lunes, 18 de marzo de 2024

Los dioses y la elección que se viene

 Javier B. Seoane C.

De la democracia no partimos, a la democracia llegaremos si acaso. Mas, ¿qué significado cabe guardar para este sustantivo abstracto? ¿Para la democracia? Aclararlo en el discurso resulta imprescindible toda vez que cada quien según su circunstancia atribuye al mismo distintos sentidos. En el siglo XIX, después de que se impusiera la Santa Alianza, fue una palabra considerada subversiva, revolucionaria, de izquierdas. Mientras, en Venezuela, fue siempre un anhelo tras nuestra revolución de independencia. En el siglo XX, especialmente después de 1945, se impuso a nivel mundial como democracia representativa o democracia popular, aquella en el horizonte occidental capitalista y esta en los países autodenominados socialistas y comandados por la Unión Soviética o por China. Por ejemplo, la Alemania del este se denominaba república democrática. De modo que el significado pasó de ser subversivo a ser muy querido por todos si bien del modo más acomodaticio.

En la Venezuela del siglo XX, aquella que al decir de Mariano Picón Salas comenzó en 1936, se debatió en las ideas y en la calle por las formas de cómo llegar a la democracia representativa. La transición de López Contreras a Medina se decantaba por una democracia evolutiva, esto es, pensando que la sociedad venezolana a la sazón se encontraba “inmadura” para asumir su destino se proponía continuar con límites al voto popular en tanto se educaba cívicamente al pueblo. En los últimos meses de Medina se anunciaba que esa “madurez” ya estaría lista para 1951, fecha en que la elección de los nuevos poderes del Estado serían efectivamente por voto popular. Pero aquel tiempo se precipitó. La oposición civil nacida poco antes de ese período de transición sostenía la tesis de que el pueblo sí estaba en capacidad de tomar las riendas de su soberanía, y sólo lo impedía la oligarquía en el poder. Pronto aquella oposición se encontró con un grupo de castrenses que se habían formado en la Escuela Militar instituida durante el gomecismo. No querían aquellos militares profesionales, de carrera, seguir siendo obedientes a los militares de chopo y caballo. Juntos, civiles y militares, dieron el golpe de Estado a Medina, que llamaron “revolución” en lugar de golpe. Nació el llamado trienio adeco. Y rápidamente una nueva Constitución dio el voto popular a los venezolanos y venezolanas mayores de edad para elegir a sus representantes. A finales de 1947 el escritor Rómulo Gallegos sería elegido presidente de la República con cerca del 74% de apoyo, el mayor hasta nuestros días. Pero poco duró aquel experimento, ni siquiera un año, los militares de carrera le pusieron fin.

Diez años después y tras un pacto, el de Puntofijo, retornó la democracia representativa. Pero Puntofijo nació con sus problemas, hubo exclusiones, las de muchos grupos de izquierda. El contexto internacional y nacional de la época demandaba a Betancourt y sus socios alinearse con Estados Unidos para sobrevivir. En todo caso, y para no seguir con este relato cronológico, afirmemos que la democracia venezolana se entendió desde antes y también a partir de 1958 como representativa, muy en la tónica de Schumpeter: los electores eligen cada cinco años unos representantes que, por las complejidades de la administración pública, toman sus decisiones apoyados en sus cuadros políticos y técnicos sin consultar a la sociedad hasta un nuevo período constitucional. 

El concepto de democracia representativa, tanto nacional como internacionalmente, entró en crisis en el propio siglo XX. A nivel mundial, 1968 es un año tan emblemático como puede resultar 1789 o 1917. Al 68 llegan muchas fuerzas sociales que pugnaron por años sus derechos. Entre otros, los grupos de derechos civiles contra el apartheid típico de Estados Unidos y otros países; también las organizaciones feministas y estudiantiles, los movimientos contraculturales como el hippie, alzaron su voz de protesta. Declaran que quieren apearse de este mundo inhóspito, agresivo. “Este mundo absurdo que no sabe a dónde va”, dice aquella canción compuesta por Luis Eduardo Aute en el 67. Unos y otros, asqueados con la Guerra de Vietnam, con el Pacto de Varsovia que masacró el nuevo socialismo democrático Checo, asqueados con el autoritarismo extendido por doquiera, portan una nueva sensibilidad, una tardorromántica y bastante democrática. Es tiempo de la sexualidad libre, de la reivindicación de la diferencia, del juego y el arte. Es tiempo de comer flores. 

Nunca estaremos totalmente ciertos de todo lo que implicó la revolución cultural de los años sesenta. Fracasó políticamente, fracasó económicamente. Era posiblemente demasiado anarquista. Triunfo socioculturalmente, al menos en gran parte de occidente. Hoy, salvo en las Escuelas de Derecho, muy derechas ellas, los estudiantes y profesores ya no van de traje y corbata. El orgullo gay arrancó en 1969 a partir de los sucesos de New Jersey. Greenpeace empieza en el 70. El Partido Verde será fundado entre otros por Rudi Deutsche, Rudi el Rojo, Rudi, el estudiante del 68. Los movimientos feministas retomaron nuevos bríos, marcharán masivamente sobre Washington y por cientos de ciudades más. Venezuela no resultó ajena a esta revuelta. La libertad de y por la diferencia se abre entonces paso hasta nuestros días, no sin cruentas luchas. Contra los logros del 68 hoy se unen la extremaderecha global, la izquierda borbónica (Petkoff) y los conservadores que, como Pedro Pablo Fernández, viven gritando a los cuatro vientos, y de modo bastante equívoco, que “estamos amenazados por el “marxismo” cultural”.

Toda esta revolución cultural se expresó también en el concepto de democracia y la teoría política. Surgirá en el propio 68 las expresiones iniciales de la teoría de la racionalidad comunicativa de Habermas y Apel. En 1971 John Rawls impactará con su teoría de la justicia. Lo común a ellos: la denuncia de los límites autoritarios de la democracia representativa, el establecimiento teórico y la demanda política por una democracia participativa, protagónica. ¿Nos suena? Por su parte Deleuze, Derrida, Foucault reivindicarán el derecho a la diferencia, proclamarán lo fractal, lo rizomático. Sí, lo que tiene muchos comienzos posibles, innumerables caminos a transitar. Sí, lo plural.  

La nueva sensibilidad, el anhelo de la democracia participativa y protagónica se expresó en 1999 en nuestro texto constitucional. Tempranamente en el mundo Venezuela hizo letra su voluntad de conformar una democracia inclusiva. Empero, hay que decirlo, la letra fue tachada, traicionada por las prácticas imperantes a lo largo de casi todo el espectro político nacional, sea a la izquierda o a la derecha. Hubo algunos estertores en el gobierno. Los consejos comunales siguen siendo una buena idea, siempre y cuando dejen de ser tutelados y convertidos en maquinarias electorales. Las cooperativas y las comunas otro tanto. Pueden ser formas de organización que con las debidas políticas públicas se impulsen desde abajo, desde las comunidades y la sociedad civil misma. Deseamos que el Estado las acompañe, las apoye, no las tutele. La letra del 99 aún aspira a realizarse.

Preguntamos al inicio qué entender por democracia. Pues bien, invoco a John Dewey (1859-1952), quien definía la democracia como éthos y êthos, es decir, como un modo de vida colectivo (éthos) y un carácter personal (êthos). Se trata de una eticidad, una ética arraigada en la vida comunal y social distinguida por el reconocimiento de las diferencias, la bienvenida a las mismas en la medida en que se trata de distintos modos de expresarse la vida humana considerados legítimos siempre y cuando no busquen la guerra, la destrucción del otro. No se debe tolerar el monolítico nazi o el ultra que quiere socavar lo plural. Fuera de esta regla, la diferencia expresa la democracia y la democracia es el paraguas de las diferencias.

Si la democracia no existe como eticidad, como ética arraigada socialmente, el sistema político podrá autoproclamarse “democrático”, como la Alemania del este o el actual Estados Unidos, podrá convocar a elecciones regularmente, y no obstante resultar autoritario en mucho. Decíamos que de la democracia no partimos, si acaso llegaremos. Llegamos en la medida en que sea una necesidad de cohabitar, y hasta convivir, en paz, sin guerras, pues reconocemos que somos diferentes, que no pensamos igual, que no todos tienen los mismos credos ni los mismos gustos, y que no podemos destruirnos unos a otros, que no conviene hacerlo, que es mejor que nos pongamos de acuerdo, que nos escuchemos, que pactemos con la mayor inclusión posible.

Pero, ¿Y los dioses?¿Qué tienen que ver los dioses y las elecciones en esto? Pues la democracia emerge como necesidad cuando Dios ha muerto. Nietzsche, Dostoievski y algunos más lo detectaron tempranamente. Nuestro tiempo es el de la muerte de Dios, no porque le diera un infarto o algo así, sino porque hay muchos Dioses, tantos como credos hay entre nosotros. En una sociedad en que hay comunistas, socialcristianos, socialdemócratas, sin partido, ateos, agnósticos, islámicos, hebreos, católicos, protestantes o budistas zen, no hay Dios, hay dioses. No uno sino muchos sistemas de valor. La democracia dice: “pues bien, debemos acordar o matarnos; mejor sea lo primero”. Max Weber, uno de los bastiones indiscutibles del pensamiento social moderno, leyó vivencialmente el mensaje en la botella que dejó Nietzsche. Casi con desesperación al final de su vida en 1919, tras el desastroso final de la Gran Guerra y dos revoluciones sangrientas en pocos meses, se dirigió a sus germanos estudiantes como acto final de su vida. Allí les dijo que si queremos evitar más sangre es hora de que los dioses se retiren de la plaza pública para evitar que pretenda alguno de ellos someter a los demás. Nos dijo también que el político moderno está ante el dilema terrible de ser el heredero de los profetas, el mensajero de un único Dios, o de ser el desencantador que actúe bajo una ética de la responsabilidad, que evalúe las potenciales consecuencias de su acción. El primero, el heredero del profeta, se vende (y a veces se siente) portador de la verdad única, la que tiene que imponer para la salvación de todos. Actúa por sus convicciones, a las que nunca pone entre paréntesis. Si tiene éxito termina experimentando con sociedades enteras, lo que suele acarrear nefastas consecuencias humanas. Polariza, insulta y es bélico. Sociedades poco integradas y en crisis sistémico-históricas los buscan, requieren de ese caudillo o caudilla, de su carisma. El político lo sabe, y creyéndolo o no, hace buen negocio electoral de ello. Al final terminan siendo fuente de múltiples exclusiones, de todos aquellos que adversan a su único Dios. El político responsable y desencantador suele fracasar en estas circunstancias, pero resulta ético, sincero. Probablemente se necesita que nos encante con su desencantamiento, con su falta de Dios. ¿A quién buscaremos los venezolanos en la elección que se viene en esta época de la muerte de Dios? ¿A un caudillo o caudilla? ¿Al heredero del profeta? Tenemos suficientes tanto en el gobierno como en la oposición. ¿O buscaremos al responsable, al que emprenda con desencantamiento divino, pero con encantadora narrativa inclusiva, una transición a un destino más justo para el país que somos? ¿Al que con sensatez ofrezca un paraguas que cobije a unos y otros? ¿Tendremos entre nosotros a este último personaje? Y de tenerlo, ¿lo aceptaremos?

Publicado originalmente en el Portal Aporrea el 16 de marzo de 2024:

Aporrea

jueves, 14 de marzo de 2024

Otro feminismo. A propósito de mujer y ecología.

Javier B. Seoane C.

A las mujeres en su día, que son todos los días.

“La razón por la cual no me gusta la moda de los pantalones: es que la mujer camina ahora como un hombre, con el cigarrillo en la boca, las comisuras de los labios vueltas hacia abajo, la frente arrugada; lo mismo que el amo de esta civilización que pisotea a la naturaleza.”

Max Horkheimer: Apuntes. Monte Ávila, pág. 7


Se cumple medio siglo de la conferencia de Herbert Marcuse sobre feminismo y marxismo. Allí, el filósofo más emblemático de la revolución cultural del 68 presenta su concepción sobre los aportes efectivamente contraculturales de una determinada manera de comprender el feminismo. Miembro indiscutible de la llamada Escuela de Frankfurt, de la teoría crítica de la sociedad, Marcuse continúa en cierto modo la tradición que sobre el tema abre Marx en los Manuscritos de París de 1844 cuando afirma que la violencia que separa hombre y mujer obedece a la alienación o extrañamiento que se genera en una sociedad basada en la explotación de unos sobre otros. El patriarcalismo puede entenderse como un capítulo del sometimiento que unos pocos ejercen sobre los muchos. Empero, no se trata de una simple línea de continuidad con el maestro nacido en Tréveris, pues la teoría crítica, y especialmente Marcuse, elaboró una muy fina crítica al marxismo en general. Para los frankfurtianos había un problema más de fondo, uno que iba más allá de las relaciones de clase y explotación del capitalismo. Un problema común al capitalismo y a los socialismos realmente existentes, un problema que estaba en la raíz misma del principio de organización de los mismos y de la civilización occidental toda, a saber, el problema de la racionalidad sobre la que se estructuran las formas societales que ha creado occidente.  Es justo en este punto donde emerge la cuestión del feminismo. Veamos.

La racionalidad que sirve de principio de actuación al mundo occidental, tanto al capitalismo como al socialismo, se sustenta en el cálculo de la relación entre medios y fines a partir de criterios de eficacia y eficiencia. De los fines de la acción se juzga su viabilidad. Por ejemplo, si usted me dice que se propone invitarme a un café en el planeta Marte mañana temprano, la racionalidad dice que tal propósito resulta inviable toda vez que no disponemos de medios para satisfacer tal invitación. Quizás el próximo siglo o poco antes, gracias a los avances tecnológicos, podamos hacer un viaje a Marte en un par de horas y tomar café bajo su rosado cielo. Pero hoy eso no es viable. En cambio, si usted me plantea llevar a cabo un genocidio en Gaza la racionalidad juzga que tal fin es viable pues existen los medios para lograrlo. Se calculan los mismos y se establece con toda razón cuáles son los más eficaces y eficientes. Así, los nazis de la solución final llegaron científicamente a las cámaras de gas como el medio más económico, rápido y limpio para exterminar a judíos, gitanos, enfermos mentales, comunistas y demás enemigos de los arios. Fusilarlos era más lento e implicaba gastos de municiones y soldados en tiempos de guerra. Max Horkheimer, siguiendo a Max Weber, bautizó a esta racionalidad de instrumental, de cálculo de medios y fines viables sin entrar en consideraciones de valores éticos, morales, religiosos, estéticos o de otra naturaleza humana, pues juzgar a partir de estos valores limita la racionalidad a los mundos culturales. Lo que es justo para nuestros hermanos wayúu pues no resulta justo para el habitante de la metrópolis caraqueña, mientras que el caraqueño, el wayúu o el chino de la China más recóndita pueden confirmar que las cámaras de gas son más eficientes y eficaces que los fusilamientos si se busca un genocidio. En pocas palabras, la racionalidad instrumental resulta universal, trasciende a las culturas en el sentido en que descansa en cálculos técnicos, matemáticos en gran medida, en tanto que el juicio ético sobre los fines depende del cristal cultural con que se mire la cosa.

El problema con el marxismo para el amigo Marcuse y sus colegas frankfurtianos radica en que la racionalidad con que opera en su concepción del desarrollo de las fuerzas productivas como base para la futura sociedad comunista sucumbe ante la racionalidad instrumental. En efecto, desarrollo de las fuerzas productivas se traduce fácil como desarrollo de las capacidades científico-tecnológicas aplicadas a las formas de organizar el trabajo y dominar la naturaleza. Adolece el marxismo y sus herederos socialistas y comunistas de un pensar ecológico y ético, aunque Marcuse considerará que tras esta crítica quedan aspectos del viejo Marx vigentes para una crítica cultural, especialmente en el marco de sus obras de juventud. Entre esos aspectos, la crítica a la dominación masculina, sólo que en los tiempos que corren hay que repensarla más allá de la dominación de clase y entenderla en el marco de la racionalidad instrumental dominante. 

De este modo, y en el marco histórico posterior a 1968, Marcuse establece un debate entre dos tipos de feminismo. Uno, el hegemónico, orientado hacia la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Otro, al contrario, orientado a combatir el principio masculino dominante feminizando el mundo. Veamos esta cuestión. Lo que ha predominado en las luchas feministas, y ha costado demasiadas vidas de valientes mujeres, ha sido una búsqueda de reconocimiento jurídico de derechos laborales, económicos, sociales y políticos, derechos orientados a la igualdad con los hombres. Así, si los hombres pueden ser generales de cinco estrellas comandando bombardeos de napalm sobre el enemigo, las mujeres han de tener el mismo derecho pues nada impide que lo puedan hacer, máxime en una sociedad postindustrial, altamente tecnologizada, que ya no precisa de la bruta fuerza biológica masculina. Si los hombres pueden manejar ferrocarriles ellas también, si pueden ser presidentes ellas también, y así sucesivamente. Rambo sólo es una reliquia patriarcal de Hollywood. Este reconocimiento igualitario de seguro ha sido necesario. La historia de la mujer ha sido la historia de la exclusión y el sometimiento, una historia que, por cierto, no se enseña en nuestras escuelas. La igualdad se entiende como un capítulo de la supresión de esta historia infame. No obstante, la igualdad no resulta neutra, es siempre igualdad en un marco sociocultural determinado.  Por ello, entra en escena para Marcuse el otro feminismo, uno que cuestiona esta igualdad por operar en el marco de una civilización masculina en el sentido de fundamentada en la agresión, la violencia y depredación de la naturaleza incluida la humana. Una igualdad en este marco no puede resultar sino en la masculinización de la mujer y el triunfo de la ya expuesta racionalidad instrumental destructiva. ¿Qué pasa si invertimos la fórmula? ¿Si feminizamos lo masculino? Marcuse entiende que la representación de lo femenino está asociada con la sensibilidad, las artes, la belleza, el cuidado, el amor, la solidaridad y la protección, con una racionalidad sensual, estética, muy distinta de la instrumental. Si el movimiento feminista reivindica estos valores y racionalidad se vuelve entonces contracultural, auténticamente revolucionario. He allí el otro feminismo, uno que emerge del 68 para apearnos de este mundo opresivo y depredador.

La réplica feminista hegemónica no se hizo esperar. Se le dijo al filósofo que esos valores atribuidos a la mujer eran culturales, históricos y producto del sometimiento, han sido el resultado de cómo el hombre quiso ver a la mujer para tenerla a su disposición, bien bonita y con su vestidito de faralaos. El otro feminismo de Marcuse respondió que si bien todo lo replicado era cierto, no menos cierto era que la representación dominante de la mujer y su racionalidad estética constituían la cara opuesta de la cultura que se expresa en la racionalidad de los genocidios, las bombas de napalm o nucleares, las guerras de invasión y la depredación y destrucción total de la naturaleza. De modo que en la representación masculina de lo femenino se esconde la imagen de un mundo subvertido. Por consiguiente, si el feminismo quiere preservar lo más humano de la humanidad bien haría en orientar las colosales fuerzas de su movimiento a la creación de otro mundo, uno donde prive el juego, las artes, la sensualidad y no la agresión. Promesa hoy objetivamente posible toda vez que la civilización masculina produjo el suficiente desarrollo de las fuerzas productivas, la capacidad técnica y tecnológica, para superar el hambre y la miseria en todo el planeta, para liberar a la humanidad del trabajo, para salir del reino de la necesidad y entrar al reino de la libertad (Marx).

¿Fue esta una discusión comeflor salida de los estertores de 1968 y ya abandonada junto con los viejos hippies que aún sobreviven? Vistas algunas de las propuestas que se hicieron veinte años después en la Conferencia de Beijing (1995), por ejemplo, eliminar de las lenguas el vocablo “madre” por resultar denigrante de las mujeres, pues se podría responder que sí, que es un planteamiento obsoleto. Que la mujer en realidad quiere ser hombre, macho. Empero, en los últimos años el tema resurge. Una gran pensadora, Seyla Benhabib, lo pone de relieve a su manera en la época del cambio climático. Afirma que los valores culturales asociados a la mujer, centrados en el cuidado y la racionalidad estética, urgen hoy más que ayer para la reconstrucción de una ética ecológica, pues, si en algo coinciden el éthos femenino y las necesidades ecológicas de nuestro tiempo es en el cuidado del ser y la superación de un modo civilizatorio que ha aniquilado el planeta del mismo modo que los personajes interpretados por John Wayne exterminaban a tiro limpio a los nativos americanos. 

Publicado originalmente en el portal de Aporrea el 8 de marzo de 2024:

Terrorismo: la cínica liquidez de un significante

 Javier B. Seoane C.

En la ciencia social actual se ha vuelto común la metáfora de lo líquido para calificar lo acelerado y cambiante de nuestro tiempo. Debemos la misma a Zygmunt Bauman, y probablemente Marx y Engels se la inspirararon cuando en el Manifiesto del partido comunista afirman que en el desarrollo capitalista todo lo sólido se desvanece en el aire. Con ello aquellos maestros del siglo XIX visualizaron que el desarrollo indetenible de las fuerzas productivas, desarrollo de las transformaciones tecnológicas de nuestra vida económica, transformaban nuestra vida espiritual con una constante mutación de nuestros valores, creencias y actitudes. Lo que ayer era sagrado hoy resulta profano, y se vende muy bien. Enrique Santos Discépolo lo captó muy bien en su conocido Cambalache: “Y herida por un sable sin remache, ves llorar la Biblia contra un calefón”. Todo da lo mismo, no hay escalafón. Se puede resucitar a los muertos para que vuelvan a vender discos o autos. Pero no se trata aquí de un juicio moral sino del diagnóstico de una época sociocultural sustentada en hacer permanente lo efímero. Las revoluciones tecnológicas de nuestro tiempo nos saturan con sobreestimulaciones provenientes de múltiples y encontradas informaciones, con múltiples y encontradas interpelaciones de todo tipo. No es el tiempo del pensar sino del reaccionar rápido, como el niño ante los desafíos del videojuego. Tampoco es el tiempo del compromiso, de las relaciones estables. La familia, la pareja y las amistades cambian como se puede cambiar de avión en un aeropuerto internacional. En el mundo del perreo las canciones de Perales parecen escritas hace un par de siglos. No parece haber regreso, las naves están quemadas, el futuro se observa más acelerado, más vertiginoso. 

Lo dicho se manifiesta en el habla. A pesar de Milei o de la Real Academia la lengua se vuelve rizomática, fractal, caótica. Eso pasa con muchos términos, con los significantes. Ahora sí con preocupación moral, digamos que me alerta el terrorista uso de la palabra “terrorismo” por la amalgama de los poderes políticomediáticos. Al menos desde el 11 de septiembre de 2001 la palabra se ha vuelto un arma arrojadiza contra cualquiera que se vuelve objetivo de destrucción. Los atentados contra las Torres Gemelas, qué duda cabe, fueron un ataque terrorista. La reacción político-militar estadounidense también tuvo su “toque” de terrorismo. El trato a los presos de Guantánamo no fue muy virtuoso en materia de derechos humanos, como tampoco la invasión a Irak o las que siguieron a esta, o como antes el Napalm sobre Vietnam, Laos o Camboya, o todavía más atrás las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Porque sí, hay que repetirlo, hasta el día de hoy solo las fuerzas armadas de EEUU han realizado ataques nucleares sobre población civil, lo cual es terrorismo.

Es curioso también el uso del término “terrorismo” en la España actual. En vísperas del vigésimo aniversario de la masacre de Atocha, jueces, políticos y periodistas de ese país acusan de “terrorista” a Puigdemont y el movimiento secesionista catalán. Dicen que por las manifestaciones ocasionadas murió de un infarto un ciudadano en un conocido aeropuerto, y que eso es índice de terrorismo. Curioso en un país que ha sufrido el terrorismo efectivo y brutal del brazo militar de ETA por varias décadas como luego el terrorismo exógeno de aquel 11 de marzo. Mucha gente inocente murió en España, mujeres, niños y hombres que simplemente estaban en el lugar y momento “inadecuados”. De seguro resulta un insulto a esas víctimas volver tan líquido el significado del término “terrorismo” para que arrope al movimiento independentista catalán y evitar que sean amnistiados sus dirigentes.

Peter Sloterdijk ha distinguido entre dos razones políticas, una cínica y otra quínica. Veamos. La quínica la conseguimos en la escuela de los cínicos de la antigua Grecia. Se cuenta la anécdota de que el Gran Alejandro admiraba tanto a Diógenes que un día se le acercó y le ofreció darle lo que quisiera. Este, todo un filósofo quínico, le dijo al gran emperador: “quítate, que me tapas el sol”. El quínico ironiza contra el poder establecido, se burla del mismo, busca mostrar que el rey está desnudo. En cambio, el cínico moderno ironiza contra la sociedad, es el poder establecido que se burla del ciudadano, que lo masacra en nombre de los derechos humanos y la democracia. El cínico moderno rebautiza el horror como amor, con el mismo desparpajo que cambia el letrero de “Ministerio de Guerra” por el de “Ministerio de Defensa”. Los cínicos están a la orden del día, les encanta la liquidez del lenguaje.

Las fuerzas militares sionistas que arrasan con Gaza, con todo lo que allí aún respira, dicen actuar en legítima defensa propia. Afirman que están luchando contra el terrorismo. Estados Unidos calla y lanza por aire algunos pocos miles de raciones de alimentos para mucho más de un millón de víctimas. Antes ha apoyado espiritual y militarmente a su amigo Netanyahu. La Unión Europea, salvo contadísimas excepciones, calla también. Es más, mientras sacó a Rusia de todo y rapidito, incluso del fútbol, a Israel la elevan de categoría subiéndola a la primera división de honor de la Nations League de la UEFA. ¿No es todo esto cínico? ¿Terrorismo de Estado? Pero el cinismo también asedia a nuestras realidades latinoamericanas, y no sólo en la época de la Operación Cóndor. ¿Cuántos sindicalistas que han reclamado que no se puede vivir con un sueldo revolucionario de 20$ al mes han sido acusados de “terrorismo” por fiscales que dicen defender los derechos humanos y los de la naturaleza toda? Ningún quinismo, mucho cinismo. Asistimos en estos tiempos líquidos a la liquidación del significado de “terrorismo”.

Publicado originalmente en el portal de Aporrea el 6 de marzo de 2024:

Milei y el lenguaje

 

Javier B. Seoane C.


Probablemente el título que mejor quepa al extenso tomo correspondiente al siglo XX de la historia del pensamiento, siglo que todavía no superamos, sería el de “giro lingüístico”. El sintagma se lo debemos al ya desaparecido Richard Rorty, relevante filósofo pragmatista que en su propio trayecto intelectual personal, al igual que en el del genial Ludwig Wittgenstein, se delinea claramente la curva de dicho giro. Todo el último siglo está marcado por el mismo. Valgan algunas muestras que no puedo explicar ahora: Heidegger y su impulso a la hermenéutica ontológica contemporánea, la fenomenología y su anclarse en el mundo-de-la-vida (Lebenswelt) como mundo lingüístico, la teoría crítica arribando al puerto de la acción comunicativa de mano de los timoneles Jürgen Habermas y Karl Otto Apel; o las ciencias humanas y sociales desde la lingüística de Saussure, el estructuralismo de Lévi-Strauss o la antropología de Clifford Geertz; o todas las epistemologías postempiristas a partir de 1945. Por supuesto se trata de apenas muestras, demasiado lo que queda por fuera para ilustrar la cósmica extensión de este giro lingüístico. A partir del mismo ya hoy damos por sentado que todo nuestro pensar conceptual se constituye lingüísticamente; que toda nuestra organización sociocultural, nunca inscrita por herencia genética, se constituye lingüísticamente; que el poder de la dominación y el que se resiste están en una constante batalla lingüística (y aquí no falta razón a aquellos conservadores que como el señor Pedro Pablo Fernández están obsesionados con la lucha hegemónica de un marxismo cultural nacido de la revolución del 68, aunque ellos tienden a olvidar que también juegan bélicamente procurando imponer su lenguaje). Mas, sobre todo, hemos vislumbrado lo que ya sabíamos desde quizás los sofistas de la Grecia clásica, a saber, que el lenguaje es dinámico, diverso, cambiante como cambian las relaciones de poder históricas del devenir humano. 

Vamos a dibujar el giro con dos anécdotas que se cuentan del propio Wittgenstein. La primera, palabras más, palabras menos, se vincula con su estadía en París a comienzos de la década de 1910. Se cuenta que un día que quería hacer tiempo ingresó a un tribunal de tránsito en el que se representaba con juguetes de madera un accidente. Se buscaba con esas figuras establecer el suceso ocurrido para imputar las responsabilidades. Se dice que de ahí salió la concepción sintáctica y representacionalista que luego el austriaco plasmara en su conocido Tractatus Logico-philosophicus, publicado en 1922 y antes tesis doctoral que, según sus palabras, nunca entendió su tutor Bertrand Russell. El Tractatus se convirtió en texto sagrado para el Círculo de Viena que en los años veinte y treinta relanzaría el positivismo aprovechando la revolución que volvió matemática la lógica en la última parte del siglo XIX. Para nuestros propósitos aquí baste decir que, de modo un tanto totalitario, el positivismo quiso reducir todo el lenguaje científico a términos de observación fisicalista o, en su defecto, a tautologías lógicas. Cuentan que Wittgenstein, que había escrito el Tractatus siendo enfermero en las trincheras de la Gran Guerra, un día se perdió, se deshizo de su multimillonaria herencia y se internó en bosques noruegos regresando al cabo de unos años a Cambridge para darle un giro a su concepción anterior del lenguaje. Es entonces cuando se nos presenta la segunda anécdota. Ahora el profesor vienés emulaba al peripatético Aristóteles paseando con sus filosofantes discípulos por los márgenes de un campo de fútbol cuando fue víctima de la serendipia. Descubrió que el lenguaje más que representación del mundo era constituyente del mundo y que, dicho mundo, ha de entenderse como un juego de fútbol. Es decir, el mundo es un modo de vida social que se constituye a partir de una serie de reglas convencionales al uso, precisamente como un juego de fútbol o de cualquier otro deporte o incluso juego de mesa. ¿Qué hace falta para jugar estos juegos? ¿Que haya pelotas o canchas o tableros? ¿Que haya jugadores adversarios? ¿Qué hace falta para jugar ajedrez? ¿Piezas, tablero y jugadores? Podríamos tener todo eso sumado y no tener el juego porque este se constituye a partir de unas reglas que establecen su ser. Igual podríamos decir de un Estado político o de casi cualquier institución social como lo son las familias, escuelas o el semáforo. Están constituidas gracias al lenguaje.

Wittgenstein resulta emblema de ese giro del último siglo. En su obra temprana se mantiene una concepción positiva y representacionalista del lenguaje mientras que en su obra tardía critica esta concepción por no considerar el carácter constitutivo y sociocultural de todo lenguaje, que el lenguaje ciertamente supone sintaxis y semántica pero también, y especialmente, pragmática (el significado depende de los usos que las comunidades lingüísticas hacen de los términos). El autor de la expresión “giro lingüístico”, Richard Rorty, siguió un camino paralelo. Pasó de ser fan intelectual de los positivistas a ser crítico de los mismos y elaborar una concepción pragmatista del lenguaje.

Con propósitos ilustrativos concentrémonos ahora en el lenguaje como batalla política. Esta semana nos hemos enterado de que el tocayo Milei ha emprendido la guerra no sólo a su estrecho concepto de Estado sino también al llamado lenguaje inclusivo. Cual heroico heraldo de la Real Academia de la Lengua Española (castellana, pero ambiciona a trascender las fronteras de esa región de la meseta ibérica), sin tembladera de pulso, decreta la prohibición de términos inclusivos a los funcionarios públicos y miembros de las fuerzas armadas. Se busca con ello, afirman los voceros gubernamentales, uniformar la comunicación oficial y alinearse (¿alienarse?) con las normas internacionales que bien dicta la RAE. Muy uniformante y uniformado con la lengua nuestro presidente argentino guarda un aire de familia con el gobierno de la primera ministra italiana que apenas hace unos pocos meses se propuso elaborar un decreto para frenar el uso de anglicismos en todo el sistema de educación formal con el fin de evitar que se distorsione la identidad de la lengua italiana. En España los de Vox también han considerado pertinente estas propuestas del gobierno Meloni, aunque hay que decir que al día de hoy no han cuajado. Supongo que hay campos como el de la informática que no resultan fáciles de italianizar o castellanizar (perdón, “españolizar”). Si bien las extremas derechas tienden a decretar el lenguaje, otro tanto hacen las extremas izquierdas, pero más que poner ejemplos del tipo “aquí no se habla mal de…”, invito a la lectura de la ya archiconocida novela de Orwell 1984 (¿Ficción?)

El poder tiene que narrarse y construir narrativas, tiene que constituirse para ejercerse, tiene que contarse. No hay poder sin lengua. Poder, mito y lenguaje se dan la mano con frecuencia. Al poder le gusta renombrar avenidas, parques, ciudades y países. Como el mito, cree que nombrar y dar vida es lo mismo. Como el mito, el poder decreta enemigos y conspiraciones con el verbo. Si puede los eliminará corporalmente, se caerán de ventanas, como suele pasar en la madre Rusia donde más de un amigo del Zar ha sufrido este tipo de incidentes. Pero el poder del que aquí hablamos es el que lleva en su raíz la vocación totalitaria, la que se expresa en los extremos políticos. Se trata del poder que prohíbe decir que el rey está desnudo, aunque todos sabemos que lo está. Salvo excepciones, ya no quedan países que llamen a su Ministerio de Defensa Ministerio de Guerra y Marina, como antes. Pero las armas siguen aniquilando año tras año a millones de personas. Se piensa también que decretando prohibiciones o usos de la tilde en determinado adverbio desaparece el “enemigo”.

Al lenguaje inclusivo hemos llegado. Puede parecer a varios estéticamente desagradable, feo. No obstante, y también salvo excepciones, no ha sido resultado de decretos sino de fuertes luchas de muchas fuerzas y contrafuerzas socioculturales, entre ellas las feministas, los grupos LGBTIQ+, los ecologistas y los afrodescendientes. Luchas que han costado muchas vidas y no pocos años. El lenguaje inclusivo busca incluir, tiene vocación democrática. A la democracia hemos llegado también. No somos democráticos porque seamos “buena gente”. No. Hemos llegado a la democracia porque vivimos en un mundo plural, diverso, muy lejos de la época tribal y de clanes. Las revoluciones tecnológicas nos han ido acercando y concentrando durante siglos. Hoy un gran contingente de la humanidad habita mundos metropolitanos. La democracia es la mejor forma de gobierno que hemos encontrado para cohabitar y evitar las guerras de aniquilación entre otredades. Es una forma de tolerancia para lograr algún tipo de pax. Desearía con muchos que dejara de ser simplemente una forma de gobierno y pasara, para decirlo con John Dewey, a ser un forma de vida, una eticidad mundialmente extendida. Ello supondría pasar de la tolerancia (el soportar) al reconocimiento del otro. Pero deseo no preña dice nuestra lengua popular. Y hoy la democracia, reducida a forma de gobierno con muy reducida participación, hoy esa triste democracia representativa, schumpeteriana, se encuentra amenazada por doquier por extremismos alimentados desde las contradicciones económicas de un sistema mundial postindustrial que torna cada vez más precario el empleo y la seguridad social de las personas, muchas de las cuales se sienten amenazadas por los inmigrantes y por la clase política entre otros factores. En este caldo de cultivo, parecido al de la Italia o la Alemania de hace un siglo, los discursos populistas extremistas que ofrecen hacer de nuevo grande a un pueblo calan hondo, y con ellos calan los decretos sobre la lengua que buscan poner puertas al campo, y que en ese intento pueden volverse peligrosamente amenazantes. Si llegasen al mismo tiempo al gobierno Meloni, Vox, Alternativa para Alemania y la Agrupación Nacional de Le Pen ya veríamos otra Europa, seguramente muy amenazante. No parece un escenario muy lejano vistos los estudios de opinión, como no parece lejano el retorno de Trump. Milei está bastante solo en latinoamérica, pero si…

 La lengua de la Real Academia es un juego de lenguaje como también lo es la lengua de los reguetoneros. Para escribir este artículo o entenderme con colegas universitarios empleo el juego de la primera. Pasa que si no juegas el juego, play the game, te excluyen de algún modo. Si quieres intervenir de algún modo tienes que jugar el juego. Pero mal haría si para entenderme con reguetoneros les decretara el juego de lenguaje de la Real Academia. Sería un solipsista o quizá un intolerante. Pero no todos los juegos de lenguaje dan lo mismo. Algunos son más abiertos, otros más cerrados. Meloni y Milei quieren cerrar el juego. La Real Academia es un castillo medieval sobre las nubes. Saben que el juego democratizador, inclusivo, es la némesis que castiga los excesos, la hybris, de los ultras.

Publicado en el portal de Aporrea el 29 de febrero de 2024:

viernes, 23 de febrero de 2024

A propósito de la vida y obra de Jeannette Abouhamad

Tiempos adversos, tiempos de secuestrados y desaparecidos por la policía, tiempos de una camarilla de militares y civiles cínicos en el poder autoritario, tiempos de fraude electoral y de represión generalizada, de estrangulamiento de la Universidad, de nuestra Universidad. Así eran los tiempos de aquella jovencita venezolana de dieciocho años nacida en Pampatar, de origen libanés y caraqueña de La Candelaria hasta la médula. Jeannette salió del bachillerato y consiguió la universidad cerrada por el Gobierno de la camarilla. Tuvo que esperar unos meses. Entonces, aquel gobierno decidió que apenas se abrieran los estudios de estadística y ciencias actuariales y de sociología y antropología. Jeannette tenía que escoger. No era lo que tenía en mente. Después de todo, hay que estudiar medicina, ingeniería o derecho. Pero se decidió por sociología y antropología.

Fuera de Venezuela el mundo internacional se tornaba amenazante. Apenas unos pocos años atrás, cuando Jeannette contaba con 11 años, el gobierno del Presidente Medina inauguraba la Avenida Victoria en homenaje al final de la sangrienta pesadilla de la Segunda Guerra Mundial, como también se bautizó con el nombre de Lídice a esa fresca zona de Catia para darle memoria eterna a ese pueblo checo masacrado por los nazis. Pero a sus 18 el Presidente Medina había sido derrocado por un golpe que se decía cívicomilitar y afuera, en otras latitudes, se calentaba la Guerra Fría en Corea. Había comenzado la última mitad del siglo XX. Aquí, el gobierno de la camarilla tenía en mente un Ideal Nacional. Muy bien alineado con su vecino poderoso del norte, convocó a la Universidad de Wisconsin para que se hiciera cargo del proyecto y puesta en marcha del Departamento de Sociología y Antropología, al que llegó Jeannette y en el que consiguió que su Director se llamaba George Washington.

Un miércoles 11 de febrero Jeannette comenzó clases. En medio del monte y los escombros de construcción de la Ciudad Universitaria recibió sus primeros cursos, varios de los mismos dictados por profesores estadounidenses que poco hablaban castellano. La novedad socioantropológica era un libro recién publicado y titulado El sistema social, de un tal Parsons. El problema es que estaba en inglés. Así, cada clase se convirtió en el aprendizaje de la sociología funcionalista de la época y en un ejercicio permanente de traducción. Acaso salió de esas primeras horas universitarias aquella vocación de traductora que acompañó a Jeannette toda su vida, si bien prefirió siempre el francés.

La coincidencia quiso que años después las Naciones Unidas consagrara el 11 de febrero como fecha del Día Internacional de las Mujeres y las Niñas en la Ciencia. Hermosa casualidad. Las mujeres en la universidad venezolana no llegaban al 5% de la población estudiantil en 1953. La universidad, se pensaba, no era para las mujeres que estaban destinadas a otros empeños. Pero Jeannette, junto a Evangelina, Norah, Renata, María Luz y Mary sostenían otra cosa y se abrieron paso entre aquel mundo masculino. Años después, en una entrevista, Abouhamad diría que en el mundo de la sociología y la antropología no se sintió discriminada. Ya eso habla de la gentileza de estos oficios. Su compañera Evangelina, de la que tendremos que hablar mucho en otra ocasión, se convirtió en gran abanderada de la mujer venezolana contra la opresión de género. Jeannette no dejó de acompañarla. Mas, Jeannette desarrolló otras facultades.

Casi que obligada a estudiar socioantropología por las circunstancias no muy gratas de su tiempo, la joven Abouhamad se fue poco a poco enamorando de la carrera. En poco tiempo se apasionó y descubrió que lo más íntimo de su ser estaba impregnado de sociedad y cultura, de una especie de programación sociocultural de la que emergía su yo y nuestro yo venezolano. Y comenzó a ver a su alrededor, en sus compañeros y en su familia, en las mujeres y hombres de la calle, yoes emergentes de un mundo sociocultural que explicaba gran parte de sus personalidades y caracteres. Vislumbró también que el sentido de la socioantropología apuntaba en la dirección del autoesclarecimiento personal y colectivo, de estudiarse a sí mismo y al nosotros con la actitud de comprendernos, de escucharnos para superar los obstáculos que impiden alcanzar el futuro anhelado solidario, libre y equitativo. La socioantropología no era, y no puede ser, narrativa trágica en la que los personajes sucumben ante un destino ciego, un sino. La narrativa de la ciencia que Abouhamad estudió y luego nos enseñó era y es dramática, la narrativa de unos personajes que en su escenario social están condicionados por un pasado que nos formó, que desconocemos en gran medida y que nos lleva a ser infelices, pero que mediante nuestro oficio nos permitirá reconocernos en nuestras necesidades y aspiraciones. Todo ello, por supuesto, a condición de que este saber socioantropológico no quede confinado a una camarilla en el poder, todo ello a condición de que este saber se democratice.

Y así Jeannette al poco tiempo se graduó de socióloga y antropóloga. Sí, de socióloga y antropóloga pues ambos oficios resultan sólo separables en un mundo ciego. ¿Habrá acaso sociedades sin cultura? ¿Habrá culturas sin soportes societales? Creo que ustedes ya saben la respuesta. Y así Jeannette quiso ser profesora en su escuela para democratizar su saber, hacer del mismo una festividad de ideas para la acción constructora de otro futuro, uno mejor del que salía del horizonte dictatorial de aquel tiempo.  Abouhamad se volvió gran investigadora, mujer de ciencia, de ciencia social. Estudió con ahínco y carácter inédito a los venezolanos de todas las clases sociales en lo que ellos manifestaban, a través de innovadoras entrevistas a profundidad e historias de vida, que necesitaban y que aspiraban. Entre necesidades y anhelos ayudó a descubrir las nuevas condiciones históricas encarnadas en las personas de un país surgido de la explotación petrolera. De brutales contrastes entre la riqueza sobrevenida de unos pocos y la miseria de los muchos, como lo reflejó en Amuay 64, un trabajo de campo en el que ya puso en marcha, junto con investigadores de arquitectura, su vocación interdisciplinaria.

Pero también entre necesidades y anhelos se dejaba entrever la evolución intelectual de Jeannette. Pronto introduce toda una discusión muy enriquecida teóricamente sobre la presencia y distorsión del psicoanálisis freudiano y lacaniano en las ciencias sociales contemporáneas. Desde la investigación empírica inicia una autocrítica que la llevará a la investigación epistemológica y teorética sobre los fundamentos del quehacer de nuestro oficio. A tono con los debates de aquellos años sesenta y setenta sobre funcionalismo, estructuralismo y marxismo,  en sintonía con la emergencia de una nueva sensibilidad cultural ya clara en el convulso año 1968, año en el que está culminando su doctorado en París, Abouhamad regresa y se reincorpora a una Escuela protagónica de la renovación académica de la Universidad Central, renovación que llevará de nuevo a la intervención militar de y cierre de nuestra campus. En este período festivo de ideas pero aciago por la represión, se reinventa nuestra Escuela. Jeannette funda entonces el Departamento de Teoría Social en cuyo nombre queda inscrito una vez más la vocación interdisciplinaria que tanto defendió en sus clases como joven profesora e investigadora y que continuará defendiendo hasta el final de su vida. Nótese que no es Departamento de Teoría Sociológica sino de Teoría Social, una teoría que unida a la Teoría de la Cultura constituye todo el campo de las ciencias sociales y que en la actualidad, como bien ha expuesto Immanuel Wallerstein, conforma una tercera cultura que enlaza gran parte de los estudios de las ciencias naturales y las humanidades.

La curiosidad intelectual de Jeannette no cesó nunca. La llevó de la investigación empírica a la teórica y de allí, en una dialéctica entre ambas, a la empírica de nuevo cuando en la última parte de los años setenta volverá a las entrevistas realizadas una década atrás para reinterpretarlas a la luz de la impronta psicoanalítica. Muchos de los que la conocieron coinciden en señalar que Abouhamad fue siempre un aluvión de ideas y propuestas positivas. Esta figura femenina recorrió la historia de nuestra Escuela de Sociología y Antropología desde su nacimiento en 1953 hasta 1981. Junto con otras figuras montó los cimientos sobre los que hemos construido nuestra tradición, cimientos sobre los que hoy nos sostenemos. A partir de 1978 formará parte activa de los debates que conducen al concepto de nuestra formación hoy. Lo hará en dos instancias académicas distintas pero complementarias: la Escuela y el Doctorado. En la primera introduciendo y participando en el impulso de una visión plural de la sociología y la antropología que llega hasta hoy. En el segundo, nada más y nada menos que fundándolo y diseñando sus estudios de modo interdisciplinario. Se trata de un Doctorado de Ciencias Sociales y curricularmente flexible. Detengámonos un momento en esto último porque guarda el secreto de quienes somos en la actualidad.

La creadora del Doctorado más antiguo de nuestra Facultad lo concibió de manera genérica para que sirviera de paraguas al encuentro de todas las disciplinas sociales. Si en formato ya era plural, plural resultó también en su contenido. La clase inaugural del 17 de septiembre de 1979 estuvo a cargo de ella y de un gran cientista social radicado en París, Zdenek Strimska. El tema giró sobre la naturaleza pluriparadigmática de las ciencias sociales. Entremos un poquito en el fondo de la cuestión. En 1962 Thomas Samuel Kuhn revolucionó la concepción de la historia de las ciencias, hasta ese entonces pensada como progresivo y exitosa acumulación de conocimientos, Kuhn introducirá la hoy muy extendida noción de “paradigma” para mostrar cómo las ciencias naturales, especialmente la astronomía y la física, sus ejemplos más queridos, en realidad acumulan conocimientos sólo dentro de una determinada concepción de la práctica empírica y teórica de la ciencia, esto es, dentro de un paradigma. Así más que continuidad y progreso lineal infinito, Kuhn afirma que las ciencias evolucionan históricamente por rupturas a veces tan bruscas que imposibilitan la traducción entre un modelo y otro. Por poner un caso, Kuhn afirma que entre la física aristotélica y la newtoniana no hay progreso en acumulación de conocimiento. Newton no supera a Aristóteles sino que entra en otro orden de problemas y respuestas muy diferente. La física aristotélica sigue siendo vigente dentro del marco aristotélico como la física newtoniana lo es en su propio marco, o después la einsteniana lo será en el suyo. Lo que sí es característico de la historia de las ciencias naturales es la tendencia monoparadigmática, es decir, el predominio durante largos períodos de tiempo de un paradigma científico único. Mas, ¿qué ocurre en las ciencias sociales? Pues bien, estas no resultan monoparadigmáticas sino pluriparadigmáticas, es decir, a un mismo tiempo dentro de la comunidad de científicos sociales coexisten múltiples paradigmas, algunos contradictorios entre ellos. De este modo, cohabitan marxismos, funcionalismos, estructuralismos, interaccionismos, etc., sin que ninguno de ellos logre la hegemonía epistemológica. Cuando Kuhn tiene que explicar esta aparente anomalía de nuestros oficios, anomalía con relación a las ciencias naturales, afirma dos elementos interesantes: 1º) que elaboró la famosa noción de paradigma conviviendo durante un año con científicos del comportamiento y observando sus fuertes desacuerdos; y 2º) que esto ocurre en las ciencias sociales por su inmadurez derivada de su juventud. Con ello, podemos decir que las ciencias sociales abrieron a Kuhn el problema de los paradigmas que cambió en nuestro mundo la historiografía de las ciencias, pero que luego observa con no poca miopía que las ciencias sociales resultan inmaduras, sucumbiendoasí  a la tradición positivista que tanto criticó. De esta crítica parten Abouhamad y Strimska para afirmar que la esencia misma de nuestros oficios es plural, diverso, porque está concernido con un objeto de estudio que es en realidad un sujeto, un actor que su estar en el mundo, para decirlo en lenguaje de Heidegger, es un estar interpretativo e interpretante. O si se prefiere, y para decirlo en la línea de Ernst Cassirer y Clifford Geertz, que a diferencia de los planetas o la materia de las ciencias naturales, los actores humanos habitamos mundos simbólicos que configuran nuestra forma de comprendernos y de actuar. No necesitamos interpretar la órbita de Júpiter pero sí requerimos interpretar las distintas motivaciones y finalidades de los electores en un comicio o en una revuelta popular. A ello nos referimos con el estar interpretativo e interpretante de nuestra condición humana. Los científicos sociales somos actores humanos cargados de un mundo simbólico que interpretan actores también cargados de mundos simbólicos. Y no hay una única interpretación, hay diversas interpretaciones de un fenómeno y del mundo. Las ciencias sociales son en sí mismas interdisciplinarias y plurales en sus perspectivas de construcción e interpretación de los datos. 

Esta es la enriquecedora discusión con que da apertura nuestra Jeannette al Doctorado de nuestra Facultad y que luego contribuirá decididamente a motivar en nuestra Escuela cuando a partir de 1978 se comience a discutir nuevamente nuestro estatuto disciplinario. ¿Se trata de una discusión teórico-epistemológica abstracta, gaseosa, lejos de la “realidad”? Para nada. Hoy está a flor de piel entre nosotros cuando pensamos tanto lo sociocultural como lo socioantropológico en términos constructivistas. Pero incluso, más allá, está presente en nuestro transitar diario por esta Escuela o el Doctorado. Pues desde el mismo momento en que asistimos a estructuras curriculares flexibles, con reducido componente de asignaturas obligatorias, el Doctorado, por ejemplo, tiene sólo dos seminarios obligatorios, desde el mismo momento que asistimos a planes de estudios que nos permiten la libertad de elegir para construir diferentes destinos profesionales, se está materializando en nuestras clases como en nuestro investigar pluriparadigmático el espíritu de esta discusión que nos legó, junto con otros, Jeannette Abouhamad. Digamos, además, que nuestra Escuela y nuestro Doctorado, junto con la Escuela de Filosofía, fueron pioneras en toda la Universidad Central en plasmar esta discusión en sus estructuras académicas. Con los años, ya en junio de 2001, la materialización del Programa de Cooperación Interfacultades (PCI), destinado a promover y facilitar por todas nuestras carreras la movilidad estudiantil y docente, será también la materialización del espíritu abierto, inquieto y crítico de Jeannette y otros de nuestro entorno académico como el actual Rector Víctor Rago.

Rendimos homenaje a esta gran mujer, a esta gran socióloga y antropóloga, coarquitecta de nuestro ser actual. Afortunadamente no ha sido olvidada. En su momento se le hicieron homenajes internacionales y nacionales de los cuales hay libros. Elsa Cardozo ha elaborado una muy completa y sentida bibliografía que forma parte del acervo publicado por la casa editora de El Nacional. Nos quedan sus obras, muchas de ellas muy valiosas como Amuay 64, ¿Enseñamos sociología?, Los hombres de Venezuela o El psicoanálisis: discurso fundamental en la teoría social y la epistemología del siglo. Nos queda su espíritu entre estas paredes, en los salones de clase, en la brisa que por los pasillos de esta Universidad nos acaricia cotidianamente el rostro. 

En 1983 Jeannette nos abandonó. Ese mismo año entré a estas paredes, estos salones y estos pasillos de los que nunca he querido salir. Como Jeannette y muchos de ustedes, no sabía muy bien qué quería estudiar. ¿Quién puede tenerlo claro a los 18? Como Jeannette y muchos de ustedes pronto me sedujo este mundo socioantropológico. Por fin me sentía libre a la vez que interpelado en y por el mundo de la sociología y la antropología. Reconozco a Jeannette Abouhamad por haber sido parte fundamental en la edificación espiritual de esta maravillosa casa de estudios en Venezuela. Seguro estoy de no estar solo en este reconocimiento.

Muchas gracias.

Prof. Javier B. Seoane C.

Ciudad Universitaria de Caracas, 23 de febrero de 2024


miércoles, 23 de febrero de 2022

 Nuestra escuela y la dominación invisible 

El olvido de la mujer

Javier B. Seoane C.*

Hombres necios que acusáis

a la mujer sin razón

sin ver que sois la ocasión

de lo mismo que culpáis…”


Sor Juana Inés de la Cruz

La formación del carácter (êthos) democrático apasiona a muchos. Y es que un demócrata no surge por generación espontánea u ósmosis. Nadie llega a convertirse en ciudadano por cumplir 18 años, pues el concepto de ciudadanía descansa, en primera y última instancia, en una condición sociocultural. Lo mismo aplica al ciudadano demócrata, no nace, ha de formarse.

La escuela resulta un lugar privilegiado para la formación del carácter democrático. La familia sería otro por su naturaleza de agente primario de socialización, nuestro primer grupo, el que nos recibe en este mundo y nos marca con gran fuerza emocional para el resto de nuestros días. Empero, esa marca podría volverse negativa por tratarse de un grupo desestructurado o carente de las condiciones socioculturales y económicas mínimas para la formación adecuada de sus descendientes. Por otra parte, en nuestro modelo societario se entiende la familia como un grupo privado, por lo que la sociedad sólo la interviene en situaciones extremas que atenten contra la integridad de uno de sus miembros. Puertas adentro, la familia podría no ser, por diferentes circunstancias, muy proclive a las actitudes democráticas. Podría profesar doctrinas racistas, nazis, totalitarias. 

Al contrario de la familia, la escuela se presenta como espacio público. Allí concurren los más jóvenes para instruirse en una serie de conocimientos básicos, los que todos los miembros de una sociedad debemos manejar. También, y muy especialmente, los jóvenes asisten para formarse en un conjunto de actitudes y competencias básicas para nuestra convivencia. Entre estas están las  propias de la ciudadanía que se establece en nuestro régimen constitucional: una ciudadanía democrática, participativa y protagónica. Así, la escuela cubre los déficit familiares y de otras agencias socializantes de cara a preservar la convivencia que consideramos deseable. Justo en este punto se puede observar la relevancia de la Escuela, su importancia histórica. 

¿Estaremos cumpliendo con el mandato de formar una ciudadanía democrática, participativa y protagónica? ¿Contribuyen a formarla las políticas educativas implementadas? A nuestros gobiernos les place anunciar la inauguración y reacondicionamiento de edificaciones escolares, y sin duda en la mayoría de los casos se trata de una política educativa loable. Es más, en la medida en que dichas edificaciones sirvan también al propósito de servir como centros comunales la ganancia social irá en franco aumento. Lamentablemente, en gran cantidad de casos estos espacios escolares mantienen murallas físicas y espirituales con sus entornos vecinales. Pero estos esfuerzos albañiles no bastan. Resultan insuficientes si se busca una educación de calidad, una que detecte y desarrolle las mejores aptitudes naturales y adquiridas de los jóvenes. Una educación que forme el carácter que nuestra sociedad ha considerado deseable y ha dejado expresamente en sus principios constitucionales: un êthos democrático, participativo y protagónico. 

El carácter ético-político no se forma sólo con edificaciones. Tampoco, por cierto, con asignaturas aisladas de ciudadanía que operan con la lógica de la educación bancaria (Freire), siempre memorística y deficientemente cognitiva. La formación del carácter supone una educación actitudinal. En cuanto tal, exige transversalidad curricular e integración en todas las asignaturas. Es una educación cotidiana y omnipresente, que ha de tener un componente emocional pues el ser democrático no es sólo un ser cognitivo sino también, y sobre todo, un ser con empatía y reconocimiento de la diversidad humana.

La educación actitudinal fracasa si se dice una cosa y se hace otra. Si el educador dice que hay que ser puntual pero con frecuencia llega tarde  vamos mal en esta empresa formativa. Lo que el educando aprenderá es que “una cosa es la que se dice y otra la que se hace”. Igual pasa si queremos formar un carácter democrático enseñando de memoria artículos constitucionales en una asignatura de 1 ó 2 horas semanales en sólo 1 ó 2 años escolares. Eso es tan insuficiente e “hipócrita” como la pretendida educación física que tenemos. Es más, si en muchos salones de clase el educando se tropieza con docentes autoritarios y sólo concentrados en su materia el aprendizaje actitudinal, consciente o inconsciente, será autoritario.

La democracia, participativa y protagónica, supone, para decirlo con John Dewey, hacer del aula un laboratorio permanente de democracia. Uno en el que los estudiantes se mantienen en diálogo razonado permanente para buscar soluciones a los problemas que confrontamos. No se trata de ofrecer en la escuela contenidos informativos como resultados acabados de disciplinas científicas que debemos aprender a como dé lugar. Se trata de formular problemas que nos conciernen y buscar soluciones colectivas con apoyo de los saberes. Se trata igualmente de luchar contra las distintas formas de discriminación, tanto las visibles y evidentes como las invisibilizadas. En estas últimas las relaciones de dominación se esconden con facilidad y se mantienen en una zona de confort. Muchas son las formas invisibilizadas de discriminación en la escuela y más allá de la escuela. Acerquémonos sucintamente, a modo de ilustración, a la discriminación invisible del género femenino.

Entendemos que la condición biológica inicial femenina o masculina resulta lo suficientemente plástica e incompleta, por lo que se le sobrepone otra condición sociocultural que constituye la identidad de género. Entendemos también que toda identidad se conforma por un sistema de exclusiones. Así, una mujer no es un elefante ni tampoco un varón, no es un semáforo ni tampoco, dicen, ha de jugar con carritos. Quienes afirman que los varones no lloran ni lavan platos suelen también decir que las mujeres deben ser dulces, saber cocinar y jugar en la infancia con muñecas para cultivar la maternidad. Pues entre nosotros no son pocos los que afirman que una mujer se define por la maternidad. La vida sociocultural se constituye de programas, una especie de “softwares” que desde tiempo antes de nacer ya nos son aplicados. El programa de la mujer que más se aplica entre nosotros va dirigido a que ella se defina por la maternidad, resaltando sus facultades sensibles y sus actitudes protectoras y pasivas. La mujer, piensan muchos, ha de estar a la zaga del varón. 

Esta programación sociocultural de la mujer ha sido en las últimas décadas cada vez más impugnada, cuestionada como dominación masculina, patriarcal. A partir de los años sesenta crecen con fuerza los reclamos por iguales salarios ante iguales trabajos, por iguales oportunidades de estudio o por ser elegibles para cargos públicos. Desde entonces aumenta un poder femenino que maneja ferrocarriles, aviones, preside gobiernos y pare usted de contar. Ello como respuesta exitosa al visible sometimiento de muchos siglos, por no decir desde siempre. No obstante, el sometimiento invisible sigue intacto en muchos ámbitos. El escolar es uno. Veámoslo en un tema del programa de una asignatura aparentemente inocente de nuestro bachillerato: el tema de la historia del arte en la educación artística.

¿Cómo aparece la mujer en la historia del arte de nuestra escuela? Pues pasivamente, como objeto del varón. La mujer se representa en las artes plásticas como la Virgen, la madre, la anciana del mercado, la maja desnuda o la vestida, las señoritas de Avignon. La mujer es producida por el varón, pues la historia del arte tiene por protagonista al varón realizador: Da Vinci, Miguel Ángel, Tiziano, Goya, Picasso, Dalí… La mujer es su musa, su inspiración. Antes del Renacimiento, cuando el autor no firmaba, en la época de las Cuevas de Altamira o en la escultura grecorromana, suponemos que sus creadores fueron hombres.

¿Pero es falsa esta historia del arte que nos cuenta la escuela? No, no es falsa. El arte plástico de Europa occidental, el canon del que habla nuestra historia, está realizado por varones. La mujer no contaba, no disponía de las condiciones subjetivas y materiales para ser realizadora. Subjetivas pues bajo el patriarcalismo había sido educada para servir. Materiales pues carecía de los recursos para hacerse con los medios de producción artísticos. Y es que el arte cuesta, y no poco. De modo que esta historia no resulta falsa, por el contrario, es la historia de la verdad sobre la mujer excluida de la expresión humana en las artes.

La verdad siempre tiene muchas versiones. Atrás quedó la verdad única de las teologías seglares y seculares, las medievales pero también las de cierto positivismo y marxismo modernos. La historia ha de narrarse, contarse, y al hacerlo siempre se impone la selectividad y con ella la exclusión. Nuestro problema no descansa, entonces, en la falsedad de la historia sino en que no se cuente de diversos modos, que no se dé cabida a otras versiones, que se invisibilicen otros testimonios. Mas, la historia de nuestra escuela no tiene nada de excepcional. En la mayoría de las historias de las artes, las de occidente y las de oriente, las del norte y las del sur, la mujer aparece como objeto y excluida como sujeto. De modo que contar distintas versiones no bastaría en esta materia. Estaríamos repitiendo la exclusión a la que aludimos. Hace falta otra cosa, un aparato crítico, uno que contemple introducir la condición hermenéutica de toda historia a relatar y las exclusiones de cada relato y su porqué. 

Por supuesto que sobran las exclusiones. Sobre todo en materia de invisibilidad, por razones obvias. Sin embargo, hay unas que en nuestro contexto nos conciernen más que otras. Los casos de las culturas indígenas y afrodescendientes como el de la estética “popular” nos interesan para su integración a nuestra historia del arte, nos interesa que mediante una introducción a la materia a modo de aparato crítico se hable de las razones de su exclusión histórica. Con igual fuerza interesa la incorporación de las mujeres a esta y otras historias, pues se trata de la mitad de la humanidad que engendra a la otra mitad y que en el desplegarse de su ser tiene mucho que enseñar a una civilización machista que ha pisoteado a la naturaleza y casi todo lo que se le atraviesa.

¿Qué ocurre si no hay dicha integración y la incorporación de dicho aparato crítico? ¿Qué ocurre si seguimos ignorando la relación entre contar historias y dominación? En el caso de nuestra historia del arte, que se imparte a niñas y niños que rondan entre 11 y 14 años, jóvenes carentes de vitaminas epistemológicas, se seguirá presentando como algo “normal” que el arte no es para las chicas a menos que aparezcan como objeto, y en nuestros tiempos como objeto muy sexual. Se asumirá esta forma de dominio como actitud natural (Schutz). Las cosas siempre han sido y seguirán siendo así se dirá. 

El psicoanálisis ayuda a entender mejor los procesos en que esta relación de dominación se entroniza en el inconsciente de la niña y el niño. Puede aclarar más cómo la escuela contribuye a naturalizar la dominación haciéndola invisible. En las artes pero también en la enseñanza de las ciencias, de las humanidades y de la castrense e hipócrita educación física, por doquier se puede apreciar que lo femenino es menos, y no sólo lo femenino. La historia del país y la universal se contará en clave masculina, en clave de batallas y revueltas políticas. La del arte en clave de geniales varones. La mujer siempre ausente, sin protagonismo. Y siempre sin explicar por qué.

Así, a la loable tarea de construir nuevas edificaciones educativas y mejorar las existentes, urgen serios cambios curriculares si lo que queremos, repetimos, es formar una ciudadanía democrática, participativa y protagónica. La democracia sólo existe como democratización, como desconcentración de los poderes y, en consecuencia, como empoderamiento de grupos y personas antes excluidos. La democracia existe como reconocimiento e integración de nuestras diversidades humanas. Si nos maravillamos ante la diversidad biológica de nuestro planeta, si nos parecería aburrido una tierra con una sola especie de árbol y de animal, el êthos de nuestro tiempo también parece estar marcado por el grato asombro ante la diversidad cultural humana. Pero para que este êthos democrático siga ampliándose se precisa tornar visible la dominación invisible. La escuela tiene en esta materia mucha tarea pendiente.

Publicado originalmente en Aporrea

*Doctor en ciencias sociales. Profesor Titular de sociología de la Universidad Central de Venezuela y de la Universidad Católica Andrés Bello. 

99teoria@gmail.com

@99javier