, es que quien narra sea autorreflexivo con su lugar sociológico, desde cómo ese lugar condiciona lo que se cuenta, genera puntos ciegos que deben combatirse abriéndose, e invitando a su auditorio a abrirse, a otras perspectivas.
Expuestos estos nudos problemáticos en torno a la identidad y la historia, nudos sin soluciones algorítmicas, hoy, 5 de julio, y a pocos días de unas elecciones presidenciales, queremos celebrar la Venezuela afirmativa, la que busca contar Caldera rescatando las obras de importantes venezolanos como, entre otros, Rómulo Gallegos. La Venezuela afirmativa que contó Augusto Mijares, la que quiso ser demócrata y republicana desde su nacimiento independiente, la que olvidó, u ocultó, la narrativa positivista tradicional que se centró en fenómenos como el caudillismo. Como si el caudillo fuese sólo un fenómeno latinoamericano y no universal, presente en todos los continentes y en todos las épocas, presente allí en donde se precise una solución urgente a las desintegraciones sociales que generan las grandes crisis históricas. Queremos rescatar la Venezuela afirmativa de Briceño-Iragorry y de Picón Salas, la que valoró personajes y obras de múltiples venezolanos. La que rescata Laureano Márquez cuando nos recuerda nuestra Ciudad Universitaria de Caracas, nuestro Sistema de Orquestas Juveniles, nuestro Puente Urdaneta sobre el Lago y tantas obras venezolanas, hechas por venezolanos. Y somos injustos al dejar por fuera a tantísimos otros que han contado la Venezuela afirmativa.
Falta proseguir la empresa independentista. Toca seguir construyendo identidad, narrando el ser que queremos ser, superando la mentalidad colonial. Un camino para esta tarea puede estar en el rescate de una visión herderiana y vasconceliana de la identidad y la historia. Herder concibió que en cada época de cada pueblo se sintetizaba la historia de la humanidad entera en una forma localizada, porque cada pueblo era el resultado de muchos cruces culturales, de una larga historia de muchas historias. Y por ese carácter cada pueblo siendo universal era a la vez singular. A su vez, José Vasconcelos, ministro de educación de la revolución en México, pensó al latinoamericano en términos de una raza cósmica, de una síntesis de muchos pueblos: los amerindios con su origen asiático, los afrodescendientes, los europeos; somos todos ellos y a la vez ninguno, y por eso, decía, somos una raza cósmica, universal pero situada. Pueden apreciarse vasos comunicantes entre Herder y Vasconcelos. Más allá de ello, destaquemos el acento afirmativo en ambos, uno que de paso no opone un algo presuntamente autóctono y puro a algo extranjero, pero también un énfasis que pone sobrerrelieve el terreno localizado de todo ser colectivo humano, que invita a pensar desde la tierra misma y su relación con el mundo entero. En términos gastronómicos, para comprender por qué la arepa puede rellenarse con pulpo a la vinagreta o por qué las franquicias de hamburguesas pueden vender combos con papelón. Herder y Vasconcelos ofrecen claves hermenéuticas para superar tanto la mentalidad colonial como la mítica mentalidad de lo autóctono puro, ofrecen claves para pensar la historia de forma ilimitada, como historia de muchas historias.
La Venezuela afirmativa, la que celebraremos esta noche del 5 de julio con el juego de la vinotinto, nos une. Seguramente la patría sea un gran mito, pero no podemos vivir sin mitos. Algunos resultan nocivos, especialmente aquellos que fracturan, que dividen, que generan enemigos. Otros resultan más constructivos. Celebremos la patria como aquel lugar de arraigo que valoramos, pero también como aquel crisol resultado de múltiples otredades. Y esperemos que la agria lucha política de estos días sea propositiva, apunte al futuro y reconozca que el equipo que somos requiere diversidad, mucha diversidad. ¡Qué viva la vinotinto! ¡Feliz cumpleaños Venezuela!
Publicado originalmente en el portal Aporrea.org el 5 de julio de 2024