Javier B. Seoane C.
De la democracia no partimos, a la democracia llegaremos si acaso. Mas, ¿qué significado cabe guardar para este sustantivo abstracto? ¿Para la democracia? Aclararlo en el discurso resulta imprescindible toda vez que cada quien según su circunstancia atribuye al mismo distintos sentidos. En el siglo XIX, después de que se impusiera la Santa Alianza, fue una palabra considerada subversiva, revolucionaria, de izquierdas. Mientras, en Venezuela, fue siempre un anhelo tras nuestra revolución de independencia. En el siglo XX, especialmente después de 1945, se impuso a nivel mundial como democracia representativa o democracia popular, aquella en el horizonte occidental capitalista y esta en los países autodenominados socialistas y comandados por la Unión Soviética o por China. Por ejemplo, la Alemania del este se denominaba república democrática. De modo que el significado pasó de ser subversivo a ser muy querido por todos si bien del modo más acomodaticio.
En la Venezuela del siglo XX, aquella que al decir de Mariano Picón Salas comenzó en 1936, se debatió en las ideas y en la calle por las formas de cómo llegar a la democracia representativa. La transición de López Contreras a Medina se decantaba por una democracia evolutiva, esto es, pensando que la sociedad venezolana a la sazón se encontraba “inmadura” para asumir su destino se proponía continuar con límites al voto popular en tanto se educaba cívicamente al pueblo. En los últimos meses de Medina se anunciaba que esa “madurez” ya estaría lista para 1951, fecha en que la elección de los nuevos poderes del Estado serían efectivamente por voto popular. Pero aquel tiempo se precipitó. La oposición civil nacida poco antes de ese período de transición sostenía la tesis de que el pueblo sí estaba en capacidad de tomar las riendas de su soberanía, y sólo lo impedía la oligarquía en el poder. Pronto aquella oposición se encontró con un grupo de castrenses que se habían formado en la Escuela Militar instituida durante el gomecismo. No querían aquellos militares profesionales, de carrera, seguir siendo obedientes a los militares de chopo y caballo. Juntos, civiles y militares, dieron el golpe de Estado a Medina, que llamaron “revolución” en lugar de golpe. Nació el llamado trienio adeco. Y rápidamente una nueva Constitución dio el voto popular a los venezolanos y venezolanas mayores de edad para elegir a sus representantes. A finales de 1947 el escritor Rómulo Gallegos sería elegido presidente de la República con cerca del 74% de apoyo, el mayor hasta nuestros días. Pero poco duró aquel experimento, ni siquiera un año, los militares de carrera le pusieron fin.
Diez años después y tras un pacto, el de Puntofijo, retornó la democracia representativa. Pero Puntofijo nació con sus problemas, hubo exclusiones, las de muchos grupos de izquierda. El contexto internacional y nacional de la época demandaba a Betancourt y sus socios alinearse con Estados Unidos para sobrevivir. En todo caso, y para no seguir con este relato cronológico, afirmemos que la democracia venezolana se entendió desde antes y también a partir de 1958 como representativa, muy en la tónica de Schumpeter: los electores eligen cada cinco años unos representantes que, por las complejidades de la administración pública, toman sus decisiones apoyados en sus cuadros políticos y técnicos sin consultar a la sociedad hasta un nuevo período constitucional.
El concepto de democracia representativa, tanto nacional como internacionalmente, entró en crisis en el propio siglo XX. A nivel mundial, 1968 es un año tan emblemático como puede resultar 1789 o 1917. Al 68 llegan muchas fuerzas sociales que pugnaron por años sus derechos. Entre otros, los grupos de derechos civiles contra el apartheid típico de Estados Unidos y otros países; también las organizaciones feministas y estudiantiles, los movimientos contraculturales como el hippie, alzaron su voz de protesta. Declaran que quieren apearse de este mundo inhóspito, agresivo. “Este mundo absurdo que no sabe a dónde va”, dice aquella canción compuesta por Luis Eduardo Aute en el 67. Unos y otros, asqueados con la Guerra de Vietnam, con el Pacto de Varsovia que masacró el nuevo socialismo democrático Checo, asqueados con el autoritarismo extendido por doquiera, portan una nueva sensibilidad, una tardorromántica y bastante democrática. Es tiempo de la sexualidad libre, de la reivindicación de la diferencia, del juego y el arte. Es tiempo de comer flores.
Nunca estaremos totalmente ciertos de todo lo que implicó la revolución cultural de los años sesenta. Fracasó políticamente, fracasó económicamente. Era posiblemente demasiado anarquista. Triunfo socioculturalmente, al menos en gran parte de occidente. Hoy, salvo en las Escuelas de Derecho, muy derechas ellas, los estudiantes y profesores ya no van de traje y corbata. El orgullo gay arrancó en 1969 a partir de los sucesos de New Jersey. Greenpeace empieza en el 70. El Partido Verde será fundado entre otros por Rudi Deutsche, Rudi el Rojo, Rudi, el estudiante del 68. Los movimientos feministas retomaron nuevos bríos, marcharán masivamente sobre Washington y por cientos de ciudades más. Venezuela no resultó ajena a esta revuelta. La libertad de y por la diferencia se abre entonces paso hasta nuestros días, no sin cruentas luchas. Contra los logros del 68 hoy se unen la extremaderecha global, la izquierda borbónica (Petkoff) y los conservadores que, como Pedro Pablo Fernández, viven gritando a los cuatro vientos, y de modo bastante equívoco, que “estamos amenazados por el “marxismo” cultural”.
Toda esta revolución cultural se expresó también en el concepto de democracia y la teoría política. Surgirá en el propio 68 las expresiones iniciales de la teoría de la racionalidad comunicativa de Habermas y Apel. En 1971 John Rawls impactará con su teoría de la justicia. Lo común a ellos: la denuncia de los límites autoritarios de la democracia representativa, el establecimiento teórico y la demanda política por una democracia participativa, protagónica. ¿Nos suena? Por su parte Deleuze, Derrida, Foucault reivindicarán el derecho a la diferencia, proclamarán lo fractal, lo rizomático. Sí, lo que tiene muchos comienzos posibles, innumerables caminos a transitar. Sí, lo plural.
La nueva sensibilidad, el anhelo de la democracia participativa y protagónica se expresó en 1999 en nuestro texto constitucional. Tempranamente en el mundo Venezuela hizo letra su voluntad de conformar una democracia inclusiva. Empero, hay que decirlo, la letra fue tachada, traicionada por las prácticas imperantes a lo largo de casi todo el espectro político nacional, sea a la izquierda o a la derecha. Hubo algunos estertores en el gobierno. Los consejos comunales siguen siendo una buena idea, siempre y cuando dejen de ser tutelados y convertidos en maquinarias electorales. Las cooperativas y las comunas otro tanto. Pueden ser formas de organización que con las debidas políticas públicas se impulsen desde abajo, desde las comunidades y la sociedad civil misma. Deseamos que el Estado las acompañe, las apoye, no las tutele. La letra del 99 aún aspira a realizarse.
Preguntamos al inicio qué entender por democracia. Pues bien, invoco a John Dewey (1859-1952), quien definía la democracia como éthos y êthos, es decir, como un modo de vida colectivo (éthos) y un carácter personal (êthos). Se trata de una eticidad, una ética arraigada en la vida comunal y social distinguida por el reconocimiento de las diferencias, la bienvenida a las mismas en la medida en que se trata de distintos modos de expresarse la vida humana considerados legítimos siempre y cuando no busquen la guerra, la destrucción del otro. No se debe tolerar el monolítico nazi o el ultra que quiere socavar lo plural. Fuera de esta regla, la diferencia expresa la democracia y la democracia es el paraguas de las diferencias.
Si la democracia no existe como eticidad, como ética arraigada socialmente, el sistema político podrá autoproclamarse “democrático”, como la Alemania del este o el actual Estados Unidos, podrá convocar a elecciones regularmente, y no obstante resultar autoritario en mucho. Decíamos que de la democracia no partimos, si acaso llegaremos. Llegamos en la medida en que sea una necesidad de cohabitar, y hasta convivir, en paz, sin guerras, pues reconocemos que somos diferentes, que no pensamos igual, que no todos tienen los mismos credos ni los mismos gustos, y que no podemos destruirnos unos a otros, que no conviene hacerlo, que es mejor que nos pongamos de acuerdo, que nos escuchemos, que pactemos con la mayor inclusión posible.
Pero, ¿Y los dioses?¿Qué tienen que ver los dioses y las elecciones en esto? Pues la democracia emerge como necesidad cuando Dios ha muerto. Nietzsche, Dostoievski y algunos más lo detectaron tempranamente. Nuestro tiempo es el de la muerte de Dios, no porque le diera un infarto o algo así, sino porque hay muchos Dioses, tantos como credos hay entre nosotros. En una sociedad en que hay comunistas, socialcristianos, socialdemócratas, sin partido, ateos, agnósticos, islámicos, hebreos, católicos, protestantes o budistas zen, no hay Dios, hay dioses. No uno sino muchos sistemas de valor. La democracia dice: “pues bien, debemos acordar o matarnos; mejor sea lo primero”. Max Weber, uno de los bastiones indiscutibles del pensamiento social moderno, leyó vivencialmente el mensaje en la botella que dejó Nietzsche. Casi con desesperación al final de su vida en 1919, tras el desastroso final de la Gran Guerra y dos revoluciones sangrientas en pocos meses, se dirigió a sus germanos estudiantes como acto final de su vida. Allí les dijo que si queremos evitar más sangre es hora de que los dioses se retiren de la plaza pública para evitar que pretenda alguno de ellos someter a los demás. Nos dijo también que el político moderno está ante el dilema terrible de ser el heredero de los profetas, el mensajero de un único Dios, o de ser el desencantador que actúe bajo una ética de la responsabilidad, que evalúe las potenciales consecuencias de su acción. El primero, el heredero del profeta, se vende (y a veces se siente) portador de la verdad única, la que tiene que imponer para la salvación de todos. Actúa por sus convicciones, a las que nunca pone entre paréntesis. Si tiene éxito termina experimentando con sociedades enteras, lo que suele acarrear nefastas consecuencias humanas. Polariza, insulta y es bélico. Sociedades poco integradas y en crisis sistémico-históricas los buscan, requieren de ese caudillo o caudilla, de su carisma. El político lo sabe, y creyéndolo o no, hace buen negocio electoral de ello. Al final terminan siendo fuente de múltiples exclusiones, de todos aquellos que adversan a su único Dios. El político responsable y desencantador suele fracasar en estas circunstancias, pero resulta ético, sincero. Probablemente se necesita que nos encante con su desencantamiento, con su falta de Dios. ¿A quién buscaremos los venezolanos en la elección que se viene en esta época de la muerte de Dios? ¿A un caudillo o caudilla? ¿Al heredero del profeta? Tenemos suficientes tanto en el gobierno como en la oposición. ¿O buscaremos al responsable, al que emprenda con desencantamiento divino, pero con encantadora narrativa inclusiva, una transición a un destino más justo para el país que somos? ¿Al que con sensatez ofrezca un paraguas que cobije a unos y otros? ¿Tendremos entre nosotros a este último personaje? Y de tenerlo, ¿lo aceptaremos?
Publicado originalmente en el Portal Aporrea el 16 de marzo de 2024: