martes, 23 de abril de 2024

Digresiones inspiradas por una Reina de Corazones en la oposición

 

Javier B. Seoane C.

De cuentos infantiles y dramas

Los cuentos infantiles resultan muy políticos. Realizados por adultos para un público infantil guardan el propósito de modelar la generación del futuro con determinadas actitudes y valores. El grueso de los mismos emerge desde las entrañas populares, desde el mismo centro cultural de un pueblo. Luego, como los hermanos Grimm o Disney, hay quienes los sistematizan con sus propios matices intelectuales y comerciales. Sin duda alguna, constituyen un material de análisis socioantropológico y psicoanalítico exquisito. Por ejemplo, llama la atención el carácter negativo que tiene la naturaleza en muchos de los mismos. Las representaciones del bosque oscuro que esconde peligrosos lobos o ancianas brujas repletas de verrugas abundan y suelen simbolizar lo hostil de la naturaleza. Buena expresión de una civilización que como la occidental ha buscado desde sus mismas entrañas míticas judeocristianas y grecorromanas ser ama y señora del mundo, ser una Reina de Corazones. 

Según cuentan, en la época de la Inglaterra victoriana Lewis Carroll ideó en poco más de un cuarto de hora un cuento infantil, y no tan infantil, dirigido a sus sobrinos durante el paseo de una plácida tarde. Antecedente poco reconocido de la literatura surrealista, se trata de un maravilloso cuento con algunas alegorías políticas, hablamos de “Alicia en el país de las Maravillas”. Uno de sus personajes, la Reina de Corazones, dispuesta con gran ego y muy adolescente en su proceder, vive insultando a sus adversarios y ordenando su decapitación. Muchos vieron que el personaje aludía a la rígida Reina Victoria. Sin embargo, parece que esta no se dió por aludida y le pidió a Carroll que le dedicara su próxima obra, obra que no desarrolló como personajes a los alacranes pues la prolífica imaginación de Carroll no dio para tanto. Suele pasar que los monarcas, tanto en el gobierno como en la oposición, no se percatan de que están desnudos. ¿Tendremos nosotros una Reina de Corazones? Después de todo en nuestro mundo hay muchas reinas de corazones así como hay reyes de bastos, ello tiene que ver con nuestro ser occidentalizado.

Y es que en la cultura occidental moderna predomina el género dramático. Reemplaza en esto al predominio de la tragedia en su raíz griega. En el género dramático se arman una serie de nudos problemáticos, de malos entendidos que se resuelven favorablemente en el último minuto, al cierre de un plazo, in extremis, en el capítulo final del culebrón de turno. Nuestra política tiene mucho de este género, hay que esperar hasta el final para ver cómo se resuelve la cosa. Tristemente a veces el drama se transforma en tragedia y entonces todo termina en un final doloroso y destructivo que se repite una y otra vez. Pasa en telenovelas, pasa en los cuentos, pasa en la vida real, pasa en nuestra política.

De la odisea occidental, la razón estratégica y la sospecha de la conspiración

El occidente moderno se visualiza a sí mismo como la odisea de conquista del mundo, una que no se agota en la naturaleza exterior. Hay que dominar también la naturaleza interior. La empresa para este propósito descansa en el ejercicio de una política que a partir del renacimiento se tecnifica cada vez más. Foucault hablaría de una biopolítica y un biopoder. El genial Stanley Kubrick nos dejó un legado cinematográfico al respecto. Su obra, generalmente tomada de la literatura del último siglo, muestra una y otra vez la voluntad de dominio que Nietzsche elevó a categoría ontológica. “Doctor Strangelove” describe bien la relación erótica que nuestra masculina forma civilizatoria guarda entre la guerra y el poder, la efervescencia sexual que despierta en no pocos el eyaculante hongo de la bomba atómica o las fálicas cabezas de los misiles nucleares. “2001, Odisea del espacio” nos abre la ventana de una racionalidad insaciable por hacerse con el dominio de la naturaleza exterior hasta sus últimos confines. “La naranja mecánica”, caso atípico para quien escribe de una versión fílmica que supera a la novela, nos habla de esa voluntad de dominio vuelta hacia la colonización completa de la mente, de la naturaleza interior, mediante la tecnología tangiblemente intangible de las peligrosas ciencias humanas y sociales asociadas con los intereses de control del gobierno representados por el sonriente Ministro del Interior. Como en “Pinky y Cerebro”, se trata de conquistar el mundo mediante la técnica, tanto extensiva como intensivamente.

La política venezolana no resulta extraña a esta lógica civilizatoria. Unos y otros, tirios y troyanos, con soberana obediencia siguen los consejos de sus asesores. Estos se han formado bien, sea en Harvard o en La Habana, en Oxford o en Moscú. Tecnólogos electorales que desde jovencitos se han “quemado las pestañas” con las lecturas clásicas de Maquiavelo y Hobbes o con los más recientes teóricos de la posverdad. No importa cuántas sean. Seguramente se quemaron tanto las pestañas que quedaron ciegos y ahora sólo dicen “alacranes” o “hasta el final”. Todas esas lecturas reposan en una sola racionalidad, la estratégica, el tipo de racionalidad basada en el cálculo instrumental de movilizar como medios a hombres y mujeres para que sean funcionales al objetivo que se propone la voluntad de dominio. ¿Los criterios? Eficiencia y eficacia. Los mejores medios serán los que al menor costo, con mayor rapidez y de modo más contundente movilicen a las personas en función de los intereses del amo en cuestión. Es la racionalidad de la política occidental triunfantemente planetaria. Es la misma racionalidad de la empresa capitalista, de las fuerzas armadas que buscan imponer su voluntad en la guerra así sea descargando bombas atómicas sobre ciudades enteras en nombre de la “democracia”, del equipo deportivo que con fintas engaña al rival para llevarse la copa, del enamorado que busca conocer los gustos de su objeto de deseo para ofrecérselos y cautivarlo, del publicista que procura bien que se venda el pernicioso producto para la salud del cliente, del artista que termina pintando lo que le solicita el mercado de su tiempo, del empresario que trae al profesor de filosofía para que le dé un taller de ética a sus empleados, de ética como cosmética diría Adela Cortina. Esta racionalidad instrumental-estratégica se ha vuelto transversal, atraviesa todas las esferas de la vida humana, se ha elevado a nuestra forma de entender la razón. Pues bien, esta es la racionalidad demagógica de ese fantoche llamado político profesional, obediente del asesor proveniente de las ciencias humanas y sociales, asesor dador de la tecnología retórica para persuadir a los electores a su favor. “Alacranes”. “Hasta el final”. Hace unos meses había hasta un mantra que ya olvidé.

La voluntad de dominio de la racionalidad estratégica es voluntad permanente de sospecha. Paul Ricoeur bautizó a Marx, Nietzsche y Freud como los filósofos de la sospecha. Arguye que los tres comparten mediante los conceptos de ideología, voluntad de poder e inconsciente una tesis común reinante en nuestro tiempo: la idea de que tras cualquier propuesta se esconde una desconocida trampa para someternos. Las teorías de la conspiración llevan esta tesis al paroxismo. La política se vuelve un lugar privilegiado para este análisis. Los políticos, puestos casi siempre en la posición estratégica de un jugador de dominó, desconfían unos de otros. “Alacranes”. “Hasta el final”. Pero al final, los espectadores también desconfían de ellos pues con el tiempo descubren sus argucias y hasta se cansan de las mismas. Con ello se generaliza el clima de sospecha de conspiración permanente y se disparan los mecanismos psicosociales de agresión como método de defensa y conquista. Todos somos alacranes.

Hasta el final

Paul Ricoeur, quien fue reconocido hermeneuta, afirmaba que la voluntad de sospecha es un modo de interpretación de lo real, pero no el único. Oponía a este modo la voluntad de escucha, orientada a la comprensión del sentido de lo real. Pongamos un ejemplo, de su propia cosecha: el Estado. Tanto en Maquiavelo y en Hobbes como en el marxismo y en muchas otras corrientes modernas el Estado es el aparato de Estado, un artilugio creado por las clases dominantes para someter mediante represión e ideología a los dominados. Y ciertamente el Estado tiene mucho, muchísimo, de eso. Pero, ahora en modo de escucha, el Estado es también la forma histórica que una sociedad se ha dado para organizar su complejidad. Puesto en términos hegelianos, el Estado emerge desde los conflictos de la sociedad civil para consensuar un orden imprescindible para la sobrevivencia de todos. Y ciertamente el Estado hace falta para construir y darnos un orden. Ricoeur propone una dialéctica entre sospecha y escucha, una mediación que permita entender la necesidad del Estado y la necesidad de recrearlo combatiendo sus estructuras de dominación. Obviamente, esta lana ricoeuriana se teje bien con la proveniente de Apel y Habermas en el sentido de que la voluntad de escucha ha de superar la racionalidad estratégica en una racionalidad comunicativa orientada al entendimiento, a la formación de consenso mediante un diálogo argumentado. Todo ello, que obviamente no es más que una idea regulativa, un deseo que bien puede orientar nuestra acción para aproximarnos al mismo, tiene el propósito de evitar la guerra, la destrucción, de acordar las condiciones para un mínimo de paz y mejorar la vida de la mayoría.

Pero, mientras tanto, hay que decir con la sabiduría popular que deseo no preñar. La racionalidad estratégica de la voluntad de dominio y su lógica de la sospecha y la conspiración siguen imponiéndose en el escenario político nacional. Siempre cabe esperar milagros, pero la masa no está pa’ bollos. Nuestra Reina muestra claros indicios de sordera, no escucha, sólo sospecha. ¿A dónde conducirá la razón estratégica de nuestra Cenicienta, siempre al borde del plazo de la medianoche, de nuestra Reina de Corazones de la oposición hegemónica venezolana? ¿Hasta el final? ¿Cuál final? ¿El final que es la muerte? Amanecerá y veremos.

Publicado originalmente en el portal Aporrea el jueves 18 de abril de 2024: Artículo

lunes, 15 de abril de 2024

Cien años de fascismo y más

Javier B. Seoane C.

 Una ya lejana tarde caraqueña mi hija, de alrededor de nueve años, me preguntó: “Papá, ¿qué es el fascismo?”. Atónito, no pude responder con precisión alguna. Para nada me esperaba esa interrogante. Lo curioso era la pregunta misma en una pequeña niña. ¿Cómo explicar el asunto? Hoy, cuando se habla de una ley antifascista, me invade la misma inquietud. 

Veamos algunas cosas. Historiográficamente el fascismo es un movimiento político que apareció en Italia hace poco más de un siglo, que tuvo al frente el liderazgo carismático de Benito Mussolini y que después, con sus diferencias se extendió a otros países como fue el caso de la falange española o del nacionalsocialismo alemán. Lo que suele unir a los movimientos fascistas de aquella época se caracteriza, sin ánimo de exhaustividad, por la exaltación del nacionalismo; de las tradiciones locales; en muchos casos de prejuicios raciales y patriarcales; el rechazo al modelo liberal tanto en lo económico como en lo político, dándole al Estado un papel activo en la organización de la sociedad; la aversión a los comunistas; la supresión de los sindicatos en un sindicato y partido únicos; la supresión también de otras organizaciones intermedias entre sociedad y Estado por lo que tienden al totalitarismo, a la relación directa de Estado e individuo que Émile Durkheim calificó de monstruosidad sociológica; la creación de enemigos y el ejercicio de la violencia hasta llegar incluso al exterminio de los mismos; y, por decirlo eufemísticamente, ambigüedad ideológica. Con relación a esto últimos hubo fascismos a la ultraderecha y a la ultraizquierda, desde Mussolini y Hitler hasta Stalin y Pol Pot. 

Empero, no creo que la Ley refiera a los movimientos fascistas del último siglo. Por ello, redundar en ello no parece necesario, además, seguramente el lector probablemente estará bien documentado o tendrá información a la mano más enriquecedora que la mía consultando la web o la biblioteca. Interesa más la “actitud fascista”, la predisposición a actuar de un modo fascista. Me parece que una Ley antifascista en la Venezuela actual apunta en esa dirección. Creo igualmente que a eso se refería mi hija aquella tarde caraqueña. Quizás en su escuela algún compañero llamó a otro “fascista”. Y es que en los patios escolares muchas veces uno se encuentra con la actitud fascista, como también se la encuentra en programas de televisión, de radio y con mucha frecuencia en las llamadas redes sociales. La actitud fascista está por doquier. Sin embargo, poco o nada decimos, así que veamos de qué puede ir el asunto.

En estos días una amiga mencionó en una conversación a Umberto Eco, inmediatamente recordé su texto sobre el Ur-fascismo o fascismo eterno y el enlace que durante años en mis clases hacía entre este escrito de Eco y una especie de tipología de la actitud fascista sacada de “la personalidad autoritaria” de Adorno y Horkheimer. Autoritario y fascista no son sinónimos. Todo fascista es autoritario y tiende a posturas totalitaristas. No todo autoritario porta actitudes fascistas. Pero vayamos directamente al grano. Expongamos sucintamente los rasgos de la actitud fascista, primero a partir de Eco y luego complementando con Adorno y Horkheimer.

Eco, además de las características que ya señalamos arriba de los movimientos fascistas, menciona como rasgos de la actitud fascista el voluntarismo, en el sentido de sobrevalorar la acción y menospreciar la reflexión o el pensamiento; el juicio de que los desacuerdos son traición, es decir, intolerancia a otras formas de pensar y actuar diferentes a las propias, intolerancia a lo extranjero, a lo forastero; inclinación por las teorías de la conspiración, los otros en contubernio buscan destruir al grupo propio; el juicio de que el pacifismo beneficia al enemigo y es síntoma de debilidad; promoción de un elitismo popular en el sentido de exaltación del “pueblo” al que se pertenece; el heroísmo como norma; amenaza al otro mediante el uso de armas; y, la actitud democrática en tanto apertura y reconocimiento del otro se aprecia como síntoma de debilidad y decadencia. Con Adorno y Horkheimer agregamos: una personalidad estricta y orientada al deber por el deber impuesto por alguna autoridad exterior, en otros términos, moral heterónoma; estereotipación del otro; tendencias a creencias místicas y supersticiosas; y, creencia en las jerarquías con subordinación a las mismas. Cabría agregar en este diálogo imaginario a la maravillosa filósofa Hannah Arendt, pero en otra oportunidad le dedicaremos una reflexión solo a ella.

Adorno y Horkheimer junto con su instituto de investigaciones crearon una escala de actitudes autoritarias que denominaron “Escala F”. La “F” por fascismo. Buscaban investigar la extensión de la actitud fascista más allá de la Italia, la Alemania o la España de los años veinte y treinta. En los años cuarenta aplicaron la Escala a una muestra de ciudadanos estadounidenses y encontraron presencia de varios de los rasgos mencionados en un alto porcentaje. Cabe decir que no hace falta, como bien dice Eco, tener todos los rasgos. Es suficiente tener un buen número de los mismos para alarmarse por la tendencia. Tampoco es necesario concentrarse en entornos políticos profesionales, pues se trata de una actitud extendida socialmente que puede localizarse desde las pandillas de adolescentes (las patotas como decíamos antes) hasta los clubes deportivos, desde sectas religiosas hasta determinados grupos económicos. El facha puede encontrarse en cualquier sitio y en cualquier momento. Incluso dentro de la familia muchas veces en el sádico marido que somete a la mujer sólo por considerarla inferior.

Hace cien años los fascistas se sentían orgullosos de serlo. Pero dada la horrorosa historia del siglo XX, ahora se tilda de fascista al otro, es un epíteto frecuente para despreciar al otro. Lo grave es que muchas veces el propio facho acusa al otro de serlo, y lo hace también muchas veces de modo inconsciente. Günter Grass, el famoso escritor alemán, decía que el gen del nazismo seguía entre sus conciudadanos a pesar del trauma y años transcurridos desde Hitler. El gen fascista está también entre nosotros, por doquiera. A nivel mundial los partidos ultra, sobre todo a la derecha, crecen en adeptos, la democracia como idea corre sus peores tiempos, ya no digamos como práctica. Vivimos en sociedades cada vez menos integradas, las viejas formas de organización como sindicatos, partidos, movimientos sociales han sido barridas por las nuevas formas del trabajo y las nuevas tecnologías de (des)información. Del mal llamado tercer mundo huyen millones de personas cada mes. Son los herederos de un imperialismo y colonialismo que los expolió durante siglos, que sólo les dejó miseria y los lanzó a competir en una piscina llena de tiburones. Buscan entrar en el mal llamado primer mundo. En este el Estado de Bienestar viene recibiendo palos cual piñata desde la era Thatcher-Reagan. Crece el desempleo, los mini-jobs, la edad de jubilación la extienden 2 años prácticamente en cada legislatura nueva, la salud y educación públicas se privatizan o lo serán en poco. El extranjero como el progresista son vistos como amenaza, los llamados al supremacismo de un determinado grupo son bien recibidos por sus resentidos oyentes. Votaron por Trump, votaron por Meloni, votaron por Milei, probablemente lo hagan en los próximos meses por Alternativa para Alemania y por Marine Le Pen. En este mal llamado primer mundo hablamos de sociedades que fueron industriales y ahora, en la época postindustrial, en la época del gran capital financiero, sólo tienen chatarra, como lo que queda de la ciudad de Detroit. Menos ricos que son más ricos y más pobres que son más pobres. 

De vuelta al “tercer mundo”, y en cuanto a Venezuela, difícil ver mayor desintegración. Todo el modelo de desarrollo económico de la última centuria, sustentado sobre la industria petrolera, entró en crisis a finales de los años setenta. Como decía Maza Zavala, el país engordó, rebasó con nuevas necesidades lo que podía ofrecer aquel frágil músculo de los hidrocarburos y la minería depredadora. Las élites políticas, a pesar de ciertos estertores como la COPRE, prefirieron conservar sus privilegios a cambiar el rumbo. Un país estrangulado las echó en 1998. Pero después, con una nueva bonanza de la lotería petrolera, se experimentó un socialismo rentista engordando más el Estado. Con la ayuda de cierta oposición y de Estados Unidos todo estalló definitivamente a los pocos años, ahora no sólo hay estrangulamiento, hay colapso, crisis sistémica, crisis histórica de gran envergadura. Del país huye su juventud, no visualiza su futuro aquí. Partidos no hay, solo franquicias propiedad de privados, incapaces de enlazar con la sociedad, de tener bases orgánicas en el país. A los sindicatos y gremios se les puso desde el gobierno sindicatos y gremios paralelos, a las universidades otras universidades paralelas, al sistema de salud otro sistema paralelo, y así sucesivamente. El país engordó, no de buena y bella gordura, de las que pintaba el maravilloso Fernando Botero, sino de gordura mórbida por irresponsabilidad de una política antropófaga del gobierno y de una parte hegemónica de la oposición, bobalicona, ególatra y con mucho de facha. El país está invertebrado, le urge un proyecto para vertebrarse, para integrarse, para tener futuro.

El fascismo como actitud se origina en la vida social humana, no llega en platillos voladores de Marte. El fascismo emerge desde la desintegración social con la promesa de integrar, unir. Procede con violencia, con exclusiones, se declara “anti” en muchas cosas, demasiadas. No, no es un asunto de leyes. Ya las tenemos. La ley contra el odio, la ley de no se qué y de no se cuánto. Pensar que a punta de leyes creamos realidades es, además de fantasioso, peligroso. Digamos también que una ley antifascista tiene algo de contradictoria. Como se podrá apreciar, el prefijo “anti” resulta muy querido por los propios fascistas. Se trata, más bien, de la formación del carácter moral de la persona, se trata de educación, tarea que no está confinada a la escuela y menos en un país en la que ha sido demolida. Educadores sin duda, para bien o para mal, somos todos. Eso sí, los primeros magistrados de la República, como el Presidente del Ejecutivo o el Presidente del Legislativo, por sólo citar dos, son también los primeros educadores. Pero aquí hay que preguntarse con Marx: ¿quién educa a los educadores?

Publicado originalmente en el portal Aporrea el 6 de abril de 2024: Artículo

Venezuela distópica

Javier B. Seoane C.

Como decía un conocido y querido narrador deportivo, nuestro Humberto “Beto” Perdomo: “esto está feo, muy feo”.

Venezuela se nos muere. En vía crucis, cual Ave Fénix, regresa a su nido para morir. El mito nos remite a la resurrección ya antes del cristianismo. Nos remite también a los ciclos, la hermosa ave nace, muere y resurge. Como mito supone el relato, una narrativa. Nos cuenta algo, quiere significarnos algo. ¿Qué nos puede decir en este fúnebre momento este mito? ¿Podrá Venezuela, como este mítico pájaro de fuego, renacer de sus cenizas? Veamos.

El occidente moderno se ha definido siempre en contraposición al mito. Para decirlo con un reconocido filósofo, Hans Georg Gadamer, se trata de un prejuicio contra el prejuicio, de un prejuicio “ilustrado” contra lo mítico considerado como mentira irreflexiva. Desde Bacon y Descartes hasta Habermas lo mítico es lo opuesto a la Razón. Sin embargo, la cosa no es tan sencilla y la modernidad ha sido bien ambigua con esto. Basta un pequeño análisis de sus hijos más queridos: el positivismo, el marxismo y el liberalismo. Los tres, si bien con sus matices, se presentan bien alineados con la razón científica, con teorías que pretenden ser fruto de la investigación empírica, de circunscribir la imaginación a los hechos. Pero pronto emerge la necesidad de interpretar los datos en función de una narrativa crítica y utópica. Crítica en la medida en que se opone a los prejuicios, lo mítico, las tradiciones atrapadas en la metafísica. Utópica por cuanto la crítica no se agota en la descripción de hechos sino que siempre anuncia un estadio histórico ulterior por lograr: el estadio positivo, el comunismo o la fábula de las abejas. Comte, Marx o Meldeville no se quedan en sus agudas observaciones, necesitan contar una historia, contar un relato. 

Lo real no habla, lo real es hablado por los seres arrojados al mundo que somos, seres menesterosos de significado y sentido. La modernidad occidental quiso escapar del mito siendo inconscientemente mítica, recayendo en el mito. Resumamos la mitología moderna: hay un sujeto de la historia que es humano, de carne y hueso, dotado de una facultad racional, quien con metódico uso de esta facultad devela la falsedad de los mitos y descubre los secretos de la naturaleza para adaptarse a ella cuando se requiera y someterla mediante la técnica cuando se pueda con el claro propósito de hacer del mundo un hogar en continuo progreso. Razón, ciencia, tecnología y progreso son los mitemas de este relato mítico que se presentó antimítico. No basta enumerar, describir, hace falta relacionar y dar sentido. Dar respuestas a nuestras grandes interrogantes. Para decirlo con Popper: no hay ciencia sin conjeturas. ¿O es que acaso la teoría de la creación divina o la del Big Bang no tienen mucho de mito? Al principio Dios, nos dice una. Al principio la partícula, nos dice la otra. Y la inteligencia de la niña pregunta al sacerdote:  “¿y de dónde salió Dios?” Y el prelado le responde: “misterio divino”. Y en la escuela le pregunta  al profe: ¿y de dónde salió la partícula? Y el científico le responde: “Estaba ahí”. Misterio científico. Al principio algo pero no preguntes de dónde salió ese algo. “Cállate niña, no fastidies más”.

Del mito no podemos escapar, del mito partimos. Somos seres abandonados por la programación genética de los otros seres vivos, requerimos la programación cultural que nos dé una cartografía del mundo, una que responda quiénes somos, a dónde debemos ir, qué nos cabe esperar, qué hemos de comer y por qué, cómo hemos de amarnos… El mito además cumple funciones positivas en términos de integración sociocultural: ¿Acaso ello no está presente en la idea de nación, de padres (por qué no madres) de la patria, de revolución, etc.? También tiene, lo sabemos, funciones peligrosas como sus formas de integrar por excluir, tal como el racismo, el nacionalismo, el patriarcalismo, etc. Pero al mito no se le opone la diosa Razón sino otro mito. Reconocido esto, cabe agregar que vivimos tiempos polimíticos, el tiempo de la lucha de los dioses (Weber).

Pero los dioses y los mitos también se agotan. El último siglo se ha caracterizado por la distopía. A diferencia de la utopía esta nos habla de una pesadilla, de un final apocalíptico próximo, cargado de dolor, troquelado por el mal. A diferencia del siglo XIX y hasta 1914, tiempo en que predominaban las imágenes utópicas de Julio Verne o las ya señaladas del positivismo, el marxismo o el liberalismo, el siglo XX y lo que va del XXI está marcado por el temor a la destrucción nuclear, a la lluvia ácida, a una guerra de los mundos, a la aniquilación ecológica. Basta ir al cine y ver las imágenes que predominan en el género de ciencia ficción o visitar una biblioteca para conseguirse con Kafka, Orwell o Huxley, por sólo citar unos pocos. Si vamos al teatro nos conseguiremos con el absurdo. Si consultamos un tomo de historia de la filosofía veremos muchos capítulos pesimistas: existencialismo, nihilismo y todos los “post” habidos y por haber. Las ciencias sociales giran en torno a la jaula de hierro de Weber, al sinsentido del sometimiento a una sociedad totalitaria y administrada (Horkheimer).

Oswald Spengler vislumbró este estado zombie hacia 1918 cuando publicó La decadencia de occidente, un libro monumental que se volvió best seller filosófico. Spengler, al calor de la carnicería de la Gran Guerra, decía allí que el proyecto Europa, Occidente, estaba culturalmente agotado, que lo único que quedaba era su racionalidad técnica civilizatoria convertida en arma de dominación. Occidente ya no tenía nada que ofrecer de cara al sentido y significado de la vida. Spengler vaticinó que el final sería, no obstante, largo. Hablaba de dos siglos. Nos queda, según su parecer, un siglo más. En todo caso, con Spengler inicia la distopía del último siglo, acaso el más sangriento de la historia, acaso el siglo en que el mítico progreso devino barbarie de mano de la ciencia y la tecnología. Parece que el mito se agotó, que la narrativa moderna está seriamente arponeada.

¿Y América? ¿Y Venezuela? El mundo que abrió Colón a los europeos terraplanistas de la época se les presentó como el paraíso mismo, como el lugar encontrado de aquel no lugar que es la utopía. América, y nuestra “pequeña Venecia” en particular, ha sido para la vieja Europa el “nuevo mundo” que anhelaba para poder escapar de sus dantescos infiernos medievales, la imagen amigable del buen salvaje rousseauniano o la rica de El Dorado. Para los más ecologistas o para quienes buscan el lucro, América ha sido la esperanza de occidente, su tierra de gracia. Y nosotros, los habitantes de este continente, nos lo hemos creído.

Hemos hablado de la inexorabilidad del mito, hemos afirmado que desde su magma partimos. Todo pueblo tiene sus mitos. Los estadounidenses colonos se han creído sus mitos de partida, protestantes, el de la tierra de gracia y el individualista self made man (el hombre que se hace a sí mismo). Hasta en Los Simpsons lo conseguimos en la figura del fundador del pueblo, Jeremías Springfield. Y aquel individuo que no tiene éxito en el hacerse a sí mismo, el que fracasa de acuerdo con los estándares culturales hegemónicos, es apartado socialmente, despreciado. Ser rico es bueno, ser pobre es malo. El muchacho que se hace en la esquina con una ametralladora y entra a la escuela para masacrar a quien sea tiene mucho de ese individuo apartado socialmente, “fracasado”. La América anglosajona heredó de la Europa protestante sus mitos. Hispanoamérica hereda los suyos de España. La mitología de esta última está asociada con los reyes católicos como figuras que comandaron una santa cruzada para expulsar a los infieles moros y reunir a los reinos ibéricos bajo la cruz de Santiago, la cruz santa que a su vez es espada militar. En ese símbolo, en esa cruz, se concentra el mito español. Con esa narrativa llegaron a América, con la Iglesia por una mano y la espada por la otra, con sus misiones evangelizadoras para vestir católicamente a los “salvajes” nativos y las espadas para apropiarse de la naturaleza dorada. Siglos después ese mito sigue constituyendo a un buen grupo de españoles. Franco interpreto su carnicería en la guerra civil como una cruzada para salvar a España de los rojos, masones y judíos. El partido Vox no parece pensar muy diferente.

En hispanoamérica Venezuela está perseguida por El Dorado. Para los españoles fue por mucho tiempo tierra de paso y de explotación, desde las perlas de Cubagua hasta el cacao. Con la cruenta independencia y los ideales republicanos llegó el mito de la Revolución, heredado de Francia y la época napoleónica y conjugado con la necesidad histórica de justificar la guerra con España rompiendo radicalmente con ella, con la premodernidad que representaba. Este mito, el de comenzar el mundo de nuevo, ex nihilo, lo compartimos con el resto de latinoamérica. A partir de la independencia nuestro continente está lleno de revoluciones amarillas, azules, rojas, de marzo, de abril, de julio, de octubre, restauradoras, liberadoras y pare usted de contar. Briceño-Iragorry en los años cuarenta contaba varias decenas de ellas tan solo en nuestro país. Cuando los mitos de la revolución y de El Dorado se conjugan tenemos el relato mítico que nos ha dominado en las últimas décadas, aquel que responde a la pregunta de ¿por qué vivimos en medio de la miseria si el país es tan rico? ¿Cómo se explica nuestra pobreza extendida si nuestra tierra tiene las mayores reservas de petróleo del planeta además de otras innumerables riquezas? Y que el relato responde más o menos así: “somos pobres en medio de la riqueza porque ésta está mal distribuida, porque unos traidores se han apropiado de ella, nos la han arrebatado”. Cuando a este caldo se añade el mito del caudillo mesiánico, figura de integración social frecuentemente necesaria en sociedades devastadas por guerras, entonces la narrativa mítica concluye: “Empero, llegará un líder que combatirá y vencerá a estos sátrapas y repartirá la riqueza con justicia entre todos los hijos de la Patria”.

Hemos pasado una sucinta revista a parte de la mitología estadounidense, española y venezolana. Se trata de muestras cercanas que evidencian la inexorabilidad del mito. Los mitos nos son buenos y malos en sí mismos, cualquier juicio de valor supone al menos un criterio de valoración y una relación. Así, en relación con la producción de riquezas en una tónica capitalista el mito estadounidense del “self made man” es bueno en tanto que funcional a la competencia, acumulación e inversión. El de El Dorado es disfuncional. La cruzada española resulta funcional a la conquista y reconquista de tierras pero es disfuncional a la paz. El mito del caudillo es funcional a la integración en un mundo socialmente roto mas frecuentemente disfuncional a la construcción de redes solidarias comunales autónomas, disfuncional a prácticas democratizadoras. Y por ahí vamos. Los mitos hay que ponerlos en relación con objetivos, fines, metas. Sé, por supuesto, que tras este juicio mío ya hay algo de mito ilustrado. Lo único que he querido decir es que del mito no escapamos, del mito partimos.

El último siglo venezolano ha reforzado nuestro relato mítico de El Dorado, la revolución y el caudillo. La economía política de las minas y los hidrocarburos lo ha nutrido bien. Pero hoy El Dorado está quebrado, la revolución agotada y traicionada y el caudillo ya no está. Max Weber decía que en cierto sentido el político moderno es el heredero del profeta. Si hacemos caso a Spengler, las culturas suelen ser como estrellas solares. En su fulgurante nacimiento encontramos fácilmente la figura del profeta, aquel caudillo religioso carismático que da sentido y llena de significado la vida de todo un colectivo. En el declinar de las culturas, cuando la estrella va perdiendo su combustible, lo que fulguró con el profeta ya no mueve a la sociedad. Entramos en una era nihilista. Pero mujeres y hombres, máxime en grandes crisis, siguen buscando sentidos, significados, razones de ser, razones para estar, o irse. Aquí entra el político demagogo, el que ejerce de canto de sirena para prometer nuevos paraísos, edades doradas. Suele ser una figura carismática, no con la fuerza del profeta pero sí con la suficiente para movilizar masas enteras. Tiene una narrativa, para usar el lenguaje de nuestro tiempo. Encuentra adhesiones porque tiene algo que contar, algo que ofrecer, un destino al que llegar. Su signo puede ser negativo o positivo, puede ser Mussolini o Gandhi, Hitler o Mandela. En todo caso, lo más deseable es que la mujer y el hombre de la calle tengan las condiciones necesarias para poderse formar en su propio sentido, en sus propios significados. No obstante, mientras construimos esas condiciones acaso se precise cierto liderazgo carismático constructivo. 

Venezuela se muere porque está al final de un ciclo. Regresa a su nido, a su origen, para morir. En el inicio está el mito. El Dorado rentístico se agotó. El modelo de “desarrollo” económico que impulsó aquel relato ya no satisface las necesidades de un país que creció. La revolución ya no ilusiona. Se quedó vacía con el vano intento de construir desde arriba un socialismo a base de renta y despilfarro, un Dorado socialista. Quebrado el sistema económico, agotado el sistema político y con un mito disfuncional, Venezuela se acerca a su nido para finalizar un ciclo. En el horizonte unas elecciones, el 28 de julio según lo programado. Los oferentes parecen carecer de narrativa para un electorado sediento de un nuevo sentido para sus vidas en Venezuela. Hasta el momento, poco o nada tienen para ofrecer. Quienes ostentan el gobierno dicen, después de un cuarto de siglo, que tienen un proyecto en mente. No muestran contenido alguno. ¿Tendrán alguno para mostrar? Quienes ostentan la oposición en su fragmentación no dicen sino lo de siempre: “si se van ellos (el gobierno) todo cambiará”. Parece que el cambio será por arte de magia. ¿Será que no tienen narrativas atractivas porque sus relatos pertenecen a nuestros mitos ya desgastados? ¿Será que en realidad unos y otros de estos oferentes, de estos candidatos, son sólo expresiones de sectores sociales privilegiados en busca de permanecer disfrutando el botín de los recursos del Estado o de quitárselo a sus actuales usufructuarios para recapturarlo? ¿Será esto lo que diferencia a oficialismo y oposición? ¿No es lo que han mostrado los dos gobiernos, el oficial y el fantasioso pero costoso paralelo? ¿O emergerá en estos tiempos funestos, distópicos, un discurso que le dé significado a un auténtico empoderamiento económico, político y sociocultural de los venezolanos en el marco de un nuevo horizonte fuera del campo minero, un horizonte sustentable, uno que nos haga resurgir de nuestras cenizas? Ojalá comience este resurgir tan pronto como el próximo domingo de resurrección. Ojalá.

Publicado originalmente en el portal Aporrea el 27 de marzo de 2024: Artículo

sábado, 30 de marzo de 2024

¿Escaparemos del capitalismo salvaje? A propósito de nuestras próximas elecciones


Javier B. Seoane C.

En una entrega anterior escribimos sobre el traicionado anhelo de una democracia participativa en nuestro país. Queremos ahora invitar a reflexionar sobre las crecientes fuerzas realmente existentes que se oponen a ese anhelo tanto en el plano global como en su forma de expresarse nacionalmente. Realizamos esta invitación en el contexto de nuestras elecciones pautadas para el 28 de julio con el propósito de esclarecer nuestros posibles caminos. Partimos de que estamos viviendo en un capitalismo de Estado salvaje y que la alternativa hegemónica que se vislumbra en la oposición nos invita a vivir en un capitalismo salvaje de mercado. No obstante, poco digo, pues ¿qué cabe entender por una terminología tan manida, tan mítica para una mitómana izquierda borbónica y militarista, como lo es la de “capitalismo salvaje”? En aras de aclarar la cosa, y a modo provisional, ofrezco seguidamente algunos rasgos típico-ideales definitorios. Este capitalismo se caracteriza por:

  1. un régimen económico basado en maximizar la acumulación de capital en el menor tiempo posible y con el menor número de regulaciones posible;

  2. un predominio del capital financiero, comercial y minero sobre el industrial y agropecuario;

  3. una redefinición del Estado en términos de gendarmería represiva en función de garantizar la maximización del capital;

  4. una desregulación radical de los derechos laborales o, en otros términos, explotación al máximo del factor trabajo;

  5. un predominio absoluto de la racionalidad instrumental -estratégica en detrimento de la racionalidad comunicativa y participativa propia de la democracia;

  6. una reducción de la naturaleza externa a materia prima y de la naturaleza interna a meros recursos humanos para la explotación indiscriminada;

  7. un uso de formas ilícitas de negociación económica de resultar posible y necesario, en este sentido, es un capitalismo bucanero;

  8. una vinculación financiera e ideológica con organizaciones políticas autoritarias extremas a nivel nacional e internacional; y,

  9. la tendencia a promover y fortalecer identidades colectivas arraigadas en prejuicios nacionalistas, étnicos, patriarcales y religiosos.

Dos precauciones a tomar. Primero, no se trata de una enumeración exhaustiva, acabada, sino de un tipo ideal en construcción con el propósito de ir poniendo rostro significativo al sintagma “capitalismo salvaje”. Segundo, no se trata de una lógica binaria de hay o no hay tal capitalismo, sino de grados. En este sentido, no se precisa de la existencia de todos los rasgos para definir el fenómeno, basta con la presencia de un grupo de ellos para ya estar en algún grado del mismo. De esta manera, el capitalismo salvaje puede existir aunque no haya formas ilícitas de negociación u organizaciones de extrema derecha o la promoción de las identidades colectivas señaladas. En pocas palabras, la realidad muy difícilmente se ajuste al concepto. Para decirlo con Goethe, la naturaleza es multicolor y la teoría siempre gris.

Ahora bien, partimos de que estamos en un avanzado grado de capitalismo salvaje de Estado puesto que resulta evidente la desvalorización y explotación del factor trabajo en detrimento de la acumulación capitalista dirigida fundamentalmente a actividades económicas comerciales basadas en la importación y mineras bajo el control de propiedad del Estado. Todo ello se conjuga con su lógica reducción de la naturaleza a materia prima y recursos humanos orientados por una racionalidad instrumental-estratégica, así como distorsión comunicativa y de los mecanismos tradicionales de la democracia representativa expresados en falta de transparencia, censura y manipulación jurídica desde altas esferas del poder político-económico. Por otra parte, las terribles sanciones internacionales impulsan mayor opacidad e ilicitud de la negociación de los recursos naturales del Estado por parte de este. Vemos, entonces, la dialéctica perversa entre los intereses políticos internacionales expresados en el bloqueo y el impulso del capitalismo salvaje de Estado en Venezuela. El gran perjudicado, como casi siempre, por no decir siempre, el factor trabajo objetivado en salarios y pensiones.

En la acera de enfrente parte sustantiva de la dirigencia opositora expresa, si bien tímidamente en público, sus simpatías con un capitalismo salvaje de mercado (que, por supuesto, jamás denominará de este modo). Parte de un programa de desmantelamiento del capitalismo de Estado mediante privatizaciones, llegando incluso a la inconstitucional de PDVSA. Justifica ideológicamente su posición bajo el argumento de la ineficacia e ineficiencia burocrática del sector público, del sometimiento de los criterios económicos a criterios partidistas. Obviamente, en un país carente de capitales de inversión y con trabajadores lumpenproletarizados todas esas empresas, empezando por las jugosas de hidrocarburos y minería, sólo pueden pasar a propiedad del capital extranjero. Mas, para que este se anime, cosa que no será difícil, requiere de ciertas condiciones políticas, jurídicas y sociales favorables. Todas ellas están marcadas por un ejercicio represivo en tanto y en cuanto que mientras se alcancen los equilibrios macroeconómicos mínimos y los empréstitos multimillonarios del sector financiero mundial se requerirán fuertes ajustes en el campo laboral público conducentes a agudizar aún más por un buen tiempo el desempleo y pobreza ya existentes gracias a los experimentos socioeconómicos del gobierno. Milei y el anarquismo capitalista de la teoría de Nozic son los faros de esta oposición. Lo que se evita decir: es improbable que la inversión extranjera que puede llegar a Venezuela sea generadora de empleos masivos de calidad para una población económicamente activa con poca calificación. Por ello, la tendencia será a cronificar la miseria y a elevar a la enésima potencia las tensiones sociales. Para que funcione medianamente el programa, se precisará mucha represión con su cercenamiento de libertades sociopolíticas bajo el histérico lema de libertad, libertad, libertad.

Este lúgubre escenario nacional se articula con el también lúgubre escenario internacional. Al menos desde la crisis de 2008 las ultraderechas nacionales han incrementado su capital electoral. Una vista a Estados Unidos nos pone en un eventual regreso del trumpismo. Otra ojeada a la Unión Europea deja claro que en los próximos meses las apuestas a favor de que Meloni sea acompañada por sus socios extremistas de Francia y Alemania. Ya vimos cómo han crecido en los últimos comicios portugueses y, en cuanto a España, no nos dejemos engañar con el decrecimiento de Vox pues simplemente su fuerza se ha mudado al corazón del Partido Popular liderado por Díaz Ayuso y el señorito Aznar. En el horizonte hay una Europa unida por los flancos derechos de la derecha y el naufragio histórico de la socialdemocracia. En latinoamérica la sombra de Bolsonaro recorre Argentina y El Salvador. Salvo México no parece claro el devenir del resto de nuestros países en esta materia. 

China ha mostrado en lo que va de siglo los éxitos de un capitalismo salvaje, sustentado en la explotación de los trabajadores, bajo una retórica “progresista”. La respuesta de Estados Unidos ha sido incrementar el autoritarismo con una lógica de la postverdad 4.0. La de la Rusia de Putin está a la vista, pero sin mayor crecimiento económico. Por doquier la democracia no está de moda, ni siquiera en sus formas mínimas representativas. Los desesperados electores amenazados por el empleo precario, la falta de seguridad social y quizás el desmantelamiento definitivo de lo que sobrevive desde 1973 del Estado de bienestar (donde lo hubo), se inclina por estas salidas autoritarias. Lo que a lo sumo da para el oxímoron de “democracia plebiscitaria”.

De vuelta a Venezuela y latinoamérica, y con este panorama mundial presente, nuestro histórico papel en el mercado mundial de exportadores de naturaleza se fortalece brutalmente. Lo que al capital internacional interesa de estas latitudes descansa en sus bienes minerales, energéticos, farmacéuticos y acuíferos. Seguimos condenados a este papel heredado de nuestro período colonial con el agravante del ecocidio planetario. Ya el Ecuador de Correa propuso en su tiempo no tocar la amazonía a cambio de que la comunidad mundial contribuyera financieramente a subsanar las “pérdidas” que para ese país representaba no explotar esos recursos naturales. En otros términos, pago de un impuesto internacional para preservar el pulmón vegetal del planeta. Ya sabemos cuál fue la respuesta, o mejor, la omisión de respuesta. O mejor aún, la respuesta fue la que dio la administración Bolsonaro en el uso instrumental-estratégico del  amazonas. Para el capitalismo global América Latina es poco más que un almacén de materias primas. Ese poco más descansa en la amenaza que  para el Norte aporofóbico supone la inmigración desesperada que pugna por entrar ante sus muros. Para este Norte pactar con nuestro capitalismo salvaje de Estado o con el de Mercado alternativo no establece mayores diferencias si se garantiza acceso al almacén natural y se le pone freno a los condenados de la tierra que quieren huir de esta tierra. Dicho lo cual, y salvando las distancias, quizás estemos de vuelta a viejos escenarios de guerra fría, cuando Estados Unidos condecoraba a los chapita Trujillo, otorgaba doctorados honoris causa a los Pérez Jiménez mientras la Europa del Este tenía constituciones cínicamente rotuladas con la palabra “democracia”. Este es el meollo del falso dilema que afrontamos de cara a nuestra elección de julio. Como el viejo chiste: 

-¿Qué prefieres? ¿Suplicio o muerte?

-Pues prefiero la muerte.

-Ok. Pero primero suplicio.

Si estamos en lo cierto, las fuerzas que obstaculizan la realización de una auténtica democracia como modo de vida, una que sea contínua democratización, son realmente gigantescas y se mimetizan en aparentes contrarios. Los opuestos no resultan tan opuestos si pensamos en las posibilidades efectivas del desarrollo de una condición humana digna: educación, salud y empleos de calidad en el marco de un régimen de democracia efectivamente participativa que sea a su vez una democracia económica ecológicamente sustentable, garante de diversas formas de propiedad, promotora del cooperativismo, con prohibición real de las formas monopólicas, oligopólicas y cartelizadas de la empresa. Los opuestos no resultan tan opuestos porque reniegan de este pensar, porque este pensar anuncia un camino muy difícil, uno que hay que transitar con la gente, escuchándola, empoderándola. Un camino difícil que no interesa a los grandes capitales, uno al que se oponen los grandes poderes políticos, militares y mediáticos mundiales. Uno que se transita a largo plazo, que no está diseñado para el mercadeo electoral ni para disfrutar las mieles del poder. Uno del que seguramente no hablarán los candidatos. ¿O sí? Mientras tanto, ¿qué hacer? ¿Qué nos cabe esperar? ¿Qué respuestas podemos ensayar?

Publicado originalmente en el porta Aporrea el 22 de marzo de 2024: Artículo

lunes, 18 de marzo de 2024

Los dioses y la elección que se viene

 Javier B. Seoane C.

De la democracia no partimos, a la democracia llegaremos si acaso. Mas, ¿qué significado cabe guardar para este sustantivo abstracto? ¿Para la democracia? Aclararlo en el discurso resulta imprescindible toda vez que cada quien según su circunstancia atribuye al mismo distintos sentidos. En el siglo XIX, después de que se impusiera la Santa Alianza, fue una palabra considerada subversiva, revolucionaria, de izquierdas. Mientras, en Venezuela, fue siempre un anhelo tras nuestra revolución de independencia. En el siglo XX, especialmente después de 1945, se impuso a nivel mundial como democracia representativa o democracia popular, aquella en el horizonte occidental capitalista y esta en los países autodenominados socialistas y comandados por la Unión Soviética o por China. Por ejemplo, la Alemania del este se denominaba república democrática. De modo que el significado pasó de ser subversivo a ser muy querido por todos si bien del modo más acomodaticio.

En la Venezuela del siglo XX, aquella que al decir de Mariano Picón Salas comenzó en 1936, se debatió en las ideas y en la calle por las formas de cómo llegar a la democracia representativa. La transición de López Contreras a Medina se decantaba por una democracia evolutiva, esto es, pensando que la sociedad venezolana a la sazón se encontraba “inmadura” para asumir su destino se proponía continuar con límites al voto popular en tanto se educaba cívicamente al pueblo. En los últimos meses de Medina se anunciaba que esa “madurez” ya estaría lista para 1951, fecha en que la elección de los nuevos poderes del Estado serían efectivamente por voto popular. Pero aquel tiempo se precipitó. La oposición civil nacida poco antes de ese período de transición sostenía la tesis de que el pueblo sí estaba en capacidad de tomar las riendas de su soberanía, y sólo lo impedía la oligarquía en el poder. Pronto aquella oposición se encontró con un grupo de castrenses que se habían formado en la Escuela Militar instituida durante el gomecismo. No querían aquellos militares profesionales, de carrera, seguir siendo obedientes a los militares de chopo y caballo. Juntos, civiles y militares, dieron el golpe de Estado a Medina, que llamaron “revolución” en lugar de golpe. Nació el llamado trienio adeco. Y rápidamente una nueva Constitución dio el voto popular a los venezolanos y venezolanas mayores de edad para elegir a sus representantes. A finales de 1947 el escritor Rómulo Gallegos sería elegido presidente de la República con cerca del 74% de apoyo, el mayor hasta nuestros días. Pero poco duró aquel experimento, ni siquiera un año, los militares de carrera le pusieron fin.

Diez años después y tras un pacto, el de Puntofijo, retornó la democracia representativa. Pero Puntofijo nació con sus problemas, hubo exclusiones, las de muchos grupos de izquierda. El contexto internacional y nacional de la época demandaba a Betancourt y sus socios alinearse con Estados Unidos para sobrevivir. En todo caso, y para no seguir con este relato cronológico, afirmemos que la democracia venezolana se entendió desde antes y también a partir de 1958 como representativa, muy en la tónica de Schumpeter: los electores eligen cada cinco años unos representantes que, por las complejidades de la administración pública, toman sus decisiones apoyados en sus cuadros políticos y técnicos sin consultar a la sociedad hasta un nuevo período constitucional. 

El concepto de democracia representativa, tanto nacional como internacionalmente, entró en crisis en el propio siglo XX. A nivel mundial, 1968 es un año tan emblemático como puede resultar 1789 o 1917. Al 68 llegan muchas fuerzas sociales que pugnaron por años sus derechos. Entre otros, los grupos de derechos civiles contra el apartheid típico de Estados Unidos y otros países; también las organizaciones feministas y estudiantiles, los movimientos contraculturales como el hippie, alzaron su voz de protesta. Declaran que quieren apearse de este mundo inhóspito, agresivo. “Este mundo absurdo que no sabe a dónde va”, dice aquella canción compuesta por Luis Eduardo Aute en el 67. Unos y otros, asqueados con la Guerra de Vietnam, con el Pacto de Varsovia que masacró el nuevo socialismo democrático Checo, asqueados con el autoritarismo extendido por doquiera, portan una nueva sensibilidad, una tardorromántica y bastante democrática. Es tiempo de la sexualidad libre, de la reivindicación de la diferencia, del juego y el arte. Es tiempo de comer flores. 

Nunca estaremos totalmente ciertos de todo lo que implicó la revolución cultural de los años sesenta. Fracasó políticamente, fracasó económicamente. Era posiblemente demasiado anarquista. Triunfo socioculturalmente, al menos en gran parte de occidente. Hoy, salvo en las Escuelas de Derecho, muy derechas ellas, los estudiantes y profesores ya no van de traje y corbata. El orgullo gay arrancó en 1969 a partir de los sucesos de New Jersey. Greenpeace empieza en el 70. El Partido Verde será fundado entre otros por Rudi Deutsche, Rudi el Rojo, Rudi, el estudiante del 68. Los movimientos feministas retomaron nuevos bríos, marcharán masivamente sobre Washington y por cientos de ciudades más. Venezuela no resultó ajena a esta revuelta. La libertad de y por la diferencia se abre entonces paso hasta nuestros días, no sin cruentas luchas. Contra los logros del 68 hoy se unen la extremaderecha global, la izquierda borbónica (Petkoff) y los conservadores que, como Pedro Pablo Fernández, viven gritando a los cuatro vientos, y de modo bastante equívoco, que “estamos amenazados por el “marxismo” cultural”.

Toda esta revolución cultural se expresó también en el concepto de democracia y la teoría política. Surgirá en el propio 68 las expresiones iniciales de la teoría de la racionalidad comunicativa de Habermas y Apel. En 1971 John Rawls impactará con su teoría de la justicia. Lo común a ellos: la denuncia de los límites autoritarios de la democracia representativa, el establecimiento teórico y la demanda política por una democracia participativa, protagónica. ¿Nos suena? Por su parte Deleuze, Derrida, Foucault reivindicarán el derecho a la diferencia, proclamarán lo fractal, lo rizomático. Sí, lo que tiene muchos comienzos posibles, innumerables caminos a transitar. Sí, lo plural.  

La nueva sensibilidad, el anhelo de la democracia participativa y protagónica se expresó en 1999 en nuestro texto constitucional. Tempranamente en el mundo Venezuela hizo letra su voluntad de conformar una democracia inclusiva. Empero, hay que decirlo, la letra fue tachada, traicionada por las prácticas imperantes a lo largo de casi todo el espectro político nacional, sea a la izquierda o a la derecha. Hubo algunos estertores en el gobierno. Los consejos comunales siguen siendo una buena idea, siempre y cuando dejen de ser tutelados y convertidos en maquinarias electorales. Las cooperativas y las comunas otro tanto. Pueden ser formas de organización que con las debidas políticas públicas se impulsen desde abajo, desde las comunidades y la sociedad civil misma. Deseamos que el Estado las acompañe, las apoye, no las tutele. La letra del 99 aún aspira a realizarse.

Preguntamos al inicio qué entender por democracia. Pues bien, invoco a John Dewey (1859-1952), quien definía la democracia como éthos y êthos, es decir, como un modo de vida colectivo (éthos) y un carácter personal (êthos). Se trata de una eticidad, una ética arraigada en la vida comunal y social distinguida por el reconocimiento de las diferencias, la bienvenida a las mismas en la medida en que se trata de distintos modos de expresarse la vida humana considerados legítimos siempre y cuando no busquen la guerra, la destrucción del otro. No se debe tolerar el monolítico nazi o el ultra que quiere socavar lo plural. Fuera de esta regla, la diferencia expresa la democracia y la democracia es el paraguas de las diferencias.

Si la democracia no existe como eticidad, como ética arraigada socialmente, el sistema político podrá autoproclamarse “democrático”, como la Alemania del este o el actual Estados Unidos, podrá convocar a elecciones regularmente, y no obstante resultar autoritario en mucho. Decíamos que de la democracia no partimos, si acaso llegaremos. Llegamos en la medida en que sea una necesidad de cohabitar, y hasta convivir, en paz, sin guerras, pues reconocemos que somos diferentes, que no pensamos igual, que no todos tienen los mismos credos ni los mismos gustos, y que no podemos destruirnos unos a otros, que no conviene hacerlo, que es mejor que nos pongamos de acuerdo, que nos escuchemos, que pactemos con la mayor inclusión posible.

Pero, ¿Y los dioses?¿Qué tienen que ver los dioses y las elecciones en esto? Pues la democracia emerge como necesidad cuando Dios ha muerto. Nietzsche, Dostoievski y algunos más lo detectaron tempranamente. Nuestro tiempo es el de la muerte de Dios, no porque le diera un infarto o algo así, sino porque hay muchos Dioses, tantos como credos hay entre nosotros. En una sociedad en que hay comunistas, socialcristianos, socialdemócratas, sin partido, ateos, agnósticos, islámicos, hebreos, católicos, protestantes o budistas zen, no hay Dios, hay dioses. No uno sino muchos sistemas de valor. La democracia dice: “pues bien, debemos acordar o matarnos; mejor sea lo primero”. Max Weber, uno de los bastiones indiscutibles del pensamiento social moderno, leyó vivencialmente el mensaje en la botella que dejó Nietzsche. Casi con desesperación al final de su vida en 1919, tras el desastroso final de la Gran Guerra y dos revoluciones sangrientas en pocos meses, se dirigió a sus germanos estudiantes como acto final de su vida. Allí les dijo que si queremos evitar más sangre es hora de que los dioses se retiren de la plaza pública para evitar que pretenda alguno de ellos someter a los demás. Nos dijo también que el político moderno está ante el dilema terrible de ser el heredero de los profetas, el mensajero de un único Dios, o de ser el desencantador que actúe bajo una ética de la responsabilidad, que evalúe las potenciales consecuencias de su acción. El primero, el heredero del profeta, se vende (y a veces se siente) portador de la verdad única, la que tiene que imponer para la salvación de todos. Actúa por sus convicciones, a las que nunca pone entre paréntesis. Si tiene éxito termina experimentando con sociedades enteras, lo que suele acarrear nefastas consecuencias humanas. Polariza, insulta y es bélico. Sociedades poco integradas y en crisis sistémico-históricas los buscan, requieren de ese caudillo o caudilla, de su carisma. El político lo sabe, y creyéndolo o no, hace buen negocio electoral de ello. Al final terminan siendo fuente de múltiples exclusiones, de todos aquellos que adversan a su único Dios. El político responsable y desencantador suele fracasar en estas circunstancias, pero resulta ético, sincero. Probablemente se necesita que nos encante con su desencantamiento, con su falta de Dios. ¿A quién buscaremos los venezolanos en la elección que se viene en esta época de la muerte de Dios? ¿A un caudillo o caudilla? ¿Al heredero del profeta? Tenemos suficientes tanto en el gobierno como en la oposición. ¿O buscaremos al responsable, al que emprenda con desencantamiento divino, pero con encantadora narrativa inclusiva, una transición a un destino más justo para el país que somos? ¿Al que con sensatez ofrezca un paraguas que cobije a unos y otros? ¿Tendremos entre nosotros a este último personaje? Y de tenerlo, ¿lo aceptaremos?

Publicado originalmente en el Portal Aporrea el 16 de marzo de 2024:

Aporrea

jueves, 14 de marzo de 2024

Otro feminismo. A propósito de mujer y ecología.

Javier B. Seoane C.

A las mujeres en su día, que son todos los días.

“La razón por la cual no me gusta la moda de los pantalones: es que la mujer camina ahora como un hombre, con el cigarrillo en la boca, las comisuras de los labios vueltas hacia abajo, la frente arrugada; lo mismo que el amo de esta civilización que pisotea a la naturaleza.”

Max Horkheimer: Apuntes. Monte Ávila, pág. 7


Se cumple medio siglo de la conferencia de Herbert Marcuse sobre feminismo y marxismo. Allí, el filósofo más emblemático de la revolución cultural del 68 presenta su concepción sobre los aportes efectivamente contraculturales de una determinada manera de comprender el feminismo. Miembro indiscutible de la llamada Escuela de Frankfurt, de la teoría crítica de la sociedad, Marcuse continúa en cierto modo la tradición que sobre el tema abre Marx en los Manuscritos de París de 1844 cuando afirma que la violencia que separa hombre y mujer obedece a la alienación o extrañamiento que se genera en una sociedad basada en la explotación de unos sobre otros. El patriarcalismo puede entenderse como un capítulo del sometimiento que unos pocos ejercen sobre los muchos. Empero, no se trata de una simple línea de continuidad con el maestro nacido en Tréveris, pues la teoría crítica, y especialmente Marcuse, elaboró una muy fina crítica al marxismo en general. Para los frankfurtianos había un problema más de fondo, uno que iba más allá de las relaciones de clase y explotación del capitalismo. Un problema común al capitalismo y a los socialismos realmente existentes, un problema que estaba en la raíz misma del principio de organización de los mismos y de la civilización occidental toda, a saber, el problema de la racionalidad sobre la que se estructuran las formas societales que ha creado occidente.  Es justo en este punto donde emerge la cuestión del feminismo. Veamos.

La racionalidad que sirve de principio de actuación al mundo occidental, tanto al capitalismo como al socialismo, se sustenta en el cálculo de la relación entre medios y fines a partir de criterios de eficacia y eficiencia. De los fines de la acción se juzga su viabilidad. Por ejemplo, si usted me dice que se propone invitarme a un café en el planeta Marte mañana temprano, la racionalidad dice que tal propósito resulta inviable toda vez que no disponemos de medios para satisfacer tal invitación. Quizás el próximo siglo o poco antes, gracias a los avances tecnológicos, podamos hacer un viaje a Marte en un par de horas y tomar café bajo su rosado cielo. Pero hoy eso no es viable. En cambio, si usted me plantea llevar a cabo un genocidio en Gaza la racionalidad juzga que tal fin es viable pues existen los medios para lograrlo. Se calculan los mismos y se establece con toda razón cuáles son los más eficaces y eficientes. Así, los nazis de la solución final llegaron científicamente a las cámaras de gas como el medio más económico, rápido y limpio para exterminar a judíos, gitanos, enfermos mentales, comunistas y demás enemigos de los arios. Fusilarlos era más lento e implicaba gastos de municiones y soldados en tiempos de guerra. Max Horkheimer, siguiendo a Max Weber, bautizó a esta racionalidad de instrumental, de cálculo de medios y fines viables sin entrar en consideraciones de valores éticos, morales, religiosos, estéticos o de otra naturaleza humana, pues juzgar a partir de estos valores limita la racionalidad a los mundos culturales. Lo que es justo para nuestros hermanos wayúu pues no resulta justo para el habitante de la metrópolis caraqueña, mientras que el caraqueño, el wayúu o el chino de la China más recóndita pueden confirmar que las cámaras de gas son más eficientes y eficaces que los fusilamientos si se busca un genocidio. En pocas palabras, la racionalidad instrumental resulta universal, trasciende a las culturas en el sentido en que descansa en cálculos técnicos, matemáticos en gran medida, en tanto que el juicio ético sobre los fines depende del cristal cultural con que se mire la cosa.

El problema con el marxismo para el amigo Marcuse y sus colegas frankfurtianos radica en que la racionalidad con que opera en su concepción del desarrollo de las fuerzas productivas como base para la futura sociedad comunista sucumbe ante la racionalidad instrumental. En efecto, desarrollo de las fuerzas productivas se traduce fácil como desarrollo de las capacidades científico-tecnológicas aplicadas a las formas de organizar el trabajo y dominar la naturaleza. Adolece el marxismo y sus herederos socialistas y comunistas de un pensar ecológico y ético, aunque Marcuse considerará que tras esta crítica quedan aspectos del viejo Marx vigentes para una crítica cultural, especialmente en el marco de sus obras de juventud. Entre esos aspectos, la crítica a la dominación masculina, sólo que en los tiempos que corren hay que repensarla más allá de la dominación de clase y entenderla en el marco de la racionalidad instrumental dominante. 

De este modo, y en el marco histórico posterior a 1968, Marcuse establece un debate entre dos tipos de feminismo. Uno, el hegemónico, orientado hacia la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Otro, al contrario, orientado a combatir el principio masculino dominante feminizando el mundo. Veamos esta cuestión. Lo que ha predominado en las luchas feministas, y ha costado demasiadas vidas de valientes mujeres, ha sido una búsqueda de reconocimiento jurídico de derechos laborales, económicos, sociales y políticos, derechos orientados a la igualdad con los hombres. Así, si los hombres pueden ser generales de cinco estrellas comandando bombardeos de napalm sobre el enemigo, las mujeres han de tener el mismo derecho pues nada impide que lo puedan hacer, máxime en una sociedad postindustrial, altamente tecnologizada, que ya no precisa de la bruta fuerza biológica masculina. Si los hombres pueden manejar ferrocarriles ellas también, si pueden ser presidentes ellas también, y así sucesivamente. Rambo sólo es una reliquia patriarcal de Hollywood. Este reconocimiento igualitario de seguro ha sido necesario. La historia de la mujer ha sido la historia de la exclusión y el sometimiento, una historia que, por cierto, no se enseña en nuestras escuelas. La igualdad se entiende como un capítulo de la supresión de esta historia infame. No obstante, la igualdad no resulta neutra, es siempre igualdad en un marco sociocultural determinado.  Por ello, entra en escena para Marcuse el otro feminismo, uno que cuestiona esta igualdad por operar en el marco de una civilización masculina en el sentido de fundamentada en la agresión, la violencia y depredación de la naturaleza incluida la humana. Una igualdad en este marco no puede resultar sino en la masculinización de la mujer y el triunfo de la ya expuesta racionalidad instrumental destructiva. ¿Qué pasa si invertimos la fórmula? ¿Si feminizamos lo masculino? Marcuse entiende que la representación de lo femenino está asociada con la sensibilidad, las artes, la belleza, el cuidado, el amor, la solidaridad y la protección, con una racionalidad sensual, estética, muy distinta de la instrumental. Si el movimiento feminista reivindica estos valores y racionalidad se vuelve entonces contracultural, auténticamente revolucionario. He allí el otro feminismo, uno que emerge del 68 para apearnos de este mundo opresivo y depredador.

La réplica feminista hegemónica no se hizo esperar. Se le dijo al filósofo que esos valores atribuidos a la mujer eran culturales, históricos y producto del sometimiento, han sido el resultado de cómo el hombre quiso ver a la mujer para tenerla a su disposición, bien bonita y con su vestidito de faralaos. El otro feminismo de Marcuse respondió que si bien todo lo replicado era cierto, no menos cierto era que la representación dominante de la mujer y su racionalidad estética constituían la cara opuesta de la cultura que se expresa en la racionalidad de los genocidios, las bombas de napalm o nucleares, las guerras de invasión y la depredación y destrucción total de la naturaleza. De modo que en la representación masculina de lo femenino se esconde la imagen de un mundo subvertido. Por consiguiente, si el feminismo quiere preservar lo más humano de la humanidad bien haría en orientar las colosales fuerzas de su movimiento a la creación de otro mundo, uno donde prive el juego, las artes, la sensualidad y no la agresión. Promesa hoy objetivamente posible toda vez que la civilización masculina produjo el suficiente desarrollo de las fuerzas productivas, la capacidad técnica y tecnológica, para superar el hambre y la miseria en todo el planeta, para liberar a la humanidad del trabajo, para salir del reino de la necesidad y entrar al reino de la libertad (Marx).

¿Fue esta una discusión comeflor salida de los estertores de 1968 y ya abandonada junto con los viejos hippies que aún sobreviven? Vistas algunas de las propuestas que se hicieron veinte años después en la Conferencia de Beijing (1995), por ejemplo, eliminar de las lenguas el vocablo “madre” por resultar denigrante de las mujeres, pues se podría responder que sí, que es un planteamiento obsoleto. Que la mujer en realidad quiere ser hombre, macho. Empero, en los últimos años el tema resurge. Una gran pensadora, Seyla Benhabib, lo pone de relieve a su manera en la época del cambio climático. Afirma que los valores culturales asociados a la mujer, centrados en el cuidado y la racionalidad estética, urgen hoy más que ayer para la reconstrucción de una ética ecológica, pues, si en algo coinciden el éthos femenino y las necesidades ecológicas de nuestro tiempo es en el cuidado del ser y la superación de un modo civilizatorio que ha aniquilado el planeta del mismo modo que los personajes interpretados por John Wayne exterminaban a tiro limpio a los nativos americanos. 

Publicado originalmente en el portal de Aporrea el 8 de marzo de 2024: