Javier B. Seoane C.
Palestina duele, a menos que usted tenga avanzados grados de psicopatía o sociopatía, es decir, carezca de empatía, de sentimiento hacia el otro y sus padecimientos, bien por origen biológico (algunas psicopatías) o bien a causa de algún sufrimiento derivado de factores socioculturales (sociopatía). Palestina duele porque uno no puede dejar de tener presente a la infancia que no crecerá, que se le arrebata la potencialidad de su vida. Al niño que no será, a la niña que con su vida se le corta toda la vida que con ella vendría. Para estar aquí, escribiendo o leyendo, cada uno de nosotros ha sido el resultado de una milenaria evolución cuyos protagonistas no murieron sin antes dejar el testigo a la generación sucesiva. Usted no estaría aquí si algún antepasado suyo en algún momento del infinito tiempo no hubiese llegado a la suficiente madurez para dar a luz más vida, así hasta llegar a la suya misma. Somos el milagro de la vida. Pero este milagro hoy es aniquilado a punta de ametralladoras, misiles, bombas cubiertas con la bandera que ostenta la estrella de David, acciones de muerte que ensucian a esa estrella, a sus doce tribus, a la protección que debería simbolizar. No habrá tal protección, del resentimiento y el odio sólo se cosecha más odio y resentimiento, más sangre. Un genocidio no se justifica por otro genocidio. Netanyahu es una de las caretas de Hitler.
Repugna el agasajo a Donald Trump en el Palacio de Windsor, con toda el asqueante esplendor que podía ofrecerle la monarquía, la misma que junto al imperio francés se repartió los restos del imperio otomano en el cercano oriente concluído el pandemonium de la Gran Guerra, la misma monarquía británica que tomó para sí a Palestina en ese reparto, que le prometió el estatuto de Estado autónomo, y que después amparó durante el último siglo las expansionistas fuerzas sionistas, con las que además hizo lucrativos negociados. ¿Qué otra cosa podía esperarse de Windsor? A uno sólo le queda imaginarse, muy a lo Buñuel, al comensal Trump oculto debajo de la regia mesa tras un ataque terrorista, conservando cual noble can, eso sí, la suculenta chuleta en su boca. Repugna tanta ceremonia el mismo día que se tomaban los alrededores de Ciudad de Gaza, que se asesinaban más niños, más mujeres, más hombres. Seguramente, a la misma hora, en algún guiño, el monarca le susurró al oído de Trump: “te apoyaré en la nominación al Nobel de la Paz”. Al menos, el mismo día, allá en Egipto, su colega, el monarca español, calificó de brutal e inaceptable el sufrimiento del pueblo palestino, al menos Felipe VI tuvo algo de empatía, la que le falta a Carlos III y Trump, sociópatas sin causa ambos, o a causa de riquezas y lujos excesivos. Ni una sola mención a Gaza en Windsor. Empero, fuera de las murallas del Palacio miles de manifestantes sí la mencionaron mientras proyectaban contra dichos muros las horrorosas imágenes de sangre, muerte y hambre que se sufre en aquella tierra que se dice prometida. Como en España, donde miles se propusieron no permitir que la bandera manchada por el sionismo recorriera sus calles bajo el amparo de las federaciones deportivas internacionales. Como en las distintas latitudes la indignación hoy sale a manifestarse en las calles contra un genocidio abierto. Palestina duele.
El decadente nihilismo, encarnado en el Ministro de Finanzas sionista, sin el menor empacho se pronuncia, con su buena frotada de manos, sobre los suculentos negocios que ya hacen con el gobierno estadunidense. Los balnearios se levantarán sobre las vísceras humanas de los miserables. Desalojar a los terroristas de Hamás, otros sociópatas, así lo justifica. ¿Lo justifica? Palestina duele. No es cuestión de religión ni de vencer a unos paramilitares, es cuestión de negocios. La gente sobra, el genocidio es la solución final de Netanyahu y compañía. Nietzsche pensó que el advenimiento del nihilismo abriría la liberación del Übermensch para que hiciera de su vida una obra de arte. Pero la obra de arte del decadente nihilismo se asemeja al hongo generado por la bomba atómica en Hiroshima, la que lanzaron las fuerzas militares estadunidenses para exterminar niños, mujeres y hombres, civiles en su inmensa mayoría, aquel amanecer del 6 de agosto de 1945.
Palestina duele. Entretanto la Unión Ciclista Internacional dice que no hay méritos para excluir a Israel de las competencias deportivas. A Rusia, en cambio, le sobran. Como efectivamente le sobran. Lo mismo dicen las otras federaciones deportivas hasta llegar al Comité Olímpico Internacional. El festival de la canción europea más famoso, Eurovisión, se desintegra pues cada semana un país decide salirse si Israel permanece en el mismo. No importa. La directiva dice que no hay condiciones que justifiquen la exclusión del país asiático. Corren el peligro de que queden Israel, Alemania y Gran Bretaña como únicos competidores para la próxima primavera. Palestina duele, menos a los poderosos enquistados en las instituciones deportivas, culturales y políticas de gran parte del mundo occidental. Sin embargo, cada vez requieren de más murallas para protegerse del rechazo socialmente extendido a sus decisiones.
Resulta también terrible que todo esto pueda llevar al sufrido pueblo judío a padecer situaciones de odio que se creían superadas. Los sionistas son una minoría de ese pueblo, pueblo al que la humanidad debe mucho, pero que la ignorancia y el prejuicio limitantes pueden confundir con consecuencias nefastas. Lo saben, y parte de ese pueblo no sionista ha comenzado a reaccionar y cabe esperar que incremente su protesta. Hoy más que nunca hay que apelar a Hannah Arendt, a su legado intelectual, filosófico y político democrático. Del mismo modo, hay que apelar a la advertencia que nos dejó sobre la banalidad del mal, expuesta en su análisis del juicio a Eichmann, y que le valió el mayor de los desprecios del sionismo. Tipos como Trump, Carlos III y Netanyahu son banales, malvadamente banales, y sociópatas.
Palestina duele. Como en “La Cabeza de la Hidra” de nuestro Carlos Fuentes, Palestina duele también a los judíos, a la gran mayoría de judíos no obnubilados por la sed de sangre y negociados. Pues si a sabiendas de lo que allí ocurre a usted no le duele Palestina, entonces usted ostenta peligrosos grados de sociopatía. No es cuestión de banderas, es cuestión de humanidad.
Publicado originalmente en el portal Aporrea el jueves 18 de septiembre de 2025: Artículo