Javier B. Seoane C.
No hay escape del prejuicio, señaló bien Gadamer. La misma teoría crítica como toda ilustración supone un prejuicio contra el prejuicio. El pre-juicio, aquella base pre-reflexiva desde la cual ejercemos el arte de juzgar, nos limita a la par que nos habilita para comprender. Habilita en la medida en que desde esa base se nos abre un camino para dar cuenta del mundo y otorgarle un sentido. Limita en cuanto niega la posibilidad de pensar lo diferente, lo contrario como lo opuesto. La imposibilidad final de vencer el prejuicio no supone rendirse ante el mismo, entregarse alegremente a una vida prejuiciante. El impulso ilustrado tiene mucho que decir de cara a la maravillosa diversidad cultural humana, pues ya lo hemos dicho en otra parte: si nos maravilla la diversidad biológica de nuestra Tierra también deberían maravillarnos los múltiples senderos que mujeres y hombres han seguido a lo largo de la historia en su titánica tarea de dar sentido al vivir. Sin duda, este maravillar propuesto constituye otro prejuicio del cual parte nuestro impulso ilustrado. En este eterno retorno al prejuicio, cabe preguntarse, ¿qué tan limitantes y qué tan habilitantes resultan nuestros prejuicios? Los del supremacismo blanco, que fumean por los alrededores de Mr. Trump, resultan muy peligrosos para el encuentro y la paz humana, ergo, puede decirse que se trata de una limitación de alto riesgo. Otro tanto han de considerarse las limitaciones de los negacionistas del cambio climático. Amenazan la vida, cuya defensa está entre mis prejuicios, y espero que también entre los suyos amigo lector. Y así sucesivamente podríamos mencionar lo viperino de muchos otros: aporofóbicos, homofóbicos, misóginos…
Hay ciertos prejuicios inveterados en torno al gusto estético en que coinciden la cultura de cierta izquierda presuntamente revolucionaria de verde olivo, la de otra izquierda refinada intelectualmente a lo Theodor Adorno, la de un neoconservadurismo a lo Tea Party e incluso la de cierta melomanía muy “exquisita”. Entre estos prejuicios se encuentra uno que rechaza apriorísticamente las expresiones pop de la cultura contemporánea, bien sea porque se trata de “mariconerías” pequeñoburguesas, mercantilización vulgar de un pseudoarte, desviación abominable de determinado canon clásico o producto banal para el consumo de una masa mediocre y siempre adolescente de sordos, ciegos y lamentablemente no mudos. Yo mismo sostuve durante mucho tiempo un prejuicio contra la música pop (¿se podía llamar “música”?) de los años setenta y ochenta, contra ABBA o los Bee Gees, contra la música disco, contra Village People y tantos otros. Mi formación en nuestra querida Escuela de Sociología y Antropología de la UCV me dotó oportunamente del concepto para volver ilustrado y revolucionario mi prejuicio: eran expresiones de la alienación humana, formas de reificar el mundo capitalista. La falta de contenidos políticos críticos en las letras de esa cosa pop hablaba de su miseria ideológica. Entonces, me negué a comprar acetatos de esa gentuza gringa, australiana, española, sueca. Lamentablemente alguna vez uno se veía obligado a escucharla en algún carrito por puesto debido a los malos gustos radiales de algún impertinente chofer, y peor aún, terminaba tarareando las melodías en la acostumbrada ducha o en la preciada soledad. Pero ocurría que de repente recobrabas la autoconciencia revolucionaria y te dabas cuenta de la porquería que tarareabas, aunque costaba mucho quitarla de tu altavoz interno, de tu mente. Me pregunté si tenía que ir a casa del psicólogo, empero, no podía pues la psicología no es ni puede ser ciencia revolucionaria.
Un día se desplomó mi prejuicio, como suelen desplomarse los prejuicios, como se desploma la seguridad que sientes al pisar el duro suelo ante un temblor. Una entrevista a Manuela Carmena, ex-alcaldesa de Madrid, viejita coqueteante con un ecosocialismo abierto, una de aquellas abogadas laborales que por unos pocos minutos se salvó de morir fusilada en la masacre de Atocha (24 de enero de 1977) perpetrada por un comando fascista tardofranquista, fue el volcán que irrumpió e incineró el pensar que mi inconsciente tarareante tanto traicionaba. En un pasaje de la entrevista aquella mujer dijo, no me acuerdo bien con qué motivo, que le gustaba ojear revistas de modas pues contribuían a la formación de su carácter democrático, revistas, más bien muestrarios de una desenfadada diversidad de presentarse lo humano, de jugar con lo posible. Uno esperaba de la ex-militante de izquierda radical, feminista y sindicalista, que dijera que las revistas de moda expresaban la banalidad de una sociedad enferma de un consumismo nihilista. Pero no. Quizás sin negar que también hay algo y hasta mucho de esto último, también ha de admitirse la lectura de Carmena, como la de mi madre ante las revistas de decoración de interiores. Paul Ricoeur aconsejó que nuestras interpretaciones no se conformen sólo con la voluntad de sospecha sino que comprendan del mismo modo una voluntad de escucha. La primera, la sospecha, rastrea el poder y la dominación tras el objeto de interpretación, rastrea las exclusiones. La segunda, la escucha, rastrea el sentido positivo de dicho objeto, su razón de ser, su apuesta en el juego de la vida. Sospecha y escucha, no lo olvidemos si buscamos más habilitación ante nuestras limitaciones. Manuela me invitó a escuchar.
Llegados aquí, en estos días sorprende que una de las canciones del grupo sueco ABBA, Dancing Queen, grupo extinto hace más de cuatro décadas, ha batido el récord de visitas en YouTube con más de mil millones de visualizaciones. ABBA, acrónimo de los nombres de sus cuatro integrantes, irrumpió mundialmente en el concierto musical pop en mayo de 1974 en el conocido festival de Eurovisión. Dos chicas jóvenes y dos chicos de origen vikingo se presentaban con escandalosas ropas satinadas, unas largas botas estrafalarias y un tema de amor que aludía a la conocida batalla que derrotó a Napoleón: Waterloo. Un suceso histórico relevante era “banalizado”. Después, y durante siete años más se sucedieron muchos éxitos más: la mencionada Dancing Queen (Reina del baile), Chiquitita, Fernando, Mamma mía, The winner takes it all (El ganador se lo lleva todo)... Canciones que no dejan de tener complejidad musical, interpretadas por muchas de las principales orquestas sinfónicas del mundo, versionadas muchas veces y en muchos idiomas, llevadas al cine en el musical “Mamma mía” (2008) con actores de primera línea encabezados por Meryl Streep y luego recorriendo los mejores teatros del planeta, entiendo que se está montando en la próximas semanas en nuestro “Teresa Carreño”, ABBA es un fenómeno musical intergeneracional que resiste el tiempo superando cada vez más a sus seguidores.
¿Qué encuentran nuevas generaciones en la performance musical de un grupo como ABBA, tan y tan adultocontemporáneo, por no decir de la tercera edad? La pregunta es capciosa. No pretendamos una respuesta única a esta interrogante. Cada quien ofrecerá la suya, pues cada pieza sea musical, literaria, pictórica, cinematográfica, etc., se actualiza con cada lector, con cada espectador. Es decir, cada texto cultural, como lo puede ser una canción o un poema, lleva en potencia múltiples interpretaciones que se actualizan, se realizan, cada vez que una persona se encuentra ante el mismo. Esto no conduce a un subjetivismo de la talla de que cualquiera interpreta lo que caprichosamente le da la gana. No. Cada quien lo hace desde su vivir una vida configurada en la complejidad de sus dimensiones contextuales: su cultura, su sociedad, su época con sus necesidades y anhelos, su experiencia personal vital, con su niñez y adolescencia, con su Aleph borgiano donde en un instante se recuerda aquel gesto materno, aquella colorida sábana de aquella cama, aquel primer beso saliendo del liceo. Vivencias personales, muy personales y a su vez arraigadas en un tiempo histórico compartido. Las canciones pertenecen a esas vivencias. La música es un lenguaje universal, cósmico, dijeron muchos y Schopenhauer también. No hay respuesta única, si bien las dictaduras de toda índole quieren imponernos una sola forma de responder. Lo musical se resiste a las ambiciones de la autoritaria y gélida racionalidad, al mismo tiempo abre la ventana de una razonabilidad que jamás niega el caleidoscopio emocional.
En fin, volviendo al extraño caso de ABBA, muchos han dado su respuesta. John Lennon se sorprendió por la fuerza musical de un tema como “Dancing Queen”. Sobre esta mismo pieza más de una terapia psicológica lo recomienda como tratamiento complementario contra el pesimismo, mal tan extendido entre nuestros jóvenes actuales. Otros lo interpretan como un canto feminista a la libertad, mientras se sabe que se presentó como regalo de la criticada boda real sueca entre el rey Carlos Gustavo y la plebeya Syivia Sommerlath en junio de 1976. Interesante, el regalo de bodas no le canta al Rey sino a la plebeya, lo que recuerda a cierta interpretación prodemocrática de las Meninas de Velázquez, que dejamos para otra ocasión. De ABBA prefiero la canción de la derrota, su canto de cisne como grupo, “The winner takes it all”. El ganador se lo lleva todo, el perdedor se queda pequeño, dice. En especial, hay un pasaje que habla de que allá arriba, probablemente en un mítico mundo vikingo, los dioses, tan fríos como el hielo, lanzan sus dados sin piedad y aquí abajo alguien gana y otro pierde. Dioses gélidos jugando al azar con el destino humano. Dura asociación de una ontología cuántica con la letra de una canción, asociación desafiante del vértigo que padecía el genio de Einstein al afirmar que “Dios no puede jugar a los dados con el universo”. Pues sí, hay mundos en que la divinidad se divierte con los dados y salimos derrotados. En otro registro bastante diferente, la canción la asocio con otra de Joan Manuel Serrat que tiene por motivo a Don Quijote: “Vencidos”. El pesimismo schopenhauriano nutre mi interpretación. Pero mis lecturas no serán las tuyas, afortunadamente para nuestros andares por este mundo. Lo cierto es que ABBA parece tocar muchas fibras, vaya usted a saber cuántas.
No hay modo de agotar los ensayos de respuesta. Más allá de una canción en particular, vale la pena conservar de ABBA como de otras expresiones pop de aquella época posteriores al 68, la impronta de grupos como de “The mamas and the papas” se deja ver en los suecos y no solo en ellos, la revolución en la forma. Quizás sus contenidos sean políticamente “apolíticos”, cantos mayoritariamente dirigidos a la alegría de vivir, aparentemente sin mayores contemplaciones sobre los problemas que aquejan a millones de personas. No obstante, la forma expuesta mediante sus composiciones, nada ortodoxas mezclando géneros y estilos, y mediante sus presentaciones rompiendo con las “buenas costumbres” en el vestir sin recurrir a pornografía balurda alguna, invitaron e invitan a que cada quien haga de la vida una obra de arte (Nietzsche), a que cada quien se exprese con libertad y a su gusto, con desenfado, dejando que los otros lo hagan igualmente. La forma contiene ya un contenido, un cierto éthos sobre nuestro estar en el mundo. Por algo ABBA, tan renuente siempre a meterse en asuntos politiqueros, demandó que se impidiera el uso no autorizado de sus piezas musicales en la última campaña de Donald Trump. Probablemente ABBA junto a otras expresiones musicales pop tan cercanas al 68, e hijas tanto de los triunfos como de los fracasos de ese 68, hoy sirvan como inconscientes himnos contra la ola fascistoide de la ultraderecha global y alerten, al mismo tiempo, contra la amenaza de que ultras de otro signo ideológico surjan en consecuencia.
Hemos hecho un guiño a la hermenéutica de Manuela Carmena. Cual niños, tomados de la mano de ella podríamos llegar a mayores elaboraciones. ¿Hasta dónde puede separarse tan kantianamente “forma” y “contenido”? ¿Acaso no hay un momento de verdad en aquello de que el medio es el mensaje (McLuhan)? ¿No ha de entenderse un éthos democrático como un acuerdo en el desacuerdo pacífico de las formas, es decir, de los contenidos? ¿No ha de suponer el ejercicio ético de cualquier crítica la voluntad crítica de criticar la propia crítica? Además de sospechar, ¿no se requiere escuchar? ¿Abrirse a la escucha del otro? Ojo: escuchar no es oír. Hay quien no escucha pues solo oye el ruido del motor de una lavadora, y oyéndolo tampoco escucha lo que puede haber en el sonido de tal motor, como seguramente nos diría el compositor John Cage. ABBA, Village People, The Carpenters, The Rollings, Los terrícolas, Los impala, Bee Gees, Formula V, son una muestra de la diversidad musical, resistencias a los modos únicos de pensar de una cultura que sin hablar directamente de política nos dice “Let it be”, una cultura que resulta éticamente política en cuanto que anarcofashion.
Publicado originalmente en el portal Aporrea el viernes 25 de julio de 2025: Artículo