jueves, 30 de agosto de 2007

Modernidad, religión y posmodernidad (2004)

Las líneas que presentamos a continuación pretenden relacionar la dimensión religiosa humana con las tónicas culturales de la modernidad y la posmodernidad. Para ello, presentaremos primero las tres nociones: dimensión religiosa, modernidad y posmodernidad; y, luego, una serie de vínculos que conseguimos entre ellas.

Dimensión religiosa

Consideramos lo religioso como una dimensión propia de la condición humana. Consideramos, del mismo modo, que el rasgo antropológico más distintivo consiste en la esencia simbólica de la configuración humana. Procuremos explicitar más este último aspecto para acceder a la dimensión religiosa.

Para comprender la naturaleza simbólica de lo humano se precisa partir de dos tesis entrelazadas, a saber: 1.) que el ser humano no está determinado biológicamente; y, 2.) que el lenguaje configura un centro constituyente fundamental para la acción humana. Sobre la primera premisa cabe decir que, siguiendo las ideas de la antropología moderna, el homo sapiens, a diferencia del resto del zoo, carece de instintos especializados y de una determinación genética de su vida social. No vamos aquí a detallar trabajos tan minuciosos como los de Arnold Gehlen, baste con afirmar que el comportamiento biológico humano (alimenticio, sexual, paternal, etc.) no está atado a instintos si por estos entendemos disposiciones conductuales hereditarias con respuestas específicas a estímulos específicos. Por el contrario, las conductas que responden a necesidades biológicas están siempre mediadas por la socialización, por el aprendizaje de las mismas por parte del individuo. Igualmente, la sociedad humana no está preprogramada genéticamente como sí lo están el resto de las sociedades animales que conocemos. El ser humano es un ser abierto al mundo, no cerrado por instintos biológicos. En ese sentido, no es un ser determinado sino condicionado por las necesidades y las limitaciones biológicas, sociales, culturales. Que es condicionado y no determinado abre el camino de la libertad, de la posibilidad de elegir, posibilidad negado para los animales atados a las disposiciones instintivas.

En cuanto a la segunda premisa o tesis, aquella que afirma que el lenguaje es un centro constituyente de la acción humana, se vincula estrechamente con la primera ya esbozada. Ello en la medida que al carecer de instintos y de una preprogramación genética para la acción individual y social, el ser humano se ve obligado a construir un mapa de su mundo que le sirva para orientarse en el mismo. El lenguaje permite construir ese mapa, permite recoger las experiencias en torno a lo venenoso y a lo que no lo es y transmitirlas de generación en generación. Ello resulta fundamental si pensamos que carecemos de identificadores biológicos sobre qué productos son comestibles y cuáles no lo son. El lenguaje es la residencia de la cultura y ésta es la condición humana que nos permite completar nuestra incompleta naturaleza biológica y nos salva al construir esos identificadores de que carecemos. Además, el lenguaje resulta constituyente del mundo y del pensamiento humano, pues no nos es dado pensar sin conceptos y nuestro mundo sociocultural es fundamentalmente un mundo que opera con relaciones sociales abstractas, conceptuales, tales como Estado, Universidad, Escuela, República, Venezuela, etc.

Por carecer de ecosistema, por carecer de instintos y aparatos sensoperceptivos especializados de cara a las funciones biológicas fundamentales para la autoconservación de la vida, pero, por poseer un lenguaje constitutivo de lo real ―en pocas palabras, por su “apertura al mundo”― el humano requiere urgentemente una interpretación de sí y de su entorno; esto es, precisa de la construcción de un mundo. Darse esa interpretación que da sentido a su carácter práxico se torna, entonces, tarea y cuestión de vida o muerte.

Emerge aquí la cuestión del sentido. El ser humano no está atado al presente instintivo y menesteroso del resto de los animales. Tampoco tiene resuelta su convivencia con los otros, pues su vida social no está preprogramada genéticamente. Al contrario, se encuentra abierto al mundo y tiene como tarea permanente el hacer su mundo y hacerse a sí mismo. Lo dicho lo empuja a tener que darse un sentido para sí y para su mundo. Pero ese sentido, sentido de la vida en última instancia, no lo consigue en sí mismo, sino que obligatoriamente trasciende a él. El ser humano es, por esencia, un ser para otro. Y ello en un doble aspecto. Por un lado, es ser para otro porque lo que es lo es gracias a otro que le da la vida y que lo forma, que lo humaniza y le permite vivir como humano. Por otro lado, porque viniendo del otro su ser se dirige a otro; esto es, el humano sólo encuentra su identidad en la relación con el otro.

Dado lo dicho, afirmamos seguidamente que lo religioso resulta una dimensión constitutiva de lo humano. En lo religioso encontramos el universo simbólico que da sentido a la vida y a nuestra relación con el mundo, incluido dentro de ese mundo al otro. El territorio de lo religioso es el territorio en que el individuo trasciende su mera individualidad para encontrar sentido y significado a su accionar. Además, constituye el territorio en el que el mundo se divide entre lo sagrado y lo profano (Durkheim) y que, en consecuencia, ayuda a la constitución del orden social que es, en última instancia, un orden moral. En términos de Peter Berger: “Podemos, pues, afirmar que la religión ha desempeñado un papel estratégico en la empresa humana de construcción del mundo. En la religión se encuentra la autoexteriorización del hombre de mayor alcance, su empresa de infundir en la realidad sus propios significados.” (Berger, 50).

Modernidad y religión


Mucho se ha escrito sobre modernidad en los últimos años, pero ya hace más de cien años el tema lo plantearon los grandes clásicos del pensamiento sociológico, especialmente Marx, Durkheim y Weber. Debemos a este último toda una comprensión de la modernidad como descentramiento y autonomización de las diferentes esferas culturas y como un proceso progresivo de racionalización formal conducente a un desencantamiento generalizado del mundo. Expliquemos un poco el asunto.

Max Weber aprecia que desde finales de la baja edad media se comienza a dar un proceso de pérdida de hegemonía cultural de la esfera religiosa de occidente. Si antes las diferentes esferas culturales ¾la ciencia, el arte, el pensamiento social y político, la filosofía¾ estaban supeditadas en cierto sentido al control cultural y a los motivos que ponía en agenda la religión cristiana administrada desde la Iglesia católica, a partir del siglo XV esas diferentes esferas comienzan a rebelarse progresivamente y a ganar en autonomía e independencia relativas. El arte renacentista gira hacia el desarrollo de nuevas técnicas y sus motivos dejarán gradualmente de ser religiosos para centrarse en lo humano, lo natural y lo social. Nuevos mecenazgos, producto de la pujante economía mercantil, contribuirán a financiar esa relativa independencia artística. Pero también las ciencias desde Roger Bacon, ya en el siglo XIII, y luego en el renacimiento, van abandonando los esquemas epistemológicos aristotélicos y dan un giro al experimentalismo con su consecuente revaloración de la ontología naturalista. Ni que decir de todo el desarrollo posterior a la revolución copernicana y la autonomización de la esfera cultural científica a partir de sus propios criterios de veracidad y de su institucionalización del método como forma de control institucional sobre el discurso. La fractura entre ciencia y religión no se hizo esperar, pues ambas postulaban concepciones muy diferentes del mundo. Lo mismo vale decir para la política y su autonomización, muy clara a partir de l pensamiento de Maquiavelo y los desarrollos ulteriores con Hobbes a la cabeza.

Weber, a diferencia de Marx, asume con plenitud que las causas de este fenómeno de autonomización relativa de las esferas culturales son múltiples e imposibles de comprender en su totalidad por el pensamiento humano. Por ello, no reduce la explicación a los cambios en la estructura material de la sociedad. Por el contrario, afirmará que ideas e intereses no admiten relaciones unívocas y que, un conjunto dado de ideas, puede servir a intereses de muy distinta índole, o viceversa, un interés determinado puede encontrar su canalización por medio de conjuntos muy diversos de ideas. De hecho, Weber afirmará que la acción humana está siempre atravesada por las consecuencias no previstas. La historia tiene a cada paso ejemplos de ello. Y uno de ellos, muy estudiado por el pensador alemán, es la reforma iniciada por Lutero.

Como habíamos visto, desde finales de la edad media la iglesia había ido perdiendo su hegemonía cultural de otrora. El desarrollo mercantil con el ascenso de la clase burguesa y los encuentros geográficos, con sus consecuentes derrumbes en la concepción tradicional del mundo, fueron dos factores fundamentales que contribuyeron a deslegitimar a la institución eclesiástica. A comienzos del siglo XVI fuerte era el cuestionamiento que sufría por supuestamente haberse alejado de su tarea de fe al estar inmiscuida en asuntos mundanos de la economía y la política. Así, en esa constelación histórica, emergió un movimiento con pretensiones revitalizadoras de la fe religiosa que se estaba aparentemente perdiendo: la Reforma. Weber señala, a partir de textos de Lutero y de sus seguidores, que la intención no era generar un gran cisma en el cristianismo sino salvar al cristianismo de la corrupción en que había caído. Mas, sabemos perfectamente que, por aquello de las consecuencias imprevistas de la acción, otros fueron los derroteros seguidos por la Reforma.

El naciente protestantismo buscó reencantar el mundo con una religión cristiana revigorizada. La noción weberiana de encantamiento apunta hacia la construcción sociocultural de sentido, hacia el encuentro de una misión individual y colectiva por el que vale la pena vivir. En este sentido, toda religión, al menos en sus inicios, supone un encantamiento del mundo. Sin embargo, cuenta Weber que la reforma luterana traía consigo la semilla de su propia destrucción, semilla que a la postre alimentaría el árbol histórico cultural de la modernidad. En buena medida ésta es la tesis que recorre su celebrado estudio sobre la Etica protestante y el espíritu del capitalismo.

Pero, ¿por qué el reencantamiento protestante portaba el germen del desencantamiento? ¿Qué tiene que ver este proceso de reencantamiento y desencantamiento con la modernidad? ¿Se puede concebir a la modernidad como otro reencantamiento surgido del desencantamiento protestante? Procuremos ensayar una respuesta a estas interrogantes siguiendo una vez más a Weber.

La reforma debilitó el lazo del hombre con la Iglesia, prácticamente lo disolvió. Puso la relación de hombre y Dios como una relación directa y, en uno de sus cambios revolucionarios, transmutó la concepción del trabajo en la religión, con lo cual, como veremos, vinculó lo sagrado religioso con lo profano económico. En efecto, relata Weber que ya en Lutero el deber profesional se entiende como Beruf, como un ser llamado a ejercer un trabajo en el mundo terrenal. El trabajo se vuelve vocación, misión encomendada por la divinidad para mantenerse distante del ocio y el pecado. Sin embargo, la posición de Lutero conserva aún muchos aspectos tradicionales que se fracturarán de modo definitivo con Calvino.

Los calvinistas hicieron del trabajo un fin en sí mismo y querido por Dios en su productividad, con lo cual quedó asociado con la producción de riquezas. Si bien la doctrina calvinista de la predestinación parecía presentarse indiferente a ese baremo de la riqueza, pues daba lo mismo producir o no si uno desde siempre ya había sido escogido o no para la vida eterna, los seguidores matizaron la doctrina y pusieron el éxito profesional como señal de elección divina. Con lo cual se despertó la ansiedad por obtener el querido indicador. Ello contribuyó a la racionalización del trabajo a partir de los métodos modernos y científicos de la administración y la contabilidad.

De esta manera, la reforma protestante impulsó el desarrollo de una racionalidad técnica y formalizante que pronto se extendería por las esferas culturales y las instituciones sociales. Una de esas esferas, la ciencia, que para los primeros protestantes se consagraría a apreciar la grandeza de Dios por medio del estudio de la naturaleza, pronto desalojó a Dios y a los valores del mundo y expulsó a la religión de los territorios del saber.

Weber interpreta la modernidad como ese proceso gradual de secularización y racionalización social que desaloja el encanto religioso tradicional para, en principio, formular una encantadora religión secular llamada ilustración. Ésta reemplazó el Dios cristiano con la diosa Razón y prometió liberar al hombre de su minoría de edad. En términos del posmoderno Lyotard, la modernidad construyó un metarrelato, un gran mito sobre la liberación del hombre, sobre la creación de un reino celestial en este reino terrenal. En las palabras de un hijo predilecto de la modernidad, Kart Marx, el reino de la necesidad se superará por medio de una razón histórica en un reino de la libertad.

Mas, el análisis weberiano resulta cáustico. La razón, para él, es un orden humano impuesto al mundo que resulta insuficiente para la constitución del sentido de la acción humana en el mundo. La razón puede disolver los sentidos humanos (religiosos, morales, estéticos) como construcciones sin justificación racional en la realidad, sin base empírica. La filosofía analítica del positivismo lógico fue el mejor paradigma de ello: la religión, la ética, la estética remitían a posturas metafísicas o, lo que resulta casi lo mismo para esa razón, charlatanería. Pero la razón no puede dar sentido a la vida, pues requiere del impulso afectivo humano, requiere del corazón.

El correlato de este proceso racionalizador en la organización institucional de la vida social resultó el creciente fenómeno de burocratización que formaliza las relaciones en términos administrativos pero que resulta incapaz de proporcionar un ethos y un sentido para la acción política. De ahí, que el sociólogo alemán vislumbrara en el demagogo de la práctica política moderna un sujeto que, si bien es por su razonar estratégico un cosificador del otro, es demandado porque con su discurso populista reencanto un mundo demasiado desencantado. De ahí el vaticinio weberiano del resurgir recurrente de líderes carismáticos en las sociedades modernas, líderes que prometen romper con el cinturón de hierro de la burocratización de la vida.

Weber aprecia, entonces, un proceso moderno que se inicia en su recorte relático con la reforma y que se caracteriza por una progresiva secularización y racionalización de la cultura y las instituciones sociales. Es un proceso de desencantamiento que menospreció la religión al reducirla a mito y charlatanería. Sin embargo, en ese proceso hubo un intermedio reencantador y que devino en ciertos momentos en religión secular: la Ilustración. El positivismo y el marxismo decimonónicos fueron emblemáticos al respecto. Pero la diosa que impulsó ese reencantamiento, la Razón, fue impotente para sostener el encanto y dar un sentido permanente. Nietzsche y Heidegger asumieron las consecuencias de las implicaciones de esa diosa: la muerte de Dios, de la razón, del sentido trascendente. Con ello, el desencanto se volvió un desencantamiento con la modernidad misma, acusada ahora de mito.

Posmodernidad o hipermodernidad y religión

¿Es la posmodernidad una ruptura radical con la modernidad o es la radicalización de la modernidad? Para no dispersarnos en el responder, sigamos de la mano de la inspiración weberiana. Dado lo dicho hasta aquí, la posmodernidad parece más la radicalización del impulso desencantador de la modernidad que una ruptura radical con ésta. Si reducimos la modernidad a Ilustración, sin duda se podría ensayar la hipótesis de esa ruptura. Pero esa reducción no parece del todo legítima si pensamos que la modernidad ha sido siempre crítica y que, en su línea lógica, habría de devenir en autocrítica. La posmodernidad sería entonces esa autocrítica radicalizada. Crítica desencantadora que deshace la ilusión de una razón emancipadora y de una ciencia que haría de los hombres dioses. La posmodernidad, vista así, resulta hipermodernidad.

El desenfado posmoderno con cualquier narrativa que pretenda subsumir lo diverso en lo universal, sea una narrativa científica, religiosa, moral o política; el desenfado con las instituciones sociales tradicionales, desde la familia hasta el Estado; el desenfado con lo otrora sagrado, se puede entender perfectamente como secularización y racionalización extrema. Pero donde la posmodernidad encuentra límites y cae en una contradicción de la que no puede salir es en lo implicado por su lema “vale todo”. En principio, se presenta como un lema de la liberación, de la posibilidad de construir cada quien su propia identidad. Mas, por otro lado, confronta un grave problema cuando se aplica en la dimensión moral de la vida humana. Y es que la sociedad es una realidad moral que hay que pactar. No hay sociedad posible que no suponga un orden moral en torno a la justicia y el bien de las relaciones. Allí no vale todo. El nazi no da lo mismo que la madre Teresa, porque sus discursos sociopolíticos y éticos no se pueden reducir a juicios estetizantes.

Así, el posmoderno clama por el tiempo de la diferencia y la diversidad pero no quiere saber nada de los garantes sociales que harían efectiva una ética de la diversidad. En su irresponsabilidad iconoclástica la institución le sabe a metarrelato y éste a universal dominante, subyugante. Su desencanto de los metarrelatos se volvió paradójicamente totalitario, negador de cualquier forma de universalidad, absolutización de cada postura singular. Y con ello, cada pequeño relato devien en su propio metarrelato. De esta forma, con un momento positivo y encantador, el canto de la diversidad y de la diferencia, el canto de un ethos plural y democrático, también nos da un momento nihilista y peligrosamente autoritario. El momento posmoderno es un momento transido por sus propias contrariedades como mhipermodernidad.

Seamos, para ir cerrando, dialécticos. Con lo último hemos querido significar que todo proceso de desencantamiento supone otro proceso de reencantamiento. La vida humana no resulta posible sin algún tipo de encanto. Las religiones, seculares y no seculares, como productoras de sentidos trascendentes a la singularidad del humano, son siempre formas de encantar. La modernidad consideró a la religión el opio de los pueblos, la charlatanería enemiga de la verdadera razón. Sin embargo, construyó otras religiones si bien seculares y algunas sumamente peligrosas como ciertos nacionalismos. A nuestro juicio ello pone de manifiesto que el sentimiento religioso es un sentimiento necesario de la vida humana, un sentimiento trascendente sin el que la vida se hace cuesta arriba. Por supuesto, se entiende aquí lo religioso en el sentido más amplio posible. Acaso, ¿los impulsos actuales hacia religiones exóticas y formas místicas no expresan culturalmente la necesidad religiosa por más extraviada que ésta se nos pueda presentar como narcisismo, hedonismo, esteticismo? Acaso, ¿no hay una búsqueda de llenar aquí vacíos dejados por la pérdida de legitimidad de las religiones tradicionales? Equivocada o no, la cultura posmoderna, como la moderna, son en sí mismas expresiones de la ineludibilidad de la religión.

Javier B. Seoane C.
Caracas, septiembre de 2004
Inédito

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