domingo, 13 de octubre de 2024

Poder, dominación y estrategia

Javier B. Seoane C.

Algo podrido hay en la teoría marxista del poder, algo tan podrido que trastoca su estrategia emancipatoria en una nueva forma de dominación, en su propio contrario. Así lo dejó entrever Michel Foucault en su aventura reflexiva. ¿El problema? La teoría del poder y de la dominación, su concentración en torno al aparato de Estado. ¿Significa ello que debemos olvidar el Estado como estructura de poder, como aparato de dominación? No. Foucault no propuso tal cosa. El caso es que centrar la reflexión sobre la dominación en el Estado abstrae los afluentes originarios del poder en las propias relaciones sociales, es más, en la propia configuración de nuestras subjetividades, de nuestros propios cuerpos.

Como no puede ser de otra forma en un pensador de su talla, Foucault se nutre de muchas lecturas. La de Marx, por supuesto. La de Nietzsche y la de Heidegger siempre, aquel con la voluntad de poder como marca ontológica de nuestro ser viviente, este como denunciante del humanismo como la última etapa de la metafísica occidental. Subrepticiamente se me antoja que frecuentemente aparece Max Weber oculto entre sus líneas. A este, a Weber, le debemos, y le debe Foucault también, una teoría de la racionalidad como forma de dominación, como jaula de hierro, como constructora de dispositivos que organizan nuestras instituciones. El sociólogo alemán nos descubre un mundo kafkiano en el que cada uno de nosotros queda sometido como objeto de una administración científico-técnica-burocrática. El concepto foucaultiano de “Episteme” tiene mucho de la concepción del desarrollo científico de Gaston Bachelard, pero tiene, en lo que atañe a la Episteme moderna, mucho de Weber. Digamos que, irrespetuosamente por simplificada, la “Episteme” en Foucault refiere al régimen de verdad que una época institucionaliza. Un ejemplo ilustrativo del propio francés: la locura. Vista hasta los albores del siglo XVIII en unas coordenadas semirreligiosas como formas incomprensibles de iluminación o de posesión maligna, se transforma a finales de ese siglo y hasta nuestros días en objeto de la medicina científica en tanto que patologías que afectan la vida mental. Ha nacido, puede decirse, la psiquiatría. Un invento muy reciente, como el de las ciencias humanas y el del hombre mismo, dirá Foucault en “Las palabras y las cosas”. Pensemos que todavía en muchos de nuestros pueblitos decimos del loco pacífico “el iluminado fulano de tal” y del peligroso, a quien hay que encerrar, “el poseído sutano de tal”, no así en la gran ciudad en la que simplemente, salvo ciertas extravagancias, se llevará al loco al consultorio psiquiátrico. Hemos pasado del régimen de verdad religiosa, propio del antiguo régimen, al régimen de verdad científica, propio de la modernidad.

Se dice que la verdad científica es racional y como tal vence las sombras míticas, mágicas, religiosas. Es verdad experimentada, probada mediante cálculos en una relación instrumental, de medios y fines. Instalada en las ciencias humanas y sociales se consolida en teorías y métodos funcionalistas, conductistas, behavioristas. Pero esta Episteme no se queda dentro de las comunidades científicas, constituye antes una práctica que se institucionaliza en nuestras sociedades. Anida en el hospital, en el psiquiátrico, en la cárcel, en el reformatorio, en la escuela… Modelos pequeños y cerrados o semicerrados de la sociedad moderna, modelos en que el individuo queda atenazado por estas redes institucionales constituidas desde una racionalidad al modo weberiano y kafkiano. Cuando el individuo se porta bien no siente el dominio de este mundo, simplemente es un “buen ciudadano”, un “buen trabajador”. Mas, cuando por alguna circunstancia se sale de los rediles establecidos será prontamente objeto de algunas de estas instituciones correccionales. La mayoría, no obstante, tiende a ser “buen ciudadano”. Su subjetividad ya fue tempranamente constituida por las instituciones iniciales, entre ellas la escuela.

El régimen de verdad es un régimen de poder-dominación. Aquí, la impronta de Nietzsche en Foucault es diáfana. Con cierto aire marxiano podríamos decir que cada quien es una personificación de un sistema que, a final de cuentas, nadie controla mientras el mismo nos controla a todos. La naranja mecánica siempre hace su trabajo, se presenta con el manto de su verdad racional, si bien no todo está cerrado totalmente, quedan intersticios, resistencias que nacen entre las propias contradicciones que se van generando dentro de la red de instituciones sociales, dentro de las propias formas de subjetividad. La subjetivación, las formas de construir al sujeto desde las instituciones, al hombre, no han alcanzado todavía la clausura definitiva. El mundo feliz houxleyniano o el orwelliano de 1984 no han consumado definitivamente su vocación. Hasta nuevo aviso todo poder, nos dice Foucault, genera su contrapoder, toda dominación su resistencia.

Decíamos al comienzo que hay un problema en la teoría marxista del poder. Foucault lo visualizó, lo pensó, lo discutió con maestros suyos como Louis Althusser. Finalmente lo padeció en el 68, si no antes. Las revoluciones socialistas habían sido la historia de una traición, sus discursos y prácticas orientadas por un interés emancipatorio se institucionalizaron con su victoria en formas burocráticas de administración cuasi total de lo humano. Rosa Luxemburg y Max Weber, cada quien por su lado, se lo alertaron tempranamente a Lenin. La dama rebelde afirmando que una revolución sin las masas, vanguardista, sin democracia originaria sólo terminaría en una dictadura. No se equivocó. El sociólogo sentenciando que la concentración  de los medios de producción por el Estado multiplicaría exponencialmente la dominación burocrática. No se equivocó. La Unión Soviética y los socialismos realmente existentes ya apestaban a dominación asfixiante en los años sesenta. Había pasado Berlín, había pasado Hungría. Llegaron las revueltas del 68 y aquel socialismo las aplastó como también hicieron las administraciones capitalistas en occidente. Ya, desde los años cincuenta, Foucault venía teorizando el poder y la dominación desde coordenadas microfísicas, desde el marco de las relaciones sociales y los dispositivos institucionales. En el 68, aplastado por el este y el oeste, comprendería, y comprenderíamos, la relevancia de su trabajo. Pero esto no es sólo una discusión teórica en el marco de un contexto histórico determinado, es también un asunto de estrategia emancipatoria, política. Cerraré con este punto.

Miguel Morey, reconocido estudioso de la obra de Foucault, señala una serie de postulados sobre el posicionamiento teórico del francés que afectan directamente a la estrategia y organización para las prácticas que se quieren emancipatorias Uno reza que el poder no se posee, el poder se ejerce, no es una sustancia sino algo que está en juego permanentemente. En tanto que acción, podemos agregar que el poder resulta consustancial a las interrelaciones humanas, se encuentra en las relaciones de pareja, familiares, escolares, laborales, etcétera. Está arraigado y sedimentarizado como formación dominante en nuestro mundo de la vida, un mundo que damos por sentado, incuestionado, que asumimos con una actitud natural. De aquí se sigue otro postulado, muy relevante para la estrategia, a saber, que el poder no está localizado privilegiadamente en el Estado. Pensarlo de esta manera genera la fantasía de que la toma del Estado es la toma del poder, que basta esta toma para emprender una revolución social profunda. La toma del Palacio de Invierno del Zar, llevada al cine con proverbial imaginación por Eisenstein, es la expresión mítica de esta fantasía. Setenta años después cayó la Unión Soviética y los buenos ciudadanos moscovitas regresaron a las iglesias tras almorzar hamburguesas en famosas franquicias del capitalismo. Algo podrido hay en eso de la toma del Estado como toma revolucionaria del poder. En Venezuela, por ejemplo, la afición de muchos funcionarios por las camionetas, los escoltas, las compras en Miami y el saqueo de la hacienda pública no variaron con la pretendida toma del poder estatal por unos pretendidos revolucionarios. Foucault responde a esta teoría tan moderna del Estado como centro privilegiado del poder, tan querida por Maquiavelo, Hobbes o el propio Marx, responde que el poder tiene muchos centros. Esto último abre las luchas emancipatorias a distintos campos como el de las identidades de género, la cuestión ecológica, los cánones de belleza y tantas otros que a partir del 68 se catapultaron hasta nuestros días. Con esta apertura se refuerzan como modelos organizativos de lucha la diversidad de movimientos sociales y se trastoca la concepción tradicional del partido de masas en partidos de redes. Se impugnan los modelos verticales de organización. El politburó y el secretario general son tan rechazables como el comandante supremo de la revolución. Como podrá apreciarse, cambia el concepto de poder y cambia la estrategia de lucha.

Otro postulado refiere a la cuestión represiva. La represión física sólo es un recurso extremo del poder hecho dominación. Cabría agregar que, además, no puede perdurar en el tiempo. Se atribuye a la inteligencia de Napoleón la frase de que “con las bayonetas se puede hacer de todo menos sentarse sobre ellas”, y no se trata de una cuestión de nalgas adoloridas sino de sentarse en el trono. Napoleón lo supo bien con sus derrotas en España y Rusia. Las pinturas de Goya al final tuvieron más impacto en el tiempo que el ejército napoleónico fusilando pobladores de Madrid. El poder se vuelve dominación al producir al “buen ciudadano respetuoso con la ley”, no a aquel que la respeta mientras es observado para después hacer lo que le viene en gana, el pillo, sino a aquel que se siente conforme con la ley y su justificación, con aquel imposibilitado de hacer una genealogía de la moral y del derecho. Con aquel, para decirlo con Marcuse, que ha hecho suyas las necesidades del sistema, del establishment. Se trata de “ciudadanos” producidos dentro del marco de las racionalidades de la familia, la escuela, la empresa, el barrio, el club…  El poder produce lo real, lo realizado, y marca un horizonte de realizaciones. Esta perspectiva del concepto de poder impulsa otras estrategias de lucha, otras resistencias, otros contrapoderes muchos de los cuales se manifestaron en el 68. Por ejemplo, la pregunta por la relación de la escuela, de su arquitectura, de su mobiliario, de sus planes de estudio, de la bibliografía ofrecida, de la ocultada, de la relación docente-estudiante, de las formas de evaluación con la construcción de ese “ciudadano”, con las relaciones de dominación. Emerge la pregunta de si la historia del arte que nos cuenta la escuela no será una historia provinciana de una Europa patriarcal. ¿Por qué es una historia del arte y no una historiografía de una de las modalidades que han tomado las artes en la historia de la humanidad? Vale esto para todas las asignaturas escolares, vale para las otras instituciones diferentes de la escuela, vale para el psiquiátrico, para la relación médico-”paciente”, para la prisión, vale para… Nada de esto es subsumible sin más en la lucha de clases, plantea Foucault. Otra concepción, otra estrategia aparece.

A partir del 68 claramente aparecen otras formas de luchas emancipatorias, aparecen otras estrategias que llegan a nuestros días. La horizontalidad en la toma de decisiones, promocionada a lo interno de cada movimiento social y en las relaciones entre ellos, ha conducido, si se quiere, a formas más democráticas en la toma de decisiones. Los movimientos de indignados y muchas de las revueltas con que inició este siglo son muestra de ello. El modelo jerárquico y piramidal del viejo partido, subsidiario conceptual del modelo de Estado, ha sido desplazado. Empero, no todo es jalea de mango. Estas nuevas formas organizativas y sus consecuentes estrategias pecan muchas veces de asambleísmo o terminan en segmentarización y atomización, algo que se aprecia a la izquierda de los viejos partidos socialdemócratas.  Así, la infertilidad de sus prácticas políticas genera descontento en los electores, especialmente entre los más jóvenes que en muchas partes se desplazan hacia posiciones de la derecha extrema. Parece que entramos en el laberinto del Minotauro, la horizontalidad en las luchas resulta poco efectiva ante un sistema ya mundial bien organizado. Mientras, la verticalidad reproduce sistemas de dominación. ¿Cómo lograr una acción emancipadora que comprometa con convicción y responsabilidad a una mayoría social sin sacrificar la democracia, la horizontalidad? ¿Conseguiremos el hilo de Ariadna para salir del laberinto antes de que el Minotauro nos devore? Por ahora no lo veo, y no sé si haya quienes lo vean. Agrego, cualquiera que diga que lo ha visto, que tiene la solución, que encontró el hilo de Ariadna, cualquiera que hoy se presente como el Teseo de nuestro tiempo en las luchas contra la dominación, ya de entrada resulta sospechoso de vender una figura renovada del trinomio verdad-poder-dominación. Foucault, a la cabeza de los pensadores de la revolución cultural de los sesenta, contribuyó a repensar el poder, la dominación y las estrategias de liberación. Sin ser una solución a nuestros dilemas, porque nunca guardó tal pretensión, aclaró una parte de la pregunta, del problema. Hoy hemos querido homenajearlo a cuarenta años de su temprana partida. Todavía sus planteamientos, la mayoría ni tan siquiera mencionados aquí, están entre nosotros. Todo indica que llegaron para quedarse.

Publicado originalmente en el portal Aporrea.org el 28 de junio de 2024