Javier B. Seoane C.
Las bibliotecas cada día se parecen más a un anciano que por el abandono de su familia y tras enterrar a sus compañeros de viaje ha quedado en la soledad, o quizás, y mejor aún, a un fantasmal templo que por perdido en el tiempo ya sólo es objeto del quehacer arqueológico. Por poner un caso, la maravillosa sala de ciencias sociales II de la Biblioteca Central de nuestra Ciudad Universitaria de Caracas hace buen tiempo que, salvo algún que otro despistado, carece de lectores. Siempre llevaré conmigo el inolvidable recuerdo de conseguir una silla vacía en su amplio balcón para leer algún libro de sociología y, puesto a pensar por algún pasaje, alzar la mirada al horizonte y encontrar el espectacular panorama a lo Cabré de nuestro Ávila. Muy difícilmente era yo el único, a uno y otro lado siempre había lectores, no en abundancia, pero había. A veces algún grupito interrumpía con sus cuchicheos nuestra concentración puesta en la página respectiva, siempre bajo el fondo musical del fugaz trinar de un cristofué, otras veces fuimos nosotros quienes perturbamos la paz de una estudiante sumergida en las letras de Simmel o de Jeannette Abouhamad, o del entretejer entre ambos y otros. En pocas palabras, sin resultar profusa no faltaba vida en el templo de los libros. Mas, no se entienda este preámbulo como la queja de un viejo que ya hace tiempo, refugiado en su infancia y juventud, ve con desdén su presente y su futuro. Intentemos lo que nos enseñaron nuestras maestras y maestros, comprender nuestro mundo y sus circunstancias. ¿Verdad, querido Ortega?
Si bien no puede decirse que alguna vez el público bibliotecario compitió con el de los sabrosos conciertos de rock, el vacío actual de estos espacios ha de decirnos algo sobre la actualidad. Creo que los avances tecnológicos informáticos será lo primero que al respecto vendrá a la mente. Desde hace varios años la inmensa mayoría de quienes estudian por oficio o lo hacen por placer, para nada hay exclusión entre ambas orientaciones, disponen en su bolsillo de una biblioteca mayor que la de Alejandría o la más contemporánea del Congreso de Estados Unidos. Éstas se quedan cortas ante las posibilidades que ofrece nuestro teléfono inteligente, tableta o computador de mesa. Basta acudir al gran hermano Google y teclear las palabras clave de una búsqueda para enfrentar el tsunami biblio, hemero e infográfico sobre lo demandado, tsunami inabarcable para el mortal que se atrevió a tamaña osadía. Por supuesto, en estos tiempos algorítmicos, el gran hermano destacará algunas fuentes sobre otras. Como en el periódico, algo irá en primera plana, algo entre páginas y algo gritará su ausencia. Antes, el gran hermano ofrece mediante la fiebre actual de la inteligencia artificial una muy aceptable y resumida redacción de lo que su atarraya ha logrado capturar y articular del esfuerzo de los millones de hormiguitas que todos los días aportan algo significativo a la internet. Así, el copioso trabajo de ratón de biblioteca se resuelve en pocos segundos. Mundo maravilloso, especialmente en un entorno aislacionista, burbujesco, como en el que nos encontramos en Venezuela. Aquí las librerías serias (persiste cierta confusión entre papelería y librería, entiéndase “papelería” en sentido amplio) como los salarios serios para comprar libros suenan a leyenda desde hace bastantes lunas. Por tanto, ha de agradecerse conseguir el cuento, la novela o el ensayo ansiado y hasta gratuitamente por el favor de miles de difusores de cultura que evaden los obstáculos más diversos para hacernos llegar las formas de expresarse el espíritu humano. Algún día habrá que levantarles más de una estatua en plaza pública. Se entenderá que la biblioteca ni remotamente pueda considerarse hoy el lugar donde encontrarás el material para el placentero oficio de estudiar, material de dificultosa y onerosa adquisición en el pasado no tan lejano y actualmente tan accesible 24x7.
Con la biblioteca jamás imaginada por el Gran Alejandro entre nuestras manos, sin embargo el planeta se ensombrece por informaciones (¿deformaciones?) intencionadamente falsas de todo tipo y difundidas por las “redes sociales” de un espacio infinito jamás imaginado por el genio de Newton. Y es que información no equivale a conocimiento y mucho menos a saber. Algo más allá de la tecnología, pero facilitado por ésta, aleja a gran parte de nuestros congéneres del conocimiento y el saber. Seguramente ese algo tendrá muchas dimensiones. Tomemos una, llamémosla “alergia a la teoría”, alergia en el sentido de una actitud mental que desprecia lo teórico, que lo considera “paja, pura paja”. Por otra parte, la teoría que está actitud considera paja refiere a discursos científicos y filosóficos dirigidos a dar cuenta y sentido del mundo en que estamos, sea la expresión natural o humana de este mundo. Son paja, entre muchos, la “Fenomenología del espíritu” de Hegel, la “Teoría de la acción comunicativa” de Habermas, la “Comprensión de Venezuela” de Picón Salas o “La imagen de la naturaleza en la física actual” de Heisenberg. Todo aquello que contenga más de veinte páginas resulta sospechoso de tal teoría. ¿Para qué invertir tiempo en esa vaina? Si me es demandado por alguna ociosa referencia de un pana en Facebook o por una enrollada profe basta con googlear y obtener en un párrafo, a lo sumo dos, un resumen de lo que el atormentado autor plasmó en centenares de páginas. Se entenderá que después de esos dos párrafos ya lo demás es paja que debidamente segó Mr. Google y la IA. De este modo, la conjugación de avances tecnológicos informáticos con la susodicha actitud mental contribuye a hacer de las bibliotecas un escenario de las “Fresas Salvajes” de Bergman. Si no la ha visto googlee de qué va la cosa, y si puede trate de invertir hora y media en verla.
Dicho lo dicho, una visita a cualquier liceo o universidad da suficiente material para una fenomenología del estudiante moderno, incluido a más de un profe. En lo que nos concierne aquí de esa fenomenología, notaremos pronto la presencia de cuadernos y respectivos instrumentos para tomar notas así como la ausencia de libros. Gracias a la divinidad, los tiempos han cambiado y las nuevas herramientas informáticas nos libran de ese peso en el morral. No obstante, adentrándonos un poco más para una mayor elaboración fenomenológica, apreciaremos que para no pocos estudiar es básicamente tomar notas del profe, copiar en el cuaderno las fórmulas y recetas respectivas para responder favorablemente la evaluación en juego, llegar a dominar el “know how”, el saber cómo responder la cosa que se me pide y ver cómo la utilizo en mi futuro trabajo. En esta tónica, la teoría solo es la paja que encubre la más o menos sencilla receta a aplicar, por consiguiente, hay que suprimirla y con ella “guetizar” a los “habladores de paja” en las escuelas de filosofía o en algún que otro departamento de teoría social o de física teórica según sea el caso. Conservarlos en sus guetos para consultar alguna aplicación de su hablar raro o hacerles una entrevista sobre cualquier asunto que se nos ocurra y que esos locuaces teóricos seguramente ayuden a resolver, aunque lo dudo.
Empero, la actitud mental alérgica a la teoría no es exclusiva de los ámbitos escolares. En realidad es la actitud de un mundo moderno devenido en civilización debilitada de cultura. El individuo de esta civilización ha sido saturado hasta tal punto en su ser que sólo le queda tiempo para las múltiples labores que los engranajes civilizatorios le demandan cotidianamente: su empleo o varios empleos (los mini jobs), las tareas domésticas, las horas en el tráfico, la reunión condominial, la ocupación de responder correos y estar in en las “redes sociales”, las tareas escolares de un entramado de asignaturas inconexas entre sí y orientadas a recetas y fórmulas irreflexivamente prácticas de una ciencia no pensante (Heidegger), el rato “libre” ocupado en la “industria cultural” o en la rasquita en la playa a ver si con eso se reponen fuerzas para la rutina semanal a comenzar cual aventura de Sísifo el lunes. En la sociedad del cansancio (Han) la teoría es paja. Pero la sociedad del cansancio llegó a ser, se gestó hace tiempo. Ya para Descartes y Bacon la finalidad del saber se encaminaba al dominio práctico (técnico) de la naturaleza. Descartes mismo escribió que en su biblioteca conservaba muy pocos ejemplares, algo así como una docena, no necesitaba más porque lo que se había escrito o era falso o impráctico, pura paja pues. Lo exigido eran unas precisas reglas para la buena dirección de la mente. Después, la ilustración, especialmente la francesa, exaltó este espíritu práctico de afán mecanicista. La oposición romántica de la época, efluvios pajísticos de poetas y filósofos intoxicados de metafísica, fue arrollada por el “tren del progreso” iluminista. El camino prosigue con el positivismo y su intento de reducir todo al arnés de la lógica matemática y el lenguaje fisicalista unificador de la ciencia, para el cual la metafísica es paja, y el significado positivista de metafísica es tan extenso que, como aquel lema publicitario de conocida pintura, cubre toda la tierra. Es decir, todo aquello no reducible a coordenadas temporoespaciales y logicistas resulta irracional y emocional. Nuestro tiempo sigue estos aspectos metafísicamente antimetafísicos del positivismo. Este espíritu cientificista, que no científico, esta reducción del conocer a informaciones puntuales, es la otra cara del espíritu de la economía industrial moderna, bien en su versión capitalista o en la del socialismo que realmente hemos conocido en el último siglo. Fordismo, taylorismo, toyotismo y pare usted de contar, articulan cientificismo, tecnología, economía y política. Conforman civilización a costa de la cultura, entendiendo por civilización la infraestructura técnica-material que sirve de arquitectura a las instituciones más diversas de una sociedad y entendiendo por cultura el universo simbólico que da sentido y significado a la vida humana en su multidimensionalidad.
La alergia a la teoría no resulta entonces patológica, es el estado normal de una civilización que se consume en sí misma a tal punto que nada quiere saber de la pregunta por el sentido de nuestro estar aquí, pues acercarse al problema es sentir el horror de la vacuidad. Aristóteles se equivocó, los humanos no siempre queremos saber, y mucho menos queremos saber cuando nos sentimos impotentes para el cambio. Ello no obsta para que haya simpatía y hasta ansiedad de consumo por ciertas teorías, las teorías de la conspiración. Me eximo de conceptualizar. Un gran profesor nuestro, Hugo Pérez Hernáiz, ha dedicado años al meticuloso estudio de las mismas. Googléalo y encontrarás varios y buenos trabajos del profe. Diremos solamente que guardan el encanto del chisme que se comparte en un rincón del pasillo del vecindario, sobre todo cuando en el vecindario las identidades de unos se conservan a costa del desprestigio de las identidades de los otros. Las teorías de la conspiración están por doquiera, cada vez más, hacen sinergías con las noticias falsas y las narrativas políticas más extremistas. Son racionalmente encantadoras. Supuestos unos supuestos, todo lo demás se desprende lógicamente. Supuesto que el tren de Aragua es una organización terrorista multinacional con tentáculos en todo tipo de empresa criminal, pues entonces, a partir de ahí se sigue cualquier cosa. Supuesto que la CIA o la sucesora de la KGB ha penetrado con su espionaje y financiamiento en los países del “tercer mundo”, se explica que los estudios sobre liderazgo del CENDES estén penetrados por la agencia en función de sus intereses ocultos y férrea voluntad de dominar el planeta. Además, las teorías de la conspiración no requieren de muchas páginas sino de resúmenes ejecutivos fácilmente tuiteables. Son teorías anticiéntíficas, irrefutables, incomprobables, y, más peligroso todavía, siendo creativas cierran la posibilidad a la creatividad clausurando el campo hermenéutico, el campo de la interpretación. Apelaciones de fe encubiertas de un manto racionalista, terminan negando lo más valioso de la teoría, aquello que la acerca a las artes, a saber, el preguntar, responder y repreguntar reiteradamente por el ser del mundo y de nuestro estar en el mismo. Juego teórico y poético muy práxico, con claras consecuencias prácticas en la formación de un êthos (carácter) sensible a la creación, el diálogo y la deliberación democratizadoras. Lo más triste es que sean los espacios escolares, desde los consagrados a la más temprana edad hasta los universitarios, y ya desde hace mucho, con intención y sin ella, los que reproduzcan la alergia a las teorías, a las artes, a la imaginación, pues son ellos espacios privilegiados para inocular la vacuna ante este virus civilizatorio.
Publicado originalmente en el portal Aporrea el jueves 04 de septiembre de 2025: Artículo