Javier B. Seoane C.
Venezuela atraviesa una crisis histórica decisiva, estamos al final de una etapa. La crisis, para decirlo con la consabida definición de Gramsci, descansa en que lo nuevo todavía no ha nacido y lo viejo ya sólo da problemas insolubles. El modelo rentista sustentado sobre el petróleo ya no da los recursos para sostener las necesidades nacionales. Para valiosos especialistas (entre otros Urbaneja, Naim, Piñango, Coronil), ya desde finales de los años setenta este modelo resulta insuficiente. La creación y quiebre del Fondo de Inversiones de Venezuela en esa década se presenta como conocido indicador de los límites alcanzados por el rentismo, el Petroestado creado y la adopción desde los años cincuenta de políticas de sustitución de importaciones. De modo que no hay fuentes suficientes para cubrir adecuadamente los requerimientos para un crecimiento sostenible en el país. Por otra parte, al no haberse oportunamente modificado el modelo de desarrollo se ha llegado a una crisis de integración sistémica al generarse disrupciones y bloqueos severos en las interacciones de los sistemas económico, político y sociocultural del país. Así, a las crisis económicas de los años ochenta siguió en poco tiempo la evidencia de un quiebre social al final de esa década y de inmediato una crisis severa de legitimación del sistema político que dura, como las otras crisis mencionadas, hasta hoy. Hay también de fondo una crisis cultural que se expresa como una contradicción entre los bienes de la modernidad que la población anhela y nuestras prácticas políticas y cotidianas basadas más en vínculos primarios que en relaciones de ciudadanía (González Fabre), pero también como crisis de motivación que se refleja en la pérdida de expectativas ante el futuro y en una de sus inmediatas consecuencias: los flujos de emigración que hemos visto en el último lustro, especialmente de personas jóvenes. Cabe hablar, entonces, de una crisis histórica en tanto que agotamiento de un período que se inició hace un siglo con el paso de la Venezuela agroexportadora a la petrolera, y de una crisis sistémica en cuanto que incapacidad para integrar los sistemas económicos, político y sociocultural entre sí. La crisis sistémica se agrava con fuerza en las dos últimas décadas como consecuencia de posponer la resolución de nuestra crisis histórica, de no iniciar un nuevo capítulo en nuestra historia, sino de haber incrementado el poder del Petroestado en detrimento de los lazos comunitarios, la sociedad civil y la iniciativa privada. Curiosamente todo esto bajo el intento de instituir un socialismo rentístico (Briceño León), aunque suene a oxímoron.
En este punto, lo único que queda es crear una nueva etapa histórica que dé base a una nueva integración sistémica que garantice nuestra integración social. Seguidamente daremos cuenta de algunas posibilidades para construir esa nueva integración, siempre con fundamento en los cuatros cuadrantes de nuestro sistema: economía, política, sociedad y cultura. Venezuela tiene muchas posibilidades de desarrollo económico. Entre estas quiero dar una tímida aproximación a las capacidades agropecuarias, turísticas y de emprendimientos vinculados a la sociedad de la información y el conocimiento. Para nada estas tres áreas agotan las potencialidades de Venezuela, cabe hablar también de emprendimientos en pequeña y mediana empresa y, por supuesto, de energía y minas. Cada región del país ofrece ventajas comparativas y vocaciones productivas que pueden impulsar algunas de estas capacidades y emprendimientos. Hay que revitalizar la producción agropecuaria nacional en su diversidad. De lograrse con éxito aumentaremos nuestra seguridad alimentaria, el aumento de la competitividad en el mercado interno y de cara a la exportación al mercado mundial. Hay, para este último mercado, productos nacionales atractivos vinculados no solo al cacao, el café, el maíz, los granos, las carnes rojas y blancas y el pescado, sino también frutas tropicales, vegetales y flores. Se precisan fuentes de financiamiento para políticas públicas que impulsen colonizar los campos venezolanos abandonados por una población concentrada en unos pocos núcleos urbanos en la región costera. Se requieren políticas que recuperen infraestructuras viales, de irrigación y acueductos, de producción y distribución de energía eléctrica y servicios públicos, escolares y de salud. La universidad pública debe repensarse para fortalecer con becas y préstamos que hagan atractiva a estudiantes las áreas de agronomía y veterinaria. En esto último, el Estado, como el gran propietario terrateniente del país, podría financiar con buenas ventajas a los graduados en estas áreas tierras para la producción. Habría que democratizar el régimen de propiedad para incentivar sistemas de granjas llamados a aumentar la productividad y a generar una clase media en los campos de Venezuela. Se requiere esta lógica de la granja, intermedia entre el latifundio y el conuco, para revitalizar la agricultura nacional con bases socioeconómicas orgánicas. Precisamos hacer retroceder al Petroestado empoderando a los agentes económicos y su capital social, independizar materialmente al ciudadano del Estado.
Un sector privilegiado en esta transformación es el turístico, para el que Venezuela tiene sobradas ventajas comparativas, todas las de las archifamosas islas del Caribe y más. Somos el país con el mayor litoral sobre este mar. Pero somos también selva y cordillera andina. Si España, potencia turística indiscutible, se enorgullece de su eslogan “España es diferente”, Venezuela resulta bien diversa y el secreto mejor guardado de estos lares. El circuito turístico ingresa divisas directa y constantemente y las ingresa al trabajador, al ciudadano de los sectores populares, del chiringuito, el taxi y la posada, entre otros. Puede servir para organizar comunidades locales enteras. Empero, para potenciar estas bondades hace falta de nuevo fuentes de financiamiento y políticas públicas y educativas orientadas a la infraestructura y a un cambio cultural que permita el mejor trato posible al turista. Venezuela tiene una juventud dinámica, una que ha emigrado y que podría volver con su experiencia bajo mejores condiciones nacionales, siendo el caso que los que no regresen potencialmente son vínculos para establecer redes socioeconómicas rentables. Con financiamiento y políticas públicas adecuadas pueden generarse dos o tres núcleos urbanos medianos en Estados como Guárico, Mérida o Monagas, por dar ejemplos, destinados al emprendimiento en tecnologías blandas de la sociedad de la información y el conocimiento. De nuevo aquí se requiere repensar nuestra educación superior. Instituciones universitarias, empresas y Estado tienen la capacidad para articular esfuerzos y disponer de medios con que volver atractivas, mediante becas y financiamiento de emprendimientos a graduados, las carreras técnicas que nutran esta economía del presente y futuro.
Urge rehacer el sistema político nacional bajo otros parámetros, pues desde aquí hoy se presentan los mayores obstáculos para un reconocimiento internacional que facilite financiamiento nacional. Precisamente asistimos a una de las aristas de nuestra crisis de integración sistémica: el sistema político bloquea el desarrollo del sistema económico, a su vez, la imposibilidad del crecimiento económico destruye la legitimidad del sistema político. La reconstitución institucional del sistema político exige que los actores políticos superen su actual limitación a una racionalidad estratégica orientada a la imposición de sus voluntades mediante el ejercicio electoral o, en su defecto, el ejercicio de desplazar al “enemigo”, que no adversario, por la violencia. La reconstitución institucional demanda una racionalidad orientada al entendimiento, al acuerdo razonable y reconocimiento entre las fuerzas políticas efectivamente existentes. Esta racionalidad comunicativa (Habermas) y discursiva (Apel) se ejerce bajo el principio de la mayor inclusión factible en los procesos de deliberación, tanto de los interesados como de los posibles afectados por las decisiones a tomar. Es el camino al que apuntan las teorías de la justicia (Rawls, Walzer, Dworkin) de nuestro tiempo, un tiempo marcado por la pluralidad, por la postmetafísica en el sentido weberiano de que en la modernidad los dioses han de retirarse de la plaza pública para evitar la guerra. En otras palabras, que las ideas de la felicidad, del bien supremo no pueden imponerse si se quieren evitar conflictos destructivos, que lo público demanda una ética de la justicia en la que puedan relacionarse y cohabitar, y hasta llegar a convivir, las distintas éticas del bien.
Llegados a este punto entramos en la consideración de la retroalimentación entre el sistema político y el cultural, entre la lógica imperante de la acción política y la eticidad (Hegel) en tanto que urdimbre axiológica de una sociedad. Un êthos revolucionario, maximalista en sus aspiraciones, se rige por sus propias convicciones del bien supremo. No es de extrañar que su lógica sea la del todo o nada y sus ejes valorativos apunten a la lealtad al ideario que encarna un líder o grupo de líderes. Los ideales maximalistas revolucionarios reposan al final sobre la consabida jerarquía de vanguardia y retaguardia de la “Historia”. Bajo el ideario revolucionario frecuentemente se quiebran las instituciones democráticas que exigen el desalojo de los dioses de nuestra plaza pública. Refundar la democracia en Venezuela supone romper la lógica cultural tribal, maximalista y deficitaria en su racionalidad por la intervención de las emociones y la sed inagotable de lealtad al líder. Esta tarea es la más dificultosa, mucho más que el cambio del modelo económico. Doblar la cultura es más difícil que doblar una barra de acero templado con las manos. Es tarea intergeneracional transida por la actitud natural (Schütz) ante lo que cotidianamente somos, actitud inconsciente y prerreflexiva. Se requiere esclarecer este fondo inconsciente mediante un ejercicio reflexivo colectivo. Mas, si ya para el individuo resulta difícil superar sus problemas psíquicos personales, pues solo acude a una terapia esclarecedora cuando su malestar se torna consciente e insoportable, mientras tanto reniega de su enfermedad, mucho más difícil es para una sociedad completa superar su psiquismo colectivo. La buena noticia es que estamos desde hace ya un buen tiempo viviendo experiencias traumáticas graves que despiertan la inteligencia natural (Dewey), que por estas experiencias la gente que somos hemos ido cambiando nuestra mentalidad y logrando el entendimiento de que se necesitan grandes cambios en todos los ámbitos de nuestra vida nacional. Hoy tenemos un empresariado muy diferente al del año 2000. Comprende que su supervivencia pasa por la supervivencia de toda la sociedad generando bienestar. Del mismo modo, estoy seguro que estamos ante otro trabajador, uno que ya asocia trabajo con productividad y no con un mero cumplir una labor. Hay razones para el optimismo, si bien este tipo de cambios históricos, sistémicos y sobre todo culturales llevan su tiempo generacional. Es menester que los actores sociales, económicos y políticos consolidemos la comprensión de que estamos en otro escenario en el país, que procede tejer alianzas sobre los hilos de una racionalidad inclusiva, dirigida al entendimiento. Tejer alianzas es la clave, tejer desde las pequeñas tribus a la gran tribu país, desde la pequeña familia a la gran familia. Si nuestra sociocultura descansa en gran medida en una lógica matricentrista, explotemos entonces lo que Seyla Benhabib ha reivindicado con fuerza del êthos que se asocia con lo femenino y materno: un êthos del cuidado, de la protección y el amor, del don, de la solidaridad. Fue Durkheim quien, desde la teoría social clásica, bautizó las formas de integración social con la palabra solidaridad, cuya etimología francesa remite a la geometría, a los sólidos geométricos, a las formas consolidadas. Integrar es consolidar. Hoy para nosotros consolidar en tanto que integrar es reconocer la diversidad de nuestras vocaciones e integrarnos sistémica y socialmente como país. Por estas claves hermenéuticas parece vislumbrarse la nueva narrativa histórica de Venezuela.