Por: Javier B. Seoane C. |
A finales de los años sesenta Herbert Marcuse vaticinó el final de la utopía en una famosa conferencia en Berlín. Defendía la tesis de que las condiciones objetivas manifiestas en los avances tecnológicos aplicados a las fuerzas productivas podrían satisfacer las necesidades biológicas fundamentales de la humanidad entera para una vida digna. Si se dejara de gastar en armamento para la destrucción y el consumo suntuario la alimentación, salud y educación para todo humano en el planeta sería satisfecha fácilmente. Por consiguiente, al menos en lo referente a las condiciones materiales, la utopía ya no era un lugar imposible. Otra cosa toca en lo referente a las condiciones subjetivas, auténtico obstáculo por las necesidades creadas en el marco del sistema capitalista de consumo. Sin duda, Marcuse escribe en la época tardorromántica del 68, un tiempo de ilusiones, de utopía. Un año después publicó "Un ensayo sobre la liberación", una especie de manifiesto en el que exponía que la auténtica revolución pasa por una nueva sensibilidad que hoy podríamos bien llamar ecofeminista y ecosocialista, una sensibilidad emergente de la necesidad de liberación, de la urgencia de romper radicalmente con las necesidades artificiales creadas por el consumismo. Marcuse se convirtió en el gurú de la Nueva Izquierda cuyas bases sociológicas se encontraban entre la juventud universitaria asqueada con la Guerra de Vietnam o la invasión a Checoslovaquia y los movimientos sociales contraculturales que se extendían en el mal llamado primer mundo.
Del 68 emergió otra izquierda con la fuerza de un nuevo imaginario distinto del burocrático autoritario de la Unión Soviética o del anclado en el Estado Benefactor de la socialdemocracia. Entonces las derechas estaban a la defensiva si bien ostentaban el poder político en occidente. El discurso en clave de moral conservadora de Nixon para la campaña que lo llevó a la presidencia bien lo evidenciaba. La revolución del 68 fracasó en lo político, tendió a la atomización que disuelve cualquier esfuerzo organizativo, atomización que se ha repetido en las revoluciones y el movimiento de los indignados de los primeros años de nuestro siglo. Discurso económico seguramente nunca tuvo. Mas, esa revolución triunfó en lo cultural. Nada volvió a ser lo mismo desde entonces. Los movimientos feministas se catapultaron adquiriendo cada vez más fuerza; en junio del 69, en New Yersey, tiene punto de partida el orgullo Gay hasta llegar a los movimientos LGTBIQ+; la sensibilidad ecológica se institucionaliza en 1970 con Green Peace y luego, a finales de esa década, con los Partidos Verdes. Otra sensibilidad cultural, si bien no la que ambicionaba Marcuse, emergió. Su clave resultó más liberal que anticapitalista. Pronto el imaginario de la Nueva Izquierda se agotó por su infertilidad política derivando en una especie de izquierda exquisita en manos de unos turísticos progres. A ello contribuyó el agotamiento legitimatorio del Estado Benefactor a partir de 1973, el repunte de la derecha liberal con Thatcher, Reagan y el consenso de Washington, así como la caída final del Muro de Berlín. Sin embargo, lo dicho no demerita la fuerza utópica de aquel final de la utopía, muy al contrario, pienso que hoy puede nutrir sustantivamente la reconfiguración del ideario de una práctica política inclusiva, radicalmente democratizadora, siempre y cuando repiense su praxis organizativa.
Esta última tarea resulta una exigencia impostergable para quienes aspiramos a otro tipo de vida social no marcada por la depredación ecosocial del capitalismo. Pero hoy la izquierda está claramente desnutrida y a la defensiva, o, peor aún, retorna al paleoburocratismo autoritario de la antigua Unión Soviética como se evidencia en el tristemente llamado socialismo del Siglo XXI. A las izquierdas les falta imaginación, narrativa. Han perdido el humor, devienen en moralismos vacíos, se arrinconan en el lenguaje políticamente correcto y en desgastadas críticas a sus adversarios. No tienen con qué seducir a los más jóvenes, a las mujeres, a los LGTBIQ+, a los herederos de los cementerios industriales o a la gente de nuestras tierras de América Latina o África que en medio de su desespero se plantean como casi única alternativa la emigración. Los marxistas hablarían de la miseria de la izquierda. En cambio, las ultras derechas crecen, sacan músculo, tienen un imaginario que ofrecer. Moviéndose en un eje que va desde el anarcocapitalismo a lo Milei hasta los neorreaccionarios a lo Tea Party de los republicanos estadounidenses, esas ultras se dan la mano y venden bien su ideario en cuestiones como, entre otras, los etnonacionalismos (suelen ser buenos aliados de Putin, por ejemplo), supremacismos raciales, el uso estratégico de las teorías de la conspiración y los artilugios propios de la posverdad (el uso de la ironía y del humor sin escrúpulo alguno), desmantelamiento del ya precario Estado de Bienestar, alianzas con el capital financiero y el orbe cripto. Influencers, youtubers, comunidades de videogamers, creadores de memes abundan como sus fieles y significantes multiplicadores. Han encantado bien a parte significativa del orgullo gay, de feministas y ecologistas. Si tiene dudas siga el discurso de Marine Le Pen en Francia, visualice las diferencias generacionales con el cerrado discurso de su padre ya vetusto.
En Venezuela estas ultras tienen sus expresiones sociológicas en una juventud desesperada y unas clases medias creadas mágicamente (Cabrujas, Coronil) por el Estado en el período puntufijista y la primera década de este siglo, clases hoy venidas a menos pero con esperanza de recapturar lo que queda de "renta". Por otra parte, también cala esta visión ultra en sectores de los empleados públicos, profesionales y personas de la tercera edad llevadas a la miseria por un gobierno excesivamente normal en sus torpezas económicas y políticas. Por lo pronto, se trata de una expresión más por negación de lo existente que por afirmación de un ideario. El movimiento relativamente espontáneo de masas que sigue a la nueva líder de la oposición rechaza por igual al "gobierno" de Guaidó y al gobierno de Maduro. Desconoce, muy probablemente, el proyecto que tiene la líder, pero ella simboliza el gran rechazo a las dos clases políticas que han hegemonizado el país en lo que va del siglo XXI. Si bien ella pertenece a una de las mismas, la opositora, ha sabido bien cubrirse con la "pureza de la blusa blanca". Hay claros indicios de que esta Reina de Corazones participa de la versión libertaria de la nueva derecha mundial, al menos tiene cierto aire de familia con figuras como Díaz Ayuso, Presidenta de la Comunidad de Madrid, o con Milei, pero sin las marginalidades extrafalarias de este último.
También en su versión neorreaccionaria comienza a tener voceros venezolanos de determinados Think Tanks como es el caso del discurso de Pedro Pablo Fernández. Habla de eliminar la escuela pública y entregar cheques a los padres más pobres para que inscriban a sus hijos en la escuela privada, habla de la libre competencia entre estas escuelas, habla de vencer la guerra cultural que ha emprendido la izquierda contra las buenas costumbres sociales. Se trata de una generación política de relevo más conservadora que la de sus padres pero con menos enganche que el lado más libertario y próximo al anarcocapitalismo que está recorriendo el país con mucho éxito, un éxito que no tiene ni podrá tener la jurásica opción oficialista pues ya nada tiene que ofrecer; como nada tuvo que ofrecer el kirchnerismo frente a Milei.
Hay un giro mundial. Estamos a días de las elecciones parlamentarias europeas y el horizonte se ve poco alentador para superar el crecimiento ultraderechista. Meloni cada vez estará menos sola. Le Pen y Alianza por Alemania ya se acercan al mismo puerto. En Estados Unidos los demócratas le tienden la cama a Trump. Su pana Putin cada vez está más entronizado en el Kremlin. En América Latina las bases sociales de Bolsonaro siguen ahí, Argentina ya sabemos, Colombia puede regresar, Bukele se torna paradigmático, Venezuela ya dijimos para donde parece ir y cada vez a mayor velocidad gracias a persecuciones de madres vendedoras de empanadas o progresistas extraviados con Ecarri. Mientras, las izquierdas se atrincheran en la defensa de un miserable Estado benefactor al que contribuyeron a desmantelar bien por sus latrocinios, bien por su falta de vocación democratizadora, bien por su paquidérmica torpeza en materias de políticas económicas y públicas. Son izquierdas zombies, desconocen su cadavérico caminar, precisan ser enterradas. Tiene cierta razón Pedro Pablo, desde el 68 hay una guerra cultural. Se equivoca cuando la reduce a "marxismo cultural" y se equivoca cuando afirma que el progresismo está ganando. No. Hay un giro mundial. La batalla la están ganando los reaccionarios y los anarcocapitalistas. Los logros del 68 efectivamente están en peligro, no porque carezca de vigencia el derecho a la diversidad y a vivir en otro mundo no depredador de los seres humanos y la naturaleza, sino porque el imaginario fue cooptado por las formas de dominación que se han encubierto con rostro izquierdista, algo que las ultras derechas, ya organizadas planetariamente, han sabido aprovechar para su rendimiento político. ¿Podrá resurgir una nueva sensibilidad para los años por venir? ¿O tendremos que esperar la catástrofe de la naturaleza y de la democracia a la que nos dirigimos a toda máquina? Si no hay fuerza social efectiva sin organización, ¿podremos construir organizaciones inclusivas, horizontales, sin atomización o recaídas en el verticalismo burocrático autoritario?
Publicado originalmente por el portal Aporrea el 31 de mayo de 2024: Artículo