Javier B. Seoane C.
La mayoría de las veces vemos dibujos animados para entretenernos, divertirnos un rato, pasar el tiempo. Muy ocasionalmente lo hacemos como analistas, menos como analistas sociológicos. La perspectiva sociológica, base de un oficio y como tal para nada reservada al profesional egresado de una universidad con un título de cientista social, es más, estos temas hasta hace poco se consideraban baladíes para el profesional de la sociología, nos habla de los cambios de nuestro mundo cotidiano a partir de transformaciones que acontecen en instancias más complejas como la económica, la política y la cultural. Por supuesto, el análisis no resulta ingenuo, se realiza desde diferentes posicionamientos sociopolíticos y vitales. Para simplificar, siguiendo a Paul Ricoeur podemos decir que se puede analizar con voluntad de sospecha, con voluntad de escucha y con un ejercicio dialéctico entre ambas voluntades. La primera, la sospecha, indaga sobre las relaciones de poder y dominación más o menos ocultas tras el objeto analizado. Fue Ricoeur quien bautizó hacia 1965 a Marx, Nietzsche y Freud como los grandes filósofos de la sospecha, filósofos que resultan paradigmáticos de esta voluntad indagatoria que se manifestó en conceptos relevantes como ideología, voluntad de poder e inconsciente y represión. Empero, la sospecha no agota el análisis interpretativo. La escucha es la voluntad hermenéutica (interpretadora) de encontrar el sentido en tanto que razón de ser propuesta por el objeto de análisis (en nuestro caso actual determinados dibujos animados). Por ejemplo, en un interesante ensayo Ricoeur expone que el Estado puede considerarse desde la sospecha como aparato de dominación de clase o de ciertos individuos, pero del mismo modo bajo la forma de la escucha puede considerarse el Estado como la forma de organización que históricamente en un momento determinado se ha dado una sociedad para conducir ordenadamente su forma de vida y garantizar su subsistencia. Ricoeur siempre invitó a no conformarse sólo con la escucha o con reducirse a la sospecha, invitó a una dialéctica entre ambas, a superar sus propios límites y contraposiciones en una síntesis que dé cuenta de la complejidad de cada fenómeno. Así, habría que considerar en el ejemplo citado al Estado como razón de ser ordenadora de la vida social estructurada jerárquicamente y, en consecuencia, contentiva de relaciones de poder y dominio. En cierto sentido, banalizamos la dialéctica con esta conclusión pues la cuestión será más compleja. Cabe preguntarse, ¿puede escapar una formación social compleja, y quizás ni tan compleja, a su organización política bajo la forma estatal? ¿Puede escapar a establecer relaciones jerárquicas y en consecuencia a distribuciones de poder asimétricas? Y si no puede escapar del poder y los dominios, cuestión de ontología social, emerge la cuestión ético-política, ¿qué tipo de relaciones de poder conviene más a una sociedad que se quiera democrática y por tanto con el mayor tipo de equidad posible entre sus miembros de cara al disfrute de una vida humana lo más plena posible? Sin embargo, estos temas inagotables de por sí, mucho menos lo serán en el corto espacio de un artículo de opinión. Debemos ajustarnos aquí a unos pocos comentarios dialécticamente anhelantes sobre ciertos aspectos sociológicos referidos a la configuración familiar en la evolución de los dibujos animados que van en el corte histórico que podemos establecer entre “Los Picapiedras” y “South Park”.
Para nuestro caso venezolano añadamos que los dibujos animados que se distribuyeron y se siguen distribuyendo son de procedencia estadounidense en su mayoría, lo que vale también para muchas otras latitudes dada la hegemonía de la industria cultural del país del norte a partir de 1945. Por este motivo nos concentramos en “Los Picapiedras” y en “South Park”, pues son series animadas de conocimiento público nuestro. Un primer alerta entonces será que su modelo familiar remite al contexto estadounidense, el nuestro puede ser diferente y nuestros modelos familiares otros como efectivamente lo son, tema que han trabajado con elaborados estudios José Luis Vethencourt, Alejandro Moreno y Samuel Hurtado. Ello no obsta de considerar que el modelo familiar que, por ejemplo, propone “Los Picapiedras” se adapta a cierta visión ideológica que durante varias décadas se ha querido imponer al venezolano, modelo patriarcal y afín a cierta etapa del capitalismo contemporáneo concordante con lo expuesto en muchos textos escolares en distintas épocas, en catecismos y opinadores relevantes de nuestra sociedad. Expresada esta última sospecha, procedamos a nuestros comentarios.
“Los Picapiedras” se estrenó en el país del norte a finales de septiembre de 1960 y durante años fue compañera de la infancia de muchos en casi todo el lado occidental de la guerra fría. Pienso que dada su difusión será fácil recordar para casi todos los lectores su modelo familiar. Pedro, el padre de familia, es un obrero de la construcción. Está casado con Vilma, una ama de casa bastante locuaz e inteligente, mucho más de lo que es Pedro, quien básicamente piensa en divertirse frente al televisor con algún juego de fútbol americano o yendo los fines de semana a jugar bolos. Su gran amigo y vecino, Pablo, reproduce el mismo esquema familiar y gustos masificados junto a su esposa Betty, lo que cambia es que la mujer es de cabello moreno y Pablo bajo de estatura, por lo que el burdo, eterno adolescente y elemental de Pedro lo llama con el apodo de “enano”. El ambiente histórico que refleja la serie es una presunta época cavernícola si bien con las condiciones propias de la sociedad en ascenso estadounidense de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado. Estos obreros de la construcción son propietarios de viviendas unifamiliares en los suburbios de la ciudad, disponen de televisores, trituradores de basura, licuadoras, lavadoras, refrigeradores y automóvil propio, si bien todo animado con motivos cavernícolas bastante imaginarios en los que humanos y dinosaurios cohabitan. Vilma y Betty, más sensatas que sus esposos, se adecuan bien a sus papeles de amas de casa y como mujeres sometidas a estos roles se contentan con salir de compras, hacer mercado junto a sus consortes y chismear lo que acontece en el vecindario. Pedro, el dominante, tiende al malhumor y poco, por no decir nada, entiende de su entorno. Pablo, bastante ingenuo se deja llevar por la especie de bruto lobo alfa que es Pedro. La vida de este par de familias de blancos gringos, sin afrodescendientes en su entorno social, transcurre durante la serie no sin monotonía, acaso su encanto se confina a los motivos cavernícolas señalados, muy atractivos a la infancia de aquellos años. La vida para ellos y ellas se acomoda placenteramente al modelo conservador del “American way of life”, del Estados Unidos “grande” que hoy sueñan recuperar los MAGA del Picapiedra Mr. Trump, modelo de una sociedad hegemónica mundialmente y que cosecha los éxitos de la etapa de la revolución industrial que inició con la producción masificada en serie del fordismo y de la “administración científica” del trabajo del taylorismo, éxitos que junto con la participación productiva estatal keynesiana expandieron la industria de la construcción y su respectivo teatro social de obreros, capataces y profesionales propios en que se desenvuelve esta serie animada.
Probablemente para vencer la monotonía a cierta altura del desarrollo de los episodios, pasados unos cuantos meses de su estreno, aparecieron los hijos en los típicos núcleos familiares. Pebbles, hija biológica de Vilma y Pedro, y Bam-Bam, un varón adoptado por Betty y Pablo, los vecinos bajo liderazgo de aquellos y que no pueden concebir hijos propios, algo digno de análisis psicoanalítico. Incluso, después con los años los productores trataron de lograr nuevos éxitos con Pebbles y Bam-Bam ya adolescentes, pero el clima sociocultural de los setenta, pasada la carnicería de la Guerra de Vietnam, acontecidas las revoluciones culturales que tuvieron su epicentro en el 68 y agotado el keynesianismo de cara a la acumulación capitalista post Guerra de Yom Kipur (1973) con su consecuente inflación y desempleo, la masa no estaba para bollos. “Los Picapiedras” eran ya anacrónicos, y no por lo cavernícola, y sus hijos resultaban banales para las nuevas audiencias. “Los supersónicos” antes habían copiado el paradigma pero bajo el ambiente futurista optimista de la industrialización. Serie igualmente monótona por lo que no tuvo tanta audiencia, puede decirse que la gente tiende preferir el original a la copia. Años después, “Los Simpsons” obtendrían una fama semejante o superior, pero ya en un contexto postindustrial, con un padre de familia tan bruto como Pedro, casi con las mismas características, con un toque de bebidas etílicas ya vencida la censura conservadora de Hanna y Barbera, con una esposa ya profundamente frustrada en su papel de ama de casa, tanto que está a nivel de urgente terapia psicoanalítica, un hijo varón tremendo peinado a lo punk masificado de los ochenta y noventas, una hija próxima a las performances del 68, amante del saxofón y muy estudiosa e inteligente, un capitalista dueño de la fábrica nuclear de energía ya sin ningún tipo de prejuicios ante la explotación de quien sea y la expoliación de lo que sea. “Los Simpsons”, en los que por razones de espacio no podemos concentrarnos, constituyen el tránsito posmoderno de una familia que cínicamente se mantiene unida en un mundo mucho más cínico, en el cual la autoridad paterna, y no solo la paterna, se ha debilitado bastante.
El culmen de la familia cínica lo conseguimos en “South Park”, una serie animada estrenada en agosto de 1997 y que, tanto en su nombre como en muchos de sus episodios, alude a las típicas y terribles matanzas en escuelas elementales estadounidenses a manos de adolescentes sociópatas debidamente armados en la tienda de la esquina. Si bien dirigida a adultos por sus fuertes contenidos, puede decirse que gran parte de la infancia de hoy la ve pues ha perdido hace ya buen tiempo la inocencia, ha perdido lo que otrora fue infancia, así como la adultez ha perdido la presunta seriedad de otrora. El hombre-masa de Ortega en su actualización histórica del siglo XXI es desde su misma niñez un eterno adolescente. Y eso lo refleja bien una serie ácida como South Park. Cada capítulo desnuda la sociedad de clase media gringa de la época actual, de los MAGA que heredaron los despojos de un mundo industrial fulgurante perdido por los propios avances tecnológicos y los procesos globalizadores. Una sociedad que mantiene su forma clásica de familia, nuclear, pero sin autoridad paterna alguna. La excepción es la del protofascista de Cartman, uno de los cuatro niños protagonistas de la serie, que solo tiene una madre, una prostituta por convicción y gusto. Los otros tres niños, Kyle, de origen judío, Stan, el típico middle-class gringo, y Kenny, de origen mexicano, tienen sus familias típicas en plena descomposición. En la de Kenny hay incluso violencia familiar machista y mucha miseria. La serie, desplegada hasta hoy en muchas etapas, tiene los más diversos capítulos sobre el mundo que nos toca vivir de autoritarismo político creciente, tendencias fascistoides, discriminatorias y racistas de todo tipo, de redes sociales y posverdad, de soez aburrimiento y sinsentido de la vida, con un toque permanentemente irónico. El maestro de los chicos, Mr. Garrison, se ha hecho sucesivas operaciones para transformarse en mujer, luego en hombre, luego en mujer, después sufre una metamorfosis y se vuelve un estúpido y violento Donald Trump. Otro, el padre judío de Kyle, en un capítulo donde manifiesta el fastidio de su condición humana se hace una operación para transformarse en delfín y en un nuevo episodio se presenta como un despreciable trol cibernético; su Dios judío es un ser sanguinario, siempre sediento de inocentes. La Iglesia católica tampoco se salva, sus sacerdotes hacen cónclaves para defender sus “derechos” pederastas, las iglesias protestantes tampoco salen ilesas. Las niñas y mujeres, siempre en un segundo plano, hay en esto continuidad en todas las series mencionadas, siguen siendo más sensatas y preclaras, salvo la que se vuelve novia de Cartman, quien termina con mayor sobrepeso y más facha que él, que es ya mucho decir. En fin, sería imposible aquí enumerar todo lo que han tratado y cómo lo han tratado. Digamos, simplemente, y con puro sabor venezolano, que no queda títere con cabeza.
De “Los Picapiedras” a “South Park” la familia y la sociedad estadounidense ha evolucionado desde posturas muy integradas en el patriarcalismo clásico y conservador al más puro cinismo que no reconoce valor alguno más allá de los intereses egoístas de cada quien. Ha evolucionado, para decirlo con unas metáforas debidas a Kenneth Gergen, de una familia de la mesa comedor a la familia de microondas, de una familia que disponía del tiempo para desayunar, almorzar y cenar juntos a una familia que no se encuentra ni tan siquiera físicamente en su propia vivienda, si acaso el sábado en la mañana antes de salir a los scouts o a los bolos, aunque estos últimos ya pasaron de moda, son de tiempos cavernícolas. En esta evolución de las series animadas se entrevé el tránsito de una sociedad articulada en sus principios morales protestantes tradicionales, rígidos, de tez blanca, bastante machistas, a una sociedad sin mayor articulación que el que simboliza la obsesión por los selfies. Se escucha y se sospecha la evolución de un modelo económico y político que mantenía, en tiempos de la Guerra Fría y ante su competencia soviética, ciertos límites benefactores a la acumulación capitalista para sostener algunas equidades sociales en materia de seguridad social y educación a un modelo que tras la era Thatcher-Reagan, y con más fuerza tras la caída del muro de Berlín, desnuda sus apetencias de descarnado poder, de cínico poder que ya ni siquiera se preocupa por dar a los dominados un mendrugo, si acaso una banana de vez en cuando como hace el “filántropo” Bezos. A pesar de todo, el lazo familiar clásico se mantiene en todo este desarrollo, si bien sin envoltura moral al final del camino. ¿O quizás sí? ¿O quizás cierta voluntad de escucha diga que, como en el caso del Estado ya citado, se requiere de alguna organización familiar? ¿Aunque esa organización familiar suponga formas de dominio, quizás cada vez más etario que de género? ¿O será que haciendo falta algún tipo de familia se precise repensar y rehacer el modelo que seguimos sosteniendo y que se representa en estas series? Corrido y asumido el peligro de toda generalización, bien valdría en una próxima oportunidad concentrarse en un solo capítulo, quizás hasta en un determinado pasaje de un episodio, más de South Park que de las anteriores series, que ya aburren por lo vetustas que resultan. Después de todo, cada capítulo contiene en sentido amplio una sociología del tiempo presente en ciertos contextos, una sociología que también nos habla a nosotros.
Publicado originalmente en el prtal Aporrea el viernes 15 de agosto de 2025: Artículo