viernes, 4 de julio de 2025

Dialéctica, religión, naturaleza

Javier B. Seoane C.

Al ser humano que somos le cuesta demasiado vivir sin religión, vivir des-ligado del mundo. La desamparada soledad de ese desligamiento se ha expresado bien en el nihilismo moderno, en Dostoievsky como en Nietzsche, en el existencialismo como en las más diversas manifestaciones distópicas de la cultura del último siglo. De entrada alertemos que no confundimos religión con institución eclesiástica como tampoco con dogma alguno. Mucho menos entendemos la religión como opio de los pueblos, si bien muchas veces termina siéndolo y generando los peores conflictos, como aquella Guerra del Opio en que se contextualiza la frase de Marx. Ciertas formas religiosas terminan en sangre derramada, en dogmas y en instituciones eclesiásticas intolerantes, especialmente todo ello ocurre cuando estas últimas se aferran a los dominios terrenos del poder político. Pero la religión, el sentimiento religioso, toma muchas formas. Tomemos una de ellas: los Derechos Humanos.

Podemos decir que en occidente los Derechos Humanos se han convertido en una religión de forma secular, una religión sin divinidad personal alguna, sin dogma en cuanto tal y tampoco sin iglesia oficial alguna. ¿Con tantos “sin” qué definiría a los Derechos Humanos como religión? Pues tomemos la definición amplia que de religión ofrece un clásico de la teoría social moderna y con muchas ramificaciones en la antropología cultural, Émile Durkheim: hay religión donde una comunidad humana se encuentra ligada entre sí a partir de una división del mundo en una esfera sagrada y otra profana. La esfera sagrada se considera tan valiosa que cualquier violación a la misma se castigará con la peor de las penas. La esfera profana es la del día a día, la del trabajo y la cotidianidad. Llegados aquí, seguramente sabremos que los derechos humanos consideran sagrada la vida de los individuos de la especie humana, el derecho a la vida es inviolable nos dicen estos derechos. Junto a la vida se establecen luego otros derechos reconocidos, pero en los códigos jurídicos occidentales el peor castigo recae sobre aquel que arrebata intencionalmente la vida a otra persona. En un mundo secularizado, en el que la figura de la divinidad ha sido desalojada de la vida pública, particularmente la del Dios cristiano, no resulta extraño que la religión secular que quede exalte al individuo. Después de todo, el cristianismo traspasó el alma de la comunidad al individuo, a la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios. Perdido Dios queda el individuo en cuanto tal. Antes del cristianismo, en la ilustrada Atenas de la Grecia antigua, Sócrates fue condenado al peor de los castigos, al ostracismo, a ser expulsado de la comunidad, por enseñar a los jóvenes a creer en Dioses distintos de los del pueblo, decía la acusación. Había violado lo más sagrado, el alma de la polis (comunidad) ateniense. Sócrates, ya sabemos, prefirió tomar la cicuta y acabar con su vida individual pues su comunidad lo rechazó. ¿Imagina usted hoy al peor de los asesinos en serie que se le dicte la pena de abandonar el país? Creo que sería muy feliz nuestro terrible asesino. Hoy los nacionalismos guardan cierto aire de familia con ese espíritu comunitario de la polis griega. También los nacionalismos son una forma secular de religión, una en la que lo sagrado es el espíritu de la nación, sea como sea que se defina éste. Podemos concluir entonces que hay distintas formas religiosas, formas monoteístas, politeístas, fetichistas, cósmicas y también seculares que sustituyen la divinidad personal o impersonal por algún ideal abstracto sagrado.

La religión, aquello que nos re-liga, no nos abandona. Una razón de ello es que el ser que somos es un ser menesteroso de sentido. Sin mayor programación genética cerrada, sin instintos especializados, el homo sapiens sapiens es un animal simbólico que precisa con urgencia darle sentido a su vida. Pero el individuo aislado no encuentra en sí mismo el sentido a su existencia, a su propósito de vivir. Lo consigue en las comunidades con las que crece como persona y a las que pertenece, consigue su sentido vital en la familia, en la escuela, en las iglesias, en los clubes deportivos, en el quehacer de su oficio, en los partidos políticos, en sus grupos de panas, en organizaciones voluntarias y en un largo etcétera. Necesitamos del otro, necesitamos pertenecer a… Necesitamos un religamento, algo que nos una con una comunidad. Siendo así, la religión en el sentido amplio durkheimiano resulta condición de nuestro ser humano. 

Pienso que para el devenir de occidente y de la humanidad conviene remozar los derechos humanos, quizás convenga hasta cambiar su denominación por derechos de la Vida, con “V” mayúscula, no solo la humana, sino la Vida en general, perder un poco de su connotación tan individualista y darle más lugar a los derechos comunitarios y, especialmente, a la comunidad mayor que es la de la Vida en este planeta. En cierto sentido hay avances que apuntan en esta dirección como, por ejemplo, los llamados derechos de la tercera generación, los derechos que han de tener aquellos que todavía no han nacido. El derecho a un ambiente saludable pasa por tener definitivamente otra relación con la “Vida” en general, otra relación con el planeta, una en la que termine de considerarse que la naturaleza a la que pertenecemos no se puede reducir a objeto, a instrumento de una voluntad de poder subjetiva en cuanto humana, demasiado humana (Nietzsche). Una relación distinta en que esa totalidad que llamamos naturaleza, o si querido lector le hace ruido la palabra “totalidad” pues ponga en su lugar “sistema”, ecosistema, biosfera, la tratemos como sujeto y no como mero objeto, no la tratemos como una cosa externa a nuestro servicio o que debemos domar porque nos amenaza. Si algún día nos convencemos mayoritariamente de esta calidad de sujeto de la naturaleza, entonces cabrá elevar a sagrados los derechos de la naturaleza entendidos como derechos de la Vida. Y entonces nos re-ligaremos haciendo de la Vida una esfera sagrada, tendremos una auténtica religión que sea un canto a la Vida. Aquí quizás la dialéctica ayude a reforzar la idea de esta religión.

La palabra “dialéctica” conserva una polisemia que confunde y no poco. En el presocrático Heráclito tiene una dimensión ontológica, el ser de la realidad del mundo es un constante fluir, un cambio permanente. No te puedes bañar dos veces en el mismo río, distintas aguas fluyen, es una frase conocida que se atribuye desde tiempos inmemoriales a este filósofo. Si saltamos en una máquina del tiempo a la Universidad de París en la baja edad media conseguimos que la dialéctica se relaciona con la lógica del discurso que confronta con otro discurso, la lógica del debate. Los dialécticos eran filósofos y profesores que en aquella época argumentaban y contraargumentaban en torno a un determinado tema como, por ejemplo, la relación entre la razón y la fe. Habían tomado de Sócrates y Platón la tradición del diálogo como movimiento del pensar, de la reflexión. En la época moderna, a partir del idealismo alemán, la dialéctica retoma su carácter ontológico sin dejar de lado el carácter lógico. Fichte, Schelling y Hegel consideran que la totalidad real, la realidad en-sí misma, es dialéctica en tanto y en cuanto que constante devenir, proceso en marcha continua hasta un determinado término reconciliatorio, lo que Adorno llamó “dialéctica positiva” por su final feliz si se quiere. Para comprender el proceso hay que superar la lógica tradicional, la aristotélica, acorde con la identificación de entes determinados pero limitada para aprehender el cambio inmanente de la realidad. Hay que disponer de una lógica y un método dialéctico que dé cuenta de un ser que para devenir se transforma en otro ser diferente, de un ser que se mueve, entonces, por contradicciones en el sentido de que no permanece estático y cambia para superarse en formas renovadas. Bien, más allá de que estemos o no de acuerdo en que haya una lógica y un método dialécticos en cuanto tales, lo cierto es que la dialéctica, incluso la de los que debaten, la de los diálogos de Platón, supone la relación entre opuestos y las síntesis que salen de esos opuestos. Un diálogo supone dos perspectivas diferentes que se relacionan entre sí y se van retroalimentando de alguna forma en el dialogar. Bajo ese esquema se piensa igualmente la naturaleza y la sociedad, por ejemplo en Schelling. Veamos brevemente.

Al comienzo alguna especie de Big Bang, compremos la conjetura más querida a la ciencia natural reciente, inició la marcha de este universo. El gran estallido ya supone la contradicción inmanente en una unidad, la de la partícula inicial, y por eso la explosión. De ahí, en una constante expansión, un proceso de colisiones materiales, de oposiciones y contradicciones, ha surgido todo, y en ese todo la vida, la materia orgánica. A diferencia de la materia inorgánica, la orgánica tiene un fin, un telos, quiere expandir su vida, quiere vivir más, huye de su muerte, quiere ser madre, producirse renovadamente como más vida. Pero esto último, que sería una diferencia epistemológica entre la física, la química y la biología modernas, no tiene mucha importancia en este relato. Digamos, simplemente, que la vida evolucionó y en esta evolución pasó de un estado inconsciente a otro más consciente, pasó de un coliflor a un homo sapiens sapiens. Con este último, y su necesidad de humanizarse por cuanto debe darse un sentido, la vida se volvió consciente, consciente hasta de su propia muerte individual. La vida se volvió reflexiva mediante el lenguaje, y la reflexión en tanto que capacidad de un pensar abstracto supone la escisión entre sujeto y objeto. La reflexión siempre es reflexión de y sobre algo, siempre se dirige intencionalmente a un objeto. Además, este homo sapiens sapiens que somos, sin mayor programación genética especializada, desnudo, sin ecosistema, demasiado frágil, pero queriendo vivir, tuvo que transformar la naturaleza en la que estaba para construir su hogar, su ecosistema. Necesito alojarse en cuevas o hacerlas, las que luego hasta decoró. Después, de la técnica hizo tecnología y construyó este mundo moderno que habitamos. Todo ello, la reflexión y el trabajo que nos trajo al presente, no importa en qué orden, supone la escisión entre sujeto (yo, nosotros) y objeto (cosa, mundo, naturaleza), escisión necesaria para que la vida en proceso de hacerse consciente sobreviviera. Pero esta escisión, esta división, nos aliena, enajena, de la totalidad a la que pertenecemos: el mundo, la naturaleza. Y no suficientemente consciente de esta enajenación, es más, tomándola como lógica y normal, tan lógica como el mismísimo principio de identidad, terminamos contribuyendo decisivamente a la destrucción de esta naturaleza de la que somos parte y a la que pertenecemos. Parece que estamos precisamente hoy en este punto. El amigo Elon Musk está preparando los transbordadores para que unos elegidos abandonen este planeta exhausto, destruido, para seguir la depredación de otro, probablemente Marte. Permanecemos así en la escisión. ¿Cómo superarla? Pues quizás un día la reflexión se vuelva efectivamente autorreflexiva, la conciencia autoconciencia, pero no de un yo individual enajenado del resto, sino de un yo cósmico del que somos parte: la naturaleza, la que da la vida. En este punto la naturaleza asciende a sujeto, se comprende a sí misma a través de la autorreflexión humana, la nuestra, se entiende como un todo diverso en su unidad, plural como su biosfera, que procede de un destino ciego, irreflexivo, inconsciente, a un destino autorreflexivo que de ahora en adelante buscará preservar la Vida en sus formas creativas de darse. La condición de ello, repetimos, será superar la escisión de sujeto y objeto en la que estamos, la escisión entre vida humana y resto de la naturaleza, tan querida al capitalismo como también al socialismo tradicional, dos hijos de la modernidad. Todo ello supone, entonces, otra racionalidad, una que Enrique Leff llama racionalidad ambiental. No sé si sea esa la mejor denominación, pero se precisa de otra racionalidad.

El relato del párrafo precedente, palabras más, palabra menos, debido en gran parte a Schelling pero también a la ciencia más reciente, tiene una estructura dialéctica. Lo que al comienzo estaba unido se enajena por sus oposiciones inmanentes. Lo inicial, la unidad inconsciente, es la tesis; su negación, la antítesis en forma de escisión de sujeto y objeto. La síntesis, el momento autorreflexivo del yo cósmico, es la negación de la negación, la negación de la escisión superada en una renovada unidad. He usado mucho el verbo “superar”, en alemán “aufheben”. Se trata de un superar inmanente que pasa de una unidad determinada a otra superior en la medida que conserva en su resultado los diversos momentos anteriores. La relación tesis-antítesis-síntesis no es una relación externa sino inmanente, un proceso, el desarrollo interno de una realidad, en el caso que nos concierne la unidad que llamamos “naturaleza”. Esta ha pasado, en el relato que hemos presentado, de una unidad ciega, inconsciente, a una escisión en su lucha por autorreconocerse, la escisión que representa el pensar y actuar que trata a la naturaleza en la naturaleza que somos los humanos como mero objeto. Superando esta escisión mediante nuestro propio pensar y actuar lograremos entonces la unidad superior, la unidad de una naturaleza que por medio de nosotros se vuelve autoconsciente.

He procurado sintetizar un tema bastante complejo, con demasiadas aristas, con abundantes dimensiones. En cuanto que resumen a modo de síntesis, tiene más de caricatura, en el sentido positivo del término caricatura, que de discurso filosófico propiamente, pero, finalmente, se trata de la caricatura de tal discurso. Más allá de su verdad última contiene importantes momentos de verdad: somos parte de la vida que habita esta naturaleza, que ha surgido y depende de la misma, y que si resulta vida efectivamente inteligente buscará mantener una relación armoniosa, no destructiva, con este planeta, nuestro único hogar y el único que muchos queremos conservar, salvo quizás los no pocos Elon Musk que hoy ostentan el poder económico y político del mundo. Si somos dialécticos ello no supone regresar a las cavernas, allí no hay superación. Si tengo dolor de muelas quiero del saber y la práctica odontológicas, si tengo apendicitis quiero del saber y la práctica del cirujano, y creo que somos muchos en esto. Pero no quiero seguir destrozando el clima y la diversidad biológica del planeta, quiero poder disfrutar de la belleza de los múltiples paisajes de este hogar llamado Tierra. Y creo que también somos muchos en esto. Estos muchos debemos organizarnos y luchar por lo que queremos, exigir otra educación, otra racionalidad y una religión secular que amplíe la noción de vida que contienen los derechos humanos actuales. Debemos organizarnos para reconocer que padecemos una dialéctica fatal que estamos a tiempo (¡espero!) de superar y re-ligarnos con la Vida toda. El relato dialéctico anterior, volviéndolo cada vez más reflexivo para combatir cualquier atisbo dogmático, ayuda en esta tarea por hacer. Para mañana es tarde.

Publicado originalmente en el portal Aporrea el viernes 4 de julio de 2025: Artículo