Javier B. Seoane C.
El ser que somos es un ser menesteroso de sentido. Abandonado por la madre naturaleza en cuanto a la programación genética de unos instintos especializados que ordenen nuestro comportamiento en el marco de un ecosistema determinado, no nos queda otra que emprender la tarea de construirnos un mundo que nos sirva de albergue. A este mundo lo llamamos cultura y en ella reside el reservorio de sentido para la vida y nuestra organización social, política y económica, los valores que dan a nuestra vida una dignidad más allá de nuestra condición biológica. Si usted no cree en esta dignidad pues haga un experimento: salga a la calle y al primer homo sapiens sapiens que consiga en la esquina hágale la solicitud de la hora en estos términos: “Mire mamífero, me da la hora”. Debo advertir eso sí, siguiendo las pautas del protocolo de Helsinki para la experimentación en humanos, que se trata de un experimento que le puede traer graves consecuencias a su estado psicológico y físico. Por eso recomiendo hacer el experimento sólo mentalmente. Fácilmente se percatará que aunque siendo mamíferos creemos que somos algo más, que tenemos eso que denominamos dignidad. Mas, dicha dignidad varía de cultura en cultura y de época en época como varía nuestro régimen alimentario si profesamos con convicción el induismo, el judaismo, el cristianismo o el ateísmo. La cultura nos dota de tanto sentido que por ella damos la vida. La historia de la humanidad está repleta de quienes entregaron su vida por una cruz, una bandera, un ideal político o de quienes reivindicando sus derechos murieron en una huelga de hambre. Parece que la vida biológica sabe a poco cuando estamos bien nutridos culturalmente, bien alimentados de sentido.
Invoco a un reconocido antropólogo, Clifford Geertz, quien definió la cultura como la urdimbre simbólica que habitamos. Toda cultura en cuanto que cosmovisión tiene una dimensión metafísica. En filosofía reposa la anécdota de que el nombre de “metafísica” surgió de la clasificación de los textos del gran Aristóteles, quien tenía vocación multidisciplinaria. Este maestro de Alejandro Magno ordenó nuestros saberes occidentales varios siglos antes de la visita de Jesucristo a la tierra. Desde la lógica hasta la ética o desde la política hasta la física Aristóteles dio una primera sistematización a estas disciplinas. Pero cuentan que dejó una sin nombre, una aledaña a la Física. Ante la incertidumbre, y puesto que aquella materia trataba con cuestiones que trascendían a la física, se decidió llamar a ese conjunto de libros y su materia “metafísica”, es decir, lo que está más allá de lo físico. Afortunado título para aquello que trata con cosas que siendo de este mundo van más allá de las cosas mundanas. Una bandera es mucho más que una tela pigmentada o una cruz más que unos listones sobrepuestos, una película más que 230.000 fotografías puestas una tras otra así como una sola fotografía significa mucho más que lo meramente fotografiado. Toda cultura tiene una dimensión metafísica en tanto y en cuanto que dota de significados y sentido a las cosas mundanas, toda cultura tiene una dimensión metafísica porque en la misma reposan nuestros valores más amados.
Hay épocas culturas sobrealimentadas metafísicamente. La de los grandes profetas fundadores de las religiones universales que conocemos, por ejemplo. Épocas que Karl Jaspers llamó axiales porque marcaron un presente, explicaron un pasado y se proyectaron a futuros milenarios. En cambio, hay otras pobres de metafísica, muchas veces porque una metafísica que no se cree tal combate ferozmente a sus adversarias. Creo que este es nuestro caso: míseros de metafísica por una metafísica mísera. Si en un pasado artículo hicimos un elogio del positivismo como corriente científico-filosófica hoy tenemos que impugnarlo por inconsciencia metafísica y cierta vocación totalitaria, algo que comparte con muchos marxismos. Se trata de corrientes, ismos que criticaron por dogmatismo y nefastas consecuencias a metafísicas pretéritas. Sin faltarles razón desconocieron la inevitabilidad de la metafísica, de que no hay datos ni hechos sin teorías que los seleccionen y los interpreten, y de que en las teorías hay inexorablemente abundantes enunciados no empíricos, indemostrables, que responden a posturas metateóricas sobre el ser de la naturaleza, de lo humano, del bien o la belleza. Denunciando con buenos argumentos la metafísica esta se les metió por la puerta trasera, llegando a tener muchas veces las mismas nefastas consecuencias de los dogmas pasados. Se trata de corrientes, ismos cuyas metafísicas han sido tan poderosas que empobrecieron la metafísica. He ahí su cruel paradoja. Pero no se trata esto de una apuesta idealista, la desnutrición metafísica se corresponde con un mundo desacralizado por sus condiciones de existencia vulgarmente instrumentales, perdidamente economicistas.
La desnutrición metafísica corroe el espíritu con consecuencias fatales a tal punto que no conseguimos dar respuesta a los grandes temas de nuestro tiempo, ni a los personales ni a los colectivos. De hecho, hasta podría decirse que el gran tema de nuestro tiempo radica en esa desnutrición metafísica que no da ni puede dar con soluciones a la cuestión ecológica y a la cuestión democrática, la primera sencillamente vital y la segunda concerniente a nuestro destino como sociedad. Pues entiendo que estos son efectivamente los temas de nuestro tiempo, el ecológico y el democrático, ambos articulados por la cuestión metafísica. Pero, ¿de qué va esta desnutrición?
Dostoievski y Nietzsche anunciaron ya hace algún tiempo la muerte de Dios. Uno en Rusia y otro entre Alemania e Italia recogieron el espíritu de su tiempo y el nuestro. “Los hermanos Karamazov” asesinan al terrible padre y descubren que una vez muerto entonces ya todo está permitido. Zarathustra también descubre que lleva cargando dos mil años un cadáver, el del Supremo. Este Dios no ha muerto porque le diera un repentino infarto o un terrible accidente. Si bien su agonía se prolongó durante un largo tiempo tampoco falleció porque padeciera alguna enfermedad terminal. Su muerte se trata, como corresponde a una divinidad, de una muerte espiritual, una que en su caso se caracteriza porque ya no reina sobre las almas de los mortales, aunque pueda seguir haciéndolo sobre algunos grupos y alguna que otra individualidad. En todo caso, ya no es el Señor de toda esta tierra, y por eso oportunamente Locke en una de sus Cartas sobre la Tolerancia lo invitó a desalojar la plaza pública pues allí no hay ya un sólo Dios sino muchos. Y ello porque hasta en el mismo seno del cristianismo hay muchos dioses, el de Lutero no es el de Calvino ni el de Aquino el de Constantino. Más allá tampoco. El de Einstein, que no juega a los dados, no es el de aquella conocida canción de ABBA, que sí lo hace. ¿Cuál será el verdadero? Todos sepulcralmente se carcajearon al escuchar a uno de ellos decir: “Heme aquí, yo soy el verdadero”.
Dostoievski y Nietzsche resultan dos pensadores excepcionales en el diagnóstico de la época que nos ha tocado vivir, la época del nihilismo. Esta palabra viene de “nihil”, palabra latina que significa “nada”. Cuando Nietzsche dice que ha llegado el momento del nihilismo se refiere al proceso de secularización, de desmitificación, de desdivinización que ha seguido occidente al menos desde el Renacimiento. El impulso de la racionalidad científica, de la Ilustración, del positivismo, de la quiebra revolucionaria con el antiguo orden político basado en la asociación entre iglesia y nobleza desemboca en este nihilismo que expresa que los valores éticos, morales y políticos no tienen asidero extrahumano, que estos valores carecen de fundamento en Dios alguno, en algún determinismo biológico o en alguna otra fuente que no sea la voluntad del poder humana, demasiado humana. El cáncer resulta malo para nosotros en la medida en que ataca nuestra vida o la de un ser querido, nos amenaza con la temida muerte. Empero, para las células afectadas es un festín de vida. No hay sino alguno que determine nuestro destino, en la naturaleza nada es bueno o malo en sí mismo. En ello consiste el nihilismo, en ese retiro de la fe religiosa y las creencias en fundamentos extrahumanos. De aquí emergen dos actitudes. Una atrapada en el vacío existencial, en la pérdida de sentido de la vida, siempre al borde del absurdo y del suicidio. Otra optimista marcada por la libertad que siente ante ese desfondamiento axiológico, una que, para decirlo con Nietzsche, entiende la vida como la realización de una obra de arte, como un atreverse a crear su propio destino, como un ser para la muerte (Heidegger) en el sentido de asumirla para crearse sin dejarse paralizar por su inevitabilidad. El ser que estamos siendo en estos tiempos pendula entre estas dos actitudes.
Max Weber tomó el testigo de Niezsche e hizo de este tema funerario sobre la divinidad uno de los centros de su diagnóstico sociológico sobre nuestra época. Su “Ética protestante y el espíritu del capitalismo” describió un mundo cultural que se reencantó a partir de Lutero, Calvino y sus sucesores. En efecto, Lutero reaccionó contra la repugnante corrupción del Vaticano, la que terminó con indulgencias vendiendo al portador puestos en el cielo a cambio de buenos dineros, la que concluyó hasta con cuatro Papas autoproclamados. Lutero quiso volver al cristianismo original pero abrió un melón que contenía una historia irreversible. Calvino lo sucedió y se trastocaron completamente las nociones de trabajo y la práctica ascética religiosa. Cuenta Weber que por primera vez el ascetismo significó separarse de los placeres mundanales pero trabajando y transformando con ese trabajo el mundo. Ya no se trataba de algún terrible castigo instigado por la deseosa Eva, no, el trabajo ya no era el castigo por haber sido expulsados del paraíso y que nos obligaría de ahora en adelante a ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente. No. El trabajo ahora era precisamente lo que Dios quiere de nosotros, el significado último de nuestra creación por el Señor. Su inteligencia suprema y astuta, a modo de Espíritu Absoluto hegeliano, nos ha hecho como instrumentos suyos para continuar su obra de creación mediante nuestros esfuerzos. Este Dios calvinista nos ha hecho administradores, ad-Minister, de sus bienes. Y un buen administrador los multiplica, no los dilapida. Un buen administrador se dedica al negocio que es negación del ocio y lejanía del pecado. Cuenta Weber que esta concepción catapultó el desarrollo del capitalismo moderno allí donde se incubó el protestantismo, especialmente en Inglaterra y Estados Unidos. Con una ética tan dura del trabajo, de la que hoy nos hablan las prácticas cotidianas de los cuáqueros convencidos, la acumulación e inversión, la ausencia de gasto no productivo, se incrementó una y otra vez. El protestantismo dió impulso a las ciencias naturales como forma de descubrir la grandeza de la obra divina y cómo incrementarla adecuadamente. Dió también impulso a las libertades modernas centradas en torno a los derechos del individuo, pues el protestantismo es profundamente individualista. Muchos otros aspectos debemos al protestantismo, pero no hay espacio aquí para desarrollarlos, ni siquiera mencionarlos. Lo cierto es que al final de esta historia generaciones posteriores se encontraron con grandes fortunas y la muerte de Dios, pues la ciencia natural y la actitud instrumental y capitalista no encontró a Dios por ninguna parte. Lo que sí se logró es un sistema económico, una tecnología y un aparato burocrático que como jaula de hierro nos atrapa.
Lo que comenzó como un reencantamiento del mundo concluyó en un nuevo desencantamiento, al modo que toda revolución comienza con reencantarse para terminar en el desencantamiento. Sartre lo expresó bien cuando dijo: quiero vivir la revolución, tomar la bastilla y morir en el acto, pues ya después volveremos al orden, al poder-dominación. Llevamos más de un siglo desencantados, profundamente desencantados. Un siglo de distopías, pesadillas que toman forma en obras como las de Kafka, en la plástica de estos cien años o en la ficción cinematográfica. Ha caído el muro de Berlín y la utopía socialista y Dios lleva tiempo sin reinar más allá del camposanto. El individuo de nuestro tiempo está desnutrido de metafísica. La busca con desesperación en religiones new age, en la huída con barbitúricos o votando a las extremas. Otros, en otras latitudes, están encantados pero se muestran también extremistas. Secuestran aviones, los estrellan en torres repletas de inocentes y cosas por el estilo. Creen que todo va bien, que terminarán en una especie de piscina llena de leche tibia y bellas damas. También encontramos gobernantes que hacen de la mentira oficio y al modo de Goebbels practican aquello de que cuanto más grande sea esta más la creerán. El bolero deja paso al reguetón, en lugar de “Señora Tentación” hay que perrear. Son los signos de un tiempo desnutrido en metafísica
¿Qué queda? ¿Ir al gimnasio y mantenernos jóvenes con tintes, bótox y siliconas pues es ésta la única vida que tenemos? !Y por favor no me pongan más “Plástico” de Rubén Blades! Empero, no parece ser este el mejor camino para intentar salir sensatamente de las crisis ecológica y crisis democrática, los temas de nuestro tiempo. Pienso que lo ecológico y lo democrático requieren nutrirse metafísicamente. La democracia hay que entenderla más como un modo de vida, como una ética de la pluralidad y su reconocimiento, que como un sistema político para barajar cada determinado tiempo cargos públicos. La democracia entendida como êthos demanda una cosmovisión pluralista. La cuestión ecológica demanda otra visión de la naturaleza, que es decir del ser. Demanda comprendernos como parte de la complejidad natural, demanda una metafísica en proximidad con Spinoza, Goethe y Schelling entre otros, esto es, entender la naturaleza como una totalidad orgánica, como un sujeto, nunca bajo las coordenadas metodológicas cartesianas e instrumentalistas puestas hoy en función de una sociedad miserable de consumo creciente y obsesionada por el productivismo, siempre atenta al “termómetro” del PIB.
Son los temas de nuestro tiempo, están entretejidos. La pobreza, en cierto sentido, resulta su consecuencia más brutal, Si lo maravilloso de la naturaleza es su diversidad, lo maravilloso de la democracia es que conserva, reconoce y promueve la diversidad de lo humano. Pero esta calificación de “maravilloso” supone dotarse de un polivitamínico metafísico. Esperamos en próximos artículos poder expresar algunos de los contenidos de esta buena medicina para el alma humana, esperamos poder hacerlo sin recaídas en el autoritarismo teórico y la violencia práctica. Todo un desafío.