viernes, 28 de agosto de 2020

La política como arte del buen tejer

 


Javier B. Seoane C.

“¿Qué modelo, muy pequeño por cierto, pero que posea la misma función que la política, crees que podríamos tomar como punto de comparación para descubrir de un modo adecuado el objeto de nuestra búsqueda? ¡Por Zeus! ¿Quieres, Sócrates, si no tenemos algún otro a mano, que escojamos, por ahora, el arte de tejer?” (Platón, 279b).

¿A qué arte se parece la política? Ante el desconcierto de los tiempos que corren cabe preguntarse por ello. Ensayemos brevemente con tres artes diferentes a ver qué sale: el arte de los magos, el de los pastores y el de los tejedores. Veamos de qué va cada uno. El arte de la magia descansa en el poder del mago para convocar e invocar por medio de la palabra fuerzas sobrenaturales que producen efectos inesperados a la mayor brevedad posible. La magia, como el mito, depara toda su fuerza en el lenguaje como creador de realidades. Emitir la fórmula mágica, el mantra respectivo, o quizás el discurso clave en el momento oportuno genera el estado anhelado. La magia está muy alejada del trabajo cotidiano, del esfuerzo continuado y del buen desarrollo del sentido común. Todo esto resulta muy prosaico para la fuerza de lo extraordinario y externo al discurrir normal de la vida que ella convoca. A la inversa, el arte pastoril requiere del esfuerzo laborioso y del cuido diario del rebaño para que crezca sano, robusto y no se descarrile. El pastor hábil sabe cómo hacerlo, conoce bien la técnica de amasar la masa para darle la forma conveniente, para hacer del borrego todo un borrego. Suele acompañarse de un buen can que ejerza de policía de la manada. El pastor quiere borregos. El inhábil también los quiere pero no logra cuidarlos y termina con un rebaño famélico, uno que no ha de llegar muy lejos.

Otro es el arte del tejedor. Cual pastor debe poseer la virtud de la paciencia laboriosa, pero a diferencia de este no le conciernen masas que amasar ni borregos que encarrilar. Se teje segundo a segundo, día a día, atando cabos, para tras un esfuerzo cargado de sabiduría y experiencia unir urdimbre con trama y generar una pieza consistente y no pocas veces de sobria belleza. Cual arácnido, el tejedor salva abismos, genera puentes, enlaza lo que está originalmente divorciado.  Tejer es coordinar esfuerzos, entrelazar campos de fuerza, diseñar un espacio para compartir unos y otros, para habitarlo juntos. El político tejedor se legitima mediante la aceptación que sanciona el acuerdo. En cambio, el político pastoril y el mago precisan de la fuerza que otorga el carisma —fuerza que se apaga en la medida en que no logra los éxitos esperados.

El juego de metáforas y analogías del pastor y del tejedor ya fue sugerido por Platón en su diálogo El político hace más de dos mil años. Nosotros, siguiendo el mandato de Ortega y Gasset que obliga a atenernos a nuestra circunstancia, hemos agregado el mago inspirándonos en Cabrujas y Coronil. Cada una de estas figuras políticas tiene su circunstancia histórica. Aproximémonos un poquito a la de cada una.
El pastor, como buen caudillo, emerge de momentos marcados por cambios bruscos y la desorganización social, la falta de tejido, carencia de lazos entre los habitantes —no hay ciudadanos donde hay pastores, caudillos, hay habitantes y súbditos. Nuestra guerra de independencia, pero también nuestro tormentoso siglo XIX exigía este tipo de político, heredero del bárbaro conquistador. Hoy, cuando llevamos más de dos décadas de demolición institucional del país, se presenta de nuevo.

El mago se conjuga con circunstancias fantásticas. Cuando observamos que la realidad que nos rodea brota de fuerzas extrañas a nuestro trabajo desarrollamos fácilmente el sentido de que el mundo es obra de potencias que nos sobrepasan. Si esa realidad resulta esplendorosa por lo que promete quedamos a la expectativa de recibir las buenas vibras. No hacemos, esperamos. En todo caso, invocamos. Nuestro siglo XX, petrolero, sacó ciudades, instituciones y rangos de consumo socioeconómico de la chistera del Estado, artilugio desde el cual unos políticos magos se legitimaron en diferentes momentos distribuyendo patrimonial y clientelarmente renta entre los diferentes sectores sociales. Hemos tenido, una vez más con la afortunada expresión de Cabrujas y el arduo trabajo interpretativo de Coronil, un Estado mágico y más de un político, como Carlos Andrés Pérez o Hugo Chávez, que parecía mago.

Los carismáticos magos Pérez y Chávez dispusieron de cuantiosa renta para distribuir. El primero, en su segundo gobierno, empobrecido su respaldo económico terminó con su carisma también en mengua. Y es que el carisma, además de la persona y sus encantos sociales, suele acompañarse bien si hay buena cartera que lo respalde. A carencia de este recurso, la figura del pastor suele predominar. Aparecerán caudillos socarrones, sombríos, que despiertan el temor, no la simpatía, a lo Gómez en Venezuela o Franco en España. El mago y el pastor, ni hay que decirlo, convergen en el caudillismo. Han sido las figuras que han cubierto la mayor extensión de nuestra historia. No podía ser de otro modo para una sociedad que nunca ha dispuesto de suficiente tiempo histórico para asentarse, para arraigarse y tejer desde ella, desde abajo, sus instituciones.

El tejedor tiene otra circunstancia. Suele nacer de mundos sedentarizados, donde ya se han constituido en el largo devenir fuerzas diversas con poderes diferentes. Entonces, tiene lugar el atador de cabos, aquel que entreteje, que convoca a unos y otros para diseñar una arquitectónica favorable a la convivencia pacífica. El tejedor tiene la astucia de reconocer las fuerzas de unos y otros y visualiza los pliegues por los que cabe enlazarlas entre sí. Coordinarlas en un proyecto histórico. El tejedor hace su trabajo mediante el cruce de muchos hilos, mediante la conjunción de muchas tramas. Su trabajo, a diferencia del mago y el pastor, es colectivo. No es caudillo, es artífice de encuentros, gestor de pactos para dar un rumbo determinado a la nave en que vamos. López y Medina, por su circunstancia, tuvieron algo de ello. Al segundo la irrupción pastoril, en conspiración con el azar histórico, lo desplazó del poder a pocos meses del final de su período. Sin embargo, para el momento bastante había tejido con socialdemócratas, socialcristianos, comunistas, empresarios extranjeros y nacionales, trabajadores. La irrupción pastoril fue desplazada por otro pastor que se disfrazó de mago en los años cincuenta. Después, a partir del 58 y hasta el 74, los mismos actores que fueron pastores en el 45 se volvieron tejedores, y salvo la exclusión de los partidos de izquierda y ciertas violencias imperdonables, no lo hicieron tan mal. Pero no hubo tiempo para más y en el 74 se impuso el mago y sus doce apóstoles.

Ni el pastor ni el mago disponen de las destrezas del tejedor para incluir. El accionar de aquellos los vuelve excluyentes e históricamente pedantes. Hoy, cuando la Venezuela mágica ya no es ni puede ser, las capas hegemónicas del gobierno y la oposición se comportan conservadoramente pastoriles. Para legitimarse prometen la magia de otrora aún viva en el recuerdo de nuestras clases medias y populares. Cuando se ven las costuras falsas de esa magia, entonces apelan al diálogo tejedor, pero cual Penélope destejen en la noche lo poco tejido en el día. Son zombis que caminan entre nosotros porque no hemos sabido enterrarlos, porque como sociedad desarticulada, desmembrada, no hemos dado a luz a los tejedores, a las tejedoras (las mujeres siempre han sido mejor tejedoras, como hoy Merkel), del futuro. Decía al pensador de El Escorial que si no salvamos nuestra circunstancia tampoco nos salvaremos nosotros. Sólo nos queda empezar a tejer o darnos bandazos históricos entre un pastor y otro, ambos sin carisma, sin magia que ofrecer, ambos brutos, perpetuando el sopor de la infertilidad de este presente.

Caracas, agosto de 2020

miércoles, 19 de agosto de 2020

Sociedad civil ¿Con o sin pimentón?

 Sociedad Civil ¿Con o sin pimentón?Pimenton - mercaldas

Javier B. Seoane C.

“En los últimos años, han arreciado las críticas a su carácter pervasivo, al hecho de encontrarse instalado en todas y cada una de las células del tejido social; de que, desde el Presidente de la República hasta la directiva de «Los Criollitos», se elijan por colores políticos. Hay quienes piensan que eso se debe a una ley electoral que los favorece, al rechazar la uninominalidad e imponer la elección por listas cerradas. Pero es poco probable que un fenómeno social y no sólo político pueda ser provocado por una simple ley: eso es volver a la ingenua confusión entre país legal y país real. La explicación tal vez resida en otra parte: al aparecer en la escena venezolana, los partidos políticos contemporáneos estaban actuando en terreno virgen. En efecto, en las sociedades de más larga historia política, los partidos no suelen encontrarse solos en el escenario social.”

(Manuel Caballero: Las crisis de la Venezuela contemporánea (1903-1992), Alfadil ediciones, 6ª edición, Caracas 2009; p. 124).

 

Aquel 29 de mayo el Señor Vicepresidente fue abordado por los bulliciosos reporteros. Don Luis ya estaba acostumbrado a ese revoloteo a su alrededor, a ese abejorreo que, como si él fuese dulce flor silvestre, lo perseguía un día sí y otro también, después de todo era un avezado político, de no pocas batallas en la Venezuela contemporánea, seguro de sí, y a quien no le molestaba mucho esas frecuentes interpelaciones. Fue entonces cuando surgió la inquietante pregunta reporteril: ¿estaba participando la sociedad civil en los procedimientos de selección de los rectores electorales del Estado? Don Luis, con su frecuente porte sonriente, devolvió la pregunta: “¿Sociedad civil? ¿Con qué se come eso?”, dijo. Hoy, veinte años después, nos preguntamos nuevamente, ¿con qué se come la sociedad civil en Venezuela?

¿Qué supone la “sociedad civil”? Supone demasiados rasgos pues, sin duda, estamos ante un concepto poliédrico. Veamos solo tres supuestos, que a su vez presuponen otros universos significativos por explorar, acordes con nuestro propósito sobre la naturaleza comestible de nuestra sociedad. Primero y más evidente, la sociedad civil supone ciudadanos, lo que nos remite a la condición de ciudadanía. ¿Es esta una condición solamente jurídica o, más bien, lo jurídico ha de suponer una condición sociocultural? Si cabe distinguir entre habitantes y ciudadanos estamos ante una condición sociocultural. Social, pues esta cultura supone un determinado grado de conformación de los vínculos que unen a las personas entre sí y determinada distinción entre lo privado y lo público, en el que la apropiación colectiva de esta última esfera de acción y convivencia se instituye bajo una juridicidad que reposa bajo la forma de una eticidad (Sittlichkeit) universalista. En otras palabras, la condición de ciudadanía se configura como una mentalidad que se orienta hacia los otros como sujetos de derecho y en tanto que partícipes de un destino compartido. De aquí llegamos a un segundo supuesto, la condición ciudadana establece vínculos de asociación (Tönnies) sobre el sustento de actitudes racional-legales (Weber) que abstraen los vínculos primarios y afectivo-emocionales de las personas entre sí. Cuando trato a alguien como ciudadano lo trato como sujeto de derecho y no como pana, camarada o familiar. Como funcionario público le hago los trámites para su pasaporte sin considerar sus vínculos familiares, partidistas, grupales.  Así, la condición ciudadana, base de la sociedad civil, es una condición no natural sino aprendida y en consecuencia histórica, que va de la mano con determinados grados de evolución social, evolución que acontece bajo el signo de una durée histórica específica, de una duración relativamente larga en el tiempo enmarcada sobre la base de economías específicas (de base monetaria, comercial e industrial) y sistemas políticos y jurídicos emergentes a partir de éstas (separación de lo público y lo privado, institucionalidad de la propiedad privada, constitucionalidad legal-racional, pluralidad, Estado de derecho).

Cerremos con nuestro tercer supuesto: la sociedad civil, que descansa sobre la condición sociocultural e histórica de la ciudadanía, en tanto que societas supone organicidad en el sentido de que el ciudadano se asocia con otros ciudadanos para constituir redes sociales relativamente institucionalizadas. Para decirlo un poco con Hegel: la singularidad del ciudadano se convierte en la particularidad de la asociación. Hegel entendía en su Filosofía del derecho que la sociedad civil se constituía de ciudadanos cuya conciencia los llevaba a organizarse en función de defender y promover sus intereses. Y puesto que se trata de intereses muy diversos los existentes en nuestros tiempos modernos, el terreno de la sociedad civil se caracteriza por su agonística. Se trata de un campo en el cual colisionan muchas veces los intereses de los grupos ciudadanos organizados, por ejemplo, el conflicto entre empresarios y sindicalistas o entre industriales y ecologistas. Para mediar entre estos conflictos, el filósofo alemán consideraba que el Estado, entendido como Estado de derecho, resulta fundamental. El Estado se constituía en árbitro público para armonizar el conflictivo tejido de la sociedad civil. Llegados aquí subrayamos nuestra perogrullada: la sociedad civil supone el ciudadano, la organización civil y el Estado. No obstante, hay una mala noticia si se quiere: la perogrullada está repleta de contenidos articulados en una determinada dimensión sociohistórica.

Pasada breve revista a estos supuestos volvemos a nuestra pregunta sobre la existencia, comestible o no, de la sociedad civil en Venezuela. Un repaso breve y cenital a nuestra historia, y por tanto superficial por poco elaborado, quizás ofrezca algunas luces. En la etapa precolombina encontramos diversidad de pueblos amerindios en estas tierras. Sus economías no se fundan en lógicas acumulativas ni tampoco las precisan. Su política, estratificación social y religión se mantienen inseparables. La sabiduría ancestral de la pachamama, la madre tierra, reina. No había en este territorio civilizaciones como había en México o Perú. Predomina una evolución social por segmentarización y no por concentración (Durkheim). Sigue una etapa colonial de muy lento desarrollo. Caracterizada por la llegada de conquistadores que más que colonizar buscaban que su aventura rindiera cuantiosas riquezas para regresar exitosos a la madre patria. No vinieron con sus familias a establecerse, huyendo de infiernos bélicos, como los colonos del Mayflower; tampoco venían con una visión calvinista del mundo sino con una muy española y católica. Recordemos que la España de entonces, y quizás la de hoy, estaba históricamente marcada por la cruz de Santiago, por la conquista militar y religiosa de su territorio ibérico. Así, predominó aquí la empresa aventurera, el mestizaje sociocultural y la visión de una tierra de paso (Uslar, Cabrujas), no de gracia. Si me permiten una digresión, hasta los banqueros alemanes a quienes Carlos V dio en concesión Venezuela para urbanizarla, los Welsares, se aventuraron pícaramenta al encuentro de Manoa y no cumplieron sus deberes urbanizadores. Cuando más o menos el mantuanaje aristocrático comenzó a establecerse, hacia finales del siglo XVII, llegó la reforma borbónica con su centralismo y monopolización del comercio. Nuestros mantuanos se volvieron nobles contrabandistas y hombres resentidos de los peninsulares. Estos últimos tampoco los apreciaban mucho. La España del XVIII, ya en clara decadencia geopolítica, ve a América no como Nuevo Mundo ni como esperanza, sino como caja chica.

Poco duró la institucionalidad colonial formal en Venezuela, la edad de Cristo para ser más precisos. La Capitanía General, aquella que unifica administrativamente nuestro territorio, ya lo sabemos, data de 1777. En 1810 comienza el proceso independentista. ¿Ya me dirá usted que se consolida institucionalmente en 33 años? A partir de 1810 y hasta 1903 vivimos, para decirlo con Caballero, la Venezuela de a caballo. Un siglo de inestabilidad política, de guerras intestinas que no permiten institucionalizar ninguna economía y mucho menos un Estado. Tampoco, obviamente, una sociedad y menos “civil”. Por supuesto, hay diferencias regionales a considerar en este país archipiélago (Pino Iturrieta). Por ejemplo, los andinos con sus escarpadas montañas estuvieron más protegidos de estos vaivenes belicosos que el resto. Para la gran mayoría de venezolanos, el hilo de continuidad institucional quedará, básicamente, reducido al vínculo madre-hijos y, ocasionalmente, al amparo que ofrece el Caudillo local. Será con la pax gomecista que comience ese caminar hacia un Estado moderno con la constitución del monopolio de las armas y la gradual racionalización de la administración pública. En este caminar el petróleo emergerá súbitamente desde el fondo de la tierra misma para darle el protagonismo histórico de este segundo siglo de vida “independiente” a su dueño, el Estado. Desde éste, y con el petróleo, se montó la Venezuela que hoy llega a su fin.

También la “sociedad civil”, a falta del capital y su acumulación originaria, se montó desde el Estado. A partir de 1936 arranca este proceso. Con contadas excepciones, sindicatos, gremios, asociaciones civiles se impulsaron desde el Estado y la mayoría quedó dependiendo del mismo. La actual Fedecámaras tiene un origen en el impulso del gobierno de Medina. Gran cantidad de sindicatos se constituyen por el empuje del trienio adeco. Luego, el perezjimenismo los persiguió y armó los suyos propios para, a su caída, volverse a constituir los anteriores y otros nuevos con el período puntofijista. Hasta la Hermandad Gallega actual fue organizada desde la Gobernación del Distrito Federal a comienzos de los años sesenta, cuando el gobernador de turno concedió a los inmigrantes un crédito para comprar su actual terreno a cambio de que los tres centros gallegos preexistentes se unificaran en uno solo.

Una “sociedad civil” creada por el petroestado, muchas veces con las mejores intenciones de constituir una Venezuela moderna y modernizada, terminó no pocas veces en el “pimentón” que está en los “buenos guisos” para capturar renta. Así, la amante del Presidente, doña Cecilia, se hace con una asociación para la protección de los indígenas y obtiene suculentos recursos desde la Secretaría de la Presidencia. ¿Cuántas fundaciones no ha tenido el Estado venezolano, fundaciones que lo han desangrado? Una falsa sociedad civil que se come con el pimentón que adereza el guiso (Para el forastero recordemos que en Venezuela llamamos también “guiso” a la extracción no muy regular ni ética de recursos financieros del Estado. Y al sujeto que está en muchos “guisos” lo llamamos “pimentón”).

 ¿Hay en Venezuela una sociedad civil sin pimentón? Sí la hay y la hubo. Los primeros sindicatos petroleros costaron sangre, sudor y vidas a sus obreros fundadores. Fedecámaras nació de la mano del gobierno de Medina o la Hermandad Gallega de la mano de la Gobernación del Distrito Federal (Caracas), pero ambas han ido ganando su propia autonomía, conformando su propio tejido social. De un grupo de empresarios surgió a mediados de los años sesenta el Dividendo Voluntario para la Comunidad (DVC), red de empresas venezolanas para atender necesidades comunitarias, una entidad que con orgullo podemos calificar de temprano paradigma latinoamericano de la hoy llamada responsabilidad social empresarial. El Grupo Santa Teresa o el Grupo Polar son también interesantes ejemplos de actualidad. Así, la cuestión no es binaria, no se trata de si hay o no sociedad civil, se trata de cuál es el grado de fortaleza de dicha sociedad en el país. Y ese grado, por lo apenas relatado, es muy tenue. Fragilidad histórica debida a muchos factores, uno de ellos un país que ha sido construido por la locomotora del petroestado en los últimos ochenta años, que sociológicamente ha dado lugar a una desintegración social típica de una revolución industrial pero sin industrialización. En Venezuela no se ha formado una cultura ciudadana porque tampoco hemos podido habitar con suficiente tranquilidad y parsimonia nuestro país, no hemos podido arraigarnos y consolidar instituciones, no hemos podido colonizar a Venezuela con venezolanos (Simón Rodríguez). No nos extrañe entonces que aquel 29 de mayo el Señor Vicepresidente, con su irónica sonrisa, haya preguntado a la nación sin empacho alguno y sin consecuencias políticas, ¿con qué se come la sociedad civil?

En Venezuela desde el período precolombino ha habido comunidades, mas hoy también muchas están rotas. En teoría social “comunidad” denota y connota rasgos muy diferentes de los de la sociedad civil, pero este tema requiere de un futuro artículo. Digamos para cerrar, porque cerrar debemos, que la sociedad civil es para nosotros un proyecto, reconstituir nuestros lazos comunitarios también es un proyecto, porque casi toda Venezuela está hoy en proyecto. Algo de lo que podemos sentirnos afortunados.

Caracas, agosto de 2020

domingo, 9 de agosto de 2020

Notas para empezar a caminar la Venezuela del Siglo XXI

 

Notas para empezar a caminar la Venezuela del Siglo XXI

Javier B. Seoane C.

“Si el cacao fue un cultivo esclavista; si durante la época colonial apenas sirvió para erigir sobre una gleba sumisa el dominio de la alta clase poseedora que adquiría títulos y a quienes apodaban justamente, los »Grandes Cacaos», el café fue en nuestra Historia un cultivo poblador, civilizador y mucho más democrático. Algo como una clase media de »conuqueros» y minifundistas comenzó a albergarse a la sombra de las haciendas de café.”

(Mariano Picón-Salas: “Comprensión de Venezuela” en Obras selectas, ediciones Edime, Madrid-Caracas 1962; p. 107).

 

En su Antropología del petróleo Rodolfo Quintero da carácter excluyente al modelo económico que surge de los campos petroleros zulianos. Se trata de una economía que requiere de inversión de grandes recursos financieros por sus requerimientos tecnológicos, a la par que genera grandes capitales. Moviliza mucho dinero y absorbe muy poco trabajo. Cuando se instala en un país pobre, desolado por decenas de batallas, entre ellas la del paludismo junto con otras graves endemias y una larga expoliación colonial, el campo petrolero se vuelve un lugar de atracción para el famélico campesino, abandonará su sabana o su conuco en busca de un destino mejor para sí y para los suyos. Atrás quedarán sus pobres chozas vueltas casas muertas. Simón Díaz y Alí Primera, entre otros, ya nos cantaron sobre ello. Otros bien lo escribieron en novelas, cuentos y ensayos. No obstante, en el campo sólo muy pocos encontrarán trabajo y los más quedarán a modo de satélites orbitando en los alrededores constituyendo una economía marginal, una de chiringuitos y prostíbulos, de servicios ocasionales y alguna que otra vez criminal. Del campo petrolero irradia suficiente poder monetario para sostener ese cinturón socioeconómico marginal que se extiende mientras adentro, en el mismo enclave, las canchas de tenis y las quintas prosperan rodeadas de las cercas que bien describió Díaz Sánchez.

Al modo de una Matriuska rusa, Quintero va comprendiendo cómo desde el campo va emergiendo paulatinamente la ciudad y luego el país petroleros. Cada muñeca idéntica a la anterior pero en una escala mayor. Con el gran polo magnético de la economía petrolera se constituye un país que hasta ayer (1930) era más un archipiélago (Pino Iturrieta) que un continente. No podemos aquí desarrollar todo lo que se hizo, desde el túnel más largo del mundo hasta una ciudad universitaria maravillosa, desde un hotel inútil en las alturas de una capital hasta erradicar el paludismo y cientos de enfermedades y con ello alargar la vida de los venezolanos. Mucho se hizo, mucho muy bueno y otras cosas no tan buenas. Lo que queremos destacar ahora es más bien una imagen de lo que costó: hemos padecido las consecuencias de una revolución industrial sin industrialización. Los mosaicos que Dickens describe de la Inglaterra decimonónica los conseguimos por doquier en las esquinas del país, pero sin fábricas. Hoy, cuando por distintas razones ya no da más el Estado rentista para seguir creando la ficción económica de país en “vías de desarrollo”, urge constituir otra realidad, otra realidad económica, social, política, cultural… Humana, sobre todo humana.

Cualquier discurso de reconstituir la democracia, la sociedad civil, las libertades y los derechos humanos tiene que pasar necesariamente por proyectar ese otro país social, económico y cultural. La democracia usada como “significante flotante” (Laclau) puede servir a las batallas por la conquista del poder político en países con una clase media relativamente estable en sus crisis, pero resultan inútiles si se pretende tejer otra Venezuela. La democracia supone inclusión hasta en la Atenas de Pericles —lamentablemente el concepto sociocultural de lo humano era en aquel mundo griego lo excluyente. Reconstruir un tejido democrático en el país pasa por establecer las bases de una sociedad y economías que puedan independizarse de un Estado ya en ruinas.

La economía petrolera y minera es ya menos futuro que ayer. Venezuela no puede seguir siendo el exportador de naturaleza que ha sido desde la conquista española de Cubagua. Venezuela tiene que tejerse sobre la urdimbre de un modelo productivo e inclusivo, diversificado a lo largo de sus potencialidades regionales gratas para que florezca un turismo con vocación ecológica; una agricultura y ganadería que den vida a la tierra y permitan colonizar con venezolanos a Venezuela (Simón Rodríguez); una pequeña y mediana industria que se sirva de esas potencialidades, entre ellas las de un venezolano obligado siempre a ser creativo en lo más positivo de su viveza criolla; una sociedad de conocimiento y fomentadora de tecnologías livianas a partir de nuevos núcleos urbanos que den cobijo a una juventud que en camino viene y otra que volverá. Venezuela, no lo dudemos, tiene otros rumbos, el petrolero y minero es sólo uno, y, como sabemos, no el mejor.

El turismo hace independiente a su empresario, a su trabajador, distinción que urge superar en la visión de que todos somos mujeres y hombres de empresa, que es decir trabajadores. También la agricultura y la ganadería, la sociedad del conocimiento y la pequeña y mediana industria hacen independientes al venezolano. Desde allí podrá constituirse otro Estado, uno que viva de su sociedad y no al revés, uno que entonces, y sólo entonces, podrá volverse efectivamente democrático. Mas, para ello, para que no se quede todo en buenos deseos, en deseos que nada preñan, Venezuela tiene que repensarse y analizar sus actuales y muchos déficits, entre ellos: superar un Estado paquidérmico, volverlo eficiente y generador de justicia social; su carencia de recursos financieros, resultado en parte de falta de credibilidad y fortaleza institucional; superar una serie de actitudes psicosociales construidas desde una mentalidad cuasimítica y “positivista” que siempre juzga al venezolano en una perpetua minoría de edad, una especie de pesimismo sociológico hispanoamericano, para decirlo con Augusto Mijares; y, destaquemos como déficit mayor, el poco carácter orgánico de nuestra sociedad, nuestro déficit serio de organización, el más serio quizás, en otras palabras, nuestra muy grave carencia de capital social.

¿Tenemos material los venezolanos para superar estos y otros déficits? Pues el mismo que tienen los alemanes, los japoneses, los warao, los chinos, los sudafricanos o los indios. Genéticamente no tenemos mayores diferencias ni tampoco las hay entre los bebés de los retenes de nuestras maternidades una vez que nacen, salvo por los gravísimos problemas de desnutrición que hoy padecen nuestras madres. Los problemas a superar que hemos mencionado vienen después del nacer, algo después: en las condiciones sociales que contribuyen a formar la persona que somos. No cabe en este artículo desarrollar la naturaleza de las condiciones deficitarias nombradas y las vías de su superación. La magnitud de esta tarea no es personal sino colectiva, sólo un concierto de instrumentos muy diferentes en manos de una coreografía de múltiples actores puede pintar el cuadro en el que se proyecte el país polifónico que anhelamos. Prometemos, no obstante, ofrecer esbozos en próximos artículos para fomentar el diálogo razonado en torno a la empresa llamada Venezuela que podemos realizar conjugando inteligencia y buenos deseos.

Mariano Picón-Salas fue uno de no pocos pensadores que amó la venezolanidad. Se dedicó a comprendernos. Entendió bien, como se lee en el epígrafe de este escrito, que lo sociocultural, lo político y lo económico no se tejen por separado. En sus páginas, y en las de muchos otros que oportunamente mencionaremos, encontraremos buena savia para nutrir el pensar para el caminar propuesto. Simón Rodríguez nos orienta: colonicemos a Venezuela con venezolanos.

Caracas, agosto de 2020