viernes, 21 de febrero de 2025

Urge una revolución cultural para nuestra Venezuela

 Urge una revolución cultural para nuestra Venezuela

Javier B. Seoane C.

Nuestro ser colectivo y personal es un ser en un mundo que se configura en y por un entramado complejo de significaciones que develan determinadas formas de presentarse los fenómenos. Nuestro mundo está pre-constituido hermenéuticamente, hemos accedido al mismo desde nuestra primera infancia por medio de las diversas agencias de socialización: familia, escuela, medios de información y comunicación social, iglesias, organizaciones comunitarias, etc., Desde esa pre-constitución se manifiestan los entes como fenómenos. La totalidad de estos entes es el mundo, aquello que está a nuestro alrededor, que es nuestra circunstancia (Ortega y Gasset) y que, por ello, no puede entenderse como mundo natural deshistorizado. Antes, es un mundo histórico, pues su ser interpretado e interpretante se ha realizado en los avatares humanos del tiempo. En otras palabras, toda conciencia de fenómenos es ya una interpretación. Toda interpretación, a su vez, es la configuración de sentidos de un momento determinado en el despliegue de la historia humana.

La condición humana, que no naturaleza humana, es, así, una condición hermenéutica en la que, en su actitud natural (pre-reflexiva), se abre como horizonte un mundo que es siempre una compleja red de redes de significaciones en la que los entes, los objetos, se descubren de determinados modos y se ocultan a muchos otros. Se trata, en palabras más propias de las tradiciones de las ciencias sociales, una condición cultural en un sentido próximo a como la entendiera Clifford Geertz, pero también en el sentido de que esa cultura se encarna en el día a día de un mundo de la vida (Lebenswelt).

Más que hechos hay interpretaciones de los hechos (Nietzsche), y nunca antes mejor dicho cuando se trata de relatos acerca de la identidad colectiva, de la identidad de un país y de narrar su propio devenir. En cuanto que interpretaciones, no podemos escapar del lenguaje que construye y reconstruye incesantemente lo real, que lo realiza en su decir que es también un hacer. Con Nietzsche, con Heidegger, con Wittgenstein y con Austin, pero también con Gadamer, diremos que el lenguaje es constitutivo del mundo, si bien no resulta su único constituyente. La conciencia hermenéutica arranca de esta otra conciencia de la condición ontológica del lenguaje. 

El concepto de lenguaje que aquí se plantea es, en consecuencia, tan amplio como el famoso enunciado de Heidegger: “el lenguaje es la casa del Ser.” Lo que es, lo que somos, llega a nuestra presencia manifestándose como lenguaje que discurre en forma de interpretaciones que constituyen el sentido de nuestro mundo cultural. Estas interpretaciones nos habilitan para pensar y pensarnos al mismo tiempo que nos limitan. Sin ellas no sería posible contarnos, proyectarnos hacia el pasado al modo de relatos de nuestra historia y proyectarnos hacia el futuro al modo de programas por realizar y que sirvan para corregir lo que consideramos degeneraciones y orientar las regeneraciones anheladas. De este modo, las interpretaciones que discurren por el lenguaje nos habilitan para el pensamiento y la acción. Empero, por otra parte, no hay interpretación, y en el caso que nos concierne interpretación sociocultural, que dé cuenta de la totalidad que somos. Toda interpretación nos descubre una forma de mirarnos, pero nos oculta otras formas de hacerlo. Y por eso toda interpretación limita. De ahí la importancia de saber que siempre estamos instalados en el mundo desde una interpretación, pues este saber resulta condición para mantener una actitud de apertura y alerta ante la diversidad hermenéutica, una actitud que, al final de cuentas, permita ampliar nuestras formas de comprendernos y de comprender al otro. En otros términos, nuestro mundo (cultural, simbólico) tiene ya un sentido, una forma de manifestarse que devela a la par que oculta las posibilidades de ser, pues todo develar es el poner de una intencionalidad permeada por su carácter histórico, jamás la plenitud de un develar. Todo develar oculta insoslayablemente. Se requiere este último reconocimiento como punto de partida para desactivar nuestros lechos de Procustro, para detectar las cavernas platónicas en que habitamos y que muchas veces confundimos con la totalidad del mundo.

Como sentido, repetimos, el mundo es ya interpretación y nosotros, como seres-en-el-mundo (Heidegger) estamos constituidos desde interpretaciones. Nuestro ver las cosas no resulta ingenuo: es un mirar, esto es, un ver-dirigido-a, un ver intencional. En el infinito horizonte nuestro ver se fija intencionalmente, recorta la infinitud en un nuevo horizonte ahora finito. Intencionalidad no significa aquí sujeto consciente, claro y distinto, cartesiano. Se trata de la intencionalidad a lo Brentano: ver inevitablemente un algo, dirigirse fenoménicamente a un algo. Por ejemplo, ver (mirar) los objetos como algo independiente de los sujetos es un verlos ya dirigidos (mirarlos) desde una interpretación como algo. Y verlos así es ineludiblemente dejarlos de ver de otro modo, de otros modos que se nos ocultan: no sé cómo no los veo (miro). Esta conciencia hermenéutica permite deconstruir nuestra forma de pensamiento y disposición en el mundo para recuperar un pensar el pensar. Impensar para liberar el pensamiento. Pero este recuperar tiene un límite hermenéutico: nuestra facticidad, historicidad, temporalidad, obliga irremediablemente a pensar siempre desde un lugar, desde un mundo. Nuestro esfuerzo deconstructivo resulta finito, sólo el silencio, la aniquilación, la anulación de todo lenguaje puede impedir que volvamos a limitarnos. Pero la aniquilación es la imposibilidad de ser. No hay, entonces, escape: el lenguaje es la casa del Ser. Y el lenguaje muestra y oculta, la palabra trae a la presencia algo, señala, pero oculta aspectos de ese algo y de otros “algos”. El lenguaje constituye el mundo y dentro del mismo a nosotros como parte suya; toda analítica epistemológica de sujeto-objeto que olvida su carácter abstracto es ilusoria en el peor de los sentidos de esta palabra. 

El lenguaje se manifiesta de diversos modos: mitos, poesía, artes, discursos científicos, filosóficos, religiosos, etc. Las identidades colectivas se expresan históricamente en estas diferentes maneras. Por otra parte, los juicios sobre crisis sociales, económicas, políticas y culturales se asocian precisamente a ciertas formas de comprender la identidad. Lo que entra en crisis es una identidad en el sentido de que toda crisis es crisis de algo, de una entidad. Identidad y crisis se expresan en el lenguaje. 

En “Origen y meta de la historia”, Karl Jaspers expresó bien lo relevante de nuestra interpretación para nuestras prácticas humanas: “La imagen de la historia se convierte en un factor de nuestra voluntad, pues la manera cómo pensemos la historia limita nuestras posibilidades o nos sostiene por sus contenidos o nos desvía tentadoramente de nuestra realidad.” (Alianza editorial, 1985, p. 297). Si seguimos hablando de Venezuela sólo en términos de nuestros recursos mineros y naturales, de nuestras reservas de petróleo, pues fácilmente limitamos muchas otras posibilidades de ser. Nos confinamos a ser exportadores de naturaleza (Coronil), quedamos atrapados en la ya tradicional malla del rentismo. Y este es un problema muy frecuente entre nuestros actores políticos. Reproducen un discurso que nos persigue desde la colonia. Y es que lo que podamos decir sobre el rentismo descansa en interpretaciones de segundo grado, cuando no en otras de mayor grado: interpretaciones de y sobre otras interpretaciones. A final de cuentas, no hemos sacado de una chistera lo del rentismo en Venezuela, sino que desde pequeños lo hemos escuchado y luego lo estudiamos siguiendo textos, cruzando discursos, leyendo novelas y cuentos; viendo nuestras películas y telenovelas; considerando nuestro teatro; observándolo en las representaciones de nuestras artes plásticas y en la escucha de nuestra música; persiguiendo los fantasmas de dicho rentismo en nuestro transitar por las estrechas y a veces hasta ausentes aceras de nuestra cotidianidad; por los relojes públicos carentes de toda obsesión por la precisión y la puntualidad; por los “carritos por puesto” que partirán ”cuando se llenen”; por un tráfico automotor para el que todo lo que es posible resulta efectivamente posible; por semáforos que dan señal verde a peatones y vehículos al mismo tiempo ─y no por falla alguna en el sistema que los cronometra─; por los malos olores de una ciudad a la que poco preocupa el turista, tan poco que ni señalamiento adecuado posee y tampoco una racionalidad única en las direcciones. 

El rentismo se refuerza más aún como lógica cultural en el siglo XX de Venezuela a partir de una economía política basada en las rentas obtenidas por la explotación petrolera. ¿Cómo se ha concebido dicho rentismo en Venezuela por parte de interpretantes significativos (intelectuales, políticos, artistas)? La reconocida investigadora María Sol Pérez Schael llama la atención sobre tres visiones iniciales acerca del rentismo derivado de la explotación de los hidrocarburos, cada una de ellas descansando en textos de relevantes personajes de la Venezuela del siglo XX, a saber: Alberto Adriani (1898-1936), Arturo Uslar Pietri (1906-2001) y Rómulo Betancourt (1908-1981). A estas tres, como cabe esperar, agrega la suya propia sustentada por el olvido de los hidrocarburos como fuente de energía. Para Adriani se precisaba forjar una mentalidad productiva en el país para que la renta petrolera fuese debidamente invertida en un robusto crecimiento socioeconómico de la nación. Para Uslar se precisaba también “sembrar el petróleo”, tornarlo productivo para evitar que pasara lo que, a su entender, pasó: que el país se volvió un parásito del Estado distribuidor de la renta. Para Betancourt, la explotación petrolera puso a Venezuela en la órbita de la dominación imperialista que nos condenaría al subdesarrollo. Más recientemente, “El Estado Mágico” de Coronil entiende que el rentismo en Venezuela, que tornó parásito del Estado al país, fue un proceso estrechamente condicionado por la precariedad de las instituciones políticas, económicas y sociales existentes para 1914. Esta debilidad hizo casi inevitable el devenir de una fuerte dependencia rentista de la explotación de los hidrocarburos. En cambio, Urbaneja en “La renta y el reclamo” opone a esta visión sistémica limitante de la voluntad humana otra que se basa en las elecciones que en determinados hitos históricos (el último quinquenio de Gómez, el período de Pérez Jiménez y el primer período de Carlos Andrés Pérez) tomaron actores políticos en función de una serie de variables vinculadas a la sustentación del poder político. ¿Fue la estructura rentista producto de la voluntad política de los actores o dependencia generada por la forma sistémica de integración al mercado mundial? Más bien, ¿no serán estos dos puntos los extremos de un eje hermenéutico que va del voluntarismo al determinismo y en el que caben interpretaciones con matices muy diversos? Adicionalmente, si de voluntad política se tratase, ¿es esa voluntad una buena voluntad o una voluntad de dominación? Y si fuese más bien cuestión de determinación sistémica por, por ejemplo, nuestra incorporación tardía al sistema capitalista mundial como proveedores de energía fósil, ¿se trata de un determinismo que descansa en la dominación del capital o de factores muy diversos no necesariamente asociado al ejercicio del poder internacional? De este modo, ¿no estaríamos más bien aquí ante otros dos puntos extremos de otro eje hermenéutico que, en este caso, va de interpretaciones sustentadas en la sospecha (Ricoeur) de la dominación hasta otras sustentadas en la escucha (Ricoeur) del sentido en que fuimos determinados por factores que no podíamos controlar? En este otro eje, ¿no caben también interpretaciones con matices muy diversos?

En todo caso, el rentismo actual resulta una cultura extendida socialmente que tiene sus anclajes en la configuración del modelo económico y político que se implantó en Venezuela a partir de la obtención de rentas provenientes, fundamentalmente, del cobro de royalties e impuestos a las compañías extractoras de petróleo ─primero transnacionales extranjeras y luego nacionales─ y que, en esta dirección, dotó al Estado de crecientes recursos en divisas extranjeras no provenientes de la capacidad productiva nacional sino de clientes de la economía internacional. A partir de estas rentas, que aparecen en el marco de una economía de base agraria tradicional, en gran parte precapitalista, integrada precariamente al mercado mundial con la exportación básicamente de café y cacao, el Estado venezolano se convirtió en el principal ente capitalista del país. Desarrollando diferentes modelos de modernización según los proyectos políticos que en determinadas épocas se impusieron en el transcurrir del último siglo, el Estado se convirtió en el motor dinamizador de la economía toda. Con los grandes cambios en materia económica aparecieron del mismo modo relevantes cambios sociales (urbanización creciente del país, amortiguación de los conflictos entre clases y estratos sociales, por ejemplo), importantes cambios políticos (surgimiento de los partidos y movimientos políticos contemporáneos así como de prácticas populistas) y significativos cambios culturales (entre otros aspectos, cabe reseñar, el resurgimiento del mito de El Dorado ahora en clave de oro negro, consumismo creciente, reforzamiento de la viveza o picardía tradicional). En todo caso, el modelo rentista suscitó una serie de beneficios que no se correspondieron con el esfuerzo productivo requerido para alcanzarlos. A la par, el modelo originó igualmente importantes distorsiones en los sistemas económico, político, social y cultural de la sociedad nacional (falta de diversificación de la economía, falta de emprendimiento económico, disociación entre trabajo y productividad, paternalismo de Estado, clientelismo político, burguesías parasitarias, sobrevaloración de la moneda nacional, disociación del sistema educativo de la productividad económica).

La base rentista del Estado descansó en la lógica de la economía nacional y sus modos de vincularse a la división internacional del trabajo y el mercado mundial a partir de la explotación petrolera, ya determinante desde la década de los treinta del siglo pasado, El rentismo impulsó una vida económica condicionada por la llamada enfermedad holandesa, una sociedad y cultura marcadas por el consumo y el “nuevorriquismo”, así como una práctica política de corte populista y que magnificó el poder del Estado sobre el país incrementando diferentes tipos de autoritarismo y corrupción administrativa ─y no sólo administrativa. Llegados aquí, urge darnos otra interpretación, emprender una revolución hermenéutica de nuestro ser venezolano, uno que realmente nos dé otra ruta de navegación, una más amable con nuestra naturaleza, una que construya una democracia que realmente empoderé al venezolano y realce su capacidad productiva, una que nos saque de esta miseria. Se trata de una revolución cultural de nuestra forma de contarnos para habilitar mediante la acción colectiva muchas de las potencialidades humanas que efectivamente disponemos.

Publicado originalmente en el Portal Aporrea el 21 de febrero de 2025: Enlace

viernes, 14 de febrero de 2025

Entre consenso y disenso. Democracia y ciencias sociales

Javier B. Seoane C.

El martes pasado celebramos en Venezuela el día de la sociología y la antropología, dos de las ramas fundamentales de la ciencia social.  Queremos mostrar la relevancia que para nosotros tienen estas ciencias de cara a uno de los temas de nuestro tiempo, el de la democracia, que no la reducimos a la dimensión del poder político sino que la comprendemos como eticidad, como valores que queremos que configuren nuestro ser social y personal, valores y actitudes centrados en torno al más profundo respeto a la diversidad humana, al pluralismo existente entre nosotros, pluralismo y diversidad que no se agotan en la tolerancia, en el mero soportar al otro, que es lo que significa este término en su origen latino. No. El pluralismo y la diversidad democráticos ambicionan al reconocimiento del otro. Por supuesto, no del otro que quiere suprimirnos, y hasta aniquilarnos. Pues también la democracia en tanto que eticidad surge de la necesidad de la paz. Ya que somos inevitablemente diversos tenemos dos caminos, o tratar de eliminar al diferente o procurar construir un hogar compartido para una cohabitación que aspire a la convivencia. El primer camino es el conflicto, la guerra. El segundo la paz. Queremos, entonces, aproximarnos a uno de los tantos aspectos en que las ciencias de la sociedad y de la cultura aportan a la construcción de una eticidad democrática. Lo haremos siguiendo a dos estudiosos muy relevantes de nuestro presente, Jürgen Habermas y Chantal Mouffe.

A juicio de Habermas, el propio desarrollo histórico y epistemológico de las ciencias sociales revela un tipo de racionalidad comunicativa. Una racionalidad no reducida a lo estratégico e instrumental, sino dirigida al entendimiento del otro y de uno mismo. En estas disciplinas, el rechazo temprano del reduccionismo positivista llevó a una progresiva legitimación de la postura hermenéutica. Por ejemplo, el antropólogo estudia al otro que tiene otra lengua, otras creencias, otros valores, otras formas de proceder ante las exigencias de la vida humana, y tal estudio sólo puede ejercerse por medio de la interpretación y comprensión de esa otredad, de sus lenguajes con sus significados. La actitud comprensiva de la ciencia social con relación a su «objeto» de estudio, que es el otro y nosotros mismos, supone en primera instancia una racionalidad comunicativa en busca del entendimiento, en busca de la comprensión del otro. Así, se puede decir que, en principio, la ciencia social interroga a su objeto (sujeto humano) sin ningún otro interés que el cognoscitivo, el entenderlo y comprenderlo en su actuar. Habermas acuña el concepto de una acción racional comunicativa que se orienta al fin del entendimiento. Como dijimos, no se trata de una actitud instrumental ni tampoco de una supeditada por convicción a un sistema dado de valores que sea ideológico, religioso o de cualquier otra naturaleza dogmática. La racionalidad comunicativa transmutada de la dimensión epistemológica de la ciencia a la formación de una democracia deliberativa es lo que propone Habermas a lo largo de gran parte de su obra. Hablamos de un tipo de racionalidad que supone de entrada la diferencia y que busca el logro de consensos en el marco del respeto a la pluralidad. Su ideal regulativo se basa en el contrafáctico de una comunicación simétrica entre actores, orientada por la lógica procedimental de la teoría de la argumentación para suprimir al máximo las distorsiones comunicativas. Contrafáctico porque no hay tal simetría, tal paridad entre los actores sociales que participan de un diálogo que apunta al entendimiento y a la deliberación. En realidad hay asimetría de acuerdo con las competencias comunicativas y los capitales económico, político y cultural que cada quien tiene a su disposición. Empero, la simetría comunicativa es un ideal regulativo en tanto y en cuanto que regula nuestras críticas y acciones dirigidas a superar las asimetrías generadas por las formas de dominación. Un ejemplo: teniendo en mente el ideal de la simetría comunicativa puedo ejercer una crítica a la educación que no educa para desarrollar nuestras competencias de crítica y de argumentación, competencias que permitan develar las falsedades que la comunicación distorsionada, ideológica, aquella que quiere imponernos unas creencias, ideas y formas de actuar mediante una retórica orientada por intereses estratégicos de dominación. Si la educación no nos forma en esas competencias ni tampoco nos ayuda a comprender las lógicas del poder económico, político y mediático de nuestras circunstancias, entonces, la educación juega a favor de la dominación. El ideal regulativo de una comunicación paritaria y libre, dirigida al entendimiento, me permite realizar esta crítica y, a partir de la misma, emprender acciones encaminadas a superar estas adversidades.  El esfuerzo metodológico comprensivo de la ciencia social modela, a juicio del sociólogo alemán, este tipo de racionalidad amplia que propone como base para una vida democrática efectivamente participativa y protagónica.

Habermas rechaza la negatividad abstracta de Horkheimer y Adorno, sus maestros. A su entender, la crítica de la racionalidad instrumental y estratégica queda en el vacío, carece del paso propositivo teórico-práctico, se mantiene hermética dentro de su propio paradigma cartesiano de la conciencia. De hecho, la obra de sus maestros, como la de otro monumental pensador, Max Weber, concluye en una aporética de la razón pues carecen del concepto de una razón comunicativa. Si la razón es sólo cálculo entonces Auschwitz y las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki son racionales en tanto que perfecto cálculo guiado por criterios estratégico-instrumentales de eficacia y eficiencia, de mayor rapidez, menos costo, mayor calidad en la consecución del objetivo. Pero si Auschwitz y la bomba atómica son racionales entonces la razón es irracional, extermina seres humanos en masa de forma industrializada. Esta es la aporética referida, es decir, una autocontradicción. Para evitar esta aporética y pasar de la crítica a la reformulación de la teoría de la acción y de la racionalidad de cara a una alternativa emancipatoria se precisa apuntar al concepto de una racionalidad comunicativa, algo a lo que ayuda el modelo comprensivo de la acción social propio del análisis de las ciencias sociales.

Mas, la propuesta habermasiana no deja de ser debatida en estas ciencias, se afirma que tiende a un fuerte racionalismo orientado al consenso como ideal, aspira a que una comunicación paritaria mediada por la lógica argumentativa nos lleve a una conclusión sino única sí suficientemente sólida y reconocida por los actores participantes, en tal sentido, nos ha de llevar también a tomar decisiones aceptadas sino por todos sí por una gran mayoría debidamente ilustrada, un aspecto muy criticado por la pensadora belga Chantal Mouffe. Y es que Habermas articulando teorías de la evolución social y teorías sobre la evolución del neonato a la persona humana (ontogénesis), aprecia la emergencia de una racionalidad que se gesta en occidente y resulta convenientemente universalizable, una racionalidad que descansa en una teoría procedimental de la argumentación y que espera constituir un modelo ético-político para el desarrollo consensual de nuestras democracias modernas. En cambio, Mouffe rechaza este consensualismo racionalista. Y no le faltan buenas razones: este consenso puede encubrir las exclusiones de aquellos que no aceptan el modelo racionalista argumental occidental moderno. En otras palabras, con Habermas se corre el peligro de que el diálogo quede fácilmente reducido a aquellos que quieran jugar el juego de la filosofía occidental racionalista. Hay que dejar hablar al otro, y hay que escucharlo, con su otra racionalidad, plantea Mouffe. 

 Mouffe advierte que los participantes en un diálogo pueden encontrarse alienados, por lo que en ese caso resultarían consensuados intereses particulares como si fueran universales. Sería un consenso ideológico. Habermas piensa que un diálogo racional como el que propone supera las distorsiones de la alienación. Demanda que hay que entender la comunicación como inclusión, algo que retoma de los pragmatistas John Dewey y George Herbert Mead, y confía plenamente en la teoría moderna de la argumentación, especialmente la que surge a partir de 1958 con Stephen Toulmin, una lógica argumentativa que se pone en un lugar intersubjetivo que va más allá de la lógica formal y matemática monológica, una lógica argumentativa que, por el contrario, se basa en el diálogo en el que se presentan oposiciones, como ocurre en un tribunal de justicia con las figuras del fiscal y el defensor. Mouffe impugna esta posición como una propia de la cultura occidental, esto es, impugna el carácter universalizable que le otorga Habermas.

Para Mouffe, las formas democráticas no dejan de tener una naturaleza agonística, que no ha de entenderse en un sentido bélico sino en el de una confrontación de adversarios que se reconocen como legítimos bajo un espacio simbólico compartido. Habla de un «pluralismo agonístico», piensa que el objetivo de la política democrática es construir un «ellos» que deje de ser percibido, eso sí, como un enemigo a destruir y se conciba, más bien, como un «adversario», es decir, como alguien cuyas ideas combatimos pero que dispone de todo el derecho a defenderlas. De tal forma, Mouffe reconoce la importancia del consenso, de un «espacio simbólico común» según su propia expresión, de un acuerdo moral mínimo sobre el espacio agonístico, sobre el disenso, que permita desarrollar en paz la relación entre adversarios legítimos. Lo que no acepta es que ese consenso resulte racional y definitivo, pues ello sólo puede conducir a actitudes autoritarias que anulan la diversidad. Y en ello estoy de acuerdo, como también estoy de acuerdo con la propuesta habermasiana del ideal regulativo y contrafáctico de un consenso que incluya a los afectados en la toma de decisiones. Así, más allá de la discusión en torno al racionalismo, Mouffe y Habermas podrían seguramente acordar que el reconocimiento del disenso supone el consenso de fondo de participar en un diálogo razonable por no excluyente y al menos tolerante. Y ello nos lleva de nuevo a la comprensión y a los aportes de las ciencias sociales a nuestro tiempo, unas ciencias sociales que no rehuyen de su origen filosófico y mucho menos de hacer propuestas para una mejor convivencia humana. No solo Mouffe y Habermas nos han propuesto un modelo para construir una democracia deliberativa con claras bases éticas, podríamos sumar a otros, pienso ahora en Katl Otto Apel, en John Rawls, en Seyla Benhabib que introduce una maravillosa óptica feminista y ecológica en ese diálogo democrático, pienso en nuestros pensadores poscoloniales que participan con las voces de latinoamérica, de África, de Asia. Pienso en tantos sociólogos y antropólogos venezolanos que nos permiten comprender nuestros problemas socioculturales y la urgente necesidad de superar nuestro modelo monoproductor minero exportador de naturaleza. Pienso en Jeannette Abouhamad, en Rodolfo Quintero, en Roberto Briceño-León, en Edgardo Lander, en Heinz Sonntag, en José Agustín Silva Michelena, en Samuel Hurtado, en Alejandro Moreno, en María Sol Pérez Schael, en tantos y tantos que no hay espacio para seguir enumerándolos. Las ciencias humanas y sociales, para decirlo con una conocida socióloga, Agnes Heller, son la autoconciencia de nuestro tiempo, una que quiere convertir nuestro sino histórico en destino compartido y debidamente elegido. Lastimosamente están fuera de nuestra educación ciudadana básica y constantemente son vilipendiadas pues resultan muy peligrosas al poder establecido. Como dice Touraine, las escuelas de ciencias sociales, que ya constituyen una forma de confinarlas a guetos universitarios, son las primeras que tiende a cerrar una dictadura, sea la dictadura política de un gendarme o sea la dictadura económica de un capitalismo que no les ve interés mercantil y sí amenaza a sus intereses egoístas. ¿Queremos, efectivamente, promover una democracia participativa y protagónica? Si es así aquí hemos dejado alguna que otra clave.

Publicado originalmente en el Portal Aporrea el viernes 14 de febrero de 2025: Artículo

viernes, 7 de febrero de 2025

Mussolini en la Casa Blanca


Javier B. Seoane C.

No pocas veces hemos insistido que a nuestro juicio tres son los temas de nuestro tiempo, a saber, la cuestión ecológica que afecta a la Vida, a toda forma de vida; la democracia; y, la pobreza. Los tres, y especialmente los dos últimos, están estrechamente entrelazados. Difícil solventar uno sin solventar los otros dos. El camino fundamental para superar estos temas y la crisis global y sistémica que confrontamos indiscutiblemente es la educación entendida como formación del carácter humano (Bildung). El agravamiento de la crisis habla del fracaso de la educación que tanto en la familia, en la escuela y en la sociedad educadora han abandonado esa Bildung, esa formación del carácter.

Lo que exhibe la vitrina política mundial, con contadas excepciones, muestra a las claras la crisis de la democracia. No solamente porque estemos en presencia de figuras autoritarias y tremendistas cuando no prístinamente agresivas, figuras claramente amenazantes de la mínima convivencia internacional. Una reflexión mínima nos llevará fácilmente a entender que fenómenos como Trump, Putin y tantos otros en cualquier latitud de nuestro herido planeta azul son más consecuencias que causas. Una vez elegidos en urnas el problema está en las mayorías sociales que los sostienen no sin cierta popularidad. Y es que la democracia no es un mero sistema político, un régimen de consultas electorales para elegir autoridades para determinados períodos establecidos en las leyes. No. Para que la democracia política sea efectiva, real, se precisa que exista en la sociedad una eticidad democrática, un éthos democrático. John Dewey (1859-1952) lo expresó muy bien hace más de un siglo al definir la democracia como un modo de vida abierto al reconocimiento del otro, de la diversidad, de la pluralidad de manifestaciones humanas que se dan en la convivencia humana pacífica. La democracia, pensaba el filósofo de Vermont, se gesta en la infancia y de ahí la importancia de la educación en cuanto formación del carácter.

Dewey oponía su concepto ético y social de democracia a la pobre democracia política de su tiempo. Pensaba que una sociedad como la estadounidense con claras tendencias mayoritarias supremacistas, racistas, patriarcales, hoy diríamos aporofóbicas también, sólo podía ser una sociedad excluyente, intolerante, y en consecuencia poco o nada democrática. Creo que lo mismo podríamos decir que acontece en el concierto actual de casi todas las naciones. Pero la democracia, la social y la política, no es una cuestión binaria, no es un uno o cero, no es un hay o no hay democracia. La democracia es cuestión de grados. Hay más o menos, o casi nada de democracia. Dicho lo dicho, obvio que pensamos que en la mayoría de los casos ha habido serios déficits de democracia, y en el mundo actual y del futuro próximo todo parece indicar que el déficit aumenta y seguirá en aumento. Las precarias democracias representativas de corte schumpeteriano, es decir, de elección de representantes a los que los electores le dan un cheque en blanco pero debidamente firmado, esas democracias de acuerdos de élites, esas democracias de mínimo grado, también están en extinción en el presente. Sus bases sociales están cansadas y agobiadas, quieren mano dura, y las nuevas élites de la oligarquía tecnológica y financiera mundial están dispuestas a darles con toda dureza. De modo que si siempre hemos estado bien lejos de una democracia plena, hoy no sólo estamos más lejos aún sino que las masas parecen aclamar dictadores por doquier, y cuanto más se parezcan a bufones de palacio más los aclaman.

Dictadores que actúan como bufones no son una novedad histórica. Hace cien años teníamos uno en Italia, Benito Mussolini. Histriónico, grandilocuente, exagerado, amenazante siempre, el fundador del fascismo fue popular hasta que llevó a su pueblo a la miseria, aquel pueblo que orinó sobre su cadáver una vez que en aquella plaza lo colgaron los partisanos en 1945. Sin embargo, en los años anteriores muchos reían sus gracias y no le creían capaz de llegar muy lejos. Y probablemente no hubiese llegado tan lejos si no hubiese sido porque en un país vecino un gran admirador suyo, seguidor de su histrionismo, estudioso de los gestos de los cantantes de la ópera para imitarlos en público, lo obligara a llegar mucho más lejos de lo que él quería. Hablamos de la relación entre Hitler y Mussolini y de lo que a este último le costó. Eso sí, a la humanidad le costó mucho más de sesenta millones de asesinados. Si nos dejamos guiar por el temple de showman de Il Duce hoy podemos decir que Mussolini está en la Casa Blanca, ha regresado a la Casa Blanca. Empero, hay una diferencia. Este Mussolini actual tiene mucho más poder destructivo, altamente tecnologizado. Dispone de cuantiosos recursos económicos y militares y parece no tener adversarios que se opongan a su ególatra voluntad. Por eso seguramente ya no ocurrirá que el admirador de un país vecino lo empuje al desastre. Lo más probable, escuchados sus aberrantes planes con la franja de Gaza, con el pueblo palestino, así como escuchados otros planes suyos más, es que el Mussolini que es Trump se transforme fácilmente en un Hitler. Como bien subrayó Adorno sobre aquella escena de “El Gran Dictador” de Chaplin en la que el barbero, el elector, se voltea a la cámara y aparece con el rostro de Hitler, el elegido.

Publicado originalmente en el Portal Aporrea el 7 de febrero de 2025: Artículo

viernes, 31 de enero de 2025

Más cosmos, menos universo

 Javier B. Seoane C.

Subámonos a una imaginaria máquina del tiempo y visitemos el siglo XVI europeo. No. No se trata de un ataque eurocentrista de mi parte ni tampoco un ejercicio de ficción a lo H. G. Wells. El caso es que aquella Europa conquistó y colonizó el planeta, impuso la primera globalización si se quiere. Salió de su creencia geográfica de que el Mediterráneo era el centro de todo, si bien mantuvo la creencia provinciana de que su racionalidad era la racionalidad toda. Lo del siglo XVI tampoco es un capricho. Precisamente allí se cultivó dicha racionalidad provinciana, una que todavía domina sobre el creciente desierto rojo (Antonioni, 1964) de nuestro tiempo. Pues bien, aquellas mujeres y hombres del siglo XVI europeo fueron testigos del desplome del cosmos y del nacimiento del universo. Empecemos por el primero, por el cosmos.

Los occidentales antiguos y medievales habitaban en un cosmos. A su alrededor había una preciosa luminosidad estelar supralunar. Abajo, aquí en la tierra, en el mundo sublunar, el movimiento, la necesaria búsqueda del lugar adecuado, marcaba la existencia de esta terrícola naturaleza. En su totalidad, el cosmos se concebía finito y lo que es finito centro tiene. Así, con la llegada del cristianismo se reforzó que habitábamos el centro del cosmos. La diferencia radicaba en que ahora el cosmos era creación divina mientras que para la visión dominante aristotélica era increado. En todo caso, creado o no creado, el cosmos habitado se caracteriza por su finitud y nosotros estamos en el centro. La palabra “cosmos”, como bien decía el profesor Alfredo Vallota en sus maravillosas clases, tiene aire de familia con la palabra “cosmética” en tanto que ordenamiento bello y jerarquizado de un mundo, sea este el rostro, cuerpo humano o la totalidad de las cosas. El cosmos resultaba tan ordenado y jerarquizado en lo supra y lo sublunar, en lo de arriba y lo de abajo, como ordenada y jerarquizada se nos presenta una catedral gótica desde el pórtico hasta el altar. El correlato sociológico de esta cosmovisión (Weltanschauung) fue la sociedad estamentaria medieval. Nobles, señores y siervos en su respectivo sitio, reproduciéndose entre ellos. Al margen, en los burgos, la naciente burguesía en forma de artesanado. El mundo como Dios lo ha querido y nosotros, creados a su imagen y semejanza, pero soportando el corporal castigo del pecado original, estamos en el centro.

Dividido en estamentos y partes, unas abajo y otras arriba, el cosmos se definía por su unidad. En la tónica de la ilustración ateniense y su llegar a Aristóteles es un sujeto, todos somos predicados del mismo. En el devenir del cristianismo se vuelve objeto por ser creación del sujeto supremo: la voluntad de Dios. En todo caso, conserva su unidad, unidad que sufrió una gran explosión, un Big Bang, para los europeos del siglo XVI. No podemos contar en este espacio los motivos del gran estallido, digamos que ocurrió y de allí emergió gradualmente el presente universo. El atrevido de Colón retó la planitud sub-lunar y los portugueses desafiaron el presunto infierno del África subsahariana. El planeta se volvió esférico, a pesar de los terraplanistas actuales y de otrora. No obstante, algo marchaba mal con las astrales cartas de navegación hasta que un astrónomo polaco puso a girar el planeta, junto con otros, alrededor del Sol. Luego, el alemán Kepler perfeccionó con elípticas órbitas los descubrimientos de Copérnico. Y así amigo lector, en nuestro imaginario viaje al siglo XVI la incertidumbre nos acongoja, como suele ocurrir en épocas de grandes derrumbes del mundo. Lo que nuestros abuelos y maestros nos enseñaron como cierto: la planitud y centralidad de la Tierra ahora resultaba falso. Había incluso otros lugares con extraños humanos ¿O no serán humanos? ¿Tendrán o no tendrán alma? Buscando otras rutas a indias decenas de mujeres y hombres van apareciendo con distintas costumbres. ¿En qué autoridad hemos de confiar si las que dábamos por doctas han vivido en milenario engaño? ¡Hasta el cristianismo tuvo su gran estallido a partir de Lutero en 1517! El Vaticano se volvió un centro más en un universo policéntrico. Pues en materia religiosa no dejaba de ocurrir lo que en materia astronómica ocurría. El universo que nacía ya no tenía centro ni era finito. Lo infinito que sigue en curso de su infinitud carece de centro. El terreno para Galileo ya estaba fértil, y todo a pesar de la Santa Inquisición que purificó a Giordano Bruno en la ardiente pira aquel febrero de 1600. También fértil era para el liberalismo de Locke y su exigencia del retiro de Dios de la plaza pública. Pronto, en el XVII reinarán nuevas certezas, mientras en el interín, Montaigne funda el ensayo moderno y cierra el XVI con el lamento de que ya no hay en qué creer ni en quién creer.

En el marco de este desasosiego nace propiamente la época moderna, el gran estallido da lugar al universo. Con sus diferencias pero con un mismo propósito Bacon y Descartes trazarán los caminos iniciales. Para ambos, la preocupación será la búsqueda de la certeza, de conocimientos firmemente fundados. Ya no podemos seguir creyendo en las vainas que nos contaban los abuelos y las autoridades santas y no tan santas. Y la preocupación se vuelve en ellos obsesión metodológica. Un “Novum Organon” (Nuevo Método) propone Bacon para leer bien el libro de la naturaleza y extender nuestro dominio sobre el mundo, conociendo mediante la investigación empírica las causas de los efectos para manipularlas allí donde sea posible hacerlo. Saber es poder, sentencia el sabio canciller de Inglaterra Francis Bacon en 1620. En la otra orilla de Europa, en Francia, formado por los jesuitas surge el genio de Descartes. Su preocupación es semejante. Unas reglas para dirigir bien la mente y luego un célebre “Discurso del Método”. Todos nos hemos visto con Descartes en algún momento de la enseñanza escolar. Nos topamos con la geometría cartesiana o analítica. Seguramente se nos presentó muy rara. Ya no jugábamos con figuras planas o sólidas, sino con ejes horizontales y verticales y un mundo aritmético. Descartes desconfiaba de los sentidos, su mundo no eran esferas o tetraedros hechos en cartulina. Bastaba la pizarra y la tiza para hacer geometría, para expresar lo que ya estaba en nuestra mente. Gran matemático y geómetra, Descartes traza el camino racionalista de la modernidad temprana. A partir de unos principios se deducirá todo lo demás. La primera regla de su método dirá que hay que dividir lo compuesto en sus partes más simples. El universo cartesiano, el baconiano también, el moderno por supuesto, se compone de partes simples. La actitud del conocimiento será entonces el análisis. Descomponer para construir de nuevo, descomponer para dominar. La actitud: conquistar la naturaleza y someterla a nuestra voluntad. “De lo que se trata es de conquistar el mundo”, dirá Cerebro a Pinky siglos después.

¿Puede concebirse el universo como un compuesto de partes simples que adquieren distintas formas? ¿Puede centrarse todo método para el bien conocer sólo sobre el análisis (el descomponer)? ¿Serán sinónimos “compuesto” y "complejo”? La actitud analítica de la racionalidad moderna ha descubierto en los secretos de la naturaleza un mundo que ciertamente ha permitido inventar maravillas. Habitamos un universo humanamente tecnologizado gracias a esta actitud y la creatividad de nuestro pensar. Empero, quizás hoy topamos con claridad y distinción con una serie de problemas para cuya resolución la actitud analítica nos ciega. Entre nosotros hubo quien prometió sanear el Guaire y hasta donde tenemos noticias donó varios cientos de miles de dólares para hacer lo propio con el Río Hudson en New York. Ojalá llegué el día en que efectivamente se inviertan los recursos económicos para recuperar nuestro Guaire. Pero para que la promesa se realice no serán suficientes todos los millones disponibles, hace falta recuperar más allá del Guaire los sistemas ecológicos de los que forma parte, hace falta comprender el problema del río en su complejidad. No se trata de un compuesto que el análisis dilucide en sus partes, pues aquí no hay partes sino procesos continuamente emergentes. El problema exige una actitud cognoscitiva orientada a descubrir, dar cuenta y tratar con la complejidad del asunto, una actitud sintética y holística que apunte a una unidad dinámica. Complejo viene de complexus que significa lo entrelazado, entretejido por diversas y múltiples hebras, factores que al conjugarse dan lugar a propiedades nuevas con una lógica propia. No se requiere simplemente desarmar un juego de lego, se precisa comprender la magnitud de la cantidad de factores creativos intervinientes en un proceso. Sanear el ambiente, recuperar los nichos ecológicos en los que anida la Vida, no pasa sólo por reunir a biólogos y químicos para encarar el asunto. Demanda la conjunción de equipos multi e interdisciplinarios dispuestos a interactuar entre sí y con los saberes no disciplinarios. Exige convocar una fiesta de conocimientos y saberes para celebrar el diálogo entre ellos. Demanda convocar a las comunidades que habitan en sus riberas y más allá de estas. Pasa por el autorreconocimiento de la racionalidad y los valores que nos dominan y mediante los cuales actuamos y causamos daño y nos dañamos. En consecuencia exige otra educación y una ética del cuidado, más de signo cultural femenino que masculino.

El desastre ambiental, la crisis ecológica, es el tema de nuestro tiempo, el tema de la Vida misma. Convertido el bufón estadounidense en Rey la cosa pinta peor para los próximos años. El acuerdo de París termina de desmoronarse y otros bufoncitos de corte aspiran a gobernar en Europa occidental. Estemos atentos a las elecciones alemanas de febrero. En otras latitudes el socialismo carnívoro depreda con furia la naturaleza que va quedando a su disposición. La jaula está cada vez más cagada y el poder establecido no está para limpiarla. No obstante, más allá de esto, cuando incluso el tan mentado Partido Verde alemán ha propuesto con todo cinismo quemar más carbón para cubrir el déficit energético generado por la invasión a Ucrania, parece que el problema es más de fondo. Cuando los que se suponen llamados a repensar nuestra relación con la Vida están dispuestos a seguir intoxicándonos hay que revisar la ideológica racionalidad que nos gobierna. El problema en que estamos no se solucionará con más análisis, con más atomismo o con más ratio technica. Resulta imperativo pasar a la síntesis, a la comprensión de que la naturaleza es también sujeto y no mero objeto. Tomarnos en serio el argumento de Spinoza contra Descartes de que no tiene sentido andar postulando tantas sustancias diferentes: Dios, nosotros y la naturaleza. ¿Para qué tanto? Spinoza parece hacer uso de la navaja de Ockham. Nos dice: hay un todo, no varios. Deus sive natura, Dios o naturaleza. Es lo mismo. Un sacerdote jesuita me decía semana atrás en la UCAB: nos hace falta una dosis de panteismo. Está en lo cierto. Me guardo su nombre para que no lo excomulguen.

Entendernos como parte privilegiada de este todo cósmico será parte de la solución. Parte privilegiada en tanto y en cuanto que siendo nosotros un brote de la Vida como muchos otros, sin embargo somos un brote con la capacidad de volverse autoconsciente, dotado del poder del saber y del saberse. Hijos de la naturaleza somos la naturaleza que puede despertar de su ciego ser inconsciente para autocomprenderse, para volver su sino en un destino menos doloroso, más armonioso. La ciencia, inseparable por siempre de la filosofía, constituye la más importante empresa humana para este despertar cósmico, para este volverse autoconsciente y reconocerse como parte del todo. Por ahora, está apresada en el canibalismo de la ley darwinista de la evolución, de la sobrevivencia del más apto en la competencia, del dominio del gran capital y su complejo financiero-militar, de la voluntad de poder schopenhaueriana y nietzscheana, de la actitud analítica. Por ahora la ciencia hegemónica es ciencia endeudada con el financiamiento del Pentágono y Silicon Valley, del Kremlin o de Beijing, poco sintética porque la síntesis y la actitud holística en el conocer son hoy subversivas. Y por eso hoy más que nunca requerimos universidades públicas constituidas en red así como más redes globales de investigadores independientes que conformen alternativas a la ciencia hegemónica, que articulen un tipo de empresa científica no reservada a profesionales universitarios, un tipo de empresa que vaya de la mano con aquellos saberes populares que mucho pueden decir en materia del cuido del entorno, del cuido de la Vida.

Despertemos el cosmos que el universo durmió superando cualquier atisbo de sociedad estamental. No se trata de regresar al medioevo. Confiamos en una ciencia libre. El dolor de muelas precisa de la odontología y la apendicitis de una buena cirugía. La cura del malestar ecológico precisa de la sinergia entre ciencias naturales, ciencias sociales y saberes alternativos. Sólo por medio de esta síntesis se abrirá en el horizonte otra organización social con otra racionalidad, otra educación en tanto que Bildung (formación del carácter) que dé a luz otra cultura más amable. Entonces, y sólo entonces, sanearemos el Guaire, el Hudson y el planeta. Más cosmos, menos universo.

Publicado originalmente en el Portal Aporrea el viernes 31 de enero de 2025: Artículo

viernes, 24 de enero de 2025

Auschwitz y su regreso

Javier B. Seoane C.

El próximo lunes 27 de enero se cumplen ochenta años de la liberación del complejo de Auschwitz, a pocos kilómetros de la ciudad de Cracovia en el sur de Polonia. Por ese motivo en dicha fecha se celebra internacionalmente el día en conmemoración de las víctimas del holocausto, pues lo que se descubrió en Auschwitz fue el mayor centro de despliegue del exterminio nazi sobre personas de origen judío, gitano, comunista o con problemas genéticos. Allí, en las primeras horas de ese 27 de enero de 1945 llegó el ejército rojo y documentó el horror de un amplio complejo dedicado a la producción armamentista, empresarial y centro privilegiado de los genocidios cometidos por los nazis. Todo muy ordenado, debidamente planificado, estratégicamente ubicado en el epicentro del cruce de múltiples líneas ferroviarias europeas, un punto de encuentro entre este y oeste, norte y sur. Así, los trenes cargados con las víctimas llegaban las 24 horas de cada día y las cámaras de gas trabajaban también durante el mismo tiempo. Hoy se conserva parte importante de Auschwitz como monumento a la memoria del horror, para que no se olvide.

Theodor W. Adorno, reconocido pensador crítico del pasado siglo, escribió muchas frases emblemáticas sobre este más que macabro asunto. Después de Auschwitz no es posible la poesía o interpretar de nuevo la novena sinfonía de Beethoven, decía. Señalaba también que el primer deber de la educación es evitar que Auschwitz se repita, para lo que se precisa que no se olvide. Junto con Max Horkheimer escribió en el inicio de la “Dialéctica de la Ilustración”, libro de inmenso impacto en las corrientes contemporáneas más recientes del pensamiento y escrito durante la segunda guerra mundial, que el propósito de la reflexión era tratar de responder por qué con todos los avances civilizatorios occidente ha recaído en la barbarie, en una barbarie actualizada, tecnocientífica. Como alemanes de origen judío Auschwitz en tanto que emblema del horror de la racionalidad moderna hegemónica se volvió una obsesión. Empero, la historia está repleta de horrores, probablemente menos racionales y tecnificados pero finalmente horrores. Genocidios en las Américas y África, genocidios sobre los armenios o los haitianos, otros dentro de la Unión Soviética o en Hiroshima y Nagasaki por parte del ejército estadounidense, ejército que después no necesitó reeditar el lanzamiento de bombas atómicas para repetir otro sobre Vietnam. Hoy, en Palestina, se repite uno de esos genocidios con especial dedicación a niños, mujeres y jóvenes. La historia va y viene, las víctimas se vuelven victimarios y los victimarios víctimas. Ante esta historia de la carnicería humana, ante este eterno retorno de la barbarie, cabe preguntarse, ¿habrá fracasado la educación una y otra vez? ¿O será que somos asesinos por naturaleza? ¿Seremos una especie de bichos malos incapaces de ser educados? ¿Habrán estado en lo cierto Schopenhauer, Nietzsche y luego Freud en cuanto que estamos gobernados ciegamente por una agresiva voluntad de poder? No sé. En todo caso, la barbarie no deja de retornar, si bien los antropólogos nos han dado pruebas de pueblos que habitan a lo largo de siglos sin necesidad de destruirse periódicamente.

En otras ocasiones hemos insistido que a nuestro humilde juicio tres son los temas de nuestro tiempo: la cuestión ecológica, la democrática y la pobreza. Los tres están estrechamente relacionados. El primero concierne a la vida, principio de todo. El segundo a la vida que se quiere diversa en su desplegarse. El tercero, la pobreza, es el mayor indicador de la ausencia de democracia, de una forma específica de vida que se autodestruye mediante progresivas exclusiones. La clara desatención del presente a estos temas anuncia una barbarie mayor, altamente tecnificada, con mucha inteligencia artificial pero carente de inteligencia natural, humana, social por cooperativa. El ascenso indetenible desde hace dos décadas de las extremas derechas populistas demuelen desde adentro los siempre famélicos y limitados sistemas políticos de democracia representativa. Sus adversarios, aquellos que se manejan retóricamente con un discurso progresista aunque sus prácticas resulten o bien neoliberales salvajes o bien burocrático autoritarias, o bien ambas, también los destruyen con el mismo entusiasmo. La democracia como eticidad, como modo efectivo de vida más allá del mero juego político de lucha por el poder del Estado, nunca ha existido. No obstante, las pobres y limitadas democracias políticas que hasta hoy hemos conocido están en franco retroceso en todo el planeta. Son una especie en extinción. Basta echar un ojo a Europa occidental, Alemania tiene elecciones el próximo mes. Ya sabemos lo que se proyecta sobre Francia, o lo que gobierna en Italia. Al noreste ya sabemos cuán democrática resulta la Rusia de Putin. Más al este no hablemos ya de China o Filipinas. Pero también se puede echar un ojo sobre latinoamérica, desde Argentina hasta El Salvador. Ya no digamos sobre Estados Unidos y su nuevo presidente. Este último, votado popularmente, es en realidad el auténtico representante de una oligarquía de multimillonarios surgidos con las nuevas tecnologías, ricachones que gustosamente hacen el saludo nazi, quizás emulando a aquel magnate apellidado Ford que gustosamente financió a Hitler. Como Biden que indultó a sus corruptos familiares, el señor Trump se inaugura perdonando a sus seguidores, aquellos que invadieron el capitolio y le mostraron el camino a Bolsonaro y sus secuaces para aventura semejante en Brasilia. Se inaugura Trump rompiendo con el Tratado sobre el cambio climático, se inaugura persiguiendo y expulsando a los pobres. Pues no nos llamemos a engaño, no se trata de xenofobia sino de aporofobia, no molesta el extranjero rico quien es bienvenido, molestan los pobres.

La vida en el planeta está claramente en mayor peligro que ayer mismo, pero me temo que sabrá defenderse vomitándonos si no torcemos el rumbo que llevamos. La democracia, siempre quebrada, termina por desvanecerse en lo poco que conquistó. La pobreza se extiende mientras hay una brutal concentración de riqueza cada vez en menos individuos bastante patéticos. Emerge una nueva guerra fría, otra vez con tres grandes bloques, uno de supremacistas occidentales plutocráticos de silicona, otro de regímenes autoritarios con vocación totalitaria siguiendo el viejo paradigma de la Stasi y otro que llamamos BRICS. Se viene otro orden mundial, otro reparto mundial en el que el fascismo en cuanto actitud se impone transversalmente, aquí y allá. Muy probablemente no volvamos a ver un Auschwitz tal como el que conocimos hace ochenta años, apenas ayer, pero se viene uno de otro tipo. Los gitanos, por pobres, seguirán pagando con su dolor y la muerte. Como carecen de bienes económicos no tendrán memoriales como los judíos.  Junto a ellos tampoco los tendrán los otros miserables del planeta, la gran mayoría. Menos los tendrá la vida, nuestra biósfera. Total, los ricos de la silicona ya sueñan con resolverse en Marte. A menos, por supuesto, que logremos transformar este sino en destino razonablemente elegido. Mas, para ello habrá que organizarse internacionalmente y dejar de lado a una presunta izquierda que por perpleja resulta completamente inútil sino el peor de los obstáculos. Marx y Engels, todavía impregnados de lenguaje hegeliano, hablaron en el “Manifiesto” de clase-en-sí y clase-para-sí. La primera tiene una existencia objetiva, estadística, es un número, está ahí pero carece de fuerza por no reconocerse como clase y en consecuencia no puede organizarse. Sólo la clase-para-sí que se reconoce en su situación histórica se organiza y como gran fuerza en tanto que gran mayoría puede transformar radicalmente el modelo sociohistórico. Pasa de ser una mera existencia objetiva, como la silla que tengo enfrente, a ser una fuerza social de cambio. Contra esa organización, contra ese paso del en-sí al para-sí, se mueven todas las fuerzas conservadoras, incluida la presunta izquierda perpleja o la burocrática de cuño estalinista. Las nuevas condiciones de una sociedad postindustrial y de la nueva revolución informática ayudan a esas fuerzas conservadoras que nada conservarán de la biósfera. Urge la organización, pero hay que crear otro concepto y práctica de la organización. He ahí nuestro desafío más inmediato.

Publicado originalmente en el Portal Aporrea el 24 de enero de 2025: Artículo

viernes, 17 de enero de 2025

La irracional racionalidad que nos domina

Javier B. Seoane C.

Hablamos con frecuencia del sentido de la vida humana y casi toda persona más o menos normal se hace desde la infancia preguntas tales como, ¿en qué consiste la vida buena? ¿Qué debo querer? ¿Cómo relacionarme con los demás? ¿Qué es la amistad? ¿Qué la justicia? Preguntas que conciernen a mi subjetividad y a mi relación contigo, con los demás. Mas, cuando hablamos de vida también referimos a la vida de la fauna y de la flora, del resto del planeta que no somos nosotros, vida toda que hoy está en peligro. Los mundos socioculturales tienen mucho que decir al respecto. Los hay que no separan humano y naturaleza, mundos nirvanos que procuran integrarse en un todo vital. No es éste el recorrido que ha tomado el mundo occidental. Transitamos con nuestros saberes tecno-científicos una ruta desencantadora, que procura eliminar el mito, la magia, el prejuicio como formas oscurantistas que empobrecen la existencia. Las sombras han de ser vencidas, nos cuentan. Empero, todo este proceso racionalizador de occidente, secular y desencantador del mundo, bastante weberiano y kafkiano, ¿tendrá algún sentido que trascienda lo meramente instrumental y estratégico? Naufragadas las ilusiones que veían en la ciencia el camino hacia el verdadero ser, hacia la verdadera naturaleza, e incluso hacia una moral científica, descubrimos con Max Weber y Tolstoi que la ciencia no tiene respuesta para las únicas cuestiones que nos importan, las de qué debemos hacer y cómo debemos vivir.

Y es que la ciencia moderna surgida a partir del siglo XVI no estuvo exenta de cierto encantamiento religioso. Los reformistas después de Lutero la promovieron como un camino para descubrir la grandeza de la creación divina. Las ciencias y técnicas modernas coadyuvarían a descubrir los secretos naturales para administrar más eficaz y eficientemente los recursos terrenos que nos ha confiado Dios para la multiplicación de su reino. En esta dirección, los calvinistas, procurando revitalizar la religión cristiana, propulsaron la secularización que marginó lo religioso en el mundo occidental, impulsaron la ciencia y convirtieron al mundo en objeto al servicio de la racionalidad instrumental. En otras palabras, la naturaleza devino en instrumento para satisfacer nuestros deseos, desde las necesidades básicas hasta los que hoy sostiene Musk y la nueva oligarquía global de magnates de las altas tecnologías tras la revolución informática. Dicen Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, siguiendo a Weber, que desde el inicio occidente lleva en su seno un impulso ilustrado, que quiso quitar el temor ante la naturaleza, la que, según su prejuicio fundante, se visualiza como amenaza, como lugar en el que acecha la oscuridad del bosque, las bestias que nos amenazan, desde los feroces lobos que le quieren quitar la virginidad a Caperucita hasta los gérmenes. La aventura occidental se volvió la conquista y dominio de la naturaleza bajo el discurso de convertirla en un hogar para la humanidad. Las objetivaciones culturales de occidente hablan al respecto por sí mismas. Odiseo, con su astuta razón, se vuelve contra la propia naturaleza humana, mutila el cuerpo de sus remeros al taparle los oídos para que no escuchen los encantadores cantos de las sirenas. Se mutila él mismo al ordenar que lo aten al mástil. Él, el amo, puede escuchar pero queda encadenado a su empresa civilizatoria. Siglos después, Tomás de Aquino estableció una pirámide ontológica, presidida por Dios, seguida por los incorpóreos ángeles, los corpóreos hombres, los animales, los vegetales y, finalmente, los corpóreos entes inanimados. Los de abajo, los inanimados, vegetales y animales, están puestos al servicio de los de arriba, en el caso terrenal, los hombres. No parece muy verde este cristianismo que se volvió canónico hasta el Concilio Vaticano II.

Ya en nuestra época Pinky y Cerebro, famosos dibujos animados, resultan una buena objetivación de esta cultura que al menos podemos seguir ya en el poema homérico. Son Pinky y Cerebro, ratones blancos con genes injertados por los laboratorios ACME, hijos de la ciencia moderna. En el primero, Pinky, el experimento fracasó, pues ha resultado un ratón hedonista y sin ninguna aptitud para las matemáticas. En cambio, el segundo, Cerebro, de cabeza desproporcionada para el tamaño de su cuerpo, resultó un éxito experimental. De gran inteligencia y dotes alfanuméricas, Cerebro quiere una sola cosa, que cual Sísifo contemporáneo intenta una y otra vez: conquistar el mundo. Para tal fin elabora grandes proyectos lógico-matemáticos, que Pinky destruye con sus torpezas. ¿Para qué conquistar el mundo? Cerebro nunca lo responde, sus tiempos posmodernos son ya demasiado cínicos. Es todo un megalómano y no tiene empacho en admitirlo. No así Bacon y Descartes, quienes en la aurora de la modernidad afirman que el pensamiento metódico conquistará la naturaleza para ponerla al servicio del hombre, para hacerla un hogar y alargar la vida del yo soberano lo más que se pueda.

En el marco de la hegemonía cultural de la racionalidad instrumental y estratégica que rige el universo tecno-científico, el mundo se fragmenta en sujeto soberano y objeto manipulable. Del objeto interesa el para qué sirve, cómo funciona, cómo se manipula. El yo soberano occidental dice: “los chinos descubren la pólvora pero su ingenuidad mítica la empleó en fuegos artificiales para festividades religiosas. En cambio, yo he hecho con ella cañones y a punta de cañonazos dominé a esos asiáticos”. Hoy los asiáticos están tan colonizados mentalmente por occidente que se disponen a conquistar el mundo, a pesar de la arrechera de Mr. Trump y su oligarquía de nuevos ricos tecnológicos. Lo mismo puede decirse de India y hasta de las franquicias terroristas que quieren acabar con occidente. Por todo el planeta se extiende la racionalidad instrumental y estratégica, la que sólo concibe a la naturaleza y al otro que no es yo como un medio, un instrumento para la nietzscheana voluntad de dominio. Mientras tanto, el calentamiento global también sigue su marcha y el 2024 batió nuevos récords de temperatura. Como cualquier intoxicado, la naturaleza intenta vomitarnos, expulsarnos. Pero ya Musk y la oligarquía tecnológica preparan el éxodo a Marte.

Repetimos. El impulso ilustrado de occidente, constituido desde la lógica del dominio sobre la naturaleza, desencanta el mundo para que perdamos el miedo mítico y nos hagamos amos de la tierra. En este trayecto, la ciencia moderna se reduce a racionalidad instrumental, a cálculo, y ya no puede dar cuenta de las cosas que realmente interesan a la persona humana: el sentido de la vida. Y aquellos saberes que podrían contribuir a este sentido se descalifican como superchería. Juicio sólo posible desde el prejuicio de la racionalidad instrumental y estratégica y su terror mítico a lo no cuantificable. En esta racionalidad hegemónica la Vida, con mayúscula, tanto la propia como la del otro, deviene objeto de la ciencia, del comercio, del demagogo. La filosofía deviene lógica matemática y la poesía clasificación de los versos según su número de sílabas. Me dicen: los versos alejandrinos se componen de catorce sílabas divididas en dos hemistiquios heptasílabos. Y yo, chamo, debo aprenderlo para vomitarlo en un quiz. Así nos enseña la escuela básica, a menos que un auténtico maestro nos devele otro valor en la poesía. Porque curricularmente esa escuela básica padece también de terror mítico a lo no cuantificable. Nada de extraño tendrá entonces que esta razón se materialice en una acción depredadora de la Vida en el planeta, mientras crea su nuevo Frankenstein, esta vez adecuado al canon de belleza debidamente bien comercializado, con glúteos, senos, labios, piernas y demás aditamentos postizos. Frankenstein deviene Miss Universo. La razón produce monstruos, escribió Goya. La racionalidad hegemónica occidental se ha vuelto irracional, una amenaza para la Vida. Pero este juicio crítico no debe suponer el rechazo en bloque de la misma. Por el contrario occidente conserva un potencial crítico en su pasado y en su futuro para rescatar la Vida del planeta. En el pasado, escuchando las promesas culturales traicionadas. En el futuro, abriendo brecha para que estas promesas se vuelvan acciones emancipadoras. En los presocráticos, estoicos, epicúreos, Spinoza, Schelling, Teilhard de Chardin, Bergson, Marcuse hay buenas vetas para desarrollar una razón sustantiva y pluralista, de vocación democrática y exaltadora de la Vida. De lo que se trata es de transformar el mundo realizando la promesa filosófica en tanto que promesa cultural, diría Marx.

Publicado originalmente en el Portal Aporrea el 17 de enero de 2025: Artículo

viernes, 10 de enero de 2025

Socialismo a lo Durkheim

Javier B. Seoane C.


Émile Durkheim nació en la Francia de Napoleón III en 1858, hombre relevante en ciencia como uno de los fundadores y clásico de la sociología pocos conocen su faceta de político. Puede decirse que perteneció a esa pléyade de intelectuales que defendieron el proyecto democrático de la Tercera República francesa. Hizo de su política práctica participando protagonicamente en la reforma de la universidad de París, tratando de expulsar de la misma el autoritarismo retardatario de la vieja Iglesia. Su vida científica y política se entrelazan en un curso que dictó hacia 1895 en la Universidad de Burdeos a propósito del socialismo. En el mismo repasa la historia, básicamente francesa, del concepto de socialismo. Porque sí, el socialismo antes que nada trata de un concepto no de algún régimen político ubicado en algunas determinadas coordenadas histórico-espaciales.

Antes de ese curso, en su tesis doctoral sobre la división del trabajo, en las páginas iniciales de ese trabajo, Durkheim usa la expresión “monstruosidad sociológica” para caracterizar a una sociedad en la que el Estado está hipertrofiado por su extensión y frente al mismo hay una atomización de individuos compitiendo entre sí sin instituciones intermedias. Se trata de una monstruosidad en tanto y en cuanto que ese Estado cuenta con el poder de aplastar a los individuos, de abusar de ellos, de disponer de sus vidas. Así, el científico se preocupa por evitar esa monstruosidad mediante el análisis, diagnóstico y solución teórica a esta patología. A Durkheim, cabe decir, le gustaban las metáforas y analogías fisiológicas y médicas. El político con ética trata mediante la acción practicar la solución, incentivar y ayudar en la construcción de una casa para todos sin esa enfermedad. La constitución de instituciones que medien entre el individuo y el Estado es el remedio para ese mal según lo dictamina nuestro sociólogo. Aunque lejos de Hegel, Durkheim era un positivista en la fase de su pensamiento a la que nos referimos, coincide con el concepto de sociedad civil del filósofo alemán. También para Hegel debe haber mediación entre Estado e individuo, y así lo expone en su Filosofía del Derecho. Las instituciones intermedias en tanto que sindicatos, grupos políticos, ecológicos, religiosos, urbanos, rurales, feministas y un largo etcétera son las formas orgánicas por organizadas que protegerán a los individuos frente a potenciales abusos del Estado y su monopolio de las armas o del Gran Capital, para actualizar a nuestros pensadores. Hegel y Durkheim, filósofo uno sociólogo el otro, convergen en este punto contra ciertas versiones ramplonas del liberalismo y sus querencias por fábulas de abejas. También sus conceptos convergen contra un régimen que autoproclamándose socialista monopolice todos los poderes de la sociedad en el Estado y termine confundiendo los intereses de su vasto aparato burocrático con los intereses de “el pueblo”. Finalmente, sus conceptos se oponen igualmente a un Estado socio y títere del gran capital. 

Puesto que en el mundo hoy predominan Estados títeres del gran capital, o Estados llamados “socialistas” con kafkiano y aplastante aparato burocrático, o experimentos anarcocapitalistas, el concepto de sociedad civil de Hegel o el de instituciones intermedias de sociólogos como Durkheim nos resultan utópicos en un cosmos distópico. Pero la utopía tiene un cariz político en un universo distópico, se torna normativa para quienes quieren construir éticamente una casa (sociedad) que podamos habitar por amable y solidaria. Y es aquí donde vale revisitar el concepto durkheimiano de socialismo, pues pensamos que para el francés bien podría orientar la cura de la monstruosidad. En aras de la brevedad, presentaremos críticamente tres consideraciones de su propuesta conceptual.

1. Hay diversos tipos de socialismo. Dice: “En una palabra, si hay un socialismo autoritario, también hay uno que es esencialmente democrático.” (p. 23 de la traducción de Esther Benítez de la editorial Akal). Pienso, no obstante, que si el concepto de socialismo tiene entre sus directrices más importantes el empoderamiento de los miembros de una sociedad y la solidaridad, difícilmente pueda concebirse de otro modo que no sea democrático y democratizador de las relaciones sociales. Sin embargo, han pululado en la historia posterior a estas líneas de Durkheim regímenes autoritarios disfrazados con una retórica socialista, incluso totalitarios como el período estalinista de la Unión Soviética o la locura de Pol Pot. Son hechos históricos, más aquí hablamos de la lógica de un concepto y preferimos llamar capitalismo de Estado o vulgar fascismo a regímenes que siendo autoritarios se digan socialistas. No olvidemos que el partido nazi se definía nacionalsocialista.

2. Señala DurKheim que, “Se denomina socialista toda doctrina que reclama la incorporación de todas las funciones económicas, o de algunas de ellas que en la actualidad son difusas, a los centros directores y conscientes de la sociedad. Es importante observar de inmediato que decimos incorporación, y no subordinación.” (p. 30). Lo menos que hay que decir aquí es que hay cierta contradicción entre “todas” y “algunas”. Lo más es que incorporar no es subordinar. Los llamados socialismos reales subordinaron a la economía y la sociedad entera a un centro planificador, totalitario. Incorporar en el lenguaje durkheimiano significa evitar la monstruosidad sociológica citada. Serán las organizaciones económicas intermedias entre Estado e individuo, las corporaciones, las destinadas a construir en la práctica el concepto de socialismo haciendo de las empresas un auténtico capital social.

3. En consonancia con lo anterior, el socialismo que defiende Durkheim tiene una esencia corporativista. Permítaseme una larga cita: “...podemos señalar que, entre las instituciones del antiguo régimen, hay una de la que Saint Simon no habla y que, transformada, sería susceptible de concordar con nuestro estado actual. Son las agrupaciones profesionales o gremios. En todas las épocas desempeñaron ese papel moderador y, por otra parte, teniendo en cuenta que fueron brusca y violentamente destruidas, estamos en nuestro derecho de preguntar si esa destrucción radical no ha sido una de las causas del mal. En cualquier caso, la agrupación profesional podría responder muy bien a todas las condiciones que hemos planteado. Por una parte, porque es industrial, no hará pesar sobre la industria un yugo demasiado gravoso; está bastante cerca de los intereses que tendrá que regular para no oprimirlos pesadamente. Además, como toda agrupación formada por individuos ligados entre sí por vínculos de intereses, ideas y sentimientos, es susceptible de constituir para sus componentes una fuerza moral. Conviértasela en un órgano definido de la sociedad, mientras que no es todavía sino una sociedad privada, transfiéransele algunos de los derechos y deberes que el Estado es cada vez menos capaz de ejercer y asegurar; que sea la administradora de las cosas, de las industrias, de las artes que el Estado no puede administrar, por su alejamiento de las cosas materiales; que tenga el poder necesario para resolver ciertos conflictos, para aplicar, según la variedad de los trabajos, las leyes generales de la sociedad, y, poco a poco, gracias al acercamiento que de ella resultará entre los trabajos de todos, adquirirá esa autoridad moral que le permitirá un día desempeñar ese papel de freno sin el cual no puede haber estabilidad económica.” (pp. 262-263). Este pasaje amerita mucha discusión imposible aquí. Digamos sólo que en las corporaciones Durkheim encuentra la institución intermedia entre individuo y Estado en lo que refiere al ámbito económico, que las aprecia vinculadas a los intereses de los individuos y no de un grupo de poder en el Estado o del capitalista. Que, incluso, las propone como una fuerza moral, y esto en lenguaje durkheimiano significa socialmente integradoras, consolidadoras de solidaridad y organizadoras de una fuerza social protectora del individuo. 

Durkheim y Jean Jaurés, el gran socialista francés asesinado brutalmente por su antibelicismo en la víspera de la Gran Guerra (1914), fueron compañeros de clase en el Liceo y de allí nació una gran amistad. Puede decirse que Jaurés, si bien por cosecha propia, intentó llevar a la práctica algunas de estas ideas afines a Durkheim. Fue un catalizador y constructor del movimiento cooperativista. Lo concibió democrático y autónomo del Estado. En otras partes, en cambio, hemos asistido a cómo el Estado disfraza de “cooperativas” empresas públicas que de la forma más descaradamente neoliberal explotan a trabajadores que terminan convertidos en una especie de lumpenproletariado. Mientras, todavía quedan en Francia alguna de las cooperativas que fundó Jaurés. Lamentablemente, la transformación del capitalismo en los años treinta del pasado siglo y la nueva transformación del mismo desde comienzos de este siglo, ha trastocado las condiciones fundamentales para la organización de las instituciones intermedias. El gran capital se ha independizado de los espacios del Estado nación e impone su imperio a una atomización de gobiernos que ofertan desmontar cualquier garantía social para recibirlos. Las izquierdas, desde la socialdemócrata hasta la que Teodoro llamó borbónica, no han dado respuesta a los nuevos desafíos y se han desvanecido en un falso centro político o se han consumado como regímenes autoritarios que no hacen sino usurpar el concepto de socialismo. Son izquierdas extraviadas en una sociedad extraviada, con salvedad del gran capital y de los grupos políticos atornillados en la burocracia para nada extraviados en su voluntad de dominio. En todo caso, la organización y la organicidad seguirán siendo la clave para quebrar las formas de dominación. El concepto de socialismo seguirá vigente mientras se entienda que es inseparable de la democratización y empoderamiento de la sociedad. En tal sentido, Durkheim, Jaurés y muchos otros todavía son voces que tienen algo que decirnos.

Publicado originalmente en el Portal Aporrea el 10 de enero de 2025: Artículo