domingo, 13 de octubre de 2024

Desesperación y democracia

Javier B. Seoane C.

El reconocido pensador William James (1842-1910) afirma en sus conocidas lecciones sobre pragmatismo que al modo de vida democrático le corresponde más que una religiosidad monoteísta una politeísta. Un contemporáneo alemán suyo decía algo semejante aunque en tono más metafórico. En sus últimas conferencias Max Weber (1864-1920) explica que, si queremos la paz, la responsabilidad del político ha de estar por encima de sus convicciones. Entiéndase bien, no es que el político carezca de convicciones, lo que sería el summum de cinismo, sino que sosteniéndolas, como las ha de sostener todo ser humano que encuentre un sentido para su vida, no procure imponerlas supeditando la responsabilidad a las mismas. Weber entendía la responsabilidad del político como parte de su racionalidad en tanto que comprender su contexto y decidir evaluando las consecuencias previsibles de sus acciones. Para la época moderna, Weber piensa el contexto en términos bastante nietzscheanos. Pertenecemos a la época de la muerte de Dios en el sentido de que ya no hay ningún hegemón cultural, axiológico, un sistema único de valores que todos mecánicamente (Durkheim) suscribimos. Al contrario, Dios ha muerto porque no hay uno sino muchos. Se trata, entonces, más que de un hecho material, que a Dios le diera un infarto o suceso parecido, una gran metáfora del mundo plural que nos toca habitar. El arco moral de la buena vida va desde la entrega a Dios y a la caridad, al modo de la Madre Teresa, hasta vivir la vida loca al modo de aquella canción que hizo famosa Ricky Martin. El arco político-ideológico atraviesa un eje que va desde las apuestas totalitarias del neofascismo, sean de izquierda o de derecha, eso para los efectos da lo mismo, hasta las posiciones más libertarias e inclusivas. Entre uno y otro hay no pocos puntos y grados. En este marco, Weber sentencia que corren los tiempos en que conviene que los dioses se retiren de la plaza pública a sus respectivos hogares. Si, por el contrario, alguno de ellos busca imponerse entonces nos espera la guerra. Sigue aquí, obviamente, a muchos antepasados como John Locke, quien en sus cartas sobre la tolerancia, escribe hacia 1690 que las iglesias deben retirarse de la batalla política por el poder terrenal e invitar, y solo invitar, a lo que afirman como su propósito: salvar las almas. 

Lo significativo de la reflexión weberiana, su volver al alerta contra las convicciones que se imponen sin detenerse en responsabilidad alguna, descansa, entre otros aspectos, en el año y lugar de su famosa conferencia: mediados de 1919 en Munich. Muchas cosas están ocurriendo en ese período: el fin de la carnicería industrializada de la Gran Guerra, la revolución rusa, la caída del Kaiser, las revoluciones sangrientas de esos meses en Alemania, el nihilismo como atmósfera sociocultural… Muchas cosas ocurrirán en los siguientes meses que Weber no llegará a ver pero que pareciera prever: el ascenso del fascismo con Mussolini, la crisis alemana como caldo de cultivo del nacionalsocialismo, la sí anunciada burocratización autoritaria de la Unión Soviética en su conferencia sobre el socialismo. El gran pensador alemán se encuentra en un mundo que se intenta construir, el de la democracia de Weimar, demasiado frágil ante los extremistas de un lado y del otro que demagógicamente ejercen la política electoral ofreciendo salidas a la desesperación de una sociedad que está siendo arrasada por el modelo taylorfordista de la última ola de la revolución industrial. Desesperación que busca un Dios, un sentido para lo que ocurre y una guía para la acción, desesperación que se desespera por no encontrarlo y que responde intentando imponer una convicción, una verdad.

No podemos decir que cien años después se ha superado la situación de aquellos años. Ciertamente ya no estamos en 1924, nuestro contexto es otro. Diversas aguas han pasado por el río, pero todavía traen peligrosos sedimentos. Si hace cien años los extremismos iban ganando espacio político hasta conquistar el poder y demoler desde lo interno la precaria democracia constitucional y representativa, hoy otro tanto ocurre, y no sólo en Europa sino a nivel global. Hace cien años impusieron su voluntad de dominio las economías industrializadas, derrotaron a obsoletos imperios como el austrohúngaro, otomano, el ruso zarista o el del sol naciente. Encubrieron su tecnificada voluntad de dominio bajo el manto mítico de que habían ganado las democracias, mito funcional a quienes tienen el interés de reducir la democracia a su mínima expresión, a una mera representación política lo suficientemente limitada para casos de emergencia. Las extremas derechas hoy como ayer van ganando terreno, conquistando posiciones en el tablero, enlazando estrategias globales. Un capital financiero, ayer como hoy, nutre con jugosos recursos sus campañas desde el Río de la Plata hasta Río Grande, desde las Filipinas hasta Madrid. Pero las izquierdas parecen responder del mismo modo ayer como hoy. Hace cien años en Rusia apareció la promesa de una democracia sustantiva, una no solo política y representativa, sino socioeconómica, cultural, participativa y protagónica. Se quedó en promesa, no superó la gimnasia demagógica. Para defenderse de la figura fascista y totalitaria que tomó la nueva etapa de un capitalismo industrial tardío, la Rusia soviética se aisló y empezó en su decir a edificar el socialismo en un solo país. Realizó una revolución industrial en dos décadas, una tan poderosa que sin su concurso el eje nazi difícilmente hubiese sido derrotado. Empero, el logro se hizo a costa de construir la jaula de hierro burocrática-autoritaria, y luego totalitaria, que tanto Weber como Rosa Luxemburg pronosticaron en el mismo 1917. Cien años después muchos presuntos gobiernos de izquierda se aíslan del mundo mientras a lo interno estrangulan a las precarias democracias políticas, mucho menos quieren saber de participación y protagonismo sustantivos.

La desesperación sigue siendo el estado de ánimo colectivo, en la marginalizada Detroit, otrora Meca del automóvil, como en la juventud europea sin futuro de bienestar, juventud que se siente amenazada por la inmigración, el islamismo o el feminismo, juventud que en su ceguera no ve que la amenaza es el capitalismo líquido financiero triunfante, globalizado. No ven que en el mercado de trabajo al que aspiran ya sobran hace tiempo. Desnutridos metafísicamente, sin dioses, se aferran al primer demagogo que les ofrezca el paraíso perdido. Buscan a dios por las esquinas, diría nuestra sabiduría popular. La desesperación sigue siendo el estado de ánimo, en la Venezuela de la que quieren salir miles de miles así sea atravesando selvas inhóspitas, casi que a costa de lo que sea, como en la Argentina que apuesta por un personaje que con motosierra en mano ofrece, en nombre de la libertad (!), demoler el Estado, incluyendo los restos que quedan de políticas de bienestar en el mismo. Al final todos los citados, tanto a la presunta izquierda como a la auténtica derecha, resultan eficaces demoledores del ideario democrático. Padecen de pánico al politeísmo axiológico propio de nuestro tiempo, aquel que James como Weber, cada uno en su propia situación, anunciaban como soporte de la actitud democrática. Padecen de pánico a las metafísicas pluralistas, siguen encerrados en un dogmatismo desnutrido. Estos padeceres aniquilan la posibilidad, ya no digamos la probabilidad, de una paz sostenible, una más modesta que la perpetua que quería Kant. Pero ni siquiera eso, ni siquiera la modesta hoy parece viable. Por eso, la democracia es uno de los dos grandes temas de nuestro tiempo, pero la democracia como modo de vida, como eticidad, como construcción de una sociedad integrada por diversas comunidades no supeditadas a la brutal racionalidad de una economía capitalista postindustrial y altamente tecnificada ni tampoco a la no menos brutal racionalidad de un capitalismo de Estado burocratizado, autoritario en vías de totalitario, encubierto bajo el manto de una presunta democracia popular. Si queremos jugar con las palabras para titular Estados, ya ese juego es muy antiguo. Después de todo, la Alemania Oriental llevaba el título de “República Democrática”. La posverdad no se inventó en el siglo XXI. Ahora, si queremos que las palabras tengan sentido, que los discursos resulten significativos, entonces hay que emprender serias reformas institucionales a nivel global, nacional y local, reformas culturales, educativas, la construcción de otra sensibilidad humana y ecológica. Todo ello implica otra economía política y otra clase política. En el argot marxista decimos que las condiciones objetivas están dadas para la construcción de otra economía política y otra forma de solidaridad inclusiva. Empero, ¿y las condiciones subjetivas? ¿La nueva sensibilidad? ¿Las nuevas formas de organización para esa edificación? Pues sin organización no hay fuerza de cambio, la organización es el sujeto.

Publicado originalmente en el portal Aporrea.org el 11 de octubre de 2024

Pete Rose, Maradona y la ética protestante

Javier B. Seoane C.

Pete Rose ha fallecido a los 83 años el pasado 30 de septiembre. Uno de los mejores bateadores de la historia, si no el mejor, se quedó esperando el reconocimiento del béisbol organizado de Estados Unidos en cuanto a su entrada al Salón de la Fama de Cooperstown. Esta leyenda del deporte fue castigada en vida por apostar durante su época de manager. No se le perdonó. Ahora es tarde para hacerlo. ¿Debió perdonarse al mayor bateador de hits que ha conocido la historia? La respuesta ha tenido un tono polémico durante décadas y varía mucho según los contextos. En Estados Unidos no hay acuerdo pero muchos defienden que está bien el castigo, que la mácula dañó su trayectoria para siempre. En el caribe, otra gran zona beisbolera, una respuesta frecuente ha sido que los gringos una vez más se pasaron unos cuantos pueblos de largo, que lo que Rose hizo no es para tanto, que igual su carrera resulta imborrable de los anales de la historia peloteril.

Diego Armando Maradona falleció hace ya algún tiempo. En su Argentina natal hasta el día de hoy se mantienen investigaciones de carácter penal sobre una supuesta conspiración médica y familiar para acabar tempranamente con su vida. Maradona fue, sin duda, uno de los grandes genios del balompié mundial. Junto a Pelé, Di Stéfano y Cruyff siempre aparecerá como una de las principales figuras históricas de este popular y ya universal deporte. Maradona es hoy, y ayer también, adorado por millones de seguidores. Sin embargo, el genio del fútbol, el que con “la mano de Dios” derrotó al Imperio Británico que humilló a Argentina en Las Malvinas, el Pelusa constructor de magias futboleras, dejó mucho que desear en su comportamiento cívico y humano. Pendenciero, farmacodependiente, acusado de violencia de género y doméstica, espantador de periodistas inoportunos a tiro limpio, a Maradona la gran masa Argentina parece perdonarle todo eso y más. Si el fútbol tuviese un salón de la fama, sin duda la presión por su entrada sería prácticamente insoportable, y de estar ese imaginado salón de la fama en latinoamérica pues seguramente ya Maradona sería un semidiós del mismo.

¿Por qué tantas diferencias entre estas dos culturas deportivas, la beisbolera de Estados Unidos y la futbolera de latinoamérica? Max Weber (1864-1920), un pensador monumental, puede ayudarnos a ensayar una respuesta. Entre 1904 y 1905 publicó dos ensayos que han dado lugar a un libro clásico: “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”. Allí expone la tesis de la significancia histórica que para el desarrollo capitalista moderno tuvo la reforma protestante iniciada con Lutero en 1517. Si bien este agustino no pretendía dividir al cristianismo sino salvarlo mediante una unificación que lo retornara a sus fuentes originales, la humildad y el amor que predicó Jesús, el resultado fue que el lujoso y poderoso Vaticano no entendió bien el mensaje como tampoco los seguidores del propio Lutero. La reforma dió lugar a la contrarreforma y ambas a más de un siglo de sangrientas carnicerías entre protestantes y católicos. Hacia el norte de Europa, con las excepciones de Irlanda y Escocia, se concentró el mundo protestante, en la Europa meridional el mundo católico. Aquel se dividió en iglesias nacionales y sectas, este siguió la dirección del Vaticano. Pero la ruptura fue mucho más profunda, con raíces que llegaron a tocar la vida política, económica y moral de nuestras sociedades y que explican en parte las diferencias que hoy vemos entre el norte y el sur globales, siempre con sus excepciones. Por ejemplo, a Lutero le siguió, entre otros, Calvino, quien trastocó completamente el concepto de trabajo. Ahora el trabajo no era fruto del pecado original y un concepto que si bien económico resultaba muy moral. “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente”, te dijeron como expulsado del paraíso. Si eres honesto, y no un vago y maleante, entonces deberás trabajar. En cambio, con Calvino el trabajo es lo que Dios quiere de tí, y no cualquier trabajo, sino el trabajo productivo, no precisamente para vivir la vida loca sino para invertir en más trabajo, en más industria, en más negación del ocio, pues eso es lo que significa neg-ocio. Y quien del ocio se mantiene lejos pues lejos estará del pecado también. Max Weber señala que este espíritu religioso-económico se plasmó en personajes como Benjamin Franklin, acuñador de la archiconocida expresión “Time is money”, el tiempo es dinero. Duerme solo el mínimo requerido para recobrar energías para trabajar más, nos dice Franklin. No gastes tiempo en el billar ni tampoco durante las comidas pues lo tuyo es trabajar para el Señor, para Dios, tu solo eres administrador de sus bienes divinos en la tierra, y el buen administrador multiplica esos bienes, jamás los dilapida. No podemos extender mucho más estas consideraciones. Digamos únicamente que este espíritu, que para un católico fácilmente es un pecado capital, el de la avaricia, para el calvinista es lo que más quiere Dios de ti. Obviamente, no resulta extraño que un espíritu religioso así catapultara, impulsara el capitalismo entre sus fieles, sobre todo el capitalismo primitivo, basado en la acumulación para la inversión, más en el ahorro para invertir que en cualquier otro gasto de consumo ocioso. 

El ascetismo productivista calvinista se articuló con una moral puritana recia que, usando una metáfora del propio Weber, entronizó la Iglesia en el alma de cada individuo. Mientras el católico dispone de unos sacramentos y de una autoridad eclesiástica que puede perdonarlo al confesarle sus pecados y angustias, el puritano lleva la iglesia consigo pues no hay autoridad representativa de Dios que lo perdone. No hay intermediarios entre Dios y él, el sacerdote está ausente pues el pastor no intermedia. El pecado es imborrable para el protestante, una mácula se lleva toda la vida. Si fumaste marihuana a los 13 años te lo sacarán a los 60, como a Clinton en su campaña electoral. Si alguna vez fuiste apostador cargarás toda la vida con ese “grave pecado”. Pete Rose habrá sido el más genial de los bateadores, no importa, pecó. La moral puritana te sentencia para siempre. Maradona habrá sido un personaje nada ejemplar para niños y jóvenes, no importa, fuiste el pelusa genial y te perdonamos. Latinoamérica, parte del llamado sur global, fue conquistada por católicos. No cualesquiera católicos, sino de unos que habían hecho una cruzada hasta la conquista de Granada e inmediatamente llegaron a estas tierras con esa mentalidad. Nuestras raíces culturales son diversas, pero la católica es una de las principales. Norteamérica fue colonizada por mayoría de puritanos que venían huyendo de las guerras religiosas. Weber señala que en Estados Unidos se dió en su pureza el puritano espíritu, pues se instaló allí sin adversarios. La ausencia de perdón o la decidida voluntad de perdonar se manifiesta en las figuras de Rose y Maradona respectivamente. El espíritu puritano y el espíritu católico marcan significativamente esas manifestaciones.

Ciertamente se puede replicar que ya no estamos en los siglos XVI o XVII. Que nuestro tiempo está, para decirlo una vez más con Weber, desencantado, secularizado, sin fuerza religiosa. Que Trump ha estado implicado en abusos de menores de edad o mantenido relaciones con estrellas porno, y que sin embargo sigue teniendo muchos seguidores. Pero las culturas tienen cierto parecido con las estrellas. En su origen son fulgurantes, sus inicios religiosos brillan con todo resplandor. Después se van secularizando, como las estrellas se van apagando. Para decirlo con cierta tradición alemana, la cultura se va muriendo y queda el armazón de la civilización. La fiesta tiene un origen religioso, la comunidad celebra a DIos en ella, se re-liga en la fiesta. Hoy la fiesta ya ha perdido esa fuerza. Sigue siendo un modo de re-ligar una comunidad, pero hoy más que celebrar a Dios celebramos un bonche, bebemos, bailamos, flirteamos… “El viernes 31 de este mes, vamos todos a la fiesta, en la calle de la 16. Es una de las pocas que se ven. Traigan todos su pareja que la vamos a pasar muy bien. Y es que la vamos a pasar muy bien.” dice ya la vieja canción de Ilan Chester. Igual pasa en el norte y en el sur. Daniel Bell, en su “Las contradicciones culturales del capitalismo”, escribió que en el último siglo la cultura estadounidense pendula entre el puritanismo y el hedonismo, entre el tea party republicano y el American way of life. En el caso de Pete Rose el péndulo se quedó estacionado en el espíritu puritano. Como latino pienso que han exagerado la nota. También como latino pienso que se nos suele pasar la mano con Maradona. Se trata, efectivamente, de una figura pública que modela conductas y actitudes de miles de jóvenes. En todo caso, reivindico el espíritu más relajado que tenemos los latinos con relación a los puritanos. A estos últimos les cuesta demasiado celebrar la vida, y la vida, como la vida de Pete Rose, debe celebrarse.

Publicado originalmente en el portal Aporrea.org el 5 de octubre de 2024

El ecosocialismo y el Marqués de Sade

Javier B. Seoane C.

Cuentan Horkheimer y Adorno que la obra del Marqués de Sade expresa el ascenso triunfante de la racionalidad tecnológica moderna, la misma que comparten la economía capitalista, la burocracia y la ciencia a partir del siglo XVI, aquella ciencia que en el decir de Heidegger no piensa. En este sentido, puede considerarse a Sade un gran tecnólogo del hedonismo y un burócrata de la administración del placer a la par que un científico natural aplicado a sacar del cuerpo objetivado del otro el máximo goce para sí mismo. Cualquier orificio del cuerpo ha de ser explotado, dice el Marqués en una de sus célebres obras. La razón sádica es una razón instrumental subjetiva en tanto y en cuanto que todo lo que no es el yo deviene objeto. Quiere usufructuarlo para su propio disfrute, así sea a expensas del sufrimiento de la “víctima”, se trate esta de una persona, un gato o simplemente lo que se le atraviese en el camino. La razón sádica es subjetiva y a la vez muy objetiva, hace del cosmos un objeto de goce.

¿Hasta qué punto la obra de Marx y Engels está apresada en la razón tecnocientífica, instrumental, sádica? ¿Compartirá el socialismo científico los mismos principios racionalistas de la ciencia moderna, el capitalismo y la literatura del Marqués? No hay respuesta simple a ello y tampoco la vamos a ensayar aquí, sólo enunciamos que hay en los textos marxianos un campo de tensión enmarcado entre una razón dialéctica que se descubre parte de una totalidad y una razón instrumental que considera a la naturaleza (la totalidad) un reservorio a explotar por el desarrollo de las fuerzas productivas. Un campo de tensión que radica entre dos de las raíces del marxismo, la que proviene de la dialéctica del idealismo alemán y la que le llega, vía Engels, de la economía política. Esa tensión se manifiesta contradictoriamente en la tercera raíz, el socialismo. 

En la dialéctica inicial de Schelling, en su filosofía de la naturaleza, la escisión entre sujeto y objeto que tiene como correlato la separación entre hombre y naturaleza se comprende como alienación, enajenación de la totalidad consigo misma. Para este Schelling temprano, la conciencia humana elevada a su máxima comprensión resulta en la autoconciencia de la naturaleza. En otras palabras, la naturaleza se produce y reproduce a sí misma una y otra vez, evoluciona, hasta que en cierto punto se produce como ser humano y con él adquiere un saber de sí misma a través del conocer, un autoconocimiento, un autorreconocimiento, uno que hecho ciencia y filosofía entiende, muy a lo Spinoza, que todo conforma un sólo Ser. En este pensar dialéctico, Descartes queda impugnado, su ontología plural de una res extensa y otra cogitans, además de una divina, su visión de la realidad dividida en cuerpo, espíritu y Dios, es la fotografía de la época de una razón alienada que se expresa como sujeto (humano, espíritu) por un lado y objeto (cuerpo, naturaleza) por el otro. Contra esta contradicción reacciona Spinoza con su Deus sive Natura, Dios o Naturaleza: hay un sólo ser, la totalidad. Schelling y el idealismo alemán entenderán ese Ser como constante devenir. Junto con Goethe y los románticos verán en la naturaleza un todo en constante evolución, uno que nos ha producido a nosotros, a nuestra inteligencia y saber, y que con ese saber se descubre a sí mismo. Por eso es que el humano, resultado de la evolución, cuando alcanza su plenitud en el saber es la autoconciencia de la naturaleza (el todo). Hegel pondrá este razonamiento en clave histórica del espíritu y Marx, siguiendo a Feuerbach, en clave materialista.

La economía política, otra de las raíces de la teoría marxista, parte de otras coordenadas racionales. Marx bien dijo que los alemanes habían hecho una revolución en la filosofía mientras que los ingleses la habían realizado en la economía. La filosofía ha interpretado el mundo, de lo que se trata es de transformarlo, sentenció Marx en su undécima tesis sobre Feuerbach. Esto da lugar a muchas interpretaciones que no vamos a discutir aquí. Lo que sí está claro es que para el maestro la filosofía es insuficiente, el idealismo alemán fue eso, idealismo. En cambio la economía política, una ciencia, ofrece el conocimiento para cambiar el mundo, para transformarlo. Pero hay problemas con sus formulaciones clásicas, las de Smith, Ricardo, Say entre otros. Sus Robinsonadas constituyen uno de esos problemas, su falta de historia, su ausencia de tono dialéctico, su falta de historicidad, su carencia de autorreflexión. La economía clásica parte del mercado y de la propiedad privada no como un resultado histórico sino como un origen natural del mundo social. En tal sentido, legitima el orden existente con sus relaciones sociales de dominio así como una racionalidad instrumental de dominio tecnocientífico sobre la naturaleza. En el lenguaje heredado de la dialéctica del idealismo alemán, Marx dirá que la economía política naturaliza el fenómeno histórico de la alienación entre sujeto y objeto en el correlato de la enajenación entre trabajador y producto del trabajo generado por el régimen de propiedad de la economía capitalista. A pesar de ello, Marx contrapone el idealismo de la filosofía alemana al carácter materialista, práctico e instrumental de la economía política. Busca una superación (Aufhebung) en la que se conserven los momentos de verdad de la economía clásica y la dialéctica.

Y así aparece la otra raíz del marxismo con una tercera racionalidad, la del socialismo y la integración social. La economía capitalista, individualista y competitiva, disuelve la integración social, instrumentaliza el vínculo social en detrimento de los lazos comunitarios en los que se forma el mundo compartido y el sentido de la vida. Dejada a su libre desarrollo complejiza la división del trabajo insertándonos en un tipo de sociedad donde todo lo sólido se desvanece en el aire (Marx y Engels), donde las instituciones y las relaciones interpersonales se vuelven fragmentarias, líquidas (Bauman). Como reacción al modelo capitalista se formó la teoría socialista, primero con Fichte y después en Francia con Saint-Simon, Fourier y muchos más. El ser humano que somos es un ser social, uno que nace, crece y muere necesariamente en sociedad, uno que encuentra su razón de ser en la comunidad. Hay, entonces, que reforzar una racionalidad de la solidaridad, una que el capitalismo destruye. Eso busca el socialismo, y cuando se autoproclama “científico” busca llegar a la racionalidad solidaria mediante la racionalidad tecnocientífica, instrumental. 

Estas tres racionalidades, la dialéctica de la totalidad, la instrumental de la economía moderna y la de la integración social, colisionan entre sí no pocas veces. Las tres son, como toda racionalidad, limitadas y poco dadas a reconocer sus límites, lo que fácilmente las vuelve racionalidades irracionales. Sade es la expresión de la instrumental elevada a única razón. El socialismo burocrático la manifestación del supremacismo de la racionalidad integradora. Y la dialéctica sin la mediación de lo instrumental y la integración es pensamiento gaseoso si no vacío. Al socialismo realmente existente le faltó dialéctica, dialogicidad, se congeló en una racionalidad burocrática y autoritaria cuando no totalitaria. Su carácter burocrático lo volvió ritualista y recayó en la racionalidad instrumental, sádica. La lógica del desarrollo de las fuerzas productivas unida a la de la perpetua defensa militar generó una jaula de hierro más recia que la del propio capitalismo.  

Dado lo expuesto, ¿puede haber algo como un ecosocialismo? Depende. Todo depende. Y es que aquí hace entrada el lenguaje y sus trampas. ¿Qué contenidos tendría ese “ecosocialismo”? Si permanece en el orden de necesidades establecidas por el poder político y económico, si permanece en la lógica productivista y militarista, evidentemente resultará un significante empleado a conveniencia para capturar ingenuos o un muy contradictorio autoengaño. Terminaremos pensando en gallineros verticales al mismo tiempo que en una plataforma de lanzamiento de cohetes en nuestro macizo guayanés. ¿Para llevar gallineros verticales a Marte? Terminaremos escribiendo planes grandilocuentes en los que nos proponemos salvar el planeta y, al mismo tiempo, aumentar la producción petrolera. Terminaremos practicando una minería “ecológica”. Todo ello síntomas de desnutrición metafísica o de simple cinismo político.

El ecosocialismo supone otra economía no extractiva, una que empodere a las comunidades y se integre ambientalmente, una que se nutra de otro concepto de naturaleza, un concepto que integre a la comunidad dentro del ambiente. El prefijo “eco” apunta en esta dirección. El sustantivo “socialismo” hacia una democracia real, solidaria, pedagógica, efectivamente participativa. Lo contrario es sucumbir ante la racionalidad sádica, la que hace del cuerpo del otro y la naturaleza toda un objeto de goce en la manipulación. Enrique Leff habló de que se precisa una racionalidad ambiental, ecológica. El mexicano ha emprendido a lo largo de su obra el esfuerzo de conceptualizarla. Pensamos que una racionalidad tal ha de mediar entre la racionalidad de la integración social sin la jaula burocrático-autoritaria y la racionalidad instrumental sin sadismo. Esta racionalidad ecológica será dialéctica por dialógica y no padecerá de pánico a la dimensión metafísica, conjetural, que supone otra idea de naturaleza, que es decir del ser y no del simple tener. Lo demás, como decía el maestro Rigoberto Lanz, es populismo discursivo, un cínico populismo discursivo. 

Publicado originalmente en el portal Aporrea.org el 27 de septiembre de 2024

Venezuela chatarra

Javier B. Seoane C.


Corrían los años ochenta. Como hoy, en las calles de nuestras ciudades y pueblos abundaba la chatarra, vestigios de algo que fue y que ahora queda como cadáver. Postes de semáforo que desde los años sesenta ya no son semáforo en la avenida Andrés Bello de Caracas. Tornillos oxidados que salen como sobrerrelieve de la maltrecha acera, tornillos que alguna vez fueron sostén de una papelera que hace décadas se desmoronó por el paso del tiempo y el descuido, tornillos que hoy quedan allí para que algún transeúnte inocente tropiece con ellos y se venga al piso. Esqueletos de autos de otra época, debidamente aparcados en la acera, desvencijados, teñidos de marrón por el óxido, o quizás dejados en una redoma, ocultos por un follaje que no hay municipio ni comunidad alguna del que se ocupe. Inservibles neumáticos de camión abandonados en los bordes de las autopistas, en las islas de las mismas, alguna que otra batería. Señales de tránsito derrumbadas hace ya tanto por algún conductor ebrio. Desechos industriales, edificios públicos a medio construir, nunca terminados, como las columnas de un ferrocarril que nunca ha sido. 

Arrancó en Porlamar. Con un horno viejo y abandonado. Luego un auto desvalijado pero con el debido mensaje de campaña electoral: “Luis Herrera será presidente”. Después otro auto cadáver en Las Palmas, en Caracas, más tarde los olvidados pero atravesados postes de semáforo. Repentinamente, cual hormiguitas, aparecían unos jóvenes con vocación de artistas plásticos. En pocas horas la chatarra se presentaba ahora remozada con tres colores primarios: amarillo, azúl y rojo, y siete blancas estrellas. Todo exhibido en su respectiva vía pública. Arte democrático, sin galería cerrada, abierto al pueblo, como el grafiti y el mural. Por allá, en Porlamar, la prensa rápidamente se indigna. En “El Sol de Margarita” se escribe: “La falta de conciencia de algún antinacionalista lo llevó a realizar esta “obra irrespetuosa” de nuestro estandarte nacional. Al agresor se le ocurrió pintar en una chatarra, los colores y estrellas que identifican la Bandera Nacional. Sólo el Comandante de la Policía Jesús Ramírez Contreras puso punto final al espectáculo remolcando hasta el destacamento No. 5 donde habrá de recibir una lata de lo que sea para borrar esta oprobiosa [sic] y soberano irrespeto.” (El Sol de Margarita, 18.9.1982) Cita extraída del valioso artículo de Roldán Esteva-Grillet “Juan Loyola: el artista que previó al país vuelto chatarra”, en “Trópico Absoluto. Revista de crítica pensamiento e ideas” del 25 de agosto de 2019 (https://tropicoabsoluto.com/2019/08/25/juan-loyola-el-artista-que-previo-al-pais-vuelto-chatarra/). Igual pasará con la prensa de Caracas. Juan Loyola, que por estos meses estaría en sus setenta años si la muerte no se lo hubiese llevado tempranamente, era el líder de aquellos bulliciosos trabajadores estéticos. 

Inmediatamente a las autoridades estatales respectivas se les despertaba un deseo de limpiar, uno inédito en décadas. En pocas horas, las esculturas nuevas cubiertas con el tricolor nacional, otrora basura atravesada en la calle, eran retiradas y arregladas aceras, plazas, redomas. Sacados tornillos, quitados los inservibles postes atravesados. Intervenciones urbanas en chatarra con sus respectivos colores primarios comenzaron a proliferar, como también proliferó la vocación de “limpieza” de las autoridades. Dicen que a más de un funcionario se le escuchó decir algo así como: “si agarro a este CDM lo jodo”. Seguramente les estaba dando mucho trabajo. A veces hasta se podía leer en los labios policiales los improperios por tener que ocuparse de un asunto tan terrible de traición a la patria. Aquellos jóvenes filmaban ocultamente esos labios y esa premura estatal de ordenamiento urbano, querían dejar documentada la nueva eficiencia de las corporaciones estatales. Durante años se conseguían los documentales en internet, en YouTube y otros sitios. Extrañamente para redactar este artículo ahora no los encuentro en lugar alguno. No sé si algún ente se ocupó de borrar de la memoria internáutica el “oprobio”. Quedan las fotos y alguna entrevista al artista.

Finalmente capturaron al líder subversivo de la chatarra: “Cuatro días estuvo detenido Loyola por voluntad de aquel prefecto, pero lo más ofensivo para el artista, según la periodista María Elena Páez, fue la propuesta de su libertad a cambio de abandonar la isla para siempre, el lugar donde llevaba viviendo casi diez años. Otro periodista, Marco Tinedo, habría respaldado la medida de expulsión por cuanto “el usar los colores de la bandera para pintar autos abandonados y pipotes de basura, no es más que una clara burla a la venezolanidad””. (“Detenido Juan Loyola por irrespeto a los símbolos patrios”, El Sol de Margarita, 26.10.1982).” (citado en Ibidem). Pedro León Zapata diría: “Loyola comprobó que jugar con los colores primarios es un juego peligroso”; y, “Dicen que quien metió preso a Juan Loyola por andar pintando chatarra de amarillo, azul y rojo fue el propio Tirano Banderas”. Por su parte, Aníbal Nazoa: “Por eso pusieron preso al pintor Juan Loyola, acusado de “falta de respeto”, por haber pintado un carro viejo con los colores de la bandera nacional, cuando en Inglaterra y en los Estados Unidos –los dos países más admirados por nuestros campurusos gobernantes- se fabrica hasta ropa interior con los colores nacionales.” (ambos citados en Ibidem). Peligroso, en efecto, eso de andar pintando las chatarras en las callejuelas de las que no se ocupan los gobiernos. 

El escándalo duró varios años, la presión judicial sobre el autor también. Invito al lector a visitar el trabajo ya citado de Esteva-Grillet en la dirección web señalada arriba, allí conseguirá, además de un buen escrito, fotografías de las exposiciones públicas y un video. Más allá de ello, un país no puede desentenderse de su forma de vivir, modo que tiene que ver con nuestra forma de estar en el mundo, nuestra forma de trabajar. Rodolfo Quintero en “Antropología del petróleo” describió con agudeza el país que surgió en el último siglo de los campos petroleros. Como imanes socioeconómicos aquellos centros económicos llamaron el deseo de prosperar en la vida a centenares de miles de campesinos explotados precapitalistamente por los terratenientes de la época. Pero esos potentes imanes económicos, centros donde pululaba el dólar, no daban trabajo sino a muy poquitos. Así que llegados a las inmediaciones del imán había que resolver a como fuera lugar. Vender empanadas, montar un prostíbulo, poner sobrenombres con metáforas mecánicas a las damas del lugar y otros menesteres, algunos ilícitos, delincuenciales para lograr alguna tajada en la redistribución de la riqueza. Pues riqueza monetaria había pero no trabajo. Otros delincuentes en el poder, de cuello blanco, sacaron siempre la mejor parte de esa economía “marginal”. Así las familias políticas se hicieron con bestiales fortunas, desde Gómez hasta el día de hoy.

Quintero ayuda a pensar una “Venezuela Matrioshka”. Como las famosas muñecas rusas, la más pequeña (el campo petrolero) está contenida en una mediana (la ciudad petrolera) y está contenida a su vez en una más grande (el país y su petroestado). Una economía de muchos ingresos, delictivamente distribuidos, y sin trabajo productivo. Una economía que, para decirlo con Maza Zavala, engorda al margen del petróleo. Una economía del resuelve y del pajarobravismo. En otro registro, uno más dramático, Cabrujas hablaba de que vivimos el país como un campo minero, un mientras tanto para resolverse. No hay puentes permanentes, sino elevados armados mientras tanto. O quizás, en plena ciudad, puentes de guerra sobre el río para pasar de la avenida a la autopista, autopista californiana puesta en el mismo centro del valle pues, como país petrolero, de gasolina regalada por décadas, los afortunados no quieren bajarse del auto. Hasta un centro comercial se edificó durante Pérez Jiménez para que nunca bajáramos del auto, hasta el cafecito y el cachito nos lo llevarían sin tener que apagar el motor. Pero no se terminó, quedó como otra chatarra más por años. Hoy sirve de cárcel. 

Se entiende que en un campo minero se está en el mundo, como ya se dijo, mientras tanto. Cuando dejé de producir la mina afloran las casas muertas, la gente abandona el lugar. El sepulcro emerge. En un campo minero no hay mayor preocupación por el ambiente. No estamos allí para quedarnos sino para resolver. La chatarra puede permanecer todo el tiempo que quiera en la vía pública, al menos hasta que llegue algún inconsciente a pintarla con el pabellón nacional. Por lo demás, las señales de tránsito, los semáforos y los carteles que anuncian los nombres de las calles no son importantes. Un campo minero, o petrolero, no está hecho para recibir turistas y que no se pierdan, algo que cuesta entender a muchos de nuestros “intelectuales”. Afortunadamente no se ha descubierto petróleo en el centro de Cumaná, de haberlo encontrado ya podríamos imaginar la suerte de esa maravilla de nuestra costa oriental.

Fuimos campo minero para la metrópolis. Comenzó con Cubagua, sigue con el arco minero. Mariano Picón Salas, a quien no podemos calificar de marxista, dice en su “Comprensión de Venezuela” que la economía cafetalera, que puede ser productiva en pequeñas extensiones de tierra y en consecuencia con propiedades modestas, sirve de base a modelos políticos más democráticos que la economía cacaotera, que precisa de latifundios para su explotación. Pero nuestra colonia fue la del Gran Cacao. dio lugar al mantuanaje y al resentimiento social. Las primeras páginas de “Las Lanzas Coloradas”, buena novela, constituyen un nutritivo relato para imaginar cómo explotó ese resentimiento. De Cubagua al Gran Cacao, del Gran Cacao al Petróleo, perseguidos por Manoa, El Dorado, con mucho dinero pero sin capital, con mucho dinero y más miseria aún. Se precisa construir otra economía, una de la que se pueda apropiar la mujer y el hombre venezolanos, una que conlleve al cuido, al amor por el ambiente, por lo que somos, pueblo alegre, que vive con humor su destino. Una en la que no haya chatarras en cada esquina. Una que responda más hacia la Venezuela Afirmativa (Augusto Mijares) de la obra plástica de Oscar Olivares que a la denunciante de la chatarra producida por un campo minero de Juan Loyola. Mientras tanto, agradezco a Loyola lo que fue su arte, el que lamentablemente destruyeron las autoridades de aquel tiempo. Aquellas chatarras revestidas con los símbolos patrios, aquellas magníficas esculturas, aquella vocación artística de denuncia desde el dolor más profundo, debieron permanecer en sus respectivos lugares, aquellos que les asignaron los jóvenes entusiastas, para recordarnos siempre que debemos superar nuestro desarraigo, nuestra indolencia, para invocar que tenemos una patria que reside en nuestra relación con el entorno y no en los barrocos discursos de nuestros fastidiosos políticos en actos conmemorativos de fechas históricas.

Publicado originalmente en el portal Aporrea.org el 20 de septiembre de 2024

Los relojes de Caracas

Javier B. Seoane C.

A Carmen Amalia y Abril Valentina

Hace apenas poco más de medio siglo Caracas era un entorno urbano sin grandes edificaciones y sin mayor extensión más allá de su centro fundacional: la plaza Bolívar, otrora Plaza Mayor, con sus respectivos centros de poder político, militar y eclesiástico. En alusión a las tejas de sus pequeñas casas, le decían “la ciudad de los techos rojos”, sintagma atribuido a uno de sus cronistas: Enrique Bernardo Núñez. Alrededor de la reducida ciudad imperaban aún los vestigios de haciendas cafetaleras y algún que otro trapiche para procesar caña de azúcar. Pero todo ello cambió a partir de los años cuarenta, volviéndose progresivamente la capital de un poderoso petro-estado que, cual nuevo rico, no escatimó en gastos para llevar a cabo un acelerado proceso de modernización. Se construyeron entonces lujosos hoteles y se atravesó la ciudad por amplias autopistas con complejos distribuidores para conectarlas entre sí y, cuyos enredados tramales, les dieron nombres apropiados a los mismos: el pulpo, la araña, el ciempiés. Sobre aquellas autopistas, imponentes como las de cualquier metrópolis estadounidense de la época, circulaba un parque automotor a la moda y de gran cilindrada. Prosperaron, además, los centros comerciales y alguno de ellos, construido alrededor de una roca, objeto de reflexión de nuestro querido Diego Larrique, hasta fue diseñado para que los automóviles entraran hasta los mismos pisos de las tiendas. Grandes salas de cine, cobijadas por sendas edificaciones, se estrenaron, y, a las dos o tres décadas, fueron derrumbadas para alzar en sus lugares portentosos centros financieros y nuevos centros comerciales sobre los cuales se levantaron rascacielos de oficinas recubiertos por espejos para reflejar su inmensidad ─y también propagar el caluroso clima del trópico e incrementar el consumo energético en climatizadores.

Aquel vertiginoso crecimiento urbano se desaceleraría a partir de los años ochenta. Uno de las últimas edificaciones de centros bancarios, con helipuerto incluido, próximo al centro de la ciudad, no se concluiría debido al desplome del sistema financiero en 1994. Paradójicamente, se transformaría por años en una favela vertical ocupada por miles de habitantes sin techo que, poco a poco y por los menesteres de la pobreza, terminarían deconstruyéndolo en parte, vendiendo sus vidrios de espejo, sus marcos de aluminio, y todo lo que se pudiera depredar de la mole de más de cincuenta pisos. Así se transformó Caracas, con la violencia de olas de modernización que durante unas pocas décadas borraron la infraestructura rústica de un pasado agrícola y artesanal. Olas modernizadoras que crearon una urbe con muchas de las bondades de la técnica y la tecnología al uso, dispuesta para el consumo abundante y barato de gasolina ─aunque con severas carencias de aceras para el tránsito de los peatones en muchos de sus lugares, pues la Caracas del siglo XX no se hizo para caminarla sino para atravesarla en auto.

¿Se puede borrar una mentalidad, un espíritu cristalizado por siglos, con la misma fuerza y prontitud con la que un bulldozer derriba la casona de una antigua hacienda? Cuando Max Weber esboza el espíritu del capitalismo como una de las máximas expresiones de la modernidad acude a una serie de pasajes de Benjamin Franklin cuyo denominador común es el deber de aprovechar el tiempo al máximo. “Time is money”, nos dice Franklin. En él, y en su frase repetida hasta la saciedad, se personifica el espíritu del moderno capitalismo, espíritu para el que el reloj se vuelve una máquina vital. Mecanismo que regula otros mecanismos de la técnica pero también a organismos biológicos como el nuestro, el humano. Se dice que el hábito hace al monje. Se dice, igualmente, que el reloj apareció en los monasterios medievales de monjes para ordenar las horas de rezo y de labores. Puede decirse entonces que, a cierta altura, el hábito de los monjes fue regulado por el reloj. Weber, por su parte, nos legó la imagen de que la reforma protestante incorporó en los cuerpos de sus mujeres y hombres una rigurosa disciplina de vida en la que el reloj, y particularmente el reloj de pulsera ─el watch que nos observa, que nos vigila─, reguló nuestros hábitos, disciplinó nuestros cuerpos. La lógica temporal del monasterio salió de sus puertas y, yuxtapuesta con la lógica de las revoluciones modernas de la ciencia, la industria y la sociedad modernas, emergió la lógica de las metrópolis del mundo de los últimos siglos. Georg Simmel, al respecto, se pregunta qué sería de la Berlín de 1903 si fallaran los relojes por unos pocos minutos.

Toda gran capital que se precie de tal está atravesada por ríos de ciudadanos que se entrecruzan tan mecánicamente como mecánicos fueron sus respectivos relojes pulsera hoy vueltos digitales tras la revolución cibernética. En una capital así no faltan lugares altos, visibles para casi todos, sendos relojes que marcan la hora pública. Muchos de esos relojes, como el del Big Ben de Londres o el de la Plaza del Sol de Madrid son centros simbólicos de la ciudad. Los madrileños no llegan, por supuesto, al grado de obsesiva precisión de los londinenses, quienes han dispuesto relojeros de turno, todos los días y a toda hora, para atender de inmediato cualquier emergencia que acontezca al archiconocido reloj. La regla es que no se atrase ni un segundo en ningún momento.

Caracas no es menos. Dispone a granel de habitantes con digital watches y no faltan relojes públicos en sitios de simbólica altura, si bien ya no con tanta abundancia como en el siglo pasado. Pongamos dos casos: los del edificio de La Previsora y el de la Ciudad Universitaria, dos relojes muy lógicos para sitios igualmente lógicos. El nombre del primero ya nos indica algo. Prever resulta buen negocio para la ramificación del capital financiero dedicado a los seguros. “La Previsora” es el inmejorable nombre de una compañía aseguradora cuya sede está en un edificio emblemático de Caracas del mismo nombre y con forma piramidal siendo, si se quiere, bastante faraónico para la ciudad caribeña de 1973. Presidiendo “La Gran Avenida” que conduce a la Plaza Venezuela, ocupa un lugar estratégico del valle que lo hace visible desde múltiples ángulos. Orgulloso en su cúspide ostenta su reloj, aún hoy el más referencial para el citadino de estos lares. Súper moderno para la época, con guarismos apropiados a su digitalidad e iluminado por potentes luces fue hecho, qué duda cabe, para marcar la hora de la Ciudad, una con la precisión del seguro que se vence un segundo después de las doce del mediodía si no lo has renovado con la oportuna previsión. El reloj te recordará una y otra vez que debes hacerlo. En cuanto al segundo, que hoy forma parte del Patrimonio Arquitectónico de la Humanidad, pues la UNESCO ha considerado a la Ciudad Universitaria de Caracas una síntesis de las artes, una ciudad museo de valioso estilo modernista, fue construido próximo al Edificio del Rectorado de la Universidad para señalarle la hora a la comunidad universitaria. Y es que no puede concebirse una universidad moderna sin la precisión horaria de las entradas y salidas de clases. Durante ya varias décadas, con su forma de reloj de arena, marca los minutos en sus tres caras analógicas con agujas amarillas sobre fondo negro, para que con este contraste su visibilidad sea indudable. Centenares de promociones de egresados se han fotografiado al pie de este simbólico reloj.

Lo curioso de estos relojes de Caracas es que nunca podemos estar muy seguros de qué hora dan, pues no en pocas ocasiones su hora pertenece a otras latitudes, algunas hasta muy distantes, mientras que en otros momentos se asemejan a los relojes de esa pesadilla del Dr. Isak  de las “Fresas Salvajes” de Bergman, relojes que no dan ninguna hora, sin agujas, sin guarismos, pertenecientes a unas calles fantasmagóricas, más propias de unas “casas muertas” que de una boyante capital con portentosos centros financieros y académicos. Carecemos los caraqueños de la obsesión de los londinenses por la exactitud de la hora. A nuestras “casas muertas” no entró el tiempo mecánico de la revolución industrial y de la mecánica celeste newtoniana. Nuestros relojes públicos manifiestan cierto anhelo de algunos previsores que quisieron que entrara dicha temporalidad, desde el colonial de nuestra Catedral hasta el que nunca operó de la vieja “Torre Bazar Bolívar” en El Marqués, pues lo agarró de inmediato el “viernes negro” de 1983. Mas es falso que la historia sea de los previsores, la historia es facticidad de nuestro ser arrojados al mundo, de nuestro ser-en-el-mundo (siempre con el querido Heidegger) hecho mundo-de-la-vida, Lebenswelt (y ahora con el querido Husserl de la Krisis y las luces de Alfred Schütz). Los previsores y los genios trascienden los límites culturales de una época siempre y cuando esa época esté preparada para crearlos y luego aceptarlos. Nuestra apropiación pública del tiempo no es la londinense, no puede serlo, no somos protestantes y mucho menos industriales y posindustriales. Somos una sociedad sufrida, como tantas otras. Pero, y al igual que toda sociedad, sufrida a su manera. And our way de sufrimiento está marcado por una colonización muy diferente de la norteamericana, por una institucionalización tardía de dicha colonia (S. XVIII), por un siglo XIX de guerras intestinas brutales y por un siglo XX cuasi-mágico (con la línea Uslar-Cabrujas-Coronil) de la mano de la lotería de la “riqueza” petrolera. Medio milenio de cambios bruscos, de miseria palúdica y American way of life. Pero en estos cambios bruscos hay líneas de continuidad. Una de ellas es que a lo largo de todo este tiempo cada hēgemṓn ha concebido al país como un gran campo minero. Así lo vio el conquistador originario y convirtió a Cubagua en un desierto caribeño. El mantuano se propuso cultivar la tierra pero sólo para explotarla y disfrutarla en París o Londres. Luego, con el “excremento del diablo” ni hablar. La Venezuela miserable, palúdica y analfabeta, archipiélago (Pino Iturrieta) de 1901 puso su empeño en ponerse al día insuflando modernización con renta petrolera. Cuando el proceso rentista culminó su destino en el “socialismo del Siglo XXI”, cuando el paroxismo revolucionario de las estatizaciones y el prejuicio a todo lo privado en economía alcanzó su culmen, nos ha quedado entonces la “Sabana” de Símón Díaz o el “Ruperto” de Alí Primera, nos han quedado las Casas Muertas de Otero Silva otra vez.

La historia humana es facticidad, está en los mundos-de-la-vida. No podemos vivir los relojes como los londinenses, para nosotros son más bien curiosidades, ornamentos citadinos. Los watches no nos vigilan. Pasee usted por el metro de Caracas (cuya temporalidad en los últimos años tampoco es muy mecánica por cierto) y fíjese en esos watches de mujeres y hombres. Se sorprenderá de que muchos tampoco muestran la hora local, bien porque están detenidos por algún desperfecto, bien por algún enigma que no podemos develar por ignorancia. Eso sí, adornan muy bien las muñecas de nuestras gentes. Lebenswelt o mundo-de-la-vida ha sido una categoría fundamental de la cultura de la ciencia social contemporánea. Alfred Schütz y Thomas Luckmann en Las estructuras del mundo de la vida (traducción por Néstor Míguez editada por Amorrortu) nos lo presentan como nuestro mundo circundante y compartido, presupuesto intersubjetivamente y hecho parte del sentido común, incuestionable hasta que los hábitos de nuestras prácticas dejen de funcionar en la solución de los problemas cotidianos. Por ello, el Lebenswelt resulta pre-reflexivo, marcado por la actitud natural, contrario a la duda metódica cartesiana. “Nací en él y presupongo que existió antes de mí”, nos dicen los autores. Y siguen: “Presupongo además que la significación de este «mundo natural» (que ya fue experimentado, dominado y nombrado por mis predecesores) es fundamentalmente la misma para mis semejantes que para mí, puesto que es colocado en un marco común de interpretación.”. El Lebenswelt constituye nuestra realidad por excelencia, incuestionable salvo por cuestionadores de oficio, siempre “un poco loquitos”. ¿A quién carajo se le puede ocurrir si no que los bellos bulevares de nuestras ciudades son aparatos urbanos de control social ante potenciales motines? No a la parejita de novios que atraviesa el suyo tomados de la mano camino del cine ni al transeúnte que apurado quiere llegar a “La Previsora” para renovar su póliza de la ahora compañía estatizada. Sólo a unos ociosos, a unos “loquitos” se les ocurre volver el bulevar un aparato de dominación de clase. Nunca al sentido común del Lebenswelt.

En el Lebenswelt de una sociedad que nunca fue industrial por estar al margen de la conquista moderna del mundo; en el Lebenswelt de una sociedad que “mágicamente” levantó aerolíneas comerciales (dicen que la venezolana Aeropostal fue la quinta aerolínea comercial del planeta), ciudades universitarias maravillosas, autopistas como las de California pobladas con lujosos autos made in Detroit y demás enseres domésticos de la modernidad; en ese Lebenswelt no surgido de la misma tierra, del trabajo de hormiguita de miles y miles de humanos a lo largo de muchas décadas, los relojes mecánicos y ahora digitales no constituyen ese centro vital de “biopoder” que son en Berlín o Londres. ¿Un relojero de turno las 24 horas por los siete días de la semana para vigilar el preciso funcionamiento del reloj? Hay que ver vainas. Estos londinenses están locos e’ bola.

No vivimos los relojes de la misma manera queridos. Los relojes son artefactos muy distintos para cada mundo cultural. Nosotros no somos locos e’ bola. Somos soleados y relajados. ¿Bondad o maldad en ello? Ninguna a priori. Por lo pronto, me quedo en este mundo, amo los cielos de la sultana del Ávila y sus escandalosas guacamayas del alba y del ocaso. Pues de lo que se trata es de arraigarnos como se arraigan los árboles, de apropiarnos de nuestros mundos, de no ser perpetuos extranjeros. Hoy más que nunca nuestra Venezuela necesita que dejemos atrás nuestro ser-mineros. Lo necesita Carmen Amalia y Abril Valentina, lo necesitamos con urgencia todos.

Publicado originalmente en el portal Aporrea.org el 13 de septiembre de 2024

Desnutrición metafísica

Javier B. Seoane C.

El ser que somos es un ser menesteroso de sentido. Abandonado por la madre naturaleza en cuanto a la programación genética de unos instintos especializados que ordenen nuestro comportamiento en el marco de un ecosistema determinado, no nos queda otra que emprender la tarea de construirnos un mundo que nos sirva de albergue. A este mundo lo llamamos cultura y en ella reside el reservorio de sentido para la vida y nuestra organización social, política y económica, los valores que dan a nuestra vida una dignidad más allá de nuestra condición biológica. Si usted no cree en esta dignidad pues haga un experimento: salga a la calle y al primer homo sapiens sapiens que consiga en la esquina hágale la solicitud de la hora en estos términos: “Mire mamífero, me da la hora”. Debo advertir eso sí, siguiendo las pautas del protocolo de Helsinki para la experimentación en humanos, que se trata de un experimento que le puede traer graves consecuencias a su estado psicológico y físico. Por eso recomiendo hacer el experimento sólo mentalmente. Fácilmente se percatará que aunque siendo mamíferos creemos que somos algo más, que tenemos eso que denominamos dignidad. Mas, dicha dignidad varía de cultura en cultura y de época en época como varía nuestro régimen alimentario si profesamos con convicción el induismo, el judaismo, el cristianismo o el ateísmo. La cultura nos dota de tanto sentido que por ella damos la vida. La historia de la humanidad está repleta de quienes entregaron su vida por una cruz, una bandera, un ideal político o de quienes reivindicando sus derechos murieron en una huelga de hambre. Parece que la vida biológica sabe a poco cuando estamos bien nutridos culturalmente, bien alimentados de sentido.

Invoco a un reconocido antropólogo, Clifford Geertz, quien definió la cultura como la urdimbre simbólica que habitamos. Toda cultura en cuanto que cosmovisión tiene una dimensión metafísica. En filosofía reposa la anécdota de que el nombre de “metafísica” surgió de la clasificación de los textos del gran Aristóteles, quien tenía vocación multidisciplinaria. Este maestro de Alejandro Magno ordenó nuestros saberes occidentales varios siglos antes de la visita de Jesucristo a la tierra. Desde la lógica hasta la ética o desde la política hasta la física Aristóteles dio una primera sistematización a estas disciplinas. Pero cuentan que dejó una sin nombre, una aledaña a la Física. Ante la incertidumbre, y puesto que aquella materia trataba con cuestiones que trascendían a la física, se decidió llamar a ese conjunto de libros y su materia “metafísica”, es decir, lo que está más allá de lo físico. Afortunado título para aquello que trata con cosas que siendo de este mundo van más allá de las cosas mundanas. Una bandera es mucho más que una tela pigmentada o una cruz más que unos listones sobrepuestos, una película más que 230.000 fotografías puestas una tras otra así como una sola fotografía significa mucho más que lo meramente fotografiado. Toda cultura tiene una dimensión metafísica en tanto y en cuanto que dota de significados y sentido a las cosas mundanas, toda cultura tiene una dimensión metafísica porque en la misma reposan nuestros valores más amados. 

Hay épocas culturas sobrealimentadas metafísicamente. La de los grandes profetas fundadores de las religiones universales que conocemos, por ejemplo. Épocas que Karl Jaspers llamó axiales porque marcaron un presente, explicaron un pasado y se proyectaron a futuros milenarios. En cambio, hay otras pobres de metafísica, muchas veces porque una metafísica que no se cree tal combate ferozmente a sus adversarias. Creo que este es nuestro caso: míseros de metafísica por una metafísica mísera. Si en un pasado artículo hicimos un elogio del positivismo como corriente científico-filosófica hoy tenemos que impugnarlo por inconsciencia metafísica y cierta vocación totalitaria, algo que comparte con muchos marxismos. Se trata de corrientes, ismos que criticaron por dogmatismo y nefastas consecuencias a metafísicas pretéritas. Sin faltarles razón desconocieron la inevitabilidad de la metafísica, de que no hay datos ni hechos sin teorías que los seleccionen y los interpreten, y de que en las teorías hay inexorablemente abundantes enunciados no empíricos, indemostrables, que responden a posturas metateóricas sobre el ser de la naturaleza, de lo humano, del bien o la belleza. Denunciando con buenos argumentos la metafísica esta se les metió por la puerta trasera, llegando a tener muchas veces las mismas nefastas consecuencias de los dogmas pasados. Se trata de corrientes, ismos cuyas metafísicas han sido tan poderosas que empobrecieron la metafísica. He ahí su cruel paradoja. Pero no se trata esto de una apuesta idealista, la desnutrición metafísica se corresponde con un mundo desacralizado por sus condiciones de existencia vulgarmente instrumentales, perdidamente economicistas.

La desnutrición metafísica corroe el espíritu con consecuencias fatales a tal punto que no conseguimos dar respuesta a los grandes temas de nuestro tiempo, ni a los personales ni a los colectivos. De hecho, hasta podría decirse que el gran tema de nuestro tiempo radica en esa desnutrición metafísica que no da ni puede dar con soluciones a la cuestión ecológica y a la cuestión democrática, la primera sencillamente vital y la segunda concerniente a nuestro destino como sociedad. Pues entiendo que estos son efectivamente los temas de nuestro tiempo, el ecológico y el democrático, ambos articulados por la cuestión metafísica. Pero, ¿de qué va esta desnutrición?

Dostoievski y Nietzsche anunciaron ya hace algún tiempo la muerte de Dios. Uno en Rusia y otro entre Alemania e Italia recogieron el espíritu de su tiempo y el nuestro. “Los hermanos Karamazov” asesinan al terrible padre y descubren que una vez muerto entonces ya todo está permitido. Zarathustra también descubre que lleva cargando dos mil años un cadáver, el del Supremo. Este Dios no ha muerto porque le diera un repentino infarto o un terrible accidente. Si bien su agonía se prolongó durante un largo tiempo tampoco falleció porque padeciera alguna enfermedad terminal. Su muerte se trata, como corresponde a una divinidad, de una muerte espiritual, una que en su caso se caracteriza porque ya no reina sobre las almas de los mortales, aunque pueda seguir haciéndolo sobre algunos grupos y alguna que otra individualidad. En todo caso, ya no es el Señor de toda esta tierra, y por eso oportunamente Locke en una de sus Cartas sobre la Tolerancia lo invitó a desalojar la plaza pública pues allí no hay ya un sólo Dios sino muchos. Y ello porque hasta en el mismo seno del cristianismo hay muchos dioses, el de Lutero no es el de Calvino ni el de Aquino el de Constantino. Más allá tampoco. El de Einstein, que no juega a los dados, no es el de aquella conocida canción de ABBA, que sí lo hace. ¿Cuál será el verdadero? Todos sepulcralmente se carcajearon al escuchar a uno de ellos decir: “Heme aquí, yo soy el verdadero”.

Dostoievski y Nietzsche resultan dos pensadores excepcionales en el diagnóstico de la época que nos ha tocado vivir, la época del nihilismo. Esta palabra viene de “nihil”, palabra latina que significa “nada”. Cuando Nietzsche dice que ha llegado el momento del nihilismo se refiere al proceso de secularización, de desmitificación, de desdivinización que ha seguido occidente al menos desde el Renacimiento. El impulso de la racionalidad científica, de la Ilustración, del positivismo, de la quiebra revolucionaria con el antiguo orden político basado en la asociación entre iglesia y nobleza desemboca en este nihilismo que expresa que los valores éticos, morales y políticos no tienen asidero extrahumano, que estos valores carecen de fundamento en Dios alguno, en algún determinismo biológico o en alguna otra fuente que no sea la voluntad del poder humana, demasiado humana. El cáncer resulta malo para nosotros en la medida en que ataca nuestra vida o la de un ser querido, nos amenaza con la temida muerte. Empero, para las células afectadas es un festín de vida. No hay sino alguno que determine nuestro destino, en la naturaleza nada es bueno o malo en sí mismo. En ello consiste el nihilismo, en ese retiro de la fe religiosa y las creencias en fundamentos extrahumanos. De aquí emergen dos actitudes. Una atrapada en el vacío existencial, en la pérdida de sentido de la vida, siempre al borde del absurdo y del suicidio. Otra optimista marcada por la libertad que siente ante ese desfondamiento axiológico, una que, para decirlo con Nietzsche, entiende la vida como la realización de una obra de arte, como un atreverse a crear su propio destino, como un ser para la muerte (Heidegger) en el sentido de asumirla para crearse sin dejarse paralizar por su inevitabilidad. El ser que estamos siendo en estos tiempos pendula entre estas dos actitudes.

Max Weber tomó el testigo de Niezsche e hizo de este tema funerario sobre la divinidad uno de los centros de su diagnóstico sociológico sobre nuestra época. Su “Ética protestante y el espíritu del capitalismo” describió un mundo cultural que se reencantó a partir de Lutero, Calvino y sus sucesores. En efecto, Lutero reaccionó contra la repugnante corrupción del Vaticano, la que terminó con indulgencias vendiendo al portador puestos en el cielo a cambio de buenos dineros, la que concluyó hasta con cuatro Papas autoproclamados. Lutero quiso volver al cristianismo original pero abrió un melón que contenía una historia irreversible. Calvino lo sucedió y se trastocaron completamente las nociones de trabajo y la práctica ascética religiosa. Cuenta Weber que por primera vez el ascetismo significó separarse de los placeres mundanales pero trabajando y transformando con ese trabajo el mundo. Ya no se trataba de algún terrible castigo instigado por la deseosa Eva, no, el trabajo ya no era el castigo por haber sido expulsados del paraíso y que nos obligaría de ahora en adelante a ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente. No. El trabajo ahora era precisamente lo que Dios quiere de nosotros, el significado último de nuestra creación por el Señor. Su inteligencia suprema y astuta, a modo de Espíritu Absoluto hegeliano, nos ha hecho como instrumentos suyos para continuar su obra de creación mediante nuestros esfuerzos. Este Dios calvinista nos ha hecho administradores, ad-Minister, de sus bienes. Y un buen administrador los multiplica, no los dilapida. Un buen administrador se dedica al negocio que es negación del ocio y lejanía del pecado. Cuenta Weber que esta concepción catapultó el desarrollo del capitalismo moderno allí donde se incubó el protestantismo, especialmente en Inglaterra y Estados Unidos. Con una ética tan dura del trabajo, de la que hoy nos hablan las prácticas cotidianas de los cuáqueros convencidos, la acumulación e inversión, la ausencia de gasto no productivo, se incrementó una y otra vez. El protestantismo dió impulso a las ciencias naturales como forma de descubrir la grandeza de la obra divina y cómo incrementarla adecuadamente. Dió también impulso a las libertades modernas centradas en torno a los derechos del individuo, pues el protestantismo es profundamente individualista. Muchos otros aspectos debemos al protestantismo, pero no hay espacio aquí para desarrollarlos, ni siquiera mencionarlos. Lo cierto es que al final de esta historia generaciones posteriores se encontraron con grandes fortunas y la muerte de Dios, pues la ciencia natural y la actitud instrumental y capitalista no encontró a Dios por ninguna parte. Lo que sí se logró es un sistema económico, una tecnología y un aparato burocrático que como jaula de hierro nos atrapa. 

Lo que comenzó como un reencantamiento del mundo concluyó en un nuevo desencantamiento, al modo que toda revolución comienza con reencantarse para terminar en el desencantamiento. Sartre lo expresó bien cuando dijo: quiero vivir la revolución, tomar la bastilla y morir en el acto, pues ya después volveremos al orden, al poder-dominación. Llevamos más de un siglo desencantados, profundamente desencantados. Un siglo de distopías, pesadillas que toman forma en obras como las de Kafka, en la plástica de estos cien años o en la ficción cinematográfica. Ha caído el muro de Berlín y la utopía socialista y Dios lleva tiempo sin reinar más allá del camposanto. El individuo de nuestro tiempo está desnutrido de metafísica. La busca con desesperación en religiones new age, en la huída con barbitúricos o votando a las extremas. Otros, en otras latitudes, están encantados pero se muestran también extremistas. Secuestran aviones, los estrellan en torres repletas de inocentes y cosas por el estilo. Creen que todo va bien, que terminarán en una especie de piscina llena de leche tibia y bellas damas. También encontramos gobernantes que hacen de la mentira oficio y al modo de Goebbels practican aquello de que cuanto más grande sea esta más la creerán. El bolero deja paso al reguetón, en lugar de “Señora Tentación” hay que perrear. Son los signos de un tiempo desnutrido en metafísica

¿Qué queda? ¿Ir al gimnasio y mantenernos jóvenes con tintes, bótox y siliconas pues es ésta la única vida que tenemos? !Y por favor no me pongan más “Plástico” de Rubén Blades! Empero, no parece ser este el mejor camino para intentar salir sensatamente de las crisis ecológica y crisis democrática, los temas de nuestro tiempo. Pienso que lo ecológico y lo democrático requieren nutrirse metafísicamente. La democracia hay que entenderla más como un modo de vida, como una ética de la pluralidad y su reconocimiento, que como un sistema político para barajar cada determinado tiempo cargos públicos. La democracia entendida como êthos demanda una cosmovisión pluralista. La cuestión ecológica demanda otra visión de la naturaleza, que es decir del ser. Demanda comprendernos como parte de la complejidad natural, demanda una metafísica en proximidad con Spinoza, Goethe y Schelling entre otros, esto es, entender la naturaleza como una totalidad orgánica, como un sujeto, nunca bajo las coordenadas metodológicas cartesianas e instrumentalistas puestas hoy en función de una sociedad miserable de consumo creciente y obsesionada por el productivismo, siempre atenta al “termómetro” del PIB.

Son los temas de nuestro tiempo, están entretejidos. La pobreza, en cierto sentido, resulta su consecuencia más brutal, Si lo maravilloso de la naturaleza es su diversidad, lo maravilloso de la democracia es que conserva, reconoce y promueve la diversidad de lo humano. Pero esta calificación de “maravilloso” supone dotarse de un polivitamínico metafísico. Esperamos en próximos artículos poder expresar algunos de los contenidos de esta buena medicina para el alma humana, esperamos poder hacerlo sin recaídas en el autoritarismo teórico y la violencia práctica. Todo un desafío.

Publicado originalmente en el portal Aporrea.org el 6 de septiembre de 2024