Javier B. Seoane C.
No se trata de renunciar a los grandes ideales ni al mito romántico de la revolución. Por cierto, que sea mito nada de malo tiene en principio. Los seres humanos difícilmente podemos convivir sin mitos, sea el muy francés de la revolución, el muy gringo del “self-made-man” o el muy español de la cruzada. No importa, en el origen de toda sociocultura está el irreflexivo mito, irreflexivo por cuanto todo mito que se vuelve reflexivo por definición deja de serlo. La revolución, por ejemplo, una vez que reflexionamos sobre su posibilidad y descubrimos su imposibilidad en cuanto “ex-nihilo”, en tanto que un empezar de nuevo, desde cero, de la nada, se deshace el mito. Este último cuarto de siglo venezolano muestra que si bien hay rupturas en el quehacer de una sociedad también hay muchas continuidades, algunas benéficas, otras más perjudiciales para los fines del bienestar de nuestra gente. Pero el mito de la revolución no ha surgido en nuestras latitudes en los últimos veinticinco años ni mucho menos, nos acompaña desde la independencia. Hemos tenido revoluciones de todos los colores como también liberales, restauradoras, federales y pare usted de contar. Unas llegaron al poder, otras se quedaron con las ganas. La revolución, la ruptura radical, el comenzar de nuevo acompaña desde hace dos siglos a toda hispanoamérica. Y muchas veces nuestras revoluciones han tenido por significado algo semejante al significado original del término en las ciencias formales y la física, a saber, un giro de 360 grados, un retorno a lo mismo, una repetición de lo mismo. Ahora bien, si queremos darle a la palabra un sentido más modesto del usual en el discurso político radical, entonces sin duda diré que hace falta en nuestras vidas revoluciones, empezando por una verde para que continúe la vida en el planeta. Se trataría de una revolución en el sentido de que implica una ruptura con el consumismo del que se alimenta el modelo capitalista o incluso la promesa socialista tradicional, si bien tendría continuidad con muchos aspectos de la cultura ilustrada que mediante nuestros saberes la humanidad ha alcanzado a pesar de los negacionistas y la ultraderecha global. Empero, más que hablar de revoluciones modestas hoy queremos hablar de política mínima, del nacer de una política orgánica.
¡Hasta el final! ¡Patria o muerte! ¡Guerra a muerte! Tres expresiones de la política fuerte, la de las rupturas definitivas, totales, hermanadas con mitos como el de la revolución. Cómplices de metarrelatos que prometen alcanzar la libertad y la justicia de una vez, y no por avance gradual alguno. Cuando esta política de máximos se pone en marcha, cuando constituye el proyecto de praxis a implementar, entonces entramos fácilmente en el conflicto bélico, en el all-in del póker político, en el todo o nada. Otras veces no conduce a enfrentamiento bélico alguno porque se trata de una pendejada, es decir, de un mero vociferar sin tener de respaldo juego alguno, alguna fuerza organizada con que confrontar al “enemigo” en la plaza de los dioses político-ideológicos. Y es que el juego político supone fuerzas orgánicas por organizadas con las que conquistar espacios sociales. Curiosamente estas fuerzas orgánicas muchas veces tienen como catalizador efectivo la política de mínimos, la que no quiere cambiar el mundo ya, aquí y ahora, sino que busca logros puntuales anhelados por comunidades determinadas mediante campañas específicas. En el país hay un terreno fértil para estas campañas que atiendan problemas locales del barrio, del ambiente, de la carestía de los alimentos, de la seguridad comunal, de la apertura y fortalecimiento del dispensario de la esquina, de hacer de la escuela de enfrente además de un centro educativo una casa para el encuentro comunal permanente, etcétera. Desde estos objetivos puntuales puede alcanzarse una gradual organización en la misma medida en que nuestra gente se cansó de la política de los grandes ideales a la que no se le ve queso alguno a la tostada, máxime cuando la penuria económica y de la cotidianidad se nos ha impuesto precisamente por muchas veces conducir la nave nacional por esa política grandilocuente. La fuerza nace entonces de tejer una colcha de pequeños retazos, poco a poco pero a paso seguro. Tejiendo varios de esos retazos puedes alcanzar el empuje para una campaña mayor como es buscar las mejoras reales a la cuestión salarial, a la cuestión escolar, a la cuestión sanitaria. Después, cuando tejas la manta que alcance a cobijarte podrás sumar organizaciones para una democratización a fondo del país.
Entre nuestros actores políticos el gobierno se ha acercado a esta política de mínimos, aunque siga manteniendo la grandilocuencia discursiva. Es la política de los consejos comunales y de las comunas, de la consulta a las mismas en busca de soluciones puntuales. Se consolidará siempre y cuando no se pretenda reducir estos tejidos sociales a maquinaria político-electoral, pero… Sin embargo, una democracia sin actores alternativos no puede ser tal democracia, la democracia supone la diversidad no el partido único. Y tal inexistencia de las alternativas tampoco contribuye a fortalecer la organización comunal y social, pues ésta terminará vinculada a un solo lado del juego. Al respecto, el panorama de los actores opositores venezolanos es triste, paupérrimo. Salvo contadas y valiosas excepciones, pareciera que hace mucho estos opositores renunciaron a acompañar a la gente en sus anhelos, demandas y prácticas, pareciera que preocupa más el maquillaje de los egos, el marketing y las burbujas algorítmicas que mal denominamos “redes sociales” que ir al encuentro con lo colectivo. Pareciera como si la política opositora hubiese caído bajo la dirección de unos ya viejos niños y niñas consentidos, niños y niñas a los que papi y mami les dijeron que nacieron para ser lo máximo del país, todos unos Libertadores de nuevo. Niños y niñas incapaces de tejer, jugadores de la antipolítica bajo un manto pseudopolítico, incapaces de formar partidos que no sean meras franquicias personales y personalistas. Mientras el gobierno hace la pequeña política ellos vociferan vacíos mantras y lemas absolutistas. Más grave aún, son un extraño caso en la historia de la humanidad de “políticos” que renuncian permanentemente a los espacios políticos, como aquel ciudadano que arguye que no saldrá más nunca de su casa porque ayer lo asaltaron en la esquina. Triste historia, para titular con una canción de Yordano.
Por eso pueden seguir absteniéndose en las próximas elecciones municipales. Y es que sin trabajo alguno de base, sin acompañar a las gentes de nuestro país, no tienen nada que ofrecer y mucho menos en los ámbitos propiamente locales. Repetimos, con contadas y valiosas excepciones. Son, para decirlo con Hegel, la nada que nada quiere, la nada que espera de la política MAGA el acto de magia que los ponga en Miraflores. El caso es que ese tipo de magia sólo puede resultar profundamente demoníaca para los destinos del país. En el fútbol usted puede tener un dream-team, un equipo de ensueño, repleto de estrellas, y la historia del deporte ha demostrado con sobrados casos que si no hay trabajo organizado, una estrecha relación entre las individualidades, la solidaridad entre ellos, y una buena dirección técnica, ese equipo, que no es tal sino una mera sumatoria, fracasará y hasta hará el ridículo más de una vez. Es preferible entonces tener “obreros” en el campo y cambiar a los directores. Otro tanto puede decirse de una orquesta. En política no es muy diferente y quizás llegó la hora de cambiar lo grande por lo pequeño. Muy probablemente para ello haya que cambiar también a los actuales directores de orquesta.