Javier B. Seoane C.
La ciencia siempre ha padecido los embates del poder. Harto conocida resulta la persecución que las instituciones eclesiásticas le han deparado durante siglos, especialmente entre el Renacimiento y la Revolución Francesa. Muchos murieron quemados en la hoguera de las inquisiciones, otros, con mejor suerte, fueron condenados al ostracismo o a una celda. Diferentes pensadores han asociado el quehacer científico con la vida democrática, y ello al menos en dos sentidos. El primero porque la ciencia sólo puede realizarse plenamente en el marco de una sociedad democrática que le ofrezca las condiciones para su autonomía. El segundo apunta a que el modelo ideal científico fructifica como modelo ideal de democracia deliberativa. Para decirlo con K. Popper, la ciencia consiste en un movimiento racional de elaboración de conjeturas y refutaciones, de creación permanente y crítica. Para que esta crítica prospere se precisa la autonomía de la comunidad científica a modo de evitar que se le impongan dogmas de fe religiosos o políticos, o ambos, pues no hay refutación posible cuando los dogmas se arman con la fuerza del fuego de las piras y los cañones, del encarcelamiento y la tortura. Por su parte, debemos a Ch. S. Peirce, y tiempo después a Th. S. Kuhn, la noción de que la evolución de la ciencia acontece en el seno de comunidades libres para la discusión mediante adecuados argumentos, muchos de los cuales vienen acompañados de pruebas y demostraciones aceptadas consensualmente como premisas de las conclusiones. Vista de este modo, la ciencia se nos presenta como una excelsa actividad humana participativa a lo largo de los siglos y las diferentes naciones. Puestas las cosas así, se entiende en parte por qué el poder dominante no pocas veces se le opone cuando se siente amenazado en su reproducción y narrativa, en su intento de volver dogma su estatuto de poder.
Las ciencias sociales suelen sufrir con mayor frecuencia las embestidas de los poderes dominantes. Se entiende, sus temas afectan más directamente a las sensibilidades e intereses del establishment. Por poner un caso, en nuestro tiempo los saberes científicos, especialmente los sociales, están concernidos con el cambio climático y la amenaza que el mismo supone para la vida, para toda la biosfera. En apenas una de las aristas de este macrofenómeno, la comunidad científica planetaria ha mostrado con suficientes evidencias el aumento de la temperatura en las últimas décadas y sus consecuencias sobre el incremento del caudal de los océanos por el deshielo polar, lo que a su vez redunda en tormentas más violentas, la extensión de incendios, la potencial desaparición de las tierras bajas y muchos más calamidades. Empero, hay muchas más aristas en lo que refiere al problema ambiental como la contaminación de los mares por el plástico o de las aguas dulces por la minería. Obviamente, las ciencias en general y las sociales en especial se tornan amenazantes para aquellos poderes económicos y políticos vinculados con el capitalismo consumista o las fuerzas estatales expoliadoras de la tierra. Este caso es apenas uno entre los múltiples intereses de los poderes dominantes que las ciencias sociales tocan. Los grandes temas de nuestro tiempo, la vida, la pobreza y la democracia, gravemente amenazados por distintas fuerzas, afectan a los poderes enquistados en todas las latitudes. Por ello, ya decía Touraine hace muchos años que las escuelas de ciencias sociales estarán siempre en la mira de la dominación. Recuerdo el caso que menciona sobre el cierre de estas escuelas durante los primeros meses seguidos al golpe de Estado de Augusto Pinochet y compañía. También en Venezuela esas mismas escuelas y muchos de nuestros centros de investigación han sido acusados de ser sucursales de las izquierdas insurgentes o incluso de la CIA, como en su tiempo con poca fortuna Rodolfo Quintero acusó al Centro de Estudios de Desarrollo (CENDES) de nuestra Universidad Central. Sin duda las instituciones de las ciencias sociales son apetecidas por quienes quieren sostener sus privilegios, lo que da pie a las más diversas artimañas de penetración y desprestigio. Así, teorías de la conspiración sobre estas ciencias se han urdido una y otra vez desde los poderes y los contrapoderes. Y si bien ocasionalmente hay conspirantes en unos y otros sitios, a los que difícilmente les salgan las cosas como las planean, la mayor de las veces estas no pasan de ser conjeturas puestas al uso por determinados actores interesados en mantener incólume su status quo.
En latinoamérica las instituciones científicas han nacido en su mayor parte del Estado y sólo en fases superiores empresas económicas y organizaciones civiles las han creado o patrocinado. Dicho origen se explica en buena medida por nuestra historia colonial, las trágicas guerras de independencia y los conflictos cívicomilitares que siguieron a las mismas. Ni España ni Portugal estuvieron a la cabeza de la primera revolución industrial, más bien la contaron como amenaza a sus coronas. Tras el arrase napoleónico, nuestra latinoamérica se encontró con la urgente necesidad de incorporarse al mercado mundial sin capitales y sin burguesía, por lo que entró a la división internacional del trabajo como exportador de materias primas, exportador de naturaleza, bajo el mando del Estado ostentador por herencia colonial de la propiedad de las minas y el subsuelo. Este Estado, particularmente en el caso venezolano, siempre ha sido un gigante con pies de barro. Muy fuerte en la concentración de poderes económicos y político-militares, pero a la vez muy débil en su arraigo sociológico pues nuestras sociedades no tuvieron las condiciones históricas para formarse orgánicamente. Un siglo de guerras intestinas generó migraciones una y otra vez y pocas posibilidades de asentamientos comunales permanentes, especialmente en geografías llaneras, por lo que fue muy adverso conformar tejido civil independiente. El aparataje estatal concentró entonces más y más poderes, pudo darle la espalda a la sociedad en más de una ocasión y los grupos que lo tenían en un momento dado bajo su control, los pocos grupos organizados, fueron desplazados periódicamente por otros grupos que lograron apoyos en las fuerzas armadas. Volviendo a nuestro caso nacional, fue la región andina la que gozó de un poco más de tranquilidad debido a su escarpado entorno, pero el resto del país quedó sometido a las idas y venidas de las luchas internas de ejércitos caudillescos con pocos períodos de estabilidad. Apenas en el siglo XX, con la creación del ejército nacional a manos de Gómez, se superó la conflictividad reiterativa, pero ello redundó en el fortalecimiento del Estado y en la minoría de edad de las comunidades y la sociedad civil. El descubrimiento del petróleo, contemporáneo a la creación del ejército, profundizó aún más el poder Estatal. Y durante el siglo XX el Estado petrolero, con mucha inteligencia pero también con sus bemoles, construyó desde arriba la sociedad venezolana modernizada que hemos conocido hasta tiempo relativamente reciente. Carreteras, autopistas, ciudades, urbanizaciones, grandes complejos industriales acompañaron a la creación y desarrollo de políticas sanitarias y educativas exitosas, todo bajo el paraguas del Estado y ante una sociedad que, de nuevo, ante estos grandes cambios no ha podido asentarse comunal y civilmente. Venezuela, como gran parte de latinoamérica, ha sufrido las graves consecuencias sociales de una revolución industrial sin haberla tenido: migraciones, urbanización, desintegración de lazos sociales y delictividad diversa. Siguiendo a Maza Zavala, el gigante con pies de barro engordó y eventualmente quebró. Extendió su insaciable sed de poder por doquiera hasta que su ciclópeo tamaño ya no soportó el peso ante la falta de músculo de sus escuálidas piernas. Aún hoy torpemente por su inmovilidad descansa su peso sobre la vida social del país. Dicho lo cual, se comprenderá la razón de que las instituciones científicas hayan nacido de la mano del Estado, el único con el capital suficiente para crearlas y desarrollarlas, entre las que se cuentan las ciencias sociales. El gobierno de Pérez Jiménez, una vez cómodamente en el poder, crea en 1953 y tras el cierre de la Universidad, el Departamento de Sociología y Antropología, el Departamento de Estadística y Ciencias Actuariales e institutos científicos nuevos junto con la expansión universitaria. Posteriormente, ya tras el período que sigue a la caída del dictador, se crea la Facultad de Ciencias, el CENDES, el IVIC y muchos más institutos bajo la promoción estatal, y en lo que va del siglo XXI el crecimiento ha sido exponencial.
Fue José Ignacio Cabrujas, en la famosa entrevista que le hiciera la COPRE en su momento, y después Fernando Coronil en su reconocido libro, quienes bautizaron como “mágico” nuestro Estado. Con ello y en parte referían al inmenso poder y gran debilidad señalados, así como a la imagen que se proyecta en gran parte de la sociedad, pues todos los bienes mencionados, más que surgir de un tenaz y prolongado esfuerzo del trabajo humano, han aparecido ante nosotros “puestos” y “comprados” por un Estado que opera como si fuese por arte de magia, el único arte que logra inmediatamente las cosas sin mayor esfuerzo. Un análisis un poco más elaborado puede entender que el costo, no obstante, ha sido oneroso. Somos cada vez más exportadores de naturaleza y una sociedad menos orgánica, hasta la oposición política pretende conseguir sus logros mediante arte de magia, a lo “Mi Bella Genio”. La crisis se agudiza cuando ya el maltrecho mago estatal carece, por re y por fa, de los recursos para satisfacer las necesidades básicas de la población, crisis que se cronifica en la medida en que los actores conductores del mago se cierran sobre sí, defendiendo a capa y espada su forma de entender las cosas y sus intereses. Esta clausura hace que sus creaciones sigan ahí, empobrecidas, seguramente miserables, pero ahí. Entre ellas las llamadas científicas. Este Estado mágico desvencijado y encerrado, sintiéndose asediado, carente de músculo, termina considerando la autonomía que reclaman muchas de las débiles instituciones sociales como una amenaza en las mismas puertas de su búnker. Incluso, y como diría un apreciado amigo, el estado de este paciente empeora satisfactoriamente cuando las presiones externas hacen entrada violenta en el escenario.
En el marco de lo expuesto, quedan pocas opciones para los que han hecho tradicionalmente ciencia. O corren grandes peligros al analizar lo existente y someterlo al escrutinio público y racional propio de sus comunicaciones y comunidades, o volviéndose meros funcionarios públicos administradores de los intereses de un Estado mágico pero desvencijado, o funcionarios al servicio de intereses privados, renuncian a practicar ciencia y se vuelven meros ideólogos. Recordemos que el concepto de ideología ha surgido tras la revolución francesa cuando las formas de legitimación provenientes del antiguo régimen, los discursos metafísicos y teológicos, perdieron su credibilidad social ante las revoluciones científicas modernas, por lo que el nuevo régimen debía sustentar su legitimación en narrativas pseudocientíficas, es decir, presentar bajo una retórica científica sus intereses particulares como si fuesen universales. Fue Marx quien acuñó para las ciencias sociales este concepto y, desde entonces, lo ideológico está a flor de piel en los estudios sobre nuestro mundo en todas sus latitudes y segmentos.
No queremos concluir sin romper el encanto de la candidez de la oposición entre ciencia e ideología, muy cara al marxismo althusseriano y demodé desde hace décadas. La ciencia, repetimos, es creación de conjeturas y refutaciones, pero no todo es refutable en las conjeturas, de hecho apenas pocos enunciados de las grandes teorías resultan refutables. Por eso, las producciones científicas siempre tienen componentes propios del espíritu de su tiempo. La mecánica newtoniana es muy acorde con la naciente revolución industrial o la teoría darwinista de la evolución de las especies con el librecambismo británico de la época, así como la evolución lamarckiana muy afín con las coordenadas de la revolución rusa de 1917. Del mismo modo, la ciencia y la pseudociencia siempre han menester de ser financiadas, y más hoy que resultan tan costosos sus instrumentos tecnológicos. Por ello, la ciencia padece inexorablemente giros ideológicos. La manera más sana de combatirlos es incrementando la educación formativa (Bildung) de todo ciudadano y la ampliación de la autonomía efectiva de las comunidades científicas. Aquí el Estado juega un papel central, pero un estado robusto, bien arraigado desde la organización social. De lo que se trata es de democratizar a fondo la ciencia, pues en ello va también la democratización de la sociedad y sus comunidades.
Publicado originalmente en el portal Aporrea el viernes 29 de agosto de 2025: Artículo