Javier B. Seoane C.
Hace veinte años en Ciudad de México, un 8 de junio, partió Leopoldo Zea. Había nacido en la misma ciudad el 30 de junio de 1912. Su juventud quedó marcada por la más auténtica de las revoluciones sociales (Arendt) de nuestro continente, la revolución de las Adelitas, de Pancho y Emiliano, la revolución de “La raza cósmica” de Vasconcelos, la de Frida y Diego Rivera, la de tantos baluartes, la de tantas instituciones maravillosas como el Fondo de Cultura Económica. Zea estudió filosofía a finales de los años treinta. Uno de sus maestros, José Gaos, quedó gratamente sorprendido con sus trabajos y lo recomendó para ingresar al prestigioso Colegio de México. Profesor de la UNAM por varias décadas y editor de importantes revistas, homenajeado con doctorados “honoris causa” en Francia, Rusia, Uruguay, Cuba, Chile y el propio México, los títulos de sus obras dejan claro de qué iba su asunto: latinoamérica y sus modos de comprenderse.
Zea me enseñó mucho. Demos una pequeña muestra de sus valiosos aportes: los vínculos del nombre “América latina” con el imperialismo de Napoleón III. Ya a mediados del siglo XIX, nos cuenta, comenzaban a surgir Rusia y Estados Unidos como potenciales imperios y Francia no quería ser menos. La Doctrina Monroe desde 1823 reclamaba a América para los (norte)americanos. Mientras, Rusia extendía sus tentáculos a Europa oriental en nombre del paneslavismo. Frente a ese “americanismo” y “eslavismo”, Napoleón III impulsa el latinismo y, dada la decadencia de España, Portugal y la fragmentación italiana, Francia estaba destinada, se decía, a hegemonizar el mundo latino. “Se hablaba de pansajonismo y de paneslavismo, ahora había que hablar de y actuar en nombre del panlatinismo.” Por supuesto, no por amor al latinoamericano sino para arrebatarle su territorio, su soberanía en nombre del imperio francés. Y así aquella historia terminaría, de nuevo, en el sangriento intento de invadir a México. Así desde 1862 hasta 1867 se presenta la segunda guerra franco-mexicana, la primera había sido entre 1838 y 1839, con la clara intención de establecer colonias francesas en aquel país que ya había sufrido las forzosas expropiaciones de Estados Unidos.
El proyecto imperialista francés fracasará en nuestro continente, salvo sus posesiones de antaño en el Caribe. Empero se expandió, como sabemos, a Indochina. Pocos años después Alemania, Países Bajos, Francia e Inglaterra terminarán repartiéndose en una mesa el mapa de África. Por todas partes las potencias europeas expandieron el terror. En cuestión de tres décadas crearon otra carnicería en la propia Europa, la Gran Guerra. Es en el marco del panlatinismo que promueve Napoleón III que se impone hasta hoy la denominación “América Latina”, que sustituye a la de “hispanoamérica” o “iberoamérica”, nombres estos vinculados a España y Portugal. “América Latina” fue también un rótulo más conveniente para Martí en su esfuerzo de librar a Cuba de las cadenas de España y darle cabida a la multiplicidad étnica de nuestro continente. En el siglo XX se volvería “natural” este sintagma.
No es lo mismo “Latina” que “Española” o “Íbera”. Lenguaje e identidad resultan inseparables. Zea tenía ya hace mucho tiempo la concepción de esta inseparabilidad. La identidad de los grupos humanos y las personas no es la intuitiva identidad lógica de “A = A” o “una manzana = una manzana”. Nada decimos al decir “Latinoamérica es igual a Latinoamérica” o “Teresa es igual a Teresa”. La identidad de las personas y de los grupos ha de contarse, narrarse, y siempre se narra desde unas coordenadas históricas y biográficas, las de la situación de quien narra la historia, una situación siempre transida por relaciones de poder y dominación. Ningún nombre es inocente, tampoco el de “América Latina”. Otra cosa es que el devenir de nuestro ser y hacer haya borrado su origen y hoy, ya olvidadas por derrotadas las garras francesas en nuestro continente, se nos aparezca normal y hasta neutral el sintagma.
Agradezco la lectura de Zea, ha sido uno de mis maestros. Lástima no haberlo conocido personalmente. Me enseñó, en el sentido de mostrar, muchas cosas. Invito a leer sus tesoros. Nuestra maravillosa Biblioteca Ayacucho, Don venezolano a latinoamérica y el mundo, ha editado con el número 160 una colección de ensayos suyos con el sugerente título de “La filosofía como compromiso de liberación”. El compromiso de leerlo es también nuestro compromiso con la comprensión de nuestras rizomáticas raíces. Gracias Leopoldo Zea por contribuir a ampliar nuestros horizontes.