Urge una revolución cultural para nuestra Venezuela
Javier B. Seoane C.
Nuestro ser colectivo y personal es un ser en un mundo que se configura en y por un entramado complejo de significaciones que develan determinadas formas de presentarse los fenómenos. Nuestro mundo está pre-constituido hermenéuticamente, hemos accedido al mismo desde nuestra primera infancia por medio de las diversas agencias de socialización: familia, escuela, medios de información y comunicación social, iglesias, organizaciones comunitarias, etc., Desde esa pre-constitución se manifiestan los entes como fenómenos. La totalidad de estos entes es el mundo, aquello que está a nuestro alrededor, que es nuestra circunstancia (Ortega y Gasset) y que, por ello, no puede entenderse como mundo natural deshistorizado. Antes, es un mundo histórico, pues su ser interpretado e interpretante se ha realizado en los avatares humanos del tiempo. En otras palabras, toda conciencia de fenómenos es ya una interpretación. Toda interpretación, a su vez, es la configuración de sentidos de un momento determinado en el despliegue de la historia humana.
La condición humana, que no naturaleza humana, es, así, una condición hermenéutica en la que, en su actitud natural (pre-reflexiva), se abre como horizonte un mundo que es siempre una compleja red de redes de significaciones en la que los entes, los objetos, se descubren de determinados modos y se ocultan a muchos otros. Se trata, en palabras más propias de las tradiciones de las ciencias sociales, una condición cultural en un sentido próximo a como la entendiera Clifford Geertz, pero también en el sentido de que esa cultura se encarna en el día a día de un mundo de la vida (Lebenswelt).
Más que hechos hay interpretaciones de los hechos (Nietzsche), y nunca antes mejor dicho cuando se trata de relatos acerca de la identidad colectiva, de la identidad de un país y de narrar su propio devenir. En cuanto que interpretaciones, no podemos escapar del lenguaje que construye y reconstruye incesantemente lo real, que lo realiza en su decir que es también un hacer. Con Nietzsche, con Heidegger, con Wittgenstein y con Austin, pero también con Gadamer, diremos que el lenguaje es constitutivo del mundo, si bien no resulta su único constituyente. La conciencia hermenéutica arranca de esta otra conciencia de la condición ontológica del lenguaje.
El concepto de lenguaje que aquí se plantea es, en consecuencia, tan amplio como el famoso enunciado de Heidegger: “el lenguaje es la casa del Ser.” Lo que es, lo que somos, llega a nuestra presencia manifestándose como lenguaje que discurre en forma de interpretaciones que constituyen el sentido de nuestro mundo cultural. Estas interpretaciones nos habilitan para pensar y pensarnos al mismo tiempo que nos limitan. Sin ellas no sería posible contarnos, proyectarnos hacia el pasado al modo de relatos de nuestra historia y proyectarnos hacia el futuro al modo de programas por realizar y que sirvan para corregir lo que consideramos degeneraciones y orientar las regeneraciones anheladas. De este modo, las interpretaciones que discurren por el lenguaje nos habilitan para el pensamiento y la acción. Empero, por otra parte, no hay interpretación, y en el caso que nos concierne interpretación sociocultural, que dé cuenta de la totalidad que somos. Toda interpretación nos descubre una forma de mirarnos, pero nos oculta otras formas de hacerlo. Y por eso toda interpretación limita. De ahí la importancia de saber que siempre estamos instalados en el mundo desde una interpretación, pues este saber resulta condición para mantener una actitud de apertura y alerta ante la diversidad hermenéutica, una actitud que, al final de cuentas, permita ampliar nuestras formas de comprendernos y de comprender al otro. En otros términos, nuestro mundo (cultural, simbólico) tiene ya un sentido, una forma de manifestarse que devela a la par que oculta las posibilidades de ser, pues todo develar es el poner de una intencionalidad permeada por su carácter histórico, jamás la plenitud de un develar. Todo develar oculta insoslayablemente. Se requiere este último reconocimiento como punto de partida para desactivar nuestros lechos de Procustro, para detectar las cavernas platónicas en que habitamos y que muchas veces confundimos con la totalidad del mundo.
Como sentido, repetimos, el mundo es ya interpretación y nosotros, como seres-en-el-mundo (Heidegger) estamos constituidos desde interpretaciones. Nuestro ver las cosas no resulta ingenuo: es un mirar, esto es, un ver-dirigido-a, un ver intencional. En el infinito horizonte nuestro ver se fija intencionalmente, recorta la infinitud en un nuevo horizonte ahora finito. Intencionalidad no significa aquí sujeto consciente, claro y distinto, cartesiano. Se trata de la intencionalidad a lo Brentano: ver inevitablemente un algo, dirigirse fenoménicamente a un algo. Por ejemplo, ver (mirar) los objetos como algo independiente de los sujetos es un verlos ya dirigidos (mirarlos) desde una interpretación como algo. Y verlos así es ineludiblemente dejarlos de ver de otro modo, de otros modos que se nos ocultan: no sé cómo no los veo (miro). Esta conciencia hermenéutica permite deconstruir nuestra forma de pensamiento y disposición en el mundo para recuperar un pensar el pensar. Impensar para liberar el pensamiento. Pero este recuperar tiene un límite hermenéutico: nuestra facticidad, historicidad, temporalidad, obliga irremediablemente a pensar siempre desde un lugar, desde un mundo. Nuestro esfuerzo deconstructivo resulta finito, sólo el silencio, la aniquilación, la anulación de todo lenguaje puede impedir que volvamos a limitarnos. Pero la aniquilación es la imposibilidad de ser. No hay, entonces, escape: el lenguaje es la casa del Ser. Y el lenguaje muestra y oculta, la palabra trae a la presencia algo, señala, pero oculta aspectos de ese algo y de otros “algos”. El lenguaje constituye el mundo y dentro del mismo a nosotros como parte suya; toda analítica epistemológica de sujeto-objeto que olvida su carácter abstracto es ilusoria en el peor de los sentidos de esta palabra.
El lenguaje se manifiesta de diversos modos: mitos, poesía, artes, discursos científicos, filosóficos, religiosos, etc. Las identidades colectivas se expresan históricamente en estas diferentes maneras. Por otra parte, los juicios sobre crisis sociales, económicas, políticas y culturales se asocian precisamente a ciertas formas de comprender la identidad. Lo que entra en crisis es una identidad en el sentido de que toda crisis es crisis de algo, de una entidad. Identidad y crisis se expresan en el lenguaje.
En “Origen y meta de la historia”, Karl Jaspers expresó bien lo relevante de nuestra interpretación para nuestras prácticas humanas: “La imagen de la historia se convierte en un factor de nuestra voluntad, pues la manera cómo pensemos la historia limita nuestras posibilidades o nos sostiene por sus contenidos o nos desvía tentadoramente de nuestra realidad.” (Alianza editorial, 1985, p. 297). Si seguimos hablando de Venezuela sólo en términos de nuestros recursos mineros y naturales, de nuestras reservas de petróleo, pues fácilmente limitamos muchas otras posibilidades de ser. Nos confinamos a ser exportadores de naturaleza (Coronil), quedamos atrapados en la ya tradicional malla del rentismo. Y este es un problema muy frecuente entre nuestros actores políticos. Reproducen un discurso que nos persigue desde la colonia. Y es que lo que podamos decir sobre el rentismo descansa en interpretaciones de segundo grado, cuando no en otras de mayor grado: interpretaciones de y sobre otras interpretaciones. A final de cuentas, no hemos sacado de una chistera lo del rentismo en Venezuela, sino que desde pequeños lo hemos escuchado y luego lo estudiamos siguiendo textos, cruzando discursos, leyendo novelas y cuentos; viendo nuestras películas y telenovelas; considerando nuestro teatro; observándolo en las representaciones de nuestras artes plásticas y en la escucha de nuestra música; persiguiendo los fantasmas de dicho rentismo en nuestro transitar por las estrechas y a veces hasta ausentes aceras de nuestra cotidianidad; por los relojes públicos carentes de toda obsesión por la precisión y la puntualidad; por los “carritos por puesto” que partirán ”cuando se llenen”; por un tráfico automotor para el que todo lo que es posible resulta efectivamente posible; por semáforos que dan señal verde a peatones y vehículos al mismo tiempo ─y no por falla alguna en el sistema que los cronometra─; por los malos olores de una ciudad a la que poco preocupa el turista, tan poco que ni señalamiento adecuado posee y tampoco una racionalidad única en las direcciones.
El rentismo se refuerza más aún como lógica cultural en el siglo XX de Venezuela a partir de una economía política basada en las rentas obtenidas por la explotación petrolera. ¿Cómo se ha concebido dicho rentismo en Venezuela por parte de interpretantes significativos (intelectuales, políticos, artistas)? La reconocida investigadora María Sol Pérez Schael llama la atención sobre tres visiones iniciales acerca del rentismo derivado de la explotación de los hidrocarburos, cada una de ellas descansando en textos de relevantes personajes de la Venezuela del siglo XX, a saber: Alberto Adriani (1898-1936), Arturo Uslar Pietri (1906-2001) y Rómulo Betancourt (1908-1981). A estas tres, como cabe esperar, agrega la suya propia sustentada por el olvido de los hidrocarburos como fuente de energía. Para Adriani se precisaba forjar una mentalidad productiva en el país para que la renta petrolera fuese debidamente invertida en un robusto crecimiento socioeconómico de la nación. Para Uslar se precisaba también “sembrar el petróleo”, tornarlo productivo para evitar que pasara lo que, a su entender, pasó: que el país se volvió un parásito del Estado distribuidor de la renta. Para Betancourt, la explotación petrolera puso a Venezuela en la órbita de la dominación imperialista que nos condenaría al subdesarrollo. Más recientemente, “El Estado Mágico” de Coronil entiende que el rentismo en Venezuela, que tornó parásito del Estado al país, fue un proceso estrechamente condicionado por la precariedad de las instituciones políticas, económicas y sociales existentes para 1914. Esta debilidad hizo casi inevitable el devenir de una fuerte dependencia rentista de la explotación de los hidrocarburos. En cambio, Urbaneja en “La renta y el reclamo” opone a esta visión sistémica limitante de la voluntad humana otra que se basa en las elecciones que en determinados hitos históricos (el último quinquenio de Gómez, el período de Pérez Jiménez y el primer período de Carlos Andrés Pérez) tomaron actores políticos en función de una serie de variables vinculadas a la sustentación del poder político. ¿Fue la estructura rentista producto de la voluntad política de los actores o dependencia generada por la forma sistémica de integración al mercado mundial? Más bien, ¿no serán estos dos puntos los extremos de un eje hermenéutico que va del voluntarismo al determinismo y en el que caben interpretaciones con matices muy diversos? Adicionalmente, si de voluntad política se tratase, ¿es esa voluntad una buena voluntad o una voluntad de dominación? Y si fuese más bien cuestión de determinación sistémica por, por ejemplo, nuestra incorporación tardía al sistema capitalista mundial como proveedores de energía fósil, ¿se trata de un determinismo que descansa en la dominación del capital o de factores muy diversos no necesariamente asociado al ejercicio del poder internacional? De este modo, ¿no estaríamos más bien aquí ante otros dos puntos extremos de otro eje hermenéutico que, en este caso, va de interpretaciones sustentadas en la sospecha (Ricoeur) de la dominación hasta otras sustentadas en la escucha (Ricoeur) del sentido en que fuimos determinados por factores que no podíamos controlar? En este otro eje, ¿no caben también interpretaciones con matices muy diversos?
En todo caso, el rentismo actual resulta una cultura extendida socialmente que tiene sus anclajes en la configuración del modelo económico y político que se implantó en Venezuela a partir de la obtención de rentas provenientes, fundamentalmente, del cobro de royalties e impuestos a las compañías extractoras de petróleo ─primero transnacionales extranjeras y luego nacionales─ y que, en esta dirección, dotó al Estado de crecientes recursos en divisas extranjeras no provenientes de la capacidad productiva nacional sino de clientes de la economía internacional. A partir de estas rentas, que aparecen en el marco de una economía de base agraria tradicional, en gran parte precapitalista, integrada precariamente al mercado mundial con la exportación básicamente de café y cacao, el Estado venezolano se convirtió en el principal ente capitalista del país. Desarrollando diferentes modelos de modernización según los proyectos políticos que en determinadas épocas se impusieron en el transcurrir del último siglo, el Estado se convirtió en el motor dinamizador de la economía toda. Con los grandes cambios en materia económica aparecieron del mismo modo relevantes cambios sociales (urbanización creciente del país, amortiguación de los conflictos entre clases y estratos sociales, por ejemplo), importantes cambios políticos (surgimiento de los partidos y movimientos políticos contemporáneos así como de prácticas populistas) y significativos cambios culturales (entre otros aspectos, cabe reseñar, el resurgimiento del mito de El Dorado ahora en clave de oro negro, consumismo creciente, reforzamiento de la viveza o picardía tradicional). En todo caso, el modelo rentista suscitó una serie de beneficios que no se correspondieron con el esfuerzo productivo requerido para alcanzarlos. A la par, el modelo originó igualmente importantes distorsiones en los sistemas económico, político, social y cultural de la sociedad nacional (falta de diversificación de la economía, falta de emprendimiento económico, disociación entre trabajo y productividad, paternalismo de Estado, clientelismo político, burguesías parasitarias, sobrevaloración de la moneda nacional, disociación del sistema educativo de la productividad económica).
La base rentista del Estado descansó en la lógica de la economía nacional y sus modos de vincularse a la división internacional del trabajo y el mercado mundial a partir de la explotación petrolera, ya determinante desde la década de los treinta del siglo pasado, El rentismo impulsó una vida económica condicionada por la llamada enfermedad holandesa, una sociedad y cultura marcadas por el consumo y el “nuevorriquismo”, así como una práctica política de corte populista y que magnificó el poder del Estado sobre el país incrementando diferentes tipos de autoritarismo y corrupción administrativa ─y no sólo administrativa. Llegados aquí, urge darnos otra interpretación, emprender una revolución hermenéutica de nuestro ser venezolano, uno que realmente nos dé otra ruta de navegación, una más amable con nuestra naturaleza, una que construya una democracia que realmente empoderé al venezolano y realce su capacidad productiva, una que nos saque de esta miseria. Se trata de una revolución cultural de nuestra forma de contarnos para habilitar mediante la acción colectiva muchas de las potencialidades humanas que efectivamente disponemos.