Javier B. Seoane C.
“¿Qué modelo, muy pequeño por cierto, pero que posea la misma función que la política, crees que podríamos tomar como punto de comparación para descubrir de un modo adecuado el objeto de nuestra búsqueda? ¡Por Zeus! ¿Quieres, Sócrates, si no tenemos algún otro a mano, que escojamos, por ahora, el arte de tejer?” (Platón, 279b).
¿A qué arte se parece la política? Ante el
desconcierto de los tiempos que corren cabe preguntarse por ello. Ensayemos
brevemente con tres artes diferentes a ver qué sale: el arte de los magos, el
de los pastores y el de los tejedores. Veamos de qué va cada uno. El arte de la
magia descansa en el poder del mago para convocar e invocar por medio de la
palabra fuerzas sobrenaturales que producen efectos inesperados a la mayor
brevedad posible. La magia, como el mito, depara toda su fuerza en el lenguaje
como creador de realidades. Emitir la fórmula mágica, el mantra respectivo, o
quizás el discurso clave en el momento oportuno genera el estado anhelado. La
magia está muy alejada del trabajo cotidiano, del esfuerzo continuado y del
buen desarrollo del sentido común. Todo esto resulta muy prosaico para la
fuerza de lo extraordinario y externo al discurrir normal de la vida que ella
convoca. A la inversa, el arte pastoril requiere del esfuerzo laborioso y del
cuido diario del rebaño para que crezca sano, robusto y no se descarrile. El
pastor hábil sabe cómo hacerlo, conoce bien la técnica de amasar la masa para
darle la forma conveniente, para hacer del borrego todo un borrego. Suele
acompañarse de un buen can que ejerza de policía de la manada. El pastor quiere
borregos. El inhábil también los quiere pero no logra cuidarlos y termina con
un rebaño famélico, uno que no ha de llegar muy lejos.
Otro es el arte del tejedor. Cual pastor debe
poseer la virtud de la paciencia laboriosa, pero a diferencia de este no le
conciernen masas que amasar ni borregos que encarrilar. Se teje segundo a
segundo, día a día, atando cabos, para tras un esfuerzo cargado de sabiduría y
experiencia unir urdimbre con trama y generar una pieza consistente y no pocas
veces de sobria belleza. Cual arácnido, el tejedor salva abismos, genera
puentes, enlaza lo que está originalmente divorciado. Tejer es coordinar esfuerzos, entrelazar campos de fuerza, diseñar
un espacio para compartir unos y otros, para habitarlo juntos. El político tejedor
se legitima mediante la aceptación que sanciona el acuerdo. En cambio, el
político pastoril y el mago precisan de la fuerza que otorga el carisma —fuerza
que se apaga en la medida en que no logra los éxitos esperados.
El juego de
metáforas y analogías del pastor y del tejedor ya fue sugerido por Platón en su
diálogo El político hace más de dos
mil años. Nosotros, siguiendo el mandato de Ortega y Gasset que obliga a atenernos
a nuestra circunstancia, hemos agregado el mago inspirándonos en Cabrujas y
Coronil. Cada una de estas figuras políticas tiene su circunstancia histórica. Aproximémonos
un poquito a la de cada una.
El pastor, como
buen caudillo, emerge de momentos marcados por cambios bruscos y la
desorganización social, la falta de tejido, carencia de lazos entre los
habitantes —no hay ciudadanos donde hay pastores, caudillos, hay habitantes y
súbditos. Nuestra guerra de independencia, pero también nuestro tormentoso siglo
XIX exigía este tipo de político, heredero del bárbaro conquistador. Hoy,
cuando llevamos más de dos décadas de demolición institucional del país, se
presenta de nuevo.
El mago se
conjuga con circunstancias fantásticas. Cuando observamos que la realidad que
nos rodea brota de fuerzas extrañas a nuestro trabajo desarrollamos fácilmente el
sentido de que el mundo es obra de potencias que nos sobrepasan. Si esa
realidad resulta esplendorosa por lo que promete quedamos a la expectativa de
recibir las buenas vibras. No hacemos, esperamos. En todo caso, invocamos.
Nuestro siglo XX, petrolero, sacó ciudades, instituciones y rangos de consumo
socioeconómico de la chistera del Estado, artilugio desde el cual unos
políticos magos se legitimaron en diferentes momentos distribuyendo patrimonial
y clientelarmente renta entre los diferentes sectores sociales. Hemos tenido,
una vez más con la afortunada expresión de Cabrujas y el arduo trabajo interpretativo
de Coronil, un Estado mágico y más de un político, como Carlos Andrés Pérez o
Hugo Chávez, que parecía mago.
Los carismáticos
magos Pérez y Chávez dispusieron de cuantiosa renta para distribuir. El
primero, en su segundo gobierno, empobrecido su respaldo económico terminó con
su carisma también en mengua. Y es que el carisma, además de la persona y sus
encantos sociales, suele acompañarse bien si hay buena cartera que lo respalde.
A carencia de este recurso, la figura del pastor suele predominar. Aparecerán
caudillos socarrones, sombríos, que despiertan el temor, no la simpatía, a lo
Gómez en Venezuela o Franco en España. El mago y el pastor, ni hay que decirlo,
convergen en el caudillismo. Han sido las figuras que han cubierto la mayor
extensión de nuestra historia. No podía ser de otro modo para una sociedad que
nunca ha dispuesto de suficiente tiempo histórico para asentarse, para
arraigarse y tejer desde ella, desde abajo, sus instituciones.
El tejedor tiene
otra circunstancia. Suele nacer de mundos sedentarizados, donde ya se han
constituido en el largo devenir fuerzas diversas con poderes diferentes.
Entonces, tiene lugar el atador de cabos, aquel que entreteje, que convoca a
unos y otros para diseñar una arquitectónica favorable a la convivencia
pacífica. El tejedor tiene la astucia de reconocer las fuerzas de unos y otros
y visualiza los pliegues por los que cabe enlazarlas entre sí. Coordinarlas en
un proyecto histórico. El tejedor hace su trabajo mediante el cruce de muchos
hilos, mediante la conjunción de muchas tramas. Su trabajo, a diferencia del
mago y el pastor, es colectivo. No es caudillo, es artífice de encuentros,
gestor de pactos para dar un rumbo determinado a la nave en que vamos. López y
Medina, por su circunstancia, tuvieron algo de ello. Al segundo la irrupción
pastoril, en conspiración con el azar histórico, lo desplazó del poder a pocos
meses del final de su período. Sin embargo, para el momento bastante había
tejido con socialdemócratas, socialcristianos, comunistas, empresarios
extranjeros y nacionales, trabajadores. La irrupción pastoril fue desplazada
por otro pastor que se disfrazó de mago en los años cincuenta. Después, a
partir del 58 y hasta el 74, los mismos actores que fueron pastores en el 45 se
volvieron tejedores, y salvo la exclusión de los partidos de izquierda y
ciertas violencias imperdonables, no lo hicieron tan mal. Pero no hubo tiempo
para más y en el 74 se impuso el mago y sus doce apóstoles.
Ni el pastor ni
el mago disponen de las destrezas del tejedor para incluir. El accionar de
aquellos los vuelve excluyentes e históricamente pedantes. Hoy, cuando la Venezuela
mágica ya no es ni puede ser, las capas hegemónicas del gobierno y la oposición
se comportan conservadoramente pastoriles. Para legitimarse prometen la magia
de otrora aún viva en el recuerdo de nuestras clases medias y populares. Cuando
se ven las costuras falsas de esa magia, entonces apelan al diálogo tejedor,
pero cual Penélope destejen en la noche lo poco tejido en el día. Son zombis
que caminan entre nosotros porque no hemos sabido enterrarlos, porque como
sociedad desarticulada, desmembrada, no hemos dado a luz a los tejedores, a las
tejedoras (las mujeres siempre han sido mejor tejedoras, como hoy Merkel), del futuro. Decía al pensador de El Escorial que si no salvamos
nuestra circunstancia tampoco nos salvaremos nosotros. Sólo nos queda empezar a
tejer o darnos bandazos históricos entre un pastor y otro, ambos sin carisma,
sin magia que ofrecer, ambos brutos, perpetuando el sopor de la infertilidad de este
presente.
Caracas, agosto de 2020